Álvaro
García Linera
El desarrollo de la
producción minera
en Bolivia, desde inicios de la república, se ha caracterizado por la coexistencia de complejas formas de organización del trabajo,
que van desde el rudimentario trabajo
manual en la
extracción y refinamiento de los
minerales, pasando por organizaciones laborales
artesanales y semi-industriales en pequeña escala, hasta modernos sistemas de extracción
masiva sin rieles,
y sofisticados tratamientos computarizados de la roca mineralizada. En la misma medida, la condición obrera de los trabajadores
mineros
ha estado y está atravesada por el mismo grado de complejización y abigarramiento, con la coexistencia de obreros disciplinados por el
moderno régimen industrial, junto a obreros temporales vinculados a actividades agrícolas comunales, y obreros-artesanos
distribuidos en unidades familiares
o individuales. Igualmente,
la subjetividad de clase
ha
estado marcada por la cohesión corporativa otorgada por los
grandes centros mineros donde vivían y trabajaban dos, tres o cinco mil obreros, junto con la subjetividad atomizada del “cooperativista” y los hábitos
agrarios esquivos del obrero temporal.
Cada una de estas cualidades técnicas y organizativas
ha
otorgado a cada época histórica características específicas de la condición objetiva
de clase y de las posibilidades de autounificación de clase, esto es, de la identidad de clase con capacidad
de ejercer efectos políticos en la estructura social. En general, se puede decir que la condición obrera minera ha
tenido tres grandes periodos desde la fundación
de la república, correspondientes a
tres grandes etapas de las cualidades materiales y organizativas de la
producción minera:
EL OBRERO ARTESANO DE EMPRESA
La primera, de 1850 a 1900, en la cual la composición del proletariado
minero va a estar sustentada en el obrero artesano
de empresa. Se trata de un obrero agrupado
en centros industriales que extraen
en gran escala,
como en Huanchaca, Portugalete, Real Socavón, Chorolque o Antequera, pero no a partir de una especialización globalmente escalonada del trabajo, sino a través de una concentración masiva de operarios artesanos que despliegan individualmente habilidades productivas segmentadas. Los trabajadores, aunque comienzan a concentrarse en pueblos, no han interiorizado como hábito y prejuicio
colectivo la disciplina industrial,
por lo que son poco afectos a unificaciones
corporativas que enraícen una identidad duradera.
Mantienen fuertes vínculos con la estructura productiva comunal-campesina, manifiesta en sus formas de resistencia, como el motín,
la fiesta, el uso del tiempo y el cajcheo.[2] En esta época, a pesar de la gran renovación tecnológica que va a experimentar la minería,
cerca del 35% de la producción de empresas
“modernas”, como Huanchaca, va a depender del trabajo Cajcha y de la laboriosidad manual de palliris[3]
que, como en esta empresa, llegan a constituir el 43% de la fuerza laboral.[4] Se puede decir que hasta aquí, la subsunción formal de la fuerza de trabajo al capital sólo ha adquirido
la característica de la agregación a gran escala
de operarios artesanos
quienes, portadores de una productividad autónoma, la ejercen al
interior de un sistema industrial sostenido por crecientes procesos de
subsunción real[5] de
procesos técnicos
específicos, como el procesamiento y el transporte. La subsunción formal del proceso de trabajo
es, en este caso, primaria, con
lo
cual la propia subjetividad obrera está anclada
en la temporalidad agraria o artesanal, más que en la propia industria.
En estos momentos, la organización obrera estará marcada por las cajas de socorro o las mutuales
con base territorial.[6] Básicamente, son estructuras de solidaridad por empresa o localidad, y con facultades de reivindicación de demandas
referidas
a un segmentado mercado de fuerza de trabajo. En términos de efecto estatal, su dispersión práctica y simbólica, y su intermitente tránsito a los mecanismos de adhesión agrarios, permitía que su representación colectiva
quedara diluida en las construcciones discursivas y los aprestos
facciosos con los que partidos
y caudillos militares
interpelaban al “pueblo”
para encumbrarse en puestos
de gobierno.
