sábado, 16 de julio de 2016

SINDICATO, MULTITUD Y COMUNIDAD (Quinta Parte)







SINDICATO, MULTITUD Y COMUNIDAD
Movimientos sociales y formas de autonomía
política en Bolivia


III. La forma comunidad

Los ciclos de las reformas

La actual estructura económica y social del mundo indígena-campesino del Altiplano y los valles circundantes, que ha dado lugar a la reconstitución del movimiento comunal indígena entre abril  octubre, es bastante variada, pero también tiene componentes comunes decisivos.

Una gran parte de las comunidades y ayllus movilizados de las provincias de Omasuyus, Larecaja, Manko Cápac, Los Andes, Camacho, Murillo, Ingavi, Aroma, Tapacarí, Bolívar, etc., tienen como el antecedente más inmediato de su constitución el proceso social de reforma agraria iniciada en 1952, que permitió a comunidades cautivas por la antigua hacienda y a colonos[1] recuperar parte de sus tierras, posesionarse de las que ocupaban provisionalmente, y ampliar sus extensiones, haciendo desaparecer las formas de propiedad hacendal y el trabajo servil. Se conformó, desde entonces hasta ahora, un sistema de propiedad de la tierra que combina, de manera flexible y diferenciada según la zona, la propiedad individual-familiar con la propiedad y posesión comunal de tierras de cultivo, en algunas comunidades, y tierras de pastoreo y recursos hídricos, en la mayoría.[2]

Este acceso directo a la tierra, junto con la industria doméstico-rural de tejidos, construcción, artesanía, han permitido articular las condiciones de una economía familiar-comunal con elevado índice de autorreproducción. El crecimiento poblacional, que no puede ser retenido en el trabajo agrícola; la variación de los consumos alimentarios propiciada por el Estado, la Iglesia e instituciones; el aumento de las rutas de transporte; la ampliación de la demanda urbana y de la oferta industrial que, en conjunto, modificaron los flujos de intercambio y las expectativas de ascenso social, han creado nuevas necesidades de consumo, de trabajo y de ingresos, que en estas últimas cuatro décadas han llevado a una mayor estratificación ocupacional[3] y a un crecimiento de la vinculación, bajo relaciones de dominación, de la producción familiar-comunal con la economía mercantil, agraria y urbano- capitalista dominante.

En cambio, otras comunidades, algunas ubicadas en las provincias de Franz Tamayo, Muñecas, Bautista Saavedra, Loayza, pese a los cambios de 1952, no han logrado la plena consolidación de la base para cualquier autonomía económica, la soberanía de la posesión territorial, y por consiguiente mantienen vínculos de dependencia con hacendados o sus descendientes, que aún controlan el poder comercial y político local.

Sin embargo, la mayoría de las comunidades-ayllus que han sostenido las movilizaciones son estructuras productivas, culturales y de filiación que combinan modos de organización tradicionales con vínculos con el mercado, la migración urbana y pausados procesos de diferenciación social interna. La tenencia de la tierra mezcla formas de propiedad o posesión familiar con la comunal; las reglas de posesión territorial están engranadas con responsabilidades políticas dentro de la comunidad-ayllu; los sistemas de trabajo asentados en la unidad doméstica mantienen formas no mercantiles de circulación de la fuerza de trabajo y de la laboriosidad colectiva para la siembra y la cosecha; el sistema ritual y de autoridades locales vincula la responsabilidad rotativa de cada familia en el ejercicio de la autoridad sindical y el ciclo de celebraciones locales con la legitimidad y continuidad de la tenencia familiar de las tierras de cultivo y pastoreo, y las técnicas productivas básicas, que están dirigidas por patrones culturales de reproducción de la unidad comunal.

Si bien es creciente la parte del producto familiar que se incorpora al mercado y del consumo que es necesario complementar con productos urbanos, no estamos ante campesinos plenamente mercantilizados, ni ante comunidades resultantes de la mera agregación de propietarios privados. La comunidad se presenta como una entidad social de vínculos tecnológicos, formas de circulación de bienes y personas, transmisión de herencia, gestión colectiva de saberes y recursos, sedimentación de experiencias, funciones políticas y proyección de porvenir que se antepone y define a la propia individualidad.

