por Thierry
Meyssan
Thierry Meyssan analiza aquí el sistema político y
electoral de Estados Unidos. Y estima que lo único que realmente está
en juego en la elección presidencial es el poder de los WASP, que
no se ha visto nunca cuestionado desde los tiempos de la Declaración
de Independencia. Ted Cruz y Hillary Clinton serían los garantes
de ese poder, mientras que la candidatura de Donald Trump anuncia una
perturbación en el sistema, una perturbación que podría producirse cuando los
anglosajones sean minoría.
Red
Voltaire | Damasco (Siria) | 4 de abril de 2016
Son muy numerosos los candidatos que
se enfrentan en las primarias. Los medios de prensa sólo prestan
atención a demócratas y republicanos. Ignoran a todos los demás porque
saben que el sistema está concebido para que no puedan ganar.
Las
elecciones primarias estadounidenses ofrecen un espectáculo desolador en el que
los principales no parecen conscientes de que las opiniones que
ellos emiten apresuradamente y sus declaraciones demagógicas van a tener
consecuencias, interna y externamente, si llegan a la presidencia.
A pesar de las
apariencias, son limitados los poderes del presidente de Estados Unidos.
Por ejemplo, fue evidente para todos que el presidente George W. Bush
no era capaz de gobernar y que otros lo hacían en su lugar. De
la misma manera, hoy en día es evidente que el presidente Barack
Obama no logra hacerse obedecer en todos los sectores de su propia
administración. Así hemos podido ver, en el terreno –en Ucrania y en Siria–,
como los hombres del Pentágono libran una guerra feroz contra los de
la CIA. En realidad, el principal poder de la Casa Blanca
no es el mando de los ejércitos sino más bien la posibilidad de nombrar o
de confirmar las nominaciones de 14 000 altos funcionarios –6 000 de
ellos cuando el presidente entra en funciones. Más allá de las
apariencias, el presidente de Estados Unidos es por consiguiente
quien garantiza que la clase dirigente se mantenga en el poder y, por esa
razón, no es el Pueblo sino la clase dirigente quien elige
al presidente.
Es importante
recordar que, según la Constitución
estadounidense (artículo 2, seccion 1), contrariamente a
lo que afirman los medios de comunicación ignorantes, el presidente
de Estados Unidos no es electo según mediante el sufragio universal
de segundo grado sino únicamente por los 538 representantes de los
gobernadores. La Constitución estadounidense no obliga a
los gobernadores a designar estos grandes electores según el deseo
expresado por sus administrados, a través de las urnas, durante
lo que no pasa de ser un escrutinio de consulta.
Fue por eso que, en la elección del 2000, la Corte Suprema
de Estados Unidos se negó a invalidar los electores designados por el
gobernador de La Florida, a pesar de que existía la duda sobre
la voluntad expresada por los ciudadanos de ese Estado.
No es menos
importante recordar también que, contrariamente a lo que sucede
en Europa, las «primarias» estadounidenses no las
organizan los partidos políticos sino los Estados –bajo la responsabilidad
de los gobernadores– y que cada Estado aplica su propio sistema.
Las primarias están concebidas, finalmente, para que los grandes
partidos presenten cada uno un candidato compatible con los intereses
de los gobernadores. Se organizan, por tanto, según el modelo
del «centralismo democrático» soviético, para eliminar a todo individuo
que muestre un pensamiento original o que simplemente pudiera llegar a
cuestionar el sistema y para favorecer a una personalidad «de consenso».
Si los ciudadanos participantes no llegaran a designar un candidato,
o principalmente si llegaran a designar un candidato
incompatible con el sistema, la subsiguiente Convención del partido
es quien toma la decisión final, de ser necesario, invirtiendo
el voto de los ciudadanos.
Las primarias
estadounidenses no son, por consiguiente, un «momento democrático»
sino, por el contrario, un proceso que permite, por un lado, que los ciudadanos
se expresen mientras que en realidad los conmina a renunciar a
sus intereses y a sus propias ideas para apoyar una candidatura
conforme con el sistema.
En 2002, Robert A.
Dahle, profesor de Derecho Constitucional en la universidad de Yale, publicaba
un estudio sobre la manera cómo se escribió la Constitución
estadounidense, en 1787, para garantizar que Estados Unidos
nunca llegara a ser una verdadera democracia [1]. Más recientemente, en 2014, dos profesores de
Ciencias Politicas, Martin Gilens en Princeton y Benjamin
I. Page en Northwestern, demostraron que el sistema ha
evolucionado de manera tal que hoy en día todas las leyes
se votan a pedido y bajo el control de una élite económica
sin que nunca lleguen a tenerse en cuenta las opiniones de la
población [2].
