LA MARCHA MINERA DE 1986
Era agosto, y los mineros comenzaron a llegar de todas partes: macizos
y sonrientes cochalos de Siglo XX, Huanuni y Colquiri; sobrios y angulosos
de Quechisla, Caracoles, Siete Suyos y Colavi; angustiadas señoras de Cañadón Antequera, de San José y de Catavi confluían en la carretera
Oruro-La Paz para emprender la gran marcha.
Días antes, un Ampliado
Minero había decretado una Huelga General
indefinida, las organizaciones cívicas de Oruro y Potosí se
habían lanzado a un paro de actividades a nivel regional y el 21 de agosto miles de mineros y pobladores marchaban por las
calles de Oruro
para, en una asamblea, tomar la decisión de marchar a la ciudad
de La Paz de manera inmediata. Los camiones repletos de mineros gritando sus insolentes consignas, y los trenes que venían del sur atiborrados
de
cascos y banderas,
evocaban las impactantes escenas de Esenin sobre la toma de Petrogrado a principios de siglo.
Algo hay en el obrero de cualquier parte del mundo que hace que su presencia tumultuosa opaque el entorno, y que
su
personalidad se imponga a la deslucida monotonía del ambiente urbano; parecería que sólo entonces la vida dejara de ser una casualidad despreciable, para recordarnos su sentido de grandeza. Este era uno de esos momentos;
nuevamente los mineros dejaban las herramientas y venían por miles a La Paz, lo cual no es poca cosa, si
tomamos en cuenta que cuando lo han hecho casi siempre el país ha vivido insurrecciones o los preparativos para ella.
Pero ahora hay algo que da una tonalidad distinta a los trazos de los rostros mineros, una sensación de incredulidad y
cautela muy diferente al certero envalentonamiento de otros años, cuando se sabía que el bienestar
de los gobernantes había surgido de la laboriosidad
de
ellos. Ahora en cambio,
el Estado, el mayor empresario minero país, está cerrando las minas, está estrangulando las pulperías, está ofertando bonos para los retiros. No se trata de deshacerse de los
obreros más revoltosos para que los
sustituyan obreros sumisos, ni siquiera se trata de reducir costos de operaciones para ampliar las ganancias, como sucedía en cada asonada
militar. Se trata de algo peor que eso; está en marcha
el abandono productivo de los centros mineros, el cierre de operaciones y, con ello, la muerte del fundamento material
de la condición obrera minera más importante de los últimos cien años.
Junto con el cierre de operaciones de la empresa Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), se está decretando la extinción
del fundamento material de la historia de una clase, que se había formado entre privatismo y estatismo en sesenta años; pero a la vez, se derrumba la fuente
de una certeza colectiva que alimentaba una confianza en el porvenir
y una audacia
colectiva memorable, en torno a la cual se habían constituido mitos sociales alrededor del comportamiento revolucionario de los mineros. El desabastecimiento de pulperías, la suspensión de los envíos de material de trabajo, la retención
de las horas extra y
el
abandono de la prospección en los últimos meses, no respondían sólo a una mala administración gerencial: era el preludio de la parálisis productiva del
aparato minero estatal,
de un tipo de formas de trabajo y organización laboral que finalizaría en
enero de 2000 y, con ello, de los soportes estructurales de las relaciones de fuerza creadas y mantenidas a lo largo de tres décadas
y media.
El cierre de operaciones de la mayoría de las empresas estatales, silenciosamente dispuesto por el presidente Víctor Paz Estenssoro, no era entonces una penalidad más en el largo camino de
extorsiones que la familia minera había sabido resistir, forjando su heroica
historia de clase; era la conminatoria inconsulta a un fin absoluto
de esa historia o, al menos, de lo que ella fue en los treinta y cinco años anteriores. Pero, ¿no era acaso la minería estatal el núcleo fuerte de la acumulación que permitía la diversificación productiva
del país y la inversión en el oriente? ¿No eran acaso los mineros,
sus luchas y sus
mártires los que habían arrancado a la república
del fango hacendal, los que reconquistaron la democracia?
