SINDICATO, MULTITUD Y COMUNIDAD
Movimientos sociales y formas de autonomía
política en Bolivia
La rebelión indígena
Sin embargo, la suma de
estos componentes, por sí mismos, no genera rebeliones; cuando más, produce
estados de desmembramiento societal y estados de ánimo predispuestos a
mesianismos religiosos o populistas, que también son fáciles de comprobar hoy
en determinados segmentos de la población comunaria y de los barrios
periféricos. Las rebeliones sociales como la del altiplano son, en cambio,
procesos de autounificación comunitaria, portadores de proyectos políticos con
alto grado de autonomía, cuya producción requiere de otros componentes con
raíces en la memoria colectiva y en su capacidad de proyectar horizontes de
acción, racionalmente fundados en esta historia colectiva o, al menos, en lo
que se imaginan que es su historia.
La rebelión armara del
altiplano ha podido acontecer, precisamente, porque allí se han agolpado
penurias contemporáneas con herencias históricas y representaciones de la vida
que leen el pasado, que significan el mundo vivido como un hecho de dominación
colonial que debe ser abolido. De ahí la profunda carga política de la acción
de las comunidades, pues en su acción, en su simbolismo, en su discurso
corporal y en su manera de escindir el mundo entre q'aras y aimaras hay toda una recuperación de la historia,
una denuncia del racismo que acompaña la vida republicana y una propuesta de
democratización del poder, de lo público, de la producción de lo común. Y
precisamente "la oportunidad política" —en el sentido propuesto por
Sidney Tarrow, que ha permitido "gatillar" como rebelión social este
conjunto de potencialidades sociales y de seculares escisiones civilizatorias—
ha sido, por una parte, la intención gubernamental de mercantilizar el agua
controlada por las comunidades, brindando así un espacio de unidad inmediata
entre ellas, ante el inminente "peligro de muerte", que según Sartre[1] permite reactualizar los pactos de fidelidad práctica
entre los miembros del grupo.
Por otra parte, la
presencia de un dirigente sindical-comunal, Felipe Quispe, a la cabeza de la CSUTCB que,
por sus características, permitió condensar en estado de insurgencia ámbitos de
predisposición y de voluntad colectiva largamente acumulados en las comunidades
indígenas del altiplano y valles adyacentes. Es portador de la construcción
discursiva y política más elaborada de la identidad indígena contemporánea,
poseedor de una larga trayectoria en la lucha por la autonomía e independencia
de las nacionalidades indígenas respecto al tutelaje e incorporación estatal,
partidaria e institucional en las que cayeron gran parte de los otros antiguos
dirigentes indianistas-kataristas; personifica un elevado prestigio por su
liderazgo político, los años de cárcel como preso político, la ferocidad de su
lenguaje frente a los poderosos, a los cuales jamás miró desde abajo sino desde
arriba; y ha logrado articular antiguas y nuevas fidelidades de ayllu, en
un movimiento social que puso en crisis el ordenamiento estatal y la configuración
republicana.
Aquí, la
institucionalidad (la CSUTCB) y la personalidad del dirigente —sistemáticamente
vinculado con las comunidades, las cuales visitó una por una para consultar la
acción conjunta— lograron traducir la complicidad tácita del sufrimiento y la discriminación,
aisladamente soportada por todos, en una vivencia comunitariamente resistida.
En este caso, su palabra desempeñó el papel de la "palabra del
portavoz", de la que nos habla Bourdieu,[2] como
explicitador de la situación de las comunidades, y con la fuerza para
constituir públicamente la situación de interunificación de esas comunidades,
para hacer existir esa unificación y para movilizarlas.