El
basamento técnico que sostendrá esta forma de constitución obrera será el de una coexistencia claramente segmentada dentro de cada mina, de medios
de
trabajo artesanales y manuales en el proceso de
trabajo inmediato, con innovaciones en la infraestructura, como los rieles y carros metaleros
para la extracción y transporte del mineral,
acueductos y máquinas
a vapor para el desagüe, hornos de doble bóveda, selección magnética de mineral y tinas de amalgamación calentadas por vapor,[7] que culminarán con la sustitución definitiva
del antiguo “repasiri” colonial, que amalgamaba con los pies
el
mineral y el azogue.[8]
Si bien es cierto que a finales del siglo XIX se ha de introducir el uso de dinamita y las máquinas compresoras de aire, que
preparan una revolución en el sistema de organización del trabajo en el
interior de la mina, es una introducción tardía, cuyos efectos
han de ser limitados por la rápida debacle de la minería
de la plata y,
con
ello, de los conglomerados obreros, cerca de veinte mil, que estaban
vinculados a ella.
La moderna
minería
de la plata de finales
de
siglo, con sus pueblos mineros
y conglomerados obreros desaparecerá de la
misma manera rápida como emergió,
cercenando los procesos de acumulación organizativa y subjetiva de ese proletariado minero, que nuevamente será lanzado a las haciendas, a las comunidades o al trabajo por cuenta propia. Es en este sentido que hay que hablar del fin de un tipo de
condición obrera y de la extinción de un ciclo de lenta acumulación de experiencias, que apenas llegó
a treinta años y que no pudo ser ni mantenida
ni transmitida de una manera orgánica,
sistemática, a un nuevo contingente obrero capaz de recibir esa labor como herencia sobre la
cual levantar nuevas construcciones identitarias.
EL OBRERO DE OFICIO DE GRAN EMPRESA
El segundo ciclo de la condición obrera minera se iniciará a finales de la primera década del siglo XX, con el repunte de la minería del estaño y la aparición
del obrero de oficio de gran empresa. En términos
técnicos, es un obrero heredero del virtuosismo artesanal del antiguo obrero, pero con la diferencia de que la habilidad portada en el cuerpo, y de la cual depende la producción, se halla asentada en una nueva realidad tecnológica, que se
articula en torno a la destreza
personal del obrero de oficio.
La pericia (destreza, aptitud) laboral no es de carácter simple y rutinario,
como era la del obrero-artesano; la destreza personalmente
poseída y depositada en los movimientos del cuerpo es compleja, pues combina varias funciones simultáneas, pero además articula
la eficacia de un sistema tecnológico vasto, que despliega
su rendimiento en función
de la sabiduría laboral poseída por este nuevo obrero.
Es un obrero que ya no trabaja con técnicas
artesanales sino industriales, pero supeditadas al virtuosismo del cuerpo obrero,
a sus movimientos, a sus saberes
personalizados, que no han podido ser arrebatados por el movimiento maquinal. El modelo paradigmático de este tipo de obrero es el
maestro perforista que, rodeado de un armazón de maquinarias y sistema
de trabajo tecnificados, desata la productividad de ese entorno mecanizado, por el conjunto
de aptitudes corporales y conocimientos personales que ha adquirido a través de la experiencia,
y sin los cuales todos los medios tecnológicos se vuelven inoperantes,
improductivos. Algo similar comenzará a suceder con los
mecánicos, carpinteros y la
gente encargada de la
prospección.
El obrero de oficio es un obrero
que, resultado del nuevo soporte
técnico en el trabajo, implementado por las principales empresas estañíferas desde la década de los veinte, que aniquiló al errático obrero artesano, tiene un enorme poder sobre esos medios de trabajo, pues
sólo el obrero y su destreza
pueden despertar la elevada productividad contenida en las máquinas.[9]
Este poder obrero sobre la capacidad
productiva de los medios de trabajo industrial habilita no sólo un amplio ejercicio
de autonomía laboral dentro la extracción o refinamiento, sino que, además,
crea la condición
de posibilidad de una autopercepción protagónica en el mundo: la empresa, con sus monstruosas máquinas, sus
gigantescas inversiones, sus
fantásticas ganancias, tiene como núcleo
de su existencia al obrero
de oficio;
sólo él permite
sacar de la muerte ese sistema maquinal que tapiza la mina; sólo él sabe cómo volver rendidora la máquina,
cómo seguir una veta, cómo distribuir funciones y saberes. Esta autoconfianza productiva, y específicamente técnica, del trabajo dentro del proceso de trabajo,
con el tiempo dará lugar a la centralidad de clase, que parecería ser precisamente la trasposición al ámbito político
estatal de este posicionamiento
productivo
y
objetivo del trabajador en la mina.