Ciertamente, los
mineros eran el
alma virtuosa de la
nación nacida en 1952. Y con esa conciencia de sí es que ahora los mineros ocupan la carretera para ir a interpelar
al Estado. Más la
desdicha de los tiempos surgirá desde el momento en que la reconfiguración
de la economía, de los soportes estatales y de la
antigua condición proletaria,
no su preservación, serán el programa de las elites gobernantes. Indudablemente, el excedente minero había creado la Corporación Boliviana de Fomento
y sus más de treinta
empresas productivas; fueron las divisas mineras gestionadas por el
Estado las que permitieron
la comunicación expedita al oriente, las que lograron la universalización de la
educación estatal gratuita, las que expandieron el comercio
interno, las que aseguraban los salarios de los burócratas,
de los maestros, oficiales y
oficinistas. Era la minería la que permitía creer al migrante en la posibilidad de un ascenso social programable a largo plazo, articulando un imaginario colectivo de unidad social verificable y deseable.
Igualmente, eran los mineros, apoyados en fabriles, los que habían apostado infatigablemente por la
democracia como opción de intervención en los
asuntos comunes, eran los fundadores
de un sentido
real de ciudadanía sumamente democratizadora, a
través de la figura del sindicato, que se expandió hasta el último rincón de la geografía
estatal. En fin, si algo existía de nación y de Estado en Bolivia, era por los
mineros de las grandes empresas nacionalizadas, por su trabajo y sus deseos ¿Cómo pensar entonces
en su disolución como sujeto productivo
y como sujeto político, cuando ni en las dictaduras, que fueron sus enemigos jurados, jamás se les pasó por la cabeza deshacerse físicamente de este conglomerado social estratégico?
Por la sencilla
razón de que presiones internacionales e intereses empresariales locales, vientos e intereses
de los que los mineros jamás estuvieron separados en los años anteriores, apuntaban a otros rumbos en cuanto a lo que debería ser la composición económica de la sociedad y la composición política del Estado.
Claro, si nos atenemos
al marco general de los ciclos económicos propuestos por Kondratieff,[1] desde principios de
los
años setenta, las regiones capitalistas más importantes habían entrado en una fase B o de descenso,
que contrajo las tasas de ganancia, estancó o declinó
el crecimiento y contuvo
los flujos de capital en inversiones. Esta declinación económica exacerbó la disputa del excedente: cierre de empresas con bajas tasas
de
ganancia, reducción salarial para ampliar los márgenes de ganancia empresarial y despidos para reorganizar la composición orgánica del capital, que en etapas de estancamiento se presenta rígida y estorbosa, fueron oleadas de medidas que comenzaron a barrer, una tras otra, a las naciones más industrializadas, a los consorcios más
grandes y, a la larga, a las propias economías articuladas de forma subordinada, como la nuestra
y la de todos las países proveedores
de materias primas.
El capital, como suma de iniciativas individuales, comenzó a desplegar
tres vertientes, en la
búsqueda de superación de esta fase descendente y de estancamiento mundializado:
a) Potenciar, a lo largo
de varios años, la acción de nuevas ramas productivas capaces de generar un paradigma tecnológico que, por las
ganancias extraordinarias, la formación
de nuevos mercados de consumo y la atracción
de capitales, pudiera abrir un boquete de innovación que arrastrara el resto de la economía, inaugurando, al final de un periodo de diez a quince años, un nuevo ciclo de onda A o de ascenso.[2]
b) Lograr consolidar e irradiar
una composición orgánica del capital (relación
político-cultural y técnica
entre el monto social
que
se invierte en salarios respecto al total de la inversión
empresarial)
que consagrara una tasa de ganancias elevada, reestructurar las formas de trabajo que consagraran tecnológicamente esta nueva composición y aseguraran una tasa de ganancias apetecible para las nuevas inversiones.[3]
c) Deshacerse de las resistencias y antiguas reglas de negociación alcanzadas en la fase ascendente, cuando el trabajo pudo imponer beneficios y derechos.[4]
Todo lo anterior provoca, por lo tanto, una reconfiguración de la condición objetiva de la situación de clase, por la introducción de nuevas ramas de producción, nuevas tecnologías, nueva organización del trabajo; pero también, una reconfiguración
de la trama de poder entre trabajo y capital en el ámbito estatal, por la
reducción de la
capacidad de negociación que introduce
objetivamente el paro, la depresión y el despido,
que caracteriza la
fase descendente de la economía mundial.[5]
La destrucción de medios de trabajo, mercancías y fuerza de trabajo que acompaña esta fase de descenso
en ocasiones ha desencadenado guerras, donde la humanidad parece hundirse en el
fango de la destrucción material y física, como en 1913-1918 con la Primera Guerra Mundial,[6]
y en 1940-1945 con la Segunda Guerra Mundial; pero en otras oportunidades crea las condiciones de posibilidad de grandes cambios sociales, como en
1848, cuando se produjo la primera, y hasta ahora la única, revolución moderna a escala de todo el territorio capitalista de la época (Europa),[7] o cuando dio lugar a los intentos,
inmediatamente ahogados,
de revolución social en la Rusia zarista en 1917.