Las tecnologías sociales del movimiento
comunal
El levantamiento aimara de septiembre-octubre no
sólo ha sido una explosión de descontento, ni siquiera un recordatorio de que Bolivia
es un país donde están dominadas otras naciones. Ante todo, en él se han desplegado, de una manera intensa, una serie de mecanismos
de movilización social que, al igual que lo que sucedió en abril en la ciudad
de Cochabamba, marcan pautas y tendencias para una regeneración de la política y el buen gobierno en el país,
en este caso a través del ayllu
en acción o movilización actuante
de una estructura civilizatoria comunal-andina.
1) Sustitución del poder
estatal por un poder político comunal suprarregional descentralizado en varios
nodos (cabildos). A pocos días de la movilización, el sistema estatal de
autoridades (subprefecturas, corregidores, alcaldías, retenes policiales, administración
estatal) fue disuelto en toda el área de movilización comunal (Sorata, Cambaya,
Achacachi, Huarina, Ancoraimes, Pukarani, etc.) y reemplazado por un complejo
sistema de autoridades comunales (denominadas dirigentes sindicales, pero que en
verdad funcionan bajo la lógica comunal de la responsabilidad pública rotativa,
ligada a la legitimidad de la tenencia familiar -comunal de la tierra). Este
armazón de poder político alternativo tenía a las asambleas de comunidad
(sindicato campesino) como punto de partida y soporte de la movilización. Es
aquí donde se toman las decisiones e, internamente, la única fuerza capaz de movilizarlas
es el convencimiento asambleariamente decidido de la justeza de la demanda y
del objetivo de la acción colectiva.
Por encima de él, los
representantes de decenas de comunidades (subcentrales); por encima de ellas,
representantes de varías subcentrales agrupadas en una federación provincial,
que es el nivel organizacional hasta donde llega el control de las bases comunales
sobre la acción de sus dirigentes, pues son miembros que siguen labrando las
tierras en sus comunidades. En esta red recayó la capacidad de movilización de
las cerca de diez provincias paceñas que concentran la mayor parte de la
población aimara rural del país, apoyadas por las comunidades quechuahablantes
del norte del departamento y de las zonas de altura de Cochabamba.
Dado que el bloqueo dio
lugar a la formación de grandes concentraciones, se conformaron cuatro Cabildos
interprovinciales, que llegaron a agrupar cada uno hasta veinticinco mil comunarios,
y que deliberaban permanentemente, al margen de que otros se mantuvieran en los
bloqueos a lo largo de los cientos de kilómetros de las carreteras que
confluían en la ciudad de La Paz. Como fruto de estos cabildos, se formaron
Comités de Bloqueo con representantes destacados de las zonas más aguerridas y
movilizadas, y que constituyeron el auténtico Estado Mayor de la movilización,
pues coordinaba a las comunidades de base con los dirigentes máximos, que se
movían por otras provincias o se hallaban en la ciudad para entablar las mesas
de negociación con el gobierno; y por último, Felipe Quispe y algunos
dirigentes de la CSUTCB, que se movían entre las comunidades movilizadas, las
reuniones de coordinación con otros sectores (maestros rurales, transportistas,
gremiales), y las negociaciones oficiales con el gobierno.
Durante los dieciocho días,
nada se movía, nadie transitaba por los caminos y ninguna decisión se tomaba si
no era a través de estas redes de poder, que ocuparon carreteras, pueblos intermedios
y medios de comunicación. En los hechos, la autoridad territorial de la zona de
rebelión se desplazó, del Estado, a las estructuras sindicales de la comunidad
y a sus cabildos, y durante quince días éstas se mostraron como eficientes y
coordinadas formas de ejercicio de poder gubernamental en una extensa región
del país.
2) Sistema comunal
productivo, aplicado a la guerra de movimientos. La posibilidad de que tanta
gente pudiera mantenerse durante tantos días en las carreteras se sostuvo por
el sistema de "turnos" mediante el cual, cada veinticuatro horas, la
gente movilizada de una comunidad era sustituida por la de otra comunidad, a
fin de permitir que la primera descansara, se dedicara durante unos días a sus
faenas agrícolas y regresara nuevamente a la movilización cuando le tocara su
"turno". Por cada cien personas movilizadas, en uno de los cientos de
bloqueos había un círculo de otras mil o dos mil personas que esperaban su
turno para desplazarse. De ahí el cálculo conservador de que, sólo en el
altiplano, se movilizaron cerca de quinientos mil comunarios.