Paralelamente, la consolidación de este tipo de trabajador como centro ordenador del sistema laboral
creará un procedimiento de
ascensos laborales
y promociones dentro de la empresa, basados
en el ascenso por antigüedad, el aprendizaje práctico alrededor del maestro de oficio y la disciplina laboral industrial, legitimados por el acceso a prerrogativas monetarias, cognitivas y simbólicas, escalonadamente repartidas entre los segmentos obreros.
El épico
espíritu corporativo del sindicalismo
boliviano nació, precisamente, de la cohesión
y mando de un núcleo obrero compuesto por el maestro de oficio, cuya posición recreaba en torno suyo una cadena
de mandos y fidelidades obreras, mediante la
acumulación de experiencias en
el
tiempo y el aprendizaje práctico,
que luego eran transmitidas a los recién llegados
a través de una rígida estructura de disciplinas obreras recompensadas con el “secreto”
de oficio y la remuneración por antigüedad. Esta racionalidad en
el
interior del centro de trabajo habilitó la presencia de un trabajador poseedor de una doble narrativa social. En primer lugar, de una narrativa del tiempo histórico, que va
del pasado hacia el futuro, pues éste es verosímil por el contrato fijo,
la
continuidad en la empresa
y la vida en el campamento o villa obrera.
En segundo término, de una narrativa de la continuidad de la clase, en tanto el aprendiz reconoce su devenir en el maestro de oficio, y el “antiguo”, portador de la mayor jerarquía, ha de entregar
poco a poco sus “secretos” a los
jóvenes, que harán lo mismo con los nuevos que lleguen,
en una cadena de herencias culturales y simbólicas que aseguran la acumulación de la experiencia
sindical de clase.
La necesidad de anclar este “capital humano” en la empresa, pues de él dependen gran parte de los índices de productividad maquinal y en él están corporeizados saberes indispensables para la producción, empujaron
a la patronal
a consolidar el anclaje definitivo
del obrero en el trabajo asalariado, a través de la institucionalización del ascenso laboral por antigüedad. Ello, sin duda, requirió un doblegamiento del fuerte
vínculo de los obreros
con el
mundo agrario, mediante la
ampliación de los
espacios mercantiles
para la reproducción de la fuerza de trabajo, el cambio de hábitos alimenticios, de formas de vida y de ética del trabajo, en lo
que
puede considerarse como un violento proceso de sedentarización de la condición obrera, y la paulatina
extirpación de estructuras de comportamiento y conceptualización del tiempo social ligadas
a los ritmos de trabajo agrarios. Hoy sabemos que estas transformaciones nunca fueron completas; que incluso ahora continúan mediante la lucha patronal por anular el tiempo de pijcheo[10] y que, en general, dieron lugar al nacimiento de híbridas estructuras mentales, que
combinan racionalidades agrarias, como el intercambio simbólico con la naturaleza ritualizado en fiestas, wajtas[11]
y pijcheos, o el de las formas asamblearias de deliberación, con comportamientos propios de la racionalidad industrial, como la asociación
por
centro de trabajo, la disciplina laboral, la unidad familiar patriarcal y la mercantilización de las
condiciones de reproducción social.
La sedentarización
obrera,
como condición objetiva de la
producción capitalista en gran escala, dio lugar entonces a que los campamentos mineros no fueran ya únicamente dormitorios provisionales de una fuerza de trabajo
itinerante, como lo era hasta entonces;
permitió que se volvieran centros de construcción de una cultura obrera a largo plazo, en la que quedó depositada espacialmente la memoria colectiva
de
la clase.