El mercado de tierras que lentamente se viene practicando en el altiplano está regulado por compromisos y responsabilidades comunales; la fuerza de trabajo no circula de manera prioritaria como mercancía, y si bien existen formas primarias de mercantilización recubierta por la ideología de la reciprocidad, la principal fuente de abastecimiento de fuerza productiva son las redes parentales, en función de un complejo sistema de flujos laborales medidos por la cercanía social, la necesidad mutua, el tiempo de trabajo y el resultado del trabajo, además del hecho de que más de la mitad de las necesidades de reproducción comunal son autoabastecidas. De ahí su posición social como comunarios y no como campesinos, que ya supone la mercantilización de la producción del consumo y la privatización parcelada de la tierra.

En conjunto, hablamos de las comunidades y los ayllus como estructuras civilizatorias portadoras de sistemas culturales, temporales, tecnológicos, políticos y productivos estructuralmente diferenciados de las constituciones civilizatorias del capitalismo dominante.[4] El encuentro de estas configuraciones societales, y la formación de relaciones de subsunción de las primeras a las segundas, se dio inicialmente como colonialismo político y mercantil (colonialismo español), para luego desembocar en un colonialismo estatal productivo y cultural (la república). La manera en que esta arbitraria relación de dominación-explotación fue somatizada, primero, y luego "naturalizada", fue a través del racismo.

En toda la zona andina, la colonización estructuró dos repúblicas: la de indios y la de españoles; ambas con legislaciones separadas, pero también con funciones sociales diferenciadas: las tierras, el poder político, la cultura y el idioma legítimos, el control de las minas, las empresas y los negocios en manos de los españoles; en tanto que el trabajo servil, el tributo, la obediencia, el lenguaje proscrito, los dioses clandestinos y la cultura estigmatizada, en manos de los indios. La colonización de América, como toda colonización, fue un hecho de fuerzas que estableció una división entre dominados y dominantes, entre poseedores y desposeídos; pero con la diferencia de que la "naturalización" de este brutal hecho de fuerzas, su legitimación, su lectura y justificación se hace en nombre de la diferencia de culturas ("unas más aptas para el gobierno y otras para la esclavitud"); a través de las religiones ("unas más civilizadas y otras profanas"); o a través de la diferencia de razas ("unas más humanas y racionales que las otras").

De ahí que toda colonización sea también discursiva y simbólicamente una "guerra de razas". La propia modernidad, con sus divisiones sociales, es una continuidad de esta guerra de razas.[5]

La república boliviana nació bajo estos fuegos, que consagraban prestigio, propiedad y poder en función del color de piel, del apellido y del linaje. Bolívar claramente escindió la "bolivianidad", asignada a todos los que habían nacido bajo la jurisdicción territorial de la nueva república, de los "ciudadanos", que debían saber leer y escribir el idioma dominante (castellano) y carecer de vínculos de servidumbre, con lo cual, desde un principio, los indios carecían de ciudadanía.[6] Las constituciones posteriores, hasta 1952, consolidaron una ciudadanía de casta para los herederos del poder colonial, y una exclusión institucionalizada de derechos políticos para las poblaciones indígenas, lingüística, cultural y somáticamente estigmatizadas.

Los procesos de democratización y homogeneización cultural iniciados a raíz de la revolución de 1952, lejos de abolir esta segregación, la eufemistizaron detrás de una ciudadanía diferenciada según el idioma materno, lugar de origen, oficio, apellido y fisionomía corporal. Así surgió la ciudadanía de primera, para las personas que puedan exhibir los blasones simbólicos de la blanquitud social (apellido, redes sociales, porte personal), que los colocan en aptitud de acceder a cargos de gobierno, de mando institucional o empresarial y reconocimiento social; en tanto que la ciudadanía de segunda era para aquellos que, por su origen rural, su idioma o color de piel, eran "disuadidos" para ocupar los puestos subalternos, las funciones de obediencia y los ascensos sociales mutilados. Con ello se reconstituyó la lógica colonial y el Estado racista. Como en el siglo XVI, después de 1952, un apellido de "alcurnia", la piel más blanca o cualquier certificado de blanqueamiento cultural que borre las huellas de indignidad cuenta como un plus, como un crédito, como un capital étnico que lubrica las relaciones sociales, otorga ascenso social, agiliza trámites, permite el acceso a los círculos de poder.