La logística del bloqueo
estuvo también asentada en las propias comunidades. Cada grupo movilizado traía
su alimentación comunal, que luego era reunida con la de otras familias y comunidades,
en un apt'api[3] que
consolidaba solidaridades y cohesionaba, a través del alimento, lo que se venía
haciendo en la guerra.
Por otra parte, la
técnica de bloqueo que inviabilizó cualquier intento de desbloqueo militar fue
el traslado de la institución del trabajo comunal, en el que todas las familias
trabajan colectivamente en la tierra de cada una de las familias, al ámbito
guerrero. A lo largo de los caminos, unas poderosas máquinas humanas productivas
se ponían en movimiento, sembrando de piedras y tierra cada metro de asfalto.
No bien pasaban los tractores y los soldados, esta poderosa fuerza productiva
agrícola, que permite la roturación o la siembra en corto tiempo, ahora servía
para tapizar la carretera de infinitos obstáculos.
Objetivamente, los
comunarios aimaras ocuparon militarmente el espacio y ejercieron su soberanía
sobre él a través del tensamiento de instituciones comunales, tanto políticas y
económicas como culturales. El Estado, mientras tanto, donde asomaba la cara,
lo hacía como un intruso inepto, a quien la geografía y el tiempo se le
presentaban como fuerzas ajenas e incontrolables. La única manera de querer
conjurar esta soledad fue a través de las muertes, que lo arrojaban a una mayor
adversidad, pues con el recuento de los muertos, los aimaras comenzaron a
proponerse desalojar los cuarteles que se hallaban en las provincias rebeldes. En
términos militares, el Estado perdió la iniciativa; perdió el control del
tiempo, perdió el control del territorio y fracasó en su intento de represión.
Esta derrota militar del ejército estatal es un acontecimiento que seguramente
también marcará los siguientes pasos que emprenda el movimiento indígena en la
construcción de su autonomía política.
3) Ampliación de la
democracia comunal al ámbito regional- nacional y la producción de una moral
pública de responsabilidad civil. La pedagogía de democratización de la vida
pública, en este caso de la decisión de desplazar la institucionalidad estatal,
de conservar el agua como un bien común y de abolir el colonialismo republicano,
fue sin duda extraordinaria, y se ejerció mediante la aplicación de los saberes
democráticos practicados en el ámbito de las comunidades campesinas a escala
superregional, que permitió acordar fines colectivos, consultar reiteradamente
a las bases acerca de la continuidad de la movilización, lograr consensos
acerca de las demandas, coordinar la defensa territorial de las comunidades
movilizadas ante el avance del ejército, y controlar la vida política en las
zonas sublevadas.
Bajo esta nueva forma de
poder político, las prácticas democráticas mediante las cuales la población
recuperó su capacidad de intervención y gestión en la formulación del bien
común y el uso de la riqueza colectiva fueron:
a) Los cabildos y las
asambleas, que funcionaron como organismos públicos de intercambio de razones y
argumentos de los cuales nadie estaba excluido, ni siquiera los funcionarios
estatales, pero como iguales frente a los comunarios indígenas; es decir, las asambleas
y cabildos funcionaron como espacios de producción de igualdad política real y
de formación de opinión pública, ambos componentes básicos de lo que se
denomina "democracia deliberativa", pero no como complemento del
Estado de derecho, como lo hubiera deseado Habermas,[4] sino precisamente como interpelación a un Estado
que ha institucionalizado la desigualdad entre hombres y mujeres pertenecientes
a distintas culturas.
