SINDICATO,
MULTITUD Y COMUNIDAD
Movimientos sociales y formas de autonomía
política en Bolivia
Movimientos sociales y formas de autonomía
política en Bolivia
III. La forma comunidad
Los ciclos de las reformas
La actual estructura económica y social del mundo
indígena-campesino del Altiplano y los valles circundantes, que ha dado lugar a
la reconstitución del movimiento comunal indígena entre abril octubre, es bastante variada, pero también
tiene componentes comunes decisivos.
Una gran parte de las
comunidades y ayllus movilizados de las provincias de Omasuyus,
Larecaja, Manko Cápac, Los Andes, Camacho, Murillo, Ingavi, Aroma, Tapacarí,
Bolívar, etc., tienen como el antecedente más inmediato de su constitución el
proceso social de reforma agraria iniciada en 1952, que permitió a comunidades
cautivas por la antigua hacienda y a colonos[1] recuperar parte de sus tierras, posesionarse de
las que ocupaban provisionalmente, y ampliar sus extensiones, haciendo
desaparecer las formas de propiedad hacendal y el trabajo servil. Se conformó, desde
entonces hasta ahora, un sistema de propiedad de la tierra que combina, de
manera flexible y diferenciada según la zona, la propiedad individual-familiar
con la propiedad y posesión comunal de tierras de cultivo, en algunas
comunidades, y tierras de pastoreo y recursos hídricos, en la mayoría.[2]
Este acceso directo a la
tierra, junto con la industria doméstico-rural de tejidos, construcción, artesanía,
han permitido articular las condiciones de una economía familiar-comunal con elevado
índice de autorreproducción. El crecimiento poblacional, que no puede ser
retenido en el trabajo agrícola; la variación de los consumos alimentarios
propiciada por el Estado, la Iglesia e instituciones; el aumento de las rutas
de transporte; la ampliación de la demanda urbana y de la oferta industrial
que, en conjunto, modificaron los flujos de intercambio y las expectativas de
ascenso social, han creado nuevas necesidades de consumo, de trabajo y de
ingresos, que en estas últimas cuatro décadas han llevado a una mayor
estratificación ocupacional[3] y a un crecimiento de la vinculación, bajo
relaciones de dominación, de la producción familiar-comunal con la economía
mercantil, agraria y urbano- capitalista dominante.
En cambio, otras
comunidades, algunas ubicadas en las provincias de Franz Tamayo, Muñecas,
Bautista Saavedra, Loayza, pese a los cambios de 1952, no han logrado la plena
consolidación de la base para cualquier autonomía económica, la soberanía de la
posesión territorial, y por consiguiente mantienen vínculos de dependencia con
hacendados o sus descendientes, que aún controlan el poder comercial y político
local.
Sin embargo, la mayoría
de las comunidades-ayllus que han sostenido las movilizaciones son
estructuras productivas, culturales y de filiación que combinan modos de
organización tradicionales con vínculos con el mercado, la migración urbana y pausados
procesos de diferenciación social interna. La tenencia de la tierra mezcla
formas de propiedad o posesión familiar con la comunal; las reglas de posesión
territorial están engranadas con responsabilidades políticas dentro de la
comunidad-ayllu;
los sistemas de trabajo asentados en la unidad doméstica mantienen formas no
mercantiles de circulación de la fuerza de trabajo y de la laboriosidad
colectiva para la siembra y la cosecha; el sistema ritual y de autoridades
locales vincula la responsabilidad rotativa de cada familia en el ejercicio de
la autoridad sindical y el ciclo de celebraciones locales con la legitimidad y
continuidad de la tenencia familiar de las tierras de cultivo y pastoreo, y las
técnicas productivas básicas, que están dirigidas por patrones culturales de
reproducción de la unidad comunal.
Si bien es creciente la
parte del producto familiar que se incorpora al mercado y del consumo que es
necesario complementar con productos urbanos, no estamos ante campesinos
plenamente mercantilizados, ni ante comunidades resultantes de la mera agregación
de propietarios privados. La comunidad se presenta como una entidad social de
vínculos tecnológicos, formas de circulación de bienes y personas, transmisión
de herencia, gestión colectiva de saberes y recursos, sedimentación de
experiencias, funciones políticas y proyección de porvenir que se antepone y define
a la propia individualidad.
