Guillermo
Almeyra
En
1937-38, poco antes de la Segunda Guerra Mundial, tenía yo nueve años y mis
recuerdos de esa Francia de preguerra son tan nítidos como mi visión de lo que
veo hoy en y desde Marsella. De ahí el inquietante sentimiento de déjà vu
que tengo todos los días.
En efecto, el peso de una derecha feroz, que nada
aprendió de la historia francesa y mundial desde 1789, se refleja en los
diarios (que simulan ser sólo conservadores o liberales), en el revanchismo
insaciable de las reivindicaciones de los empresarios y patrones, en el abyecto
servilismo ante ellos de los mal llamados socialistas y, por supuesto, en el
crecimiento de una informe masa xenófoba, clerical-fascista. La juventud y los
desocupados y nunca ocupados, como en los 30, se dividen por su parte entre el
apoyo a una izquierda radicalizada, pero no anticapitalista, y el sostén al
lepenismo patriotero, chovinista y racista.
La diferencia principal con los años 30 es que la
unidad de los trabajadores desapareció, pues un tercio de ellos son hoy de otro
origen, otro color, otra lengua, otra cultura, otra religión que los obreros
franceses de antaño, que eran blancos, ateos y anticapitalistas y que, además,
los trabajadores en su mayoría no están hoy sindicalizados, no tienen partidos
que consideren propios y están políticamente muy alejados de los pequeños
grupos revolucionarios partidarios de la autogestión e internacionalistas.
Los obreros socialistas y comunistas, pasando por
sobre sus direcciones, se unieron en 1934 en las calles de París para aplastar
una intentona del grupo militarizado de los Croix de Feu clerical-fascistas e
impusieron el triunfo del gobierno del Frente Popular en 1936. Hoy, en cambio,
el decrépito régimen de la República burguesa, sus dirigentes como Hollande o
Sarkozy y sus instituciones, así como la Europa unida de los bancos y del
capital están totalmente desprestigiados. Ni siquiera aparece el deseo masivo
de superarlos por la izquierda, hacia el socialismo o como quiera llamarse un
gobierno obrero; por el contrario, existe el peligro del retorno a un
autoritarismo duro, clerical como el de Vichy, ultraconservador como el de De
Gaulle, colonialista como el de la Tercera República, o sea, de una mayoría
lepenista en las elecciones presidenciales y en las instituciones.
Repetimos: no hay socialismo sin República pero no
hay República sin socialistas y hoy, en Francia, éstos son una especie rara.
El movimiento Debout la Nuit es, por definición,
una protesta minoritaria contra el sistema capitalista y el gobierno de
Hollande-Valls compuesta por aquellos que pueden reunirse para discutir toda la
noche. No penetra sino marginalmente en los suburbios. Allí la juventud sufre
más la influencia de un vago apoliticismo anárquico sin ideas ni propuestas o,
peor aún, de las tendencias religiosas radicales del islamismo. Éstas esconden
en realidad un antimperialismo y anticapitalismo reaccionarios, orientados
hacia el pasado y, a diferencia de lo que sucedió durante la lucha por la
independencia argelina en los 50, en la juventud árabe actual en Francia no hay
tendencias revolucionarias anticapitalistas, ni en el campo obrero ni en el
estudiantil.
La derecha racista y xenófoba, por su parte,
cosecha hoy el chovinismo sembrado por las autoridades municipales comunistas
que en los 60-70 discriminaban a los extranjeros o por el Partido Comunista que
llamaba a rechazar los productos de otros países limítrofes, para mantener la
ocupación en Francia exportando la desocupación a los obreros del vecino. El
glorioso internacionalismo de la izquierda de los jacobinos o de la Comuna de
París parece hoy cosa de un mundo muy lejano.
Sin embargo, las consecuencias de la política de la
derecha socialista-hollandista en el poder se hacen sentir indiscriminadamente
y golpean por igual tanto a los seguidores de la derecha lepenista como a los
que votaron por la izquierda. El lepenismo, por otra parte, recoge más un
sentimiento de repudio a los de arriba, o sea una protesta primitiva, que una
teorización autárquica y nacionalista, es decir, la aceptación de un programa
que haría a Francia aún más dependiente de Estados Unidos. Hay espacio, en
parte, por tanto, para evitar la repetición empeorada de la salida reaccionaria
de los años 30 dando una batalla programática, con movilizaciones y medios
didácticos creativos y unificadores.
La izquierda anticapitalista, por el contrario,
prefiere cocinarse en su propio jugo. Se apropia, es cierto, del espacio
público y en calles y plazas disputa en germen el poder al Estado, pero las
convierte en un gran salón de clases lo cual es importante, pero insuficiente.
No lleva ni películas, ni teatro, ni marionetas, ni conciertos ni charlas
educativas a los lugares donde están los candidatos a votar por la derecha.
Hace años, demasiados, Touchez pas mon pote! (no toquen a mi amigo, o
sea, a los de otro color o extranjeros) fue su último intento de iniciativa
cultural-política.
La batalla en las fábricas y en los sindicatos es
importante, pero allí no está toda la clase trabajadora, ni siquiera su
mayoría. Es necesario llegar también a los trabajadores en el territorio,
hablarles en su lengua, internacionalizar a los militantes internacionalistas,
llevarlos allí donde están los jóvenes desorganizados. El éxito que tuvo en su
momento Olivier Besancenot, candidato presidencial del NPA, reside en parte en
que se podía discutir con el cartero que te traía la correspondencia y era un
hombre de carne y hueso, no sólo un militante.
En política no cuentan sólo las posiciones
correctas, sino también influyen los símbolos. En resumen, si se quiere evitar
el triunfo electoral de Marine Le Pen hay que enfrentarla con una izquierda
anticapitalista que, aunque sea minoritaria, tenga vocación de poder a escala
nacional y eduque en una visión internacional de lo que será el próximo
periodo.
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