b) Los participantes de
estas condensaciones de cultura democrática ejercieron un principio de
soberanía, en la medida en que no obedecían a ninguna fuerza externa distinta a
la decisión colectivamente acordada por todos, y de ahí la radicalidad con la
que sus decisiones eran recibidas por el Estado.
c) Las deliberaciones
entre iguales se sustentaron en movimientos sociales (las comunidades
movilizadas), portadores de una moral de responsabilidad pública (local), en la
que rigen formas de acción normativamente reguladas.[5] Ciertamente, esto lleva a que muchos de los valores
colectivos que guían los comportamientos de sus integrantes estén regidos por
principios previos y obligatorios que pudieran limitar la generación de nuevos
consensos sustanciales, como sucede, por ejemplo, a escala comunal, donde lo
público tiene la misma dimensión territorial que el espacio de eficacia de los
valores normativos. De ahí que se pueda hablar de la presencia de un
"principio de comunidad" ,[6] que obliga a las personas a actuar dentro de la
colectividad, bajo el supuesto implícito de que esos lazos de unidad ya existen
con anterioridad a cualquier actitud que se tome respecto a ellos. Sin embargo,
es en el marco de las acciones colectivas a gran escala donde la esfera
pública, lo común que interconecta a los sujetos colectivos, rebasa el marco de
las regulaciones normativas locales y tiende a ser fruto de una nueva
interacción comunicativa, productora de nuevos consensos y normas colectivas.
La democracia comunal
fusiona, entonces, la acción comunicativa, mediante la cual los comunarios deliberan sus
acuerdos para formar discursivamente un horizonte de acción común, con la acción normativa, que hace que los acuerdos así producidos cuenten con
un carácter obligatorio respecto a los sujetos colectivos e individuales
partícipes en su elaboración. Esto tiene que ver con la preponderancia de lo
común por encima de lo individual en las estructuras sociales tradicionales.
Sin embargo, las asambleas buscan, ante todo, la producción de consenso a
través de largas sesiones de mutua persuasión; y si bien no falta la formación
de disensos minoritarios, estas minorías no pierden su derecho a la voz
disidente y a aprobar en una nueva asamblea un cambio en la correlación de
fuerzas. Lo decisivo no radica, por tanto, en la coerción para el cumplimiento,
muchas veces simbolizada por la amenaza de usar el chicote[7] sino en una moral de
responsabilidad pública, que exige a quienes han acordado una elección a cumplirla,
a refrendarla con la acción.
4) Política de la igualdad.
Uno de los componentes más impactantes de la movilización social, tanto en las
declaraciones de sus portavoces como en la gestualidad colectiva de los comunarios
bloqueadores, fue el derrumbe simbólico del prejuicio de la desigualdad entre
indios y q'aras, entre aimaras y mistis. "He
de negociar de presidente a presidente", "inquilinos",
"asesinos" y "carniceros" fueron frases lanzadas por un
indígena que, afirmándose como tal, usaba los tonos, los epítetos y las
representaciones discursivas anteriormente reservadas a las elites dominantes.
Y por ello se lo acusó de racista, esto es, por asumir precisamente la norma de
la igualdad frente a cualquier habitante.
La estructura simbólica
colonial, que había acostumbrado a colonizados y colonizadores a que los indios
se dirigieran a los q'aras en actitud de sumisión, de petición, de genuflexión
o de reclamo lloroso, de golpe se quebró ante la impronta de un dirigente
indígena que no les tenía miedo, que les decía que él podía gobernarlos, y que
no rogaba sino que imponía. Paralelamente, en los caminos bloqueados, algo
parecido sucedía pues, en vez de ancianos y niños mendicantes a la vereda de
las rutas, había insolentes comunarios que no hacían caso a la voz de paso
lanzada desde los lujosos Mitsubishis raibanizados. La indiada se había alzado
y, con ello, el miedo, el pavor se apoderó de familias que, por si acaso,
reservaron boletos de avión para Miami o Madrid. En el fondo, mientras los
indígenas ocupaban la geografía como prolongación de su cuerpo colectivo, los
otros, los q'aras, asumieron la conciencia de la impostura de su
soberanía real; para ello, el territorio se presentó como un inmenso cuerpo
sospechoso de emboscadas, cuyo control se diluía a medida que se opacaban las
luces de sus shoppings. La incursión punitiva, con tanques y aviones para
despejar caminos bloqueados, o para "rescatar" a la esposa del
vicepresidente de la mancha indígena que se desprendía de los cerros que rodean
a las lujosas residencias del sur, fue el lenguaje fundador que volvía a
renacer en las elites dominantes.