La llamada
“acumulación en el seno de la clase”[12], no es pues un hecho meramente discursivo; es, ante todo, una estructura mental colectiva, arraigada como cultura general, con
capacidad de reservarse y ampliarse; la posibilidad de lo que hemos denominado narrativa interna de clase y la presencia de un espacio físico de la continuidad y sedimentación de la experiencia colectiva fueron condiciones de posibilidad simbólica y física que, con el tiempo, permitieron la constitución de esas formas de identidad política trascendente del
conglomerado obrero, con la cual pueden construirse momentos duraderos de la identidad política del proletariado minero, como la revolución de 1952, la resistencia a las dictaduras militares y la reconquista de la democracia parlamentaria.
Pero además, la forma contractual que permitió la retención de una fuerza de trabajo errante fue el contrato por tiempo indefinido, tan característico del proletariado boliviano en general y del proletariado minero en particular desde los años cuarenta, convertida en fuerza de ley desde los años cincuenta.
El contrato por tiempo indefinido aseguraba
la retención del obrero de oficio, de su saber, de su continuidad laboral
y su adhesión a la empresa
por largos periodos. De hecho, ésta fue una necesidad
empresarial que permitió llevar adelante la efectividad de los cambios tecnológicos y organizativos dentro
de la inversión capitalista minera. Pero, además, esto
permitirá crear una representación social del tiempo homogéneo y de prácticas acumulativas, que culminan un ciclo de vida obrero asentado en la
jubilación y el apoyo de las nuevas generaciones. El contrato a tiempo indefinido permite prever el porvenir
individual en un devenir colectivo de largo aliento y, por tanto, permite comprometerse con ese porvenir
y ese colectivo, porque sus logros podrán ser usufructuados en el tiempo. Estamos
hablando de la construcción
de un tiempo de
clase caracterizado por la previsibilidad, por un sentido de destino certero y enraizamientos geográficos que habilitarán compromisos a largo plazo y osadías virtuosas en pos de un porvenir factible, por el cual vale la pena luchar, pues existe,
es palpable. Nadie lucha sin un mínimo de certidumbre de que se puede ganar, pero tampoco sin un mínimo de convicción de que sus frutos podrán
ser
aprovechados en el tiempo. El
contrato por tiempo indefinido del obrero
de oficio funda positivamente la creencia en un porvenir por el cual vale la
pena luchar, porque,
al fin y al cabo, sólo se pelea por un futuro cuando se sabe que hay futuro.
Por tanto, este moderno obrero de oficio se presenta
ante la historia
como un sujeto condensado, portador de una temporalidad social específica y de una potencia narrativa de largo aliento, sobre las cuales se levantarán las acciones autoafirmativas
de clase más importantes del proletariado minero en el último siglo.
La
virtud histórica de estos obreros radicará, precisamente, en su capacidad
de haber trabajado
estas condiciones de posibilidad material y simbólica
para sus propios fines. De ahí la
épica con la que estos generosos obreros bañarán y dignificarán la historia de este
pequeño país.
La base técnica sobre la cual se constituirá esta forma de obrerización
de la fuerza de trabajo
minera será la de la paulatina
sustitución
del diésel y el carbón de los generadores de luz por la electricidad como fuerza motriz de las máquinas; ferrocarriles y camiones para el transporte de mineral, que ampliarán la división técnica del trabajo y sustituirán radicalmente la fuerza motriz del transporte y acarreo. En los ingenios, se introducirá el sistema de preconcentración Sink and float,[13] que terminó
desplazando el trabajo de las palliris, mientras que en la
extracción, ya sea que se mantuviera el método tradicional o el nuevo llamado
Block Caving (o
excavación por bloques), la tracción eléctrica y el uso de barrenos de aire comprimido
o eléctricos, reconfigurará
los sistemas de trabajo
y consagrará la importancia de los obreros de oficio en los procesos de producción mineros.