Precisamente ésa fue la denuncia del movimiento indianista- katarista de los años sesenta y ochenta,[7] que logró unificar a una creciente intelectualidad urbana de origen cultural aimara, y cuyos integrantes dieron los primeros pasos en la formación discursiva y en la influencia pasiva en las comunidades, por medio del sindicalismo en las mismas comunidades que, veinte años después, protagonizarían el levantamiento indígena más importante de los últimos cincuenta años.

Las reformas estructurales de la economía y el Estado, iniciadas desde 1985 con Víctor Paz Estenssoro y reforzadas durante la gestión de Gonzalo Sánchez de Lozada, se centraron prioritariamente en el ámbito "formal", contable de la economía: esto es, en aquel minoritario segmento donde predomina la racionalidad mercantil- capitalista de la acción económica. Relocalización y cierre de empresas, racionalización del presupuesto estatal, "libre comercio", reforma tributaria, desregulación, privatización, capitalización, flexibilización laboral, fomento a las exportaciones, e inclusive la ley INRA (que creó el Instituto Nacional de Reforma Agraria), estuvieron centradas en favorecer la racionalidad empresarial, la tasa de ganancia en la gestión de fuerza de trabajo, de mercancías, dinero y tierras. Sin embargo, con el tiempo, sus efectos se fueron haciendo sentir de manera dramática en las condiciones de vida de las comunidades.

La libre importación de productos —decretada en 1986, inicialmente para detener la especulación, satisfacer una peligrosa demanda insatisfecha de consumidores urbanos que amenazaba con trastocarse en conflicto político y, posteriormente, para adecuar las normas comerciales a los vientos neoliberales que soplaban desde el norte, en la exigencia de abrir las fronteras para el ingreso de producción y capitales transnacionales—, con el tiempo inició un proceso de desestabilización del flujo de trabajo y productos de las unidades familiar-comunales hacia la ciudad. Proveedoras de tres cuartas partes de los productos alimenticios de las ciudades, en función de una regulación de precios en torno a estrechos y estables márgenes de variación de productividad entre unidades económicas campesino-comunales, a partir de mediados de los años ochenta este modo de regulación de precios, vigente durante cerca de cuarenta años, fue rato por la creciente productividad industrial (y las distintas formas de renta agraria moderna) aplicada a la agricultura en países aledaños y, frente a las cuales, por la lógica de la formación de la tasa de ganancia[8] empresarial, la producción campesino- comunal quedó estructuralmente imposibilitada para participar en la regulación del precio de venta que le permitiera un trecho de renta (en tanto propietaria), un monto de ganancia (en tanto inversionista y administradora de la producción). Por el contrario, esta supeditación a reglas capitalistas en la formación de los precios, crecientemente habilitada por la libre importación de productos agrícolas, no sólo comenzó a entorpecer la reposición del esfuerzo entregado (en tanto productor directo), sino que además ha comenzado a succionar una mayor cantidad de esfuerzo familiar (ya sea de otros parientes o de otras áreas de trabajo como la artesanal), a fin de permitir la reproducción simple de la unidad productiva.[9]
 
Ahora, si bien es cierto que la apertura comercial ha permitido también una disminución de precios de varios productos industriales, debido a la competencia, ésta siempre es proporcionalmente menor al promedio que afecta a la producción campesina, ya que ella, por su carácter no-capitalista, estructuralmente carece de facultades para intervenir en la regulación de la tasa de ganancia y el precio de venta empresarial. En términos de Nikolai Bujarin, estaríamos ante una riesgosa apertura de la "tijera de precios"[10] de las producciones campesino-comunales y las industriales, dando lugar a una ampliación del drenaje del trabajo impago de la civilización comunal a la urbano-capitalista.

Las formulaciones discursivas de una brecha campo/ciudad, presentes en varios de los dirigentes medios de la movilización de septiembre-octubre, podrían ser leídas como denuncias morales de la violación de las fronteras toleradas de esta explotación económica.