El mercado de tierras que
lentamente se viene practicando en el altiplano está regulado por compromisos y
responsabilidades comunales; la fuerza de trabajo no circula de manera
prioritaria como mercancía, y si bien existen formas primarias de mercantilización
recubierta por la ideología de la reciprocidad, la principal fuente de
abastecimiento de fuerza productiva son las redes parentales, en función de un
complejo sistema de flujos laborales medidos por la cercanía social, la
necesidad mutua, el tiempo de trabajo y el resultado del trabajo, además del
hecho de que más de la mitad de las necesidades de reproducción comunal son autoabastecidas. De ahí su posición social como comunarios y no como
campesinos, que ya supone la mercantilización de la producción del consumo y la
privatización parcelada de la tierra.
En conjunto, hablamos de
las comunidades y los ayllus como estructuras civilizatorias portadoras de
sistemas culturales, temporales, tecnológicos, políticos y productivos
estructuralmente diferenciados de las constituciones civilizatorias del
capitalismo dominante.[4] El encuentro de estas configuraciones societales,
y la formación de relaciones de subsunción de las primeras a las segundas, se
dio inicialmente como colonialismo político y mercantil (colonialismo español),
para luego desembocar en un colonialismo estatal productivo y cultural (la
república). La manera en que esta arbitraria relación de dominación-explotación
fue somatizada, primero, y luego "naturalizada", fue a través del
racismo.
En toda la zona andina,
la colonización estructuró dos repúblicas: la de indios y la de españoles;
ambas con legislaciones separadas, pero también con funciones sociales
diferenciadas: las tierras, el poder político, la cultura y el idioma
legítimos, el control de las minas, las empresas y los negocios en manos de los
españoles; en tanto que el trabajo servil, el tributo, la obediencia, el
lenguaje proscrito, los dioses clandestinos y la cultura estigmatizada, en manos
de los indios. La colonización de América, como toda colonización, fue un hecho
de fuerzas que estableció una división entre dominados y dominantes, entre
poseedores y desposeídos; pero con la diferencia de que la
"naturalización" de este brutal hecho de fuerzas, su legitimación, su lectura y justificación se hace en nombre
de la diferencia de culturas ("unas más aptas para el gobierno y otras
para la esclavitud"); a través de las religiones ("unas más
civilizadas y otras profanas"); o a través de la diferencia de razas
("unas más humanas y racionales que las otras").
De ahí que toda
colonización sea también discursiva y simbólicamente una "guerra de
razas". La propia modernidad, con sus divisiones sociales, es una
continuidad de esta guerra de razas.[5]
La república boliviana
nació bajo estos fuegos, que consagraban prestigio, propiedad y poder en
función del color de piel, del apellido y del linaje. Bolívar claramente
escindió la "bolivianidad", asignada a todos los que habían nacido
bajo la jurisdicción territorial de la nueva república, de los
"ciudadanos", que debían saber leer y escribir el idioma dominante
(castellano) y carecer de vínculos de servidumbre, con lo cual, desde un
principio, los indios carecían de ciudadanía.[6] Las
constituciones posteriores, hasta 1952, consolidaron una ciudadanía de casta
para los herederos del poder colonial, y una exclusión institucionalizada de derechos
políticos para las poblaciones indígenas, lingüística, cultural y somáticamente
estigmatizadas.
Los procesos de democratización
y homogeneización cultural iniciados a raíz de la revolución de 1952, lejos de
abolir esta segregación, la eufemistizaron detrás de una ciudadanía diferenciada
según el idioma materno, lugar de origen, oficio, apellido y fisionomía
corporal. Así surgió la ciudadanía de primera, para las personas que puedan
exhibir los blasones simbólicos de la blanquitud social (apellido, redes
sociales, porte personal), que los colocan en aptitud de acceder a cargos de
gobierno, de mando institucional o empresarial y reconocimiento social; en
tanto que la ciudadanía de segunda era para aquellos que, por su origen rural,
su idioma o color de piel, eran "disuadidos" para ocupar los puestos
subalternos, las funciones de obediencia y los ascensos sociales mutilados. Con
ello se reconstituyó la lógica colonial y el Estado racista. Como en el siglo
XVI, después de 1952, un apellido de "alcurnia", la piel más blanca o
cualquier certificado de blanqueamiento cultural que borre las huellas de indignidad
cuenta como un plus, como un crédito, como un capital étnico que lubrica
las relaciones sociales, otorga ascenso social, agiliza trámites, permite el
acceso a los círculos de poder.
