Álvaro
García Linera
I
LA MARCHA MINERA POR LA VIDA
Todo hecho, y con más razón todo hecho social, es una síntesis expresiva de determinaciones
de
larga trayectoria, que se manifiestan contundentemente como acontecimiento, como acto. Su realidad
e importancia primarias radican en la explicitación de un conglomerado de vínculos significativos
del presente visible,
palpable. Pero hay hechos sociales en los que, de una manera poderosa, el presente y la acumulación connotada del pasado inmediato
no son suficientes
para entender su significado real y
su
trascendencia. Son “presentes” que rebasan
su época y cuya verdad profunda
sólo se ha de hallar en el
porvenir. Hablamos entonces de acontecimientos que al momento de suceder no acaban de desplegar toda la verdad implícita que portan, y además marcan una época, porque jalan a los restantes
acontecimientos presentes y pasados hacia un rumbo en el que todos han de hallar finalidad
y sentido. No son pues acontecimientos
cotidianos, sino condensaciones de época que, en el momento
de brindarnos el lenguaje para volver inteligibles los sucesos
anteriores, parten la
historia, pues anuncian que a partir de entonces otras serán las
pautas del devenir social, aunque sólo nos demos cuenta de ello años o décadas después.
La marcha por la vida de agosto de 1986 es uno de esos sucesos, que parte la historia social boliviana
en dos segmentos
distintos. En alguna medida es el epítome heroico, y hasta cierto punto falaz, de un proyecto de modernización iniciado a principios de siglo y que mostró sus límites
en el ocaso del siglo. De hecho, en realidad en Bolivia, el fin de época no fue un registro numérico
de años, sino
un
acontecimiento social acaecido catorce años atrás. La marcha por la
vida fue también la
síntesis de una condición social,
de unas prácticas colectivas, de un horizonte de vida y de un proyecto cultural de una identidad
de clase que, con su osadía, había alumbrado e intentado unir las dispersas
hilachas de nación que deambulan
por la geografía intensa
de este país. Fue el alarido más desesperado no sólo de quienes, como
ningún otro sujeto colectivo, creían en la posibilidad de la nación e hicieron todo lo
que
pudieron por inventarla por medio del trabajo, la
asamblea y la solidaridad; a la vez, fue el acto final de un
sujeto social que como ningún otro había abrazado los componentes más avanzados y dignificantes de la modernidad, como la cultura del riesgo, la
adhesión por convicción y no por filiación
sanguínea, la ciudadanía como autoconciencia y no
como dádiva, y una ambición expansiva territorializada, no familiarizada, de la gestión de lo público, que resultan de una interiorización cosmovisiva y crítica de la subsunción real del trabajo al capital.
El resultado trunco
de una marcha, que será detenida
en Calamarca a punta de bayonetas
e impotencias históricas canalizadas como miedos y cálculos,
será a la vez el de la extinción de los
únicos portadores colectivos de una sensibilidad de modernidad expansiva. Los mineros del siglo
pasado fueron lo más positivamente moderno
que tuvo este país donde, como mucho, la modernidad se enclaustra en una fantochería de elite, mediante la cual unos cuantos intentan impresionar
y distinguirse de los
pueblerinos. Los mineros,
en cambio, fueron lo más auténtico y lo más socializado de lo poco de subsunción real que se implantó en estas tierras; y en sus desplantes colectivos hacia el
poder estatal, hacia la tradición filial y hacia el
conservadurismo de lo existente
practicaron, sin necesidad de desearlo ni exhibirlo, una seguridad ontológica en la historia que no tiene paralelo en la vida republicana.
La belicosidad de su lenguaje,
la desfachatez de sus ilusiones en el porvenir, con las que los mineros
irradiaron el temperamento
del siglo XX, le dieron una densidad de multitud a las
construcciones y sueños colectivos que, vistos ahora a distancia, se muestran tan distintos a la mojigatería cultural y cobardía política
de aquellos insípidos pensantes y administradores de corte que han pretendido sustituir, con sus veleidades de poca monta, a ese gigante social.
Y sin embargo,
esta miseria moral se yergue ganadora y vanidosa en los albores de este nuevo siglo. Pero no es
la
escenificación de un triunfo donde una concepción del mundo superó a otra por la pertinencia de sus argumentaciones o la amplitud totalizante de sus percepciones. La significación
del mundo neoliberal, sus símbolos abstractos de dinero,
individualismo y desabridos sujetos de traje, que han sustituido a la asamblea, el guardatojo y la concreción del cuerpo musculoso del minero perforista, no están ahí por sus méritos, porque en verdad ellos
no
derrotaron a nadie. Son como esos gusanos que están encima del gigante no porque
lo derrotaron, sino porque la muerte le
ha
arrebatado la vida. La visión
del mundo neoliberal sólo pudo saltar a la palestra porque previamente fue disuelto, o mejor, se
autodisolvió, el sujeto generador de todo un irradiante sentido del mundo. ¿Cuáles
fueron las kantianas
“condiciones de posibilidad” de este derrumbe, cuyo significado apenas comenzamos a apreciar
ahora, aunque su efecto es el fondo sustancial de lo que es Bolivia hoy?
Continuará...
[1] Texto extraído de Álvaro García
Linera, “La muerte
de la condición obrera del siglo XX”, en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000
Fuente:
La Potencia Plebeya
Álvaro
García Linera
Siglo
del Hombre Editores
CLACSO
Segunda
Edición 2009
Pág.
197 - 210
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Texto extraído
de Álvaro
García Linera, “La muerte
de la condición obrera del siglo XX”, en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000
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