Paralelamente a ello, las reformas estructurales han agredido otros dos componentes de la reproducción comunal, como son la diversificación económica urbana, y la ocupación de tierras de colonización en el oriente por miembros de las unidades familiares y de las comunidades indígenas. En los últimos años, debido a la nueva legislación agraria, principalmente aplicada para el acceso a las tierras en los llanos y a la flexibilización laboral generalizada en todas las actividades mercantiles urbanas, las unidades comunal-campesinas están sufriendo un cerco, que redobla su anclaje en la economía de autosubsistencia exaccionada por el intercambio desigual.

Esta muralla estaría dada por la imposibilidad que se le ha impuesto para ampliar, como lo venía haciendo desde hace décadas, la frontera agrícola campesina del altiplano hacia los llanos del oriente. Antes, debido a la presión demográfica en el occidente, donde la posesión familiar ha sido reducida a unos pocos metros cuadrados, miles de familias campesinas se dirigían al oriente para sembrar las tierras bajo modalidad de economía de autosubsistencia y completar los tradicionales ciclos reproductivos de larga duración, territorialmente fragmentados, de la estructura comunal. Hoy, miles y miles de hectáreas han sido concedidas a hacendados, ya no existe tierra de "colonización", y los pocos ingresos exitosos a la economía de mercado (producción de coca y contrabando, que generaban cerca de quinientos millones de dólares anuales) vienen siendo proscritos por el Estado.

Pero, además, la posibilidad de un tránsito estable del campo (donde se concentra todavía cerca del 45% de la población del país) hacia la ciudad, ahora también se halla bloqueada por la precariedad laboral y el libre comercio que, literalmente, ha arruinado a miles y miles de pequeñas actividades informales, artesanales e industriales, que anteriormente cobijaban a la fuerza de trabajo emigrante del campo, poniendo fin a muchas de sus expectativas de integración social, de ascenso y ciudadanización plena, a la vez que habilitan un espacio de receptividad y disponibilidad a nuevos proyectos de modernización, ciudadanía e integración, como, por ejemplo, los que están siendo articulados por el discurso de la identidad étnico-nacional indígena desde hace décadas, y con mayor fuerza desde el nuevo liderazgo aimara en la estructura sindical-comunal de la CSUTCB.

Precisamente, un intento ideológico y burocrático de disuadir la consolidación de esta identidad nacional-indígena fue la presencia de un profesional aimara en la vicepresidencia, y el dictado de la Ley de Participación Popular (PP). Ambos crearon una retórica multicultural en la que supuestamente los pueblos indígenas eran reconocidos en su diferencia cultural, pero con iguales prerrogativas públicas. Paralelamente, de manera institucional, se crearon oficinas, cargos públicos centralizados y descentralizados, financiamientos y opciones de ingreso salarial, que lograron incorporar a una errante intelectualidad citadina que creyó hallar, en esta suerte de cruzada civilizatoria de la indiada, un referente noble para legitimar la venta de sus servicios ideológicos al nuevo régimen político.

Por su parte, la PP dio lugar a una división administrativa de municipios, que en gran parte fragmentó y creó un efecto de descentramiento de las demandas y de la estructura de movilización de estas demandas del movimiento indígeno-campesino, gestado desde los años setenta. La formación de trescientos trece municipios con prerrogativas financieras y recursos económicos territorializados comenzó a condensar, en el ámbito local, las demandas anteriormente centralizadas por la CSUTCB, dando lugar a desprendimientos reales —no así formales, pues siguen afiliados— de núcleos poblacionales campesinos y comunales anteriormente articulados de manera directa y movilizable por la Confederación.

Viabilizando este intento de fragmentación de la fuerza de masa, la racionalidad burocrático-estatal se descentralizó y amplió a territorios sociales anteriormente desvinculados de un contacto directo con la maquinalidad gubernamental, y de mayor potencialidad de autonomía organizativa, Esta recolonización estatal de espacios territoriales vino acompañada de una modificación de lo que se podría denominar la amplitud de eficacia de la acción política y la racionalidad institucionalizada de la política.