Ciertamente, no se trata de que esta revolución en la base tecnológica
y organizativa del trabajo capitalista creara por sí misma las cualidades del proletariado minero industrial; tal mecanicismo olvida que los sistemas
técnicos similares despiertan
respuestas sociales y subjetivas radicalmente distintas de un país a otro, de una localidad a otra, de una empresa
a otra. Lo que importa,
en todo caso, es
lo
que Zavaleta llamaba el “modo de recepción de las estructuras técnicas”, esto es, de la manera en que son trabajadas, significadas, burladas,
utilizadas y aprovechadas por los conglomerados sociales. En este acto, el trabajador acude con
su experiencia y memoria singular, sus hábitos y saberes
específicos heredados del trabajo, la familia, el entorno local, y con este bagaje peculiar e irrepetible en otro lugar, resignifica culturalmente
los nuevos soportes técnicos de su actividad
de trabajo. El resultado de esta lectura y asimilación resultará de la aplicación de diagramas culturales previos sobre la nueva materialidad, con lo que habrá una predominancia del pasado sobre el presente, de los esquemas mentales heredados y las prácticas
aprendidas, sobre la cualidad maquinal.
Pero a la vez,
esos esquemas mentales activados, exigidos, sólo podrán ser despertados
del
letargo o la potencialidad
por este nuevo basamento tecnológico, y además, adquirirán una dimensión objetiva: quedarán enraizados, devaluados o ampliados sólo en la medida de la existencia de esas estructuras técnicas. En ese sentido,
existe una determinación de la composición técnico-material
sobre la composición simbólica organizativa del trabajador. La interacción histórica de estos niveles de determinación es lo que nos da la formación de la condición de clase. De ahí que no sea casual que los núcleos
obreros que más contribuyeron a crear una vigorosa
subjetividad obrera, con capacidad de efecto político estatal, hayan sido los que se concentraban en las grandes empresas, en las que
estaban instituidas plenamente estas cualidades de la composición material de clase. Patiño Mines, Llallagua, Oploca, Unificada, Colquiri
y Araca son los centros
de trabajo donde se
han
ido construyendo, desde muy temprano, modalidades de organización obrera que, desde las cajas de socorro
y mutuales, pasaron rápidamente a
las de centros de estudio, ligas
y federaciones con carácter territorial; esto es, con capacidad de agrupar
a personas de distintos oficios asentadas
en una misma área geográfica. Proletarios, empleados, comerciantes y sastres participan de una misma organización, lo que le da una fuerza de movilización local, aunque con
mayores posibilidades de que los intereses específicos de los asalariados queden diluidos en los de otros sectores,
poseedores de mayor
experiencia organizativa y manejo de los códigos del lenguaje legítimo.
El tránsito a la forma sindical
no fue abrupto en estos grandes centros mineros. Primero fueron los sindicatos de oficios
varios, emergentes en los años veinte,
que continuaban la
tradición de agregación territorial; finalmente, se
crearon los sindicatos por centro de trabajo que, después de la guerra del Chaco, se erigirán como la forma predominante que adquirirá
la organización laboral minera.
A partir de estos nudos organizativos, como los sindicatos y las asociaciones culturales, con el tiempo se irá articulando
una red, que dará lugar a la más importante identidad corporativa de clase de la sociedad
boliviana, primero en torno a la federación sindical de trabajadores
mineros
de Bolivia (FSTMB), y luego, después
de la revolución de abril de 1952, con la Central Obrera Boliviana (COB). En estos años previos
a 1952, y apoyada en la
forma institucional del sindicato como lugar de acumulación de la experiencia de clase, se irá enlazando toda una
narrativa obrera, fundada en el drama de las masacres de obreros con pechos desnudos,
mujeres envueltas en banderas tricolores y una autopercepción
de que el país existe gracias
a su
trabajo. El resto de los
esquemas mentales con los que los obreros imaginarán su futuro estará guiado por la certeza inapelable de redención
colectiva ganada por tanto sufrimiento. Es por ello que se puede decir que, desde la revolución de 1952, el
obrero minero se
ve
a sí mismo como un cuerpo colectivo de tormento,
portador de un futuro factible que, por ello mismo, porque es viable, puede arriesgarse y pelearse
sostenidamente por él. Se trata de una específica subjetividad
productiva,[14]
que vincula el sacrificio laboral y callejero con un porvenir de recompensa histórica. La
duración de estas cualidades organizativas, materiales y simbólicas del proletariado minero que tiene sus inicios
en los años treinta,
su apogeo en
los años cincuenta, sesenta, y setenta, y su declive en los años ochenta del siglo pasado,
llegará a su fin, de una manera poco heroica y en gran medida
miserable a finales
de los años ochenta, con el
desmantelamiento de los grandes
centros mineros, la progresiva muerte
del obrero de oficio y su sustitución por un nuevo tipo de condición obrera.