Sin embargo, el aumento
de las penalidades, los despidos, la
contracción económica y la crisis no necesariamente
desembocan en revueltas
sociales. En general, la miseria material engendra más miseria
material, organizativa y espiritual de
los
sectores subalternos; la posibilidad de que estas fuerzas activen actos de resistencia y autonomía
radica en la acumulación previa de experiencias, en la extensión de redes de
acción y solidaridad, en la
creación de certezas movilizadoras, en la confianza en la acción común y la capacidad
propositiva acumulada en décadas anteriores que, en un momento
de vértigo social, son capaces de catapultar al mundo del trabajo a prácticas
autodeterminativas de gran riesgo y a gran escala.
Que esto no hubiese
sucedido en el mundo desde los años setenta, cuando se comenzaron a desmontar las estructuras organizativas de los trabajadores en Inglaterra, en Estados Unidos, en Italia, en Francia,
etc., tiene que ver con el
hecho de que, a diferencia de 1848 y 1917, los sectores
del trabajo más agredidos en sus beneficios, y que eran el baluarte
del espacio de autonomía laboral de los años anteriores, no sólo sufrieron una brutal contracción temporal y reestructuración interna, sino que en muchos casos sencillamente dejaron de existir, como los metalúrgicos, los
obreros del carbón, de las manufacturas textiles y ciertos sectores de la industria automotriz. Frente a ellos, surgieron
nuevas ramas productivas sostenidas en la electro-informática,[8]
con su infinidad de vertientes en la
manufactura, la circulación y los servicios; o la expansión
de la industria aeroespacial, que creó un hueco de memoria y continuidad en la capacidad
de resistencia del mundo del trabajo, de tal forma que, para finales de los años noventa, el
recorte en beneficios sociales,
en salarios y en estabilidad laboral ha hecho regresar a una gran parte de la sociedad mundial a la precariedad del siglo XIX.[9]
En Bolivia, la lapidaria
frase del presidente
Paz
Estenssoro: “Bolivia se nos muere”, venía cargada de los mismos presagios. O se cambia el patrón de acumulación, la forma de regulación de la economía y se modifican las reglas de negociación-inclusión del trabajo, o Bolivia,
entendida como el ámbito geográfico del dominio (barroco
e híbrido) del capital,
se acaba.
Si algo hay que reconocerle a Paz Estenssoro es su olfato para nadar siempre a favor de la corriente
de las reglas
mundiales de la economía. En verdad, no es una virtud darse cuenta de las obviedades que requieren las clases dominantes locales para validar ése, su
sitial. Sólo se trata de una buena dosis de pragmatismo y una cultura media respecto a lo que pasa en el mundo;
claro que en un ambiente cultural raquítico como el de las
elites conformes de este país, ésa es una poderosa
ventaja. Cuando había que ser nacionalista, bregar por la constitución
del
Estado-nación, intentar vías de sustitución de importaciones, colocar al Estado como
locomotora de la economía y benefactor social, como
venía sucediendo en todo el mundo
industrializado, Paz Estenssoro hizo lo suyo desde sus dos primeros gobiernos, aunque siempre preocupado por el excesivo envalentonamiento de unos obreros insurrectos triunfantes, que lo habían colocado en el
timón del poder gubernamental.
Ahora, en cambio,
los vientos soplaban
para pasar a la libre empresa, a la desregulación de los mercados, al cierre
de
empresas temporalmente deficitarias, a la
apertura de fronteras, a la contracción estatal para integrar, a la esfera de la valorización empresarial y el mercado, áreas anteriormente gestionadas al margen de este criterio.[10] Había también
que modificar las relaciones de poder estatal, cambiando las técnicas
de ciudadanización corporativa
a fin de reducir
beneficios sociales,
elevar las posibilidades de rentabilidad con el abaratamiento de la fuerza de trabajo, garantizar inversiones extranjeras con la desarticulación de formas de organización contestatarias de la sociedad civil y, en fin, dar por terminada una composición política de la sociedad[11] que consagraba, para la anterior
etapa de desarrollo del capitalismo local, normas de negociación y mercadeo
entre el trabajo y el capital.