Las palabras, los gestos,
la corporalidad y la estrategia de estos indios insurgentes habían roto una
secular jerarquía étnico-cultural, por medio del ejercicio y la reivindicación
del derecho básico de la igualdad. El pedido no era extremo, sin embargo, era lo
suficientemente poderoso como para provocar un cataclismo en el sistema de
creencias dominantes y reinventar el sentido de lo político.[8]
En el fondo, lo que se
ejercía por la vía de los hechos era una economía de derechos de igualdad
ciudadana. Derecho a hablar, a ser oído y a ser reconocido por los poderes
instituidos; de ahí que todos los delegados de las comunidades exigieran
hablar, elaborando interminables listas de oradores, una vez que las, hasta
entonces inaccesibles, autoridades de gobierno se vieron obligadas a sentarse
frente a frente con la dirección indígeno-campesina. Derecho a participar de
los beneficios del "intelecto social general",[9] del conocimiento universal y de las creaciones tecnológicas
de la modernidad, por parte de una estructura social que sostiene su
productividad económica sobre el antiguo arado egipcio; de ahí el reclamo sobre
la ausencia de Internet en Patamanta y sobre la falta de tracción motorizada
para las faenas agrícolas. Derecho a prerrogativas públicas similares entre el
campo y la ciudad, entre los productores del campo y los habitantes de la
ciudad; de ahí el reto a negociar, no sólo en brillantes edificios urbanos, sino
en las destartaladas oficinas sindicales de Achacachi. Derecho a la ciudadanía
plena entre indígenas y criollos, entre aimaras y q'aras; de
ahí el convencimiento irrenunciable del mallku[10] de
que un indio podría ser presidente de todos los bolivianos. En fin, derecho a
formular las pautas de la modernidad colectiva y la igualdad entre culturas,
idiomas, colores y apellidos.
Curiosamente, la demanda
de igualdad no estaba presente en la larga lista de demandas al gobierno, pero
sí se explicitaba a través de unas
sofisticadas estrategias simbólicas que recurrían a la textura del cuerpo
colectivo, a la manera de ocupar el espacio, al dramatismo de los gestos, al
rumor, al desplante, a la broma, al discurso de asamblea y a los relatos
radiales que, al tiempo que cubrían de una manera memorable la información
pública y los planes de acción colectiva en idioma aimara, sin que las autoridades
gubernamentales y militares se dieran cuenta, ayudaron a crear un tipo de
espacio público paralelo al oficial urbano, exigiendo en la práctica también el
reconocimiento de otras textualidades en la construcción de las narrativas
sociales de la nación.
5) Política de la
identidad y la alteridad. La rebelión de abril, pero ante todo de
septiembre-octubre, ha sido en primer lugar una guerra simbólica, una lucha por
las estructuras de representación, jerarquización, división y significación del
mundo. A medida que los esquemas mentales dominantes (coloniales) eran impugnados,
otros se interponían y se levantaban, orientando la acción movilizada de los
objetores del orden establecido. Es por ello que la dinámica de la rebelión
indígena y su programa, su estrategia orientadora, no debe buscarse sólo en los
papeles escritos, sino en los otros símbolos que produjo la rebelión y que, a
su vez, la produjeron.