Precisamente ésa fue la
denuncia del movimiento indianista- katarista de los años sesenta y ochenta,[7] que logró unificar a una creciente intelectualidad
urbana de origen cultural aimara, y cuyos integrantes dieron los primeros pasos
en la formación discursiva y en la influencia pasiva en las comunidades, por
medio del sindicalismo en las mismas comunidades que, veinte años después,
protagonizarían el levantamiento indígena más importante de los últimos
cincuenta años.
Las reformas
estructurales de la economía y el Estado, iniciadas desde 1985 con Víctor Paz Estenssoro
y reforzadas durante la gestión de Gonzalo Sánchez de Lozada, se centraron
prioritariamente en el ámbito "formal", contable de la economía: esto
es, en aquel minoritario segmento donde predomina la racionalidad mercantil- capitalista
de la acción económica. Relocalización y cierre de empresas, racionalización
del presupuesto estatal, "libre comercio", reforma tributaria,
desregulación, privatización, capitalización, flexibilización laboral, fomento
a las exportaciones, e inclusive la ley INRA (que creó el Instituto Nacional de Reforma Agraria),
estuvieron centradas en favorecer la racionalidad empresarial, la tasa de
ganancia en la gestión de fuerza de trabajo, de mercancías, dinero y tierras.
Sin embargo, con el tiempo, sus efectos se fueron haciendo sentir de manera
dramática en las condiciones de vida de las comunidades.
La libre importación de productos —decretada en 1986, inicialmente
para detener la especulación, satisfacer una peligrosa demanda insatisfecha de
consumidores urbanos que amenazaba con trastocarse en conflicto político y,
posteriormente, para adecuar las normas comerciales a los vientos neoliberales
que soplaban desde el norte, en la exigencia de abrir las fronteras para el
ingreso de producción y capitales transnacionales—, con el tiempo inició un
proceso de desestabilización del flujo de trabajo y productos de las unidades familiar-comunales
hacia la ciudad. Proveedoras de tres cuartas partes de los productos
alimenticios de las ciudades, en función de una regulación de precios en torno
a estrechos y estables márgenes de variación de productividad entre unidades
económicas campesino-comunales, a partir de mediados de los años ochenta este
modo de regulación de precios, vigente durante cerca de cuarenta años, fue rato
por la creciente productividad industrial (y las distintas formas de renta agraria
moderna) aplicada a la agricultura en países aledaños y, frente a las cuales,
por la lógica de la formación de la tasa de ganancia[8] empresarial, la
producción campesino- comunal quedó estructuralmente imposibilitada para
participar en la regulación del precio de venta que le permitiera un trecho de
renta (en tanto propietaria), un monto de ganancia (en tanto inversionista y
administradora de la producción). Por el contrario, esta supeditación a reglas
capitalistas en la formación de los precios, crecientemente habilitada por la
libre importación de productos agrícolas, no sólo comenzó a entorpecer la
reposición del esfuerzo entregado (en tanto productor directo), sino que además
ha comenzado a succionar una mayor cantidad de esfuerzo familiar (ya sea de otros
parientes o de otras áreas de trabajo como la artesanal), a fin de
permitir la reproducción simple de la unidad productiva.[9]
Ahora, si bien es cierto que la apertura comercial ha permitido también una disminución de precios de varios productos industriales, debido a la competencia, ésta siempre es proporcionalmente menor al promedio que afecta a la producción campesina, ya que ella, por su carácter no-capitalista, estructuralmente carece de facultades para intervenir en la regulación de la tasa de ganancia y el precio de venta empresarial. En términos de Nikolai Bujarin, estaríamos ante una riesgosa apertura de la "tijera de precios"[10] de las producciones campesino-comunales y las industriales, dando lugar a una ampliación del drenaje del trabajo impago de la civilización comunal a la urbano-capitalista.
Las formulaciones discursivas de una brecha campo/ciudad, presentes en varios de los dirigentes medios de la movilización de septiembre-octubre, podrían ser leídas como denuncias morales de la violación de las fronteras toleradas de esta explotación económica.
Paralelamente a ello, las reformas estructurales han agredido otros
dos componentes de la reproducción comunal, como son la diversificación
económica urbana, y la ocupación de tierras de colonización en el oriente por miembros
de las unidades familiares y de las comunidades indígenas. En los últimos años,
debido a la nueva legislación agraria, principalmente aplicada para el acceso a las tierras en los llanos y a la flexibilización
laboral generalizada en todas las actividades mercantiles urbanas, las unidades
comunal-campesinas están sufriendo un cerco, que redobla su anclaje en la
economía de autosubsistencia exaccionada por el intercambio desigual.