En el primer caso, el de los alcances de la intervención política, la PP ha creado, a nivel local, un marco normativo de facultades fiscalizadoras, de mecanismos de representación (los partidos), de administración descentralizada de recursos y de disciplinamiento cultural en torno al "poder municipal", que ha creado institucionalmente una segmentación en el acceso a oportunidades de gestión de lo público "nacional" para los habitantes de las ciudades, y gestión de lo público local-municipal para la gente del campo. Pero esta dualización territorializada del espesor de la intervención política sufre una nueva partición, a partir del momento en que el acceso a estos sistemas normativos está regulado por un lenguaje legítimo (comenzando con el idioma castellano, y terminando con el hermético lenguaje de la redacción de los Programas Operativos Anuales (POA) y Programas de Desarrollo Educativo Municipal (PDEM), etc.), por redes de eficacia de la intencionalidad estratégica (vínculos de parentesco con las esferas de poder nacional), y por dinero y tiempo libre para poner en marcha los aparatos de escenificación de representación política (los partidos), que excluyen, por así decirlo, de manera "naturalizada", a los comunarios indígenas de un control de la política, tanto local como nacional, al tiempo que, sin esfuerzo, estas facultades de administración de lo general tienden a concentrarse monopólicamente en manos de redes parentales, centenariamente administradoras del poder estatal, y la administración del poder municipal en manos de elites pueblerinas ansiosas de blanqueamiento cultural.

Paradójicamente, a través del lenguaje de la "modernización política", se reconstruyen y renuevan las viejas jerarquías coloniales, en las que los indios quedan excluidos de cualquier poder que no sea el de la clientelización de su voto; las mistis de pueblo se redistribuyen el poder político local, y los q'aras se ocupan de la administración nacional.

En lo que respecta al segundo componente de la dimensión política, que instaura la "Participación Popular", a saber, la lógica y materialidad de la acción política, ésta en su intencionalidad se asemeja a una nueva "extirpación de idolatrías" colonial, pero ahora política. Consideradas como rudimentos arcaicos y externos de la de por sí arbitraria y falseada "modernidad política", las prácticas y las instituciones políticas comunales se han convertido en objeto de sistemático desconocimiento, devaluación y sustitución por esquemas procedimentales liberal-representativos, asentados en el voto individual, el sistema de partidos, el mercado político, la autonomización de los representantes y la conceptualización de la política como renuncia negociada de soberanía política. Como lo han señalado otras investigaciones, este tipo de prácticas no sólo genera procesos de despolitización y usurpación de la responsabilidad pública,[11] que nada tienen que ver con la virtud republicana del ciudadano y la instauración de un régimen democrático de buen gobierno; sino que, además, institucionaliza una impostura histórica de querer erigir instituciones políticas "modernas" (o de subsunción real) según los particulares cánones occidentales, en una sociedad que, según los mismos parámetros, es mayoritariamente no-moderna o pre-moderna (o de subsunción formal)[12] y, además, donde estas elites modernizantes hacen todos los esfuerzos por desmontar lo poco de modernidad que había, como la gran producción industrial, los sindicatos obreros y la seguridad social, que garantizaban una ciudadanía efectiva.

A ello simplemente habría que añadir que tales desencuentros reactualizan, en el terreno de la institucionalidad política, una razón colonial que legitima y premia un instrumental organizacional, el de la representación liberal de la voluntad política, cercano o perteneciente a una estructura civilizatoria y a unos segmentos poblacionales que descienden por apellido, cultura y poder, de las "castas encomenderas"; mientras castiga, discrimina y destruye unos sistemas políticos comunales, asamblearios, correspondientes a la estructura civilizatoria indígena.

La reivindicación de estos procedimientos políticos y la anulación de su exclusión colonial, instruida por la PP, será precisamente una de las demandas implícitas de la acción del movimiento indígena en septiembre-octubre.

Tenemos entonces cuatro componentes básicos, que han habilitado las condiciones de posibilidad de la formación del movimiento social indígena: a) características socioculturales, que permiten hablar de una estructura civilizatoria común en toda el área de conflicto; b) una intensificación de la expropiación-explotación del trabajo comunal por la civilización capitalista, en su variante neoliberal, a través de la compraventa de mercancías y la precariedad del mercado de fuerza de trabajo, en comunidades fuertemente vinculadas a los circuitos comerciales entre campo y ciudad; c) una acumulación, acentuada en los últimos años, de politización y construcción identitaria en tomo a la resignificación de la historia pasada, la lengua compartida, el rescate de la herencia cultural poseída, la construcción de mitos unificadores y de un porvenir autónomo y posible (nacionalismo indígena), a raíz del trabajo meticuloso de una nueva generación de militantes de las propias comunidades, formados en el sindicalismo y la vida orgánica de organizaciones políticas radicalizadas; d) fracaso de las políticas estatales de incorporación de las demandas indígenas, además de una marcada reactualización de las exclusiones coloniales, que han engendrado un debilitamiento de las pautas de integración social y una predisposición a la distancia o desafiliación de las comunidades con respecto al sistema político y cultural dominante.