Ahí está, en primer
lugar, el uso del idioma aimara o quechua para tejer públicamente, en medios de
comunicación, en asambleas y diálogos, el tejido, la intensidad, la amplitud y
los pasos del levantamiento. En segundo lugar, el conocimiento comunal del
territorio, de sus rutas, de su importancia, de los modos de cubrirlo y de
usarlo en su favor. En tercer lugar, el uso de sistemas de deliberación
asamblearia, que creó un sistema de consulta y ejecución colectiva a gran
escala. En cuarto lugar, la lógica de una economía comunal con alto grado de
autosustentabilidad, que permitió controlar el tiempo de guerra en función de
los dilatados ciclos de siembra-cosecha, y de quebrar la sustentabilidad de los
tiempos de producción-consumo mercantil-capitalista.
Pero es sabido que el
idioma, el territorio, la lógica organizativa o económica diferentes pueden ser
asumidos como componentes particulares, regionales o folclóricos de una estructura
social mayor, como pertenencias ¿evaluadas de las cuales es mejor
desembarazarse, o como manifestaciones de una identidad separada, diferenciada
irreductiblemente de las que la rodean y la dominan. Sólo en este caso, la
lengua, el territorio, o la cultura y la organización devienen componentes de
una. identidad nacional; por lo tanto, lo que importa de ellas es cómo son
leídas, interpretadas, significadas, deseadas o, lo que es lo mismo, su forma
de politización.[11]
En la rebelión
indígeno-campesina de septiembre, dirigida por la CSUTCB, esto fue precisamente lo
que pasó: el conocimiento territorial devino materialidad de soberanía que
separó dos mundos, el de ellos y el de los q'aras. El idioma, de medio de
comunicación, devino medio de diferenciación entre un "nosotros" y un
"ellos", verificable por el saber lingüístico y su modo de adquisición.
Por su parte, la participación en las técnicas organizativas y los saberes
productivos aplicados a la acción de movilización se convirtieron en medios de
reafirmación electiva de una pertenencia a una colectividad que les precede a
todos, y los empuja a la imaginación de un porvenir igualmente común y
autónomo, esto es, de una nación.
En conjunto, estos
componentes del movimiento social, tal como tendieron a ser resignificados,
comenzaron a re-crear los ejes de una identidad cultural contrapuesta
(escindida de la dominante), de un sentido de filiación colectiva, de alteridad
irreductible y que, por la dimensión de disputa territorial y de autonomía
política que adquirió esta construcción comunal de destino compartido, tiene
todas las características de una rearticulación de identidad nacional indígena,
mayoritariamente aimara, cuya vitalidad o existencia efímera se medirán en los
siguientes años.
En general, las naciones
son artefactos políticos, construcciones políticas que crean un sentido de
pertenencia a un tipo de entidad histórica capaz de otorgar espíritu de
colectividad trascendente, de seguridad histórica ante los avatares del
porvenir, de adhesión familiar básica entre personas, a las cuales seguramente nunca
se podrá ver, pero con las cuales se supone se comparte un tipo de intimidad,
de cercanía histórica, de potencialidades de convivencia que no se tienen con
otras personas que conforman la otredad, la alteridad; de ahí la importancia y
el papel destacado que pueden jugar, en la formación de las identidades
nacionales, las construcciones discursivas y los liderazgos, en su capacidad de
articular demandas, disponibilidades, expectativas y solidaridades, en esquemas
simbólicos de agregación y acción política, autónoma del campo de competencias
culturales, territoriales y políticas dominantes.[12]
Las naciones son
fronteras sociales, territoriales y culturales, que existen previamente en las
cabezas de los connacionales, y que tienen la fuerza de objetivarse en
estructuras materiales e institucionales. En ese sentido, las naciones son
comunidades políticas en las que sus componentes, los que se asumen de la nación,