EL OBRERO DE ESPECIALIZACIÓN INDUSTRIAL FLEXIBLE
El fin del ciclo del estaño en la minería boliviana ha sido también el fin de la minería
estatal, de las grandes ciudadelas obreras, del sindicalismo como mediador entre Estado y sociedad, como mecanismo de ascenso social; pero también del obrero de oficio industrial y de la identidad
de clase construida en torno a todos estos elementos técnicos, políticos y culturales. Nada ha sustituido aun plenamente a la antigua
condición obrera; en pequeñas y aisladas empresas, subsiste parte de las cualidades de la antigua organización del trabajo, unificada en torno al maestro perforista; en otras se ha regresado a sistemas
de trabajo más antiguos, manuales y artesanales; pero en las empresas que comienzan a desempeñar el papel más gravitante y ascendente dentro de la
producción minera, la llamada Minería Mediana, se está generando
un tipo de trabajador
que técnica y organizativamente tiende a presentarse como el sustituto del que prevaleció durante sesenta años.
Este nuevo trabajador ya no está reunido en grandes contingentes. Hoy, ninguna empresa tiene más
de
setecientos trabajadores, e internamente se han reestructurado los
sistemas de división
del trabajo, de rotación,
de ascenso y cualificación técnica del laboreo. El nuevo trabajador, a diferencia del antiguo, que cumplía
un oficio y ocupaba
un puesto en función del aprendizaje práctico en una línea de ascenso rígidamente establecida, hoy es
de
tipo polivalente, capacitado para desempeñar varias funciones según los requerimientos de la empresa,
y entre las que la perforación, o no existe,
por la operación a cielo abierto
(inti Raymi), o
es una más de las operaciones intercambiables
susceptible de ser atendida tras breves cursos
de manipulación de palancas y botones que guían las perforaciones (Mina Bolívar). Por lo demás, esta actividad ya no tiene
la
jerarquía suprema que anteriormente poseía,
además de que ya no culmina una serie de conocimientos trasmitidos por un escalonamiento de oficios que aseguraban una herencia de saberes de clase entre los trabajadores más antiguos y los más jóvenes.
Dado que cada vez cuenta más la eficiencia
en las tareas asignadas,
la destreza en operaciones de aprendizaje rápido y la capacidad
para adecuarse a las innovaciones decididas por la gerencia,
toda una carrera obrera de ascensos, privilegios y méritos fundados en la antigüedad
y, hasta cierto punto,
el autocontrol obrero de su historia dentro de la empresa, comienza a ser sustituida
por una competencia por beneficios y méritos basada en cursos de capacitación (“licencias”), pautas de
obediencia, productividad, polifuncionalidad y
otros requerimientos establecidos por la gerencia.
Está naciendo, así, un tipo de obrero portador de unos andamiajes materiales muy distintos a los que caracterizaron al obrero de la
Patiño o la Corporación Minera
de Bolivia (COMIBOL). Dado que el saber productivo
indispensable para despertar
la productividad maquinal recae menos en el trabajador individual que en los
sistemas automatizados y la
inversión en capital fijo,
el
contrato a plazo indefinido ya no se presenta como condición indispensable, ni tampoco la retención del personal en función de la antigüedad, que estratificaba la acumulación de habilidades y su importancia productiva en la empresa.