Esta muralla estaría dada por la imposibilidad que se le ha impuesto
para ampliar, como lo venía haciendo desde hace décadas, la frontera agrícola
campesina del altiplano hacia los llanos del oriente. Antes, debido a la
presión demográfica en el occidente, donde la posesión familiar ha sido
reducida a unos pocos metros cuadrados, miles de familias campesinas se
dirigían al oriente para sembrar las tierras bajo modalidad de economía de autosubsistencia
y completar los tradicionales ciclos reproductivos de larga duración,
territorialmente fragmentados, de la estructura comunal. Hoy, miles y miles de
hectáreas han sido concedidas a hacendados, ya no existe tierra de
"colonización", y los pocos ingresos exitosos a la economía de
mercado (producción de coca y contrabando, que generaban cerca de quinientos
millones de dólares anuales) vienen siendo proscritos por el Estado.
Pero, además, la posibilidad de un tránsito estable del campo (donde
se concentra todavía cerca del 45% de la población del país) hacia la ciudad,
ahora también se halla bloqueada por la precariedad laboral y el libre comercio
que, literalmente, ha arruinado a miles y miles de pequeñas actividades
informales, artesanales e industriales, que anteriormente cobijaban a la fuerza
de trabajo emigrante del campo, poniendo fin a muchas de sus expectativas de
integración social, de ascenso y ciudadanización plena, a la vez que habilitan
un espacio de receptividad y disponibilidad a nuevos proyectos de modernización,
ciudadanía e integración, como, por ejemplo, los que están siendo articulados
por el discurso de la identidad étnico-nacional indígena desde hace décadas, y
con mayor fuerza desde el nuevo liderazgo aimara en la estructura
sindical-comunal de la CSUTCB.
Precisamente, un intento ideológico y burocrático de disuadir la
consolidación de esta identidad nacional-indígena fue la presencia de un
profesional aimara en la vicepresidencia, y el dictado de la Ley de
Participación Popular (PP). Ambos crearon una retórica multicultural en la que supuestamente los
pueblos indígenas eran reconocidos en su diferencia cultural, pero con iguales
prerrogativas públicas. Paralelamente, de manera institucional, se crearon
oficinas, cargos públicos centralizados y descentralizados, financiamientos y
opciones de ingreso salarial, que lograron incorporar a una errante
intelectualidad citadina que creyó hallar, en esta suerte de cruzada
civilizatoria de la indiada, un referente noble para legitimar la venta de sus servicios
ideológicos al nuevo régimen político.
Por su parte, la PP dio lugar a una división administrativa de municipios,
que en gran parte fragmentó y creó un efecto de descentramiento de las demandas
y de la estructura de movilización de estas demandas del movimiento
indígeno-campesino, gestado desde los años setenta. La formación de trescientos
trece municipios con prerrogativas financieras y recursos económicos territorializados
comenzó a condensar, en el ámbito local, las demandas anteriormente
centralizadas por la CSUTCB, dando lugar a desprendimientos reales —no así formales, pues siguen afiliados—
de núcleos poblacionales campesinos y comunales anteriormente articulados de
manera directa y movilizable por la Confederación.
Viabilizando este intento de fragmentación de la fuerza de masa, la
racionalidad burocrático-estatal se descentralizó y amplió a territorios
sociales anteriormente desvinculados de un contacto directo con la maquinalidad
gubernamental, y de mayor potencialidad de autonomía organizativa, Esta
recolonización estatal de espacios territoriales vino acompañada de una
modificación de lo que se podría denominar la amplitud de eficacia de la acción política y
la racionalidad
institucionalizada de la política.