se reconocen por adelantado en una institucionalidad a la que conciben como
propia y dentro de la cual integran sus luchas sociales, sus competencias y
mentalidades.[13] Precisamente, la formulación de estas fronteras
simbólicas en el imaginario colectivo, a partir de la visualización y politización
de las fronteras reales de la segregación colonial ya existente, parecería ser
la primera de una serie de tareas nacionalitarias del actual movimiento social indígena
que, por ello, simultáneamente se presenta como un movimiento de construcción
nacional indígena.[14]
En la medida en que las
formaciones nacionales inicialmente son discursos performativos[15] —con la fuerza de generar procesos de construcción
de comunidades de consentimiento político, mediante las cuales las personas
definen un "nosotros" separado de un "otros" a través de la
reinterpretación, la enunciación o la invención de algún o algunos componentes
sociales (por ejemplo, el idioma, la religión o la etnicidad, la historia de
dominación), que a partir de ese momento pasan a ser componentes de
diferenciación y adscripción a la
comunidad, que garantiza a sus miembros una seguridad colectiva en el porvenir
igualmente común—, se trata de un tipo de interacción comunicativa que produce,
o desentierra, o inventa una hermandad extendida, un parentesco ampliado capaz
de crear: a) un efecto de atracción gravitatoria hacia ciertos sectores
poblacionales que se sentirán atraídos, y b) un efecto complementario de
repulsión hacia los que se sentirán excluidos; por todo ello, se dice que las
naciones son "comunidades imaginadas".[16]
Pero, a la vez, en tanto
se trata de procesos de remodelación de la subjetividad colectiva que crea un
sentido de "nosotros", las naciones son también una forma de producir
lo "común", el bien común que une al grupo y lo diferencia de los
"otros" grupos y, en ese sentido, se trata de comunidades políticas,
pues su fuerza articulatoria es precisamente la gestión, la distribución, la conservación
de ese bien común. En ese sentido, la política de las necesidades vitales, que
disputa la forma de gestión de los bienes comunes imprescindibles para la reproducción
social, en la actualidad es una fuerza social que en unos casos (la
Coordinadora del Agua) está conduciendo a una regeneración de la vida democrática
y plebeya de la nación boliviana, mientras que en otro caso (la CSUTCB), está
permitiendo la formación de una identidad nacional indígena separada de la
identidad boliviana. Parecería que estas dos fueran las formas de acción
colectiva ascendente con mayores probabilidades de erosionar las estructuras de
dominación, y ampliar las prácticas de politización y democratización de la vida
colectiva en los siguientes años. De ser así, estaríamos ante la irradiación de
dos nuevas formas de autodeterminación social.
Autor: Alvaro García Linera
Fuente:
La Potencia Plebeya
Álvaro García
Linera
Siglo del Hombre
Editores
CLACSO
Segunda Edición
2009
Pág. 347 - 420
|
Texto extraído de Álvaro García Linera,"
Sindicato, multitud y comunidad. Movimientos sociales y formas de autonomía
política en Bolivia", en Álvaro García Linera, Felipe Quispe, Raquel
Gutiérrez, Raúl Prada y Luis Tapia, Tiempos de rebelión. La Paz, Comuna y Muela del
Diablo, 2001.
|
[1] Jean Paul Sartre, Crítica de la razón
dialéctica. Tomo 1, Buenos Aires, Losada, 1979.
[2] Pierre
Bourdieu, El campo político, La Paz, Plural, 2001.
[3] Comida colectiva comunal en la que cada
participante contribuye con alimentos (N.del E.).
[4] Jürgen Habermas, Facticidad y validez, Madrid, Trotta, 1998.
[5] Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa. Tomo II, op. cit.
[6] Ranajit Guha, Elementary Aspects of Peasant
Insurgency in Colonial India, Oxford, Oxford University Press, 1983; véase
también Partha Chatterjee, "La nación y sus campesinos", en Silvia
Rivera y Rossana Barragán (comps.), Debates post coloniales; una
introducción a los estudios de la subalternidad, La Paz, Historias, Sephis
y Aruwiyiri, 1997.