En
otros casos, la polifuncionalidad obrera, que quiebra el sistema de ascensos y disciplinas anterior, está viniendo
de la mano, no tanto de renovaciones tecnológicas, como de reestructuraciones en la organización del proceso de trabajo y de la forma de pagos (Caracoles, Sayaquira, Avicaya,
Amayapampa, etcétera). En vez de la anterior división del trabajo, claramente definida en secciones y escalones
internos, la nueva arquitectura laboral se
ha
vuelto elástica, obligando a los trabajadores a cumplir, según sus propias metas de pago, el oficio de “perforista”, “ayudante” “carrilero”, “enmaderador”, etcétera; o incluso
interviniendo en el ingenio para el
procesamiento del mineral.
El cambio del sistema de pago por función cumplida o volumen de roca extraída, a la de remuneración
por cantidad
de mineral procesado
y
refinado entregado a la empresa,
ha creado en varias empresas una polivalencia
asentada en la antigua base tecnológica, aunque con los mismos efectos disolventes de la antigua organización y subjetividad obrera.
Objetivamente, todas las condiciones de posibilidad material que sostuvieron las prácticas organizativas de cohesión, disciplina, mandos
propios y autopercepciones sobre su destino, han sido revocadas
por unas nuevas, que no acaban aún de ser
nuevamente trabajadas, para dar pie a nuevas estructuras de identidad de clase. Se puede decir que las estructuras materiales que sostuvieron las
antiguas estructuras mentales,
políticas y culturales del proletariado minero
han sido reconfiguradas,
y que las nuevas estructuras mentales y autounificadoras,
resultantes de la
recepción de las nuevas estructuras materiales, aún no están consolidadas,
son muy débiles y parecerían requerir un largo proceso de totalización antes de tomar cuerpo en una nueva identidad de clase con efecto estatal.
De ahí ese espíritu atónito, dubitativo y ambiguo
que caracteriza a los accionares colectivos que de rato en rato brotan de este joven trabajador que está comenzando a generar
y a vivir la
nueva condición de clase del proletariado minero.
Fuente:
La Potencia Plebeya
Álvaro
García Linera
Siglo del
Hombre Editores
CLACSO
Segunda
Edición 2009
Pág. 197
- 210
|
Texto
extraído de “Los ciclos históricos de la formación de la condición
obrera
minera en Bolivia (1825-1999)”, que
Álvaro García
Linera publicara en
la Revista Umbrales, No. 7, 2000
|
[1] Texto extraído de Álvaro García
Linera, “Los ciclos históricos de la formación de la condición
obrera minera en Bolivia
(1825-1999)”, en Revista
Umbrales, No. 7, 2000.
[2] Práctica de los trabajadores
nativos
que, de sábado a domingo,
explotaban y recogían
mineral, sin ningún tipo de control (N. del E.). Al respecto, véase Gustavo Rodríguez, El socavón y
el sindicato, La Paz, instituto Latinoamericano de investigaciones Sociales
(ILDIS), 1991; y de este mismo autor, “Vida, trabajo y luchas sociales de los trabajadores mineros de la serranía
Corocoro-Chacarilla”, en Historia y Cultura, N° 9, 1986.
[3] Del quechua
pallay (recoger). El término
designaba
en la época colonial y al principio
de la república a las personas que seleccionaban el mineral. Con el
transcurso de los años, esta actividad se fue feminizando y hoy en día el término designa a las mujeres
que trabajan seleccionando y recogiendo mineral entre los desechos de la explotación minera (N. del E.)
[8] Peter Bakewell, Mineros de la montaña roja 1545-1650, Madrid, Alianza, 1983; Enrique
Tandeter, Coacción y mercado: la minería
de la plata en el Potosí colonial 1692-1896, Cuzco, Centro de Estudios Regionales Andinos (CERA) Bartolomé de las Casas, 1992
[9] Sobre el obrero
de oficio en la industria,
véase Benjamin
Coriat, El taller y el
cronómetro, Madrid, Siglo XXI, 1985
[10] Mascado de coca o, más precisamente,
succión
de una bola de hojas de coca insalivadas, que se mantiene en la boca como un estimulante suave y no adictivo (N. del E.)
[13] Manuel Contreras,
Tecnología
moderna en los Andes, La Paz, ILDIS, Biblioteca Minera Boliviana, 1994
[14] Antonio Negri, Marx más allá de Marx. Nueve Lecciones sobre los Grundrisse, Nueva York, Automedia, 1991
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