En el primer caso, el de los alcances de la intervención política, la PP ha creado, a nivel
local, un marco normativo de facultades fiscalizadoras, de mecanismos de
representación (los partidos), de administración descentralizada de recursos y
de disciplinamiento cultural en torno al "poder municipal", que ha
creado institucionalmente una segmentación en el acceso a oportunidades de
gestión de lo público "nacional" para los habitantes de las ciudades,
y gestión de lo público local-municipal para la gente del campo. Pero esta
dualización territorializada del espesor de la intervención política sufre una
nueva partición, a partir del momento en que el acceso a estos sistemas
normativos está regulado por un lenguaje legítimo (comenzando con el idioma
castellano, y terminando con el hermético lenguaje de la redacción de los Programas
Operativos Anuales (POA) y Programas de Desarrollo Educativo Municipal (PDEM), etc.), por redes de
eficacia de la intencionalidad estratégica (vínculos de parentesco con las esferas
de poder nacional), y por dinero y tiempo libre para poner en marcha los
aparatos de escenificación de representación política (los partidos), que
excluyen, por así decirlo, de manera "naturalizada", a los comunarios
indígenas de un control de la política, tanto local como nacional, al tiempo
que, sin esfuerzo, estas facultades de administración de lo general tienden a
concentrarse monopólicamente en manos de redes parentales, centenariamente
administradoras del poder estatal, y la administración del poder municipal en
manos de elites pueblerinas ansiosas de blanqueamiento cultural.
Paradójicamente, a través del lenguaje de la "modernización política",
se reconstruyen y renuevan las viejas jerarquías coloniales, en las que los
indios quedan excluidos de cualquier poder que no sea el de la clientelización
de su voto; las mistis de pueblo se redistribuyen el poder político local, y los q'aras se ocupan de la
administración nacional.
En lo que respecta al segundo componente de la dimensión política, que
instaura la "Participación Popular", a saber, la lógica y
materialidad de la acción política, ésta en su intencionalidad se asemeja a una
nueva "extirpación de idolatrías" colonial, pero ahora política.
Consideradas como rudimentos arcaicos y externos de la de por sí arbitraria y
falseada "modernidad política", las prácticas y las instituciones
políticas comunales se han convertido en objeto de sistemático desconocimiento,
devaluación y sustitución por esquemas procedimentales liberal-representativos,
asentados en el voto individual, el sistema de partidos, el mercado político,
la autonomización de los representantes y la conceptualización de la política
como renuncia negociada de soberanía política. Como lo han señalado otras
investigaciones, este tipo de prácticas no sólo genera procesos de
despolitización y usurpación de la responsabilidad pública,[11] que nada tienen que
ver con la virtud republicana del ciudadano y la instauración de un régimen democrático
de buen gobierno; sino que, además, institucionaliza una impostura histórica de
querer erigir instituciones políticas "modernas" (o de subsunción
real) según los particulares cánones occidentales, en una sociedad que, según
los mismos parámetros, es mayoritariamente no-moderna o pre-moderna (o de
subsunción formal)[12] y, además, donde estas
elites modernizantes hacen todos los esfuerzos por desmontar lo poco de
modernidad que había, como la gran producción industrial, los sindicatos
obreros y la seguridad social, que garantizaban una ciudadanía efectiva.
A ello simplemente habría que añadir que tales desencuentros
reactualizan, en el terreno de la institucionalidad política, una razón
colonial que legitima y premia un instrumental organizacional, el de la
representación liberal de la voluntad política, cercano o perteneciente a una
estructura civilizatoria y a unos segmentos poblacionales que descienden por
apellido, cultura y poder, de las "castas encomenderas"; mientras
castiga, discrimina y destruye unos sistemas políticos comunales, asamblearios,
correspondientes a la estructura civilizatoria indígena.
La reivindicación de estos procedimientos políticos y la anulación de
su exclusión colonial, instruida por la PP, será precisamente una de las demandas implícitas
de la acción del movimiento indígena en septiembre-octubre.
Tenemos entonces cuatro componentes básicos, que han habilitado las
condiciones de posibilidad de la formación del movimiento social indígena: a)
características socioculturales, que permiten hablar de una estructura
civilizatoria común en toda el área de conflicto; b) una intensificación de la
expropiación-explotación del trabajo comunal por la civilización capitalista,
en su variante neoliberal, a través de la compraventa de mercancías y la precariedad
del mercado de fuerza de trabajo, en comunidades fuertemente vinculadas a los
circuitos comerciales entre campo y ciudad; c) una acumulación, acentuada en
los últimos años, de politización y construcción identitaria en tomo a la
resignificación de la historia pasada, la lengua compartida, el rescate de la herencia
cultural poseída, la construcción de mitos unificadores y de un porvenir
autónomo y posible (nacionalismo indígena), a raíz del trabajo meticuloso de
una nueva generación de militantes de las propias comunidades, formados en el sindicalismo
y la vida orgánica de organizaciones políticas radicalizadas; d) fracaso de las
políticas estatales de incorporación de las demandas indígenas, además de una
marcada reactualización de las exclusiones coloniales, que han engendrado un
debilitamiento de las pautas de integración social y una predisposición a la
distancia o desafiliación de las comunidades con respecto al sistema político y
cultural dominante.