[7] Látigo de cuero trenzado (N.del E.).
[8] "No hay política
porque los hombres, gracias al privilegio de la palabra, ponen en común sus
intereses. Hay política porque quienes no tienen derecho a ser contados como
seres parlantes se hacen contar entre éstos e instituyen una comunidad por el
hecho de poner en común la distorsión, que no es otra cosa que el enfrentamiento mismo, la contradicción
de dos mundos alojados en uno solo: el mundo en que son y aquél en que no son,
el mundo donde hay algo 'entre' ellos y quienes no los conocen como seres parlantes
y contabilizables y el mundo donde no hay nada" Jacques Rancière, El desacuerdo:
política y filosofía, Buenos Aires, Nueva
Visión, 1996.
[9] Antonio Negri y Michael
Hardt, Imperio, Barcelona, Paidós, 2000.
[10] Autoridad comunal aimara,
literalmente significa cóndor (N. del E.)
[11] Sobre la formación de
la identidad étnica en el caso del movimiento indígena ecuatoriano, véase Pablo
Ospina, "Reflexiones sobre el transformismo: movilización indígena y
régimen político en el Ecuador (1990-1998)", en Julie Massal y
Marcela Bonilla (eds.), Los movimientos sociales
en las democracias andinas, Quito, Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) e IFEA, 2000. Véase también Jorge León, El levantamiento indígena: de
campesinos a ciudadanos diferentes, Quito, Centro de Investigación de los
Movimientos Sociales del Ecuador (CEDIME), 1994
[12] Terry Eagleton,
"El nacionalismo y el caso de Irlanda", en New Left Review No. 1: El
nacionalismo en tiempos de globalización, 2000; cambien, David
Miller, Sobre
la nacionalidad: autodeterminación y pluralismo cultural, Barcelona, Paidós, 1997.
[13] Étenne Balibar,
"La forma nación; historia e ideología", en Immanuel Wallerstein y
Etienne Balibar, Raza,
nación y clase,
Madrid, Instituto de Estudios Políticos para América Latina y África (IEPALA), 1991
[14] "Las luchas sobre
la identidad étnica o regional, es decir, respecto a propiedades (estigmas o
emblemas) vinculadas con su origen al lugar de origen y sus señales correlativas,
como el acento, constituyen un caso particular de las luchas de clases, luchas
por el monopolio respecto al poder de hacer-creer, hacer conocer y hacer
reconocer, imponer la definición legítima de las divisiones del mundo social y,
a través de eso, hacer
y deshacer
los grupos:
en efecto, lo que se ventila en esas luchas es la posibilidad de
imponer una visión del mundo social a través del principio de división que,
cuando se imponen al conjunto de un grupo, constituyen el sentido y el consenso
sobre el sentido y, en particular, sobre la identidad y la unidad que hace
efectiva la realidad de k unidad e identidad de ese grupo". Pierre
Bourdieu, ¿Qué
significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, Madrid, Akal, 1999
[15] El discurso étnico o
regionalista "es un discurso performativo, que pretende imponer
como legítima una nueva definición de las fronteras y hacer conocer y reconocer
la región así delimitada frente a
la definición dominante y desconocida como tal. El acto de categorización,
cuando consigue hacerse reconocer o es ejercido por una autoridad reconocida, ejerce
por sí mismo un poden como las categorías de parentesco, las categorías
"étnicas" o "regionales'' instituyen una realidad utilizando el
poder de revelación y de construcción ejercido por la objetivación en el discurso". Pierre Bourdieu, ¿Qué significa hablar?, op. cit.
[16] Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo,
Madrid, Alianza, 1994; Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, México, Fondo
de Cultura Económica, 1989; Montserrat Guibernau, Los Nacionalismo, Barcelona,
Ariel, 1998.
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