En este estrecho
sentido del término, había previsión gubernamental, un plan, iniciativa histórica. El gobierno y ciertos sectores de inversionistas locales y extranjeros sabían más o menos que, para preservar su poder y ampliarlo, se tenía que dar un nuevo rumbo general a los ambiguos
territorios donde
desplegar las reglas del mercado
y la industrialización.
Los trabajadores, el horizonte
de previsibilidad de los asalariados organizados, en cambio, se habían quedado rezagados; peor aún, ese tapiz cultural y letrado que desde 1950 estaba adherido al cuerpo obrero, a través de dirigentes sindicales “fabricados” y discursos políticos “inyectados” bajo múltiples formas partidarias de izquierda, carecía de cualquier otra perspectiva que no fuera la del capitalismo de Estado. Atrincherada tras un discurso estatalizante, homogeneizador, disciplinante de la fuerza de trabajo —y sin esconder esas irrefrenables ansias de mirar a la plebe como una masa movilizable, educable, guiable y predispuesta a
ser gobernada por la inmaculada “vanguardia civilizada”, portadora del designio de las leyes de la historia—, la izquierda simplemente había convertido el sueño del nacionalismo revolucionario y de la
Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en una versión
más radicalizada, en su “programa revolucionario”. Sólo podía ver entonces hasta dónde llegaba el capitalismo de Estado,
apoyado por las propias fuerzas capitalistas que potenciaban esta ruta. Cuando el capital dio un giro y se embarcó
en la “libre empresa”,
los formadores de opinión de la izquierda ya no supieron
qué hacer; en una escena cómica y ridícula,
se quedaron sin fuerza, sin discurso o, cuando más, a seguir demandando un capitalismo de Estado a los propios capitalistas, que lo estaban abandonando por obsoleto.
Sin embargo, no se trataba
de una retórica sin influencia; de hecho, se trataba
de un discurso y una práctica política que adulaban disposiciones conservadoras dentro de la propia clase, que estimulaban estados de ánimo de querellantes, de obedientes, de demandantes, tan arraigados en las clases subalternas, en detrimento de la práctica
de soberanía, propositiva, autodeterminativa de la condición
de clase trabajadora.
Bajo estos estandartes se había constituido un habitus
de clase, y con ellos acudía
a su encuentro
con la muerte.
Fuente:
La Potencia Plebeya
Álvaro
García Linera
Siglo
del Hombre Editores
CLACSO
Segunda
Edición 2009
Pág.
197 - 210
|
Texto extraído
de Álvaro
García Linera, “La muerte
de la condición obrera del siglo XX”, en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000
|
[1] Nikolai Kondratieff,
“The Long Waves in Economy Life”,
en Beverly Hills and London Review, no. 4, 1979; Robert Brenner, Turbulencias en la economía
mundial, Santiago de Chile: LOM y Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo (CENDA), 1999; Theotonio Dos Santos, “La cuestión
de las ondas largas”, en Jaime Estay, Alicia Girón y
Osvaldo Martínez
(coords.), La globalización de la economía mundial,
México, Universidad nacional Autónoma
de México (UNAM) e instituto de investigaciones Económicas (IIE), 1999.
[3] Ana Esther Ceceña y Andrés Barreda
(coords.), Producción estratégica y hegemonía mundial, México, Siglo XXI, 1996.
[4] Robert Boyer y Jean-Pierre Durand, L‘Après-fordisme, Paris, Syros, 1999; Robert Boyer, La flexibilidad del trabajo en Europa,
Madrid, Ministerio de Trabajo y Seguridad
Social, 1986
[7] Jorge Veraza, Revolución mundial y medida geopolítica de capital; a 150
años de la revolución
de 1848, México, Itaca, 1999.
[8] Ana Esther Ceceña y Andrés Barreda
(coords.), Producción estratégica y hegemonía mundial, op. cit.
[10] Chávez Corrales, Juan Carlos (ed.),
Las reformas
estructurales en Bolivia, La Paz, Fundación Milenio, 1998.
[11] Luis Tapia, Turbulencias de fin de siglo, La Paz, Instituto de Investigación en Ciencias Políticas (IINCIP), 1999.
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