En términos generales, se puede hablar del mundo indígena contemporáneo
como de una estructura social sometida a tres modos analíticamente
diferenciales de injusticia y dominación: la "injusticia de la
redistribución" y la "injusticia del reconocimiento", propias de
las "comunidades bivalentes" de las que nos habla Frasea,[13] y de la dominación
civilizatoria, que vendría a ser un conflicto de poder en el orden sustantivo de las racionalidades de la
integración social.
Autor: Alvaro García Linera
[1] Xavier
Albó (comp.), Raíces de América: el mundo aimara, Madrid, Alianza
y Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la
Cultura (UNESCO), 1988; Silvia Rivera, "Estructura agraria contemporánea y
efectos a largo plazo de la Reforma Agraria boliviana", en Danilo Paz
Ballivian, Estructura agraria en Bolivia, La Paz, Popular, 1979; Silvia
Rivera, Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aimara y quechua
de Bolivia, 1900-1980, La Paz, Instituto de Historia Social Boliviana
(HISBOL) y Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de
Bolivia (CSUTCB), 1984; Danilo Paz Ballivian, Estructura agraria en
Bolivia, op. cit
[2] William
Carter y Mauricio Mamani, Irpa Chico, La Paz, Juventud, 1988; M. Mamani,
"Agricultura a los 4000 metros", en Xavier Albó, Raíces de
América; el mundo aimara, op. cit.; Enrique Mayer y Ralph Bolton (comps.), Parentesco
y matrimonio en los Andes, Lima, Universidad Católica, 1980; Miguel
Urioste, La economía del campesino altiplánico en 1976, La Paz, CEDLA,
1989; Pierre Morlon (comp.), Comprender la agricultura campesina en
los Andes centrales: Perú-Bolivia, Lima, Instituto Francés de Estudios
Andinos (ifea) y Centro Bartolomé
de las Casas (CBC), 1996; Alison Spedding y David Llanos, No hay ley
para la cosecha. La Paz, Programa de Investigación Estratégica en Bolivia
(PIEB) y Sinergia, 1999; Hans Van den Berg, La tierra no da así
nomás, La Paz, HISBOL, 1994; Félix Patzi, Economía comunera y
explotación capitalista, La Paz, Edcom, 1996.
[3] Pablo
Pacheco y Enrique Ormachea, Campesinos, patrones y obreros agrícolas: una
aproximación a las tendencias del empleo y los ingresos rurales, La Paz, cedla, 2000; véase también, Pablo
Pacheco, La dinámica del empleo en el campo. Una aproximación al caso
boliviano, La Paz, CEDLA, 1998
[4] Sobre
la dinámica del proceso civilizatorio que acompaña a la instauración de la
sociedad moderna, véase Norbert Elias, The Civilizing Process: The
Development of Manners, New York, Urizen, 1978
[5] Michel
Foucault, Genealogía del racismo, Buenos Aires. Caronte, 1998
[6] Wolf Grüner, "Un mito enterrado: la
fundación de la República de Bolivia y la liberación de los indígenas", en
Historias. Revista de la Coordinadora de Historia, No. 4, 2000.
[7] Javier
Hurtado, El katarismo, La Paz, HISBOL, 1986
[8] Karl Marx, El capital. Tomo III, op. cit.
[9] Álvaro García
Linera, “Comunidad, capital y explotación”, en Temas sociales, Revista de Sociología, Nº 20, 1998.
[10] Nikolái Bujarin,
“La nueva política económica y nuestros objetivos”, en La acumulación socialista, Alberto Corazón, 1971.
[11] Guillermo
O'Donnell, "¿Democracia delegativa?", en Romeo Grompone (ed.), Instituciones
políticas y sociedad, Lima, Instituto de Estudios Peruanos (IEP), 1995.
[12] Patricia
Chávez, "Los límites estructurales de los partidos de poder como estructuras
de mediación democrática: Acción Democrática Nacionalista en el Departamento de
La Paz", op cit.
[13] Nancy
Frasea, "¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia
en la era 'postsocialista'", en New Lefi Review No. 0: Pensamiento
crítico contra la dominación, 2000.
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