En términos generales, se puede hablar del mundo indígena contemporáneo como de una estructura social sometida a tres modos analíticamente diferenciales de injusticia y dominación: la "injusticia de la redistribución" y la "injusticia del reconocimiento", propias de las "comunidades bivalentes" de las que nos habla Frasea,[13] y de la dominación civilizatoria, que vendría a ser un conflicto de poder en el orden sustantivo de las racionalidades de la integración social.

Autor: Alvaro García Linera


[1] Xavier Albó (comp.), Raíces de América: el mundo aimara, Madrid, Alianza y Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), 1988; Silvia Rivera, "Estructura agraria contemporánea y efectos a largo plazo de la Reforma Agraria boliviana", en Danilo Paz Ballivian, Estructura agraria en Bolivia, La Paz, Popular, 1979; Silvia Rivera, Oprimidos pero no ven­cidos. Luchas del campesinado aimara y quechua de Bolivia, 1900-1980, La Paz, Instituto de Historia Social Boliviana (HISBOL) y Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), 1984; Danilo Paz Ballivian, Estructura agraria en Bolivia, op. cit
[2] William Carter y Mauricio Mamani, Irpa Chico, La Paz, Juventud, 1988; M. Mamani, "Agricultura a los 4000 metros", en Xavier Albó, Raíces de América; el mundo aimara, op. cit.; Enrique Mayer y Ralph Bolton (comps.), Parentesco y matrimonio en los Andes, Lima, Universidad Católica, 1980; Miguel Urioste, La economía del campesino altiplánico en 1976, La Paz, CEDLA, 1989; Pierre Morlon (comp.), Comprender la agricultura campesina en los Andes centrales: Perú-Bolivia, Lima, Instituto Francés de Estudios Andinos (ifea) y Centro Bartolomé de las Casas (CBC), 1996; Alison Spedding y David Llanos, No hay ley para la cosecha. La Paz, Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB) y Sinergia, 1999; Hans Van den Berg, La tierra no da así nomás, La Paz, HISBOL, 1994; Félix Patzi, Economía comunera y explotación capitalista, La Paz, Edcom, 1996.
[3] Pablo Pacheco y Enrique Ormachea, Campesinos, patrones y obreros agrícolas: una aproximación a las tendencias del empleo y los ingresos rurales, La Paz, cedla, 2000; véase también, Pablo Pacheco, La dinámica del empleo en el campo. Una aproximación al caso boliviano, La Paz, CEDLA, 1998
[4] Sobre la dinámica del proceso civilizatorio que acompaña a la instauración de la sociedad moderna, véase Norbert Elias, The Civilizing Process: The Development of Manners, New York, Urizen, 1978
[5] Michel Foucault, Genealogía del racismo, Buenos Aires. Caronte, 1998
[6] Wolf Grüner, "Un mito enterrado: la fundación de la República de Bolivia y la liberación de los indígenas", en Historias. Revista de la Coordinadora de Historia, No. 4, 2000.
[7] Javier Hurtado, El katarismo, La Paz, HISBOL, 1986
[8] Karl Marx, El capital. Tomo III, op. cit.
[9] Álvaro García Linera, “Comunidad, capital y explotación”, en Temas sociales, Revista de Sociología, Nº 20, 1998.
[10] Nikolái Bujarin, “La nueva política económica y nuestros objetivos”, en La acumulación socialista, Alberto Corazón, 1971.
[11] Guillermo O'Donnell, "¿Democracia delegativa?", en Romeo Grompone (ed.), Instituciones políticas y sociedad, Lima, Instituto de Estudios Peruanos (IEP), 1995.
[12] Patricia Chávez, "Los límites estructurales de los partidos de poder como es­tructuras de mediación democrática: Acción Democrática Nacionalista en el Departamento de La Paz", op cit.
[13] Nancy Frasea, "¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era 'postsocialista'", en New Lefi Review No. 0: Pensamiento crítico contra la dominación, 2000.

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