La presidencia de
Barack Obama se vio marcada por la crisis financiera, y después por la crisis
económica –en 2008– cuya principal consecuencia es el fin del
contrato social. Hasta este momento, lo que unía a los estadounidenses era
el «sueño americano», la idea de que cualquiera podía
salir de la miseria y hacerse rico gracias al fruto de su trabajo.
Podían admitir todo tipo de injusticias con tal de que existiera
la esperanzar de «salir adelante». En este momento, exceptuando a
los «súper-ricos» –que siguen haciéndose aún más ricos–, lo más que
se puede esperar es no caer en el abismo.
El fin del «sueño
americano» suscitó primeramente el surgimiento de movimientos de
cólera, a la derecha con el Tea Parti –en 2009– y a la izquierda con
Occupy Wall Street –en 2011. La idea general era que
el sistema de desigualdad ya no era aceptable, no porque
porque la desigualdad se había acentuado enormemente sino porque se había
convertido en algo permanente e invariable. Los partidarios del
Tea Party afirmaban que para mejorar las cosas había que disminuir
los impuestos y que cada cual tenía que arreglárselas por
sí mismo, sin esperar contar con alguna forma de protección social.
Los participantes en el movimiento Occupy Wall Street pensaban que, por el
contrario, había que incrementar los impuestos de los súper-ricos y
redistribuir lo que lograra recuperarse por esa vía. Pero aquella etapa
quedó atrás en 2015, con la llegada de Donald Trump, un multimillonario
que no cuestiona el sistema pero que dice haberse beneficiado con el
«sueño americano» y ser capaz de reactivarlo. En todo caso,
así interpretan los ciudadanos el eslogan de Trump «America great again!»
(¡América grande de nuevo!). Sus partidarios no tienen intenciones
de apretarse un poco más el cinturón para financiar el complejo
militaro-industrial y reanimar el imperialismo, lo que esperan es que
se les permita enriquecerse ellos mismos, como lo hicieron
varias generaciones de estadounidenses antes que ellos.
Mientras que el
Tea Party y Occupy Wall Street legitimaron respectivamente las
candidaturas del republicano Ted Cruz y del demócrata Bernie Sanders,
la candidatura de Donald Trump pone en peligro las posiciones
adquiridas por los individuos que se protegieron bloqueando
el sistema durante la crisis financiera de 2008. Trump no está
en contra de los súper-ricos sino en contra de los
altos funcionarios y de los profesionales de la política, en contra
de todos los «pudientes acomodados», que obtienen grandes ingresos
sin asumir nunca riesgos personales. Si hubiese que comparar a Trump
con una personalidad europea, no sería con Jean-Marie Le Pen, ni con
Jorg Haider, sino con Bernard Tapie y con Silvio Berlusconi.
¿Cómo van a reaccionar los gobernadores?
¿A quién designarán presidente?
Hasta este
momento, la «aristocracia» estadounidense –según la expresión de
Alexander Hamilton– se componía exclusivamente de WASP, o sea de los White
Anglo-Saxons Protestants (Blancos anglosajones protestantes)
[Al principio, la «P» significaba «puritanos», pero con el paso del
tiempo el concepto se amplió a todos los «protestantes».].
Sin embargo, una primera excepción apareció, en 1961, con el católico
irlandés John F. Kennedy, quien permitió resolver pacíficamente el problema de
la segregación racial. La segunda apareció en 2008, con el negro
kenyano Barack Obama, cuya elección permitió ofrecer una imagen de integración
racial.
Pero Kennedy y
Obama no utilizaron su poder como presidentes para renovar la clase dirigente.
Tampoco pudieron hacer nada para contrarrestar el poder del complejo
militaro-industrial, a pesar de que Kennedy había prometido un desarme
generalizado y de que Obama había prometido el desarme nuclear. Cierto es que a
los dos les habían impuesto como vicepresidente un representante del complejo
militaro-industrial –Lyndon B. Johnson y Joe Biden–, garantizando así una
posibilidad de reemplazo, que fue utilizada en el caso de Kennedy.
Donald Trump, por
su parte, encarna, con su lenguaje descaradamente franco, un populismo que
se sitúa en los antípodas de lo «políticamente correcto» que tanto
estiman los WASP. Parece evidente que la endeble relación entre el
presidente de la National Governors Association (la Asociación Nacional de
Gobernadores), el gobernador del Estado de Utah, Gary Herbert, y Donald
Trump indica que será muy difícil llegar a un acuerdo entre este aspirante a la
candidatura republicana y la casta dirigente.
Quedan otras dos
opciones: Hillary Clinton y Ted Cruz.
Ted Cruz es un
hispano «convertido» al protestantismo evangélico, lo cual hace de
él un WASP en el plano intelectual. Su designación permitiría realizar una
operación comparable a la de la elección de Obama, mostrando esta vez una
voluntad de integrar a los «latinos», después de haberle acariciado
el lomo a los «negros». Desgraciadamente, aunque
su candidatura fue lanzada por une firma que trabaja simultáneamente para
la CIA y el Pentágono, Ted Cruz es un personaje totalmente
artificial a quien le costará mucho trabajo meterse en el traje de
presidente.
Queda entonces la
abogada feminista Hillary Clinton, cuya elección permitiría ofrecer una imagen
de integración de la mujer. Pero su comportamiento irracional y sus
crisis de furia histérica son muy inquietantes. Por otro lado, también
es cierto que la grave investigación judicial que pende sobre
su cabeza la convierte en un personaje fácil de chantajear, y
por ende fácil de controlar.
Observarán ustedes
que no menciono en este análisis los programas de los candidatos. Si no lo
hago es porque en la filosofía política local ese factor no cuenta.
Desde los tiempos del «Commonwealth» de Oliver Cromwell,
el pensamiento político anglosajón considera la noción de interés
general como una mentira tendiente a disimular intenciones dictatoriales.
Así que los candidatos no tienen programa para su país sino
«posiciones» sobre ciertos temas, las cuales les permiten obtener «respaldos».
Los políticos electos no pretenden servir el Bien Común sino
satisfacer la mayor cantidad posible de sus electores. En un mitin
electoral, un candidato nunca presentará su «visión del mundo»
sino que mencionará la lista de respaldos que ya tiene de su parte
para invitar a otras «comunidades» a confiar en él para que
las defienda. Es por esa razón que en Estados Unidos la traición
política no es cambiar de partido sino actuar contra los supuestos
intereses de su comunidad.
La originalidad de
esta manera de ver las cosas reside en el hecho que los políticos
no están obligados a mantener una coherencia en su discurso sino
sólo a mantener coherencia entre los intereses que defienden. Por ejemplo,
se puede afirmar que los fetos son seres humanos y condenar el aborto
en nombre de la protección de la vida y, en la frase siguiente,
pronunciarse a favor de la pena de muerte.
La realidad es que
no habría mucha diferencia entre la política que podrían aplicar el evangelista
Ted Cruz, la feminista Hillary Clinton o el marxista Bernie Sanders.
Los tres se verían obligados a seguir los pasos de George W. Bush y Barack
Obama. Ted Cruz recurre a la Biblia –en realidad invoca
los valores judíos del Antiguo Testamento– y habla a un electorado
religioso del regreso a los valores fundamentales de los «Padres Fundadores».
Para él, desbloquear el sistema sería por tanto una cuestión de moral
personal, ya que el dinero es supuestamente «un don de Dios a
quienes le temen». Por su parte, Hillary Clinton hace una campaña
dirigida principalmente a las mujeres y da por seguro que cuenta con el
voto de quienes se enriquecieron bajo la presidencia de su esposo.
Para ellos, el desbloqueo del sistema sería entonces un asunto de
familia. Mientras tanto, Bernie Sanders denuncia que un 1% de la población estadounidense
acapara las riquezas y lanza un llamado a redistribuir esa riqueza. Quienes
lo apoyan sueñan con una revolución, con la cual
se beneficiarían sin tener que hacerla.
Sólo la elección
de Donald Trump implicaría un cambio en el sistema. Contrariamente a sus
declaraciones, Trump es el único candidato racional, porque no es un
político sino un hombre de negocios, un dealmaker. Trump no sabe
nada sobre temas que tendría que abordar como presidente y no tiene,
por tanto, ningún a priori. Se limitaría por consiguiente
a tomar decisiones a medida que fuera estableciendo alianzas, con las
ventajas y desventajas que ello implicaría.
Extrañamente, los
Estados donde Bernie Sanders ha salido ganador son más o menos los mismos
donde ha ganado Ted Cruz, mientras que los Estados donde ha vencido Donald
Trump son casi todos los que apoyan a Hillary Clinton. Lo que sucede
es que, inconscientemente, los ciudadanos ven su propio futuro
a través de la moral que conduce a la redención, y posteriormente al
enriquecimiento (Sanders y Cruz), o a través del trabajo y el éxito
que dicho trabajo debería garantizar (Trump y Clinton).
En este momento, es
imposible predecir quién será el próximo presidente y si ello tendrá
o no alguna importancia. Sin embargo, por irremediables razones
demográficas, el sistema se derrumbará por sí solo en los
próximos años, ya que los anglosajones están convirtiéndose en minoría.
[2] «Testing Theories of American Politics: Elites, Interest Groups,
and Average Citizens», Martin Gilens y Benjamin I. Page, Perspectives
on Politics, Volume 12, Issue 03, septiembre de 2014,
pp. 564-581.
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