Referimos
a un movimiento indígena, a sus propuestas, exige pues ir
más allá de los sórdidos acomodamientos urbanos de ciertos
estratos dirigentes. Incluso, requiere ir
más allá de la pálida traducción escrita
con la que los cronistas modernos intentan retratar
el sentido propositivo de lo indígena: aquí incluyo tanto a
los historiadores de origen nativo,
como a las publicaciones indianistas.
Es necesario comprender las vehemencias
programáticas de la asociación comunal, diariamente reinventada, y
el lenguaje terrible de la
acción común. Ciertamente, esta ruta que proponemos
es una opción que podemos
llamar "metodológica", que busca hablar de la exuberancia de
las propuestas enunciadas por el
"movimiento indígena", no en las argucias discursivas de lo dicho y
lo escrito, sino en el carácter inquebrantable de lo hecho directamente,
sin más mediación que el compromiso de la voluntad
actuante. Postulamos entonces a la comunidad y a sus
rebeliones como fundamento esclarecedor de lo llamado "indígena".
Porque, ¿qué es lo que hoy nos
permite referirnos a lo "indígena", como provisional
categoría social de inocultable consecuencia
política y expositiva, si no es la comunidad "realmente existente"?
Es la vigencia de la comunidad, en resistencia y retirada
simultánea, lo que define a lo "indígena" en sus potencias y en
sus debilidades; incluso, el hecho de que lo indígena no sea solamente
un asunto rural, sino que también abarque los diferentes
anillos concéntricos de las zonas urbanas y sus oficios, encuentra
su explicación en la fuerza expansiva de la comunidad agraria,
en la capacidad de reconstruirse parcialmente en otros campos
sociales. Igualmente, hay un "problema indígena" para el
Estado, allá donde existen trazos de comunidad; sin la comunidad,
lo indígena deviene un asunto de marginalidad suburbana o
reclamo campesino.
¿Y qué es entonces esa comunidad capaz de engendrar
un movimiento social del ímpetu que todos conocemos?
Independientemente de las precisiones sociológicas
y la abundancia de variaciones locales, es una forma de socialización
entre las personas y de la naturaleza; es tanto una
forma social de producirla riqueza como de
conceptualizarla, una manera de representar los bienes materiales
como de consumirlos, una tecnología productiva como una
religiosidad, una forma de lo individual confrontado a lo común, un modo de mercantilizar lo producido, pero también de
supeditarlo a la satisfacción de usos personales consuntivos, una
ética y una forma de politizar la vida, un modo de explicar el
mundo; en definitiva, una manera básica de humanización, de reproducción
social distinta y, en aspectos relevantes, antitética para el
modo de socialización emanado por el régimen del capital; pero a
la vez, y esto no hay que eludirlo, de socialización fragmentada,
subyugada por poderes externos e internos, que la ubican como
palpable realidad subordinada. La comunidad personifica una
contradictoria racionalidad, diferente a la del valor mercantil, pero
subsumida formalmente por ella desde hace siglos, lo que significa
que, en su autonomía primigenia respecto al capital y centrada
en el orden técnico procesal del trabajo inmediato, se halla sistemáticamente
deformada, retorcida y readecuada por los
requerimientos acumulativos, primero del capital comercial y luego
del industrial.
La historia de la comunidad, de sus condiciones de
cambios, no hay duda, es el cuerpo
unificado de esta descarada guerra entre dos
lógicas civilizadoras y la persistencia de los propios comunarios
de sostener el curso de esa conflagración. De aquí que sea imposible
entender el cauce de mayor protagonismo de las luchas "indígenas"
al margen de las campañas de exacción económica y política
lanzadas por el Estado contra las comunidades dispersas.
La comunidad, por tanto, lleva el
sello de la subalternidad a la que ha sido arrinconada y de
la que no ha podido sustraerse hasta
ahora. De igual manera, los distintos tipos de unificación intracomunal,
ya sean en la forma de resistencia a las imposiciones
estatales o de demanda por sus exclusiones, cargan el efecto de esta
supeditación colonial que, paradójicamente, es renovada por la
resistencia y la demanda. El movimiento de caciques apoderados
de las primeras décadas del siglo XX, o de las nuevas leyes agrarias
desde 1984, muestran que hay interpelaciones al Estado que son
al mismo tiempo su convalidación como tal, esto es, con derecho
a decidir sobre el destino de todos, pero atendiendo los reclamos
que sus gobernados le piden tomar en cuenta. En este caso,
la conminatoria es una radicalización extrema de la obediencia
aceptada. Ya sea como temores avivados, autodesprecios practicados,
faccionalismos y localismos, las supeditaciones consentidas e
interiorizadas condicionan los actos de resistencia comunal contra
los gobernantes y, hasta cierto punto, no es extraño que personalidades
destacadas en estas luchas prefieran, de un momento a
otro, descargar contra los suyos los padecimientos hasta aquí soportados, convirtiéndose en cómplices conscientes de los abusos
estatales. La fuerza de la subalternación es tan contundente, que
incluso está interiorizada en las estructuras reproductivas e
imaginativas de las entidades familiares de las comunidades, por lo que
la superación de esta subalternidad es tanto una cuestión de
transgresión moral como de revolucionarización productiva.
Esto es precisamente la rebelión. Es en ella que se
cumple la sentencia catastrofista de Guamán
Poma y de Hegel respecto al "mundo
al revés". En la rebelión comunal, todo el pasado se concentra
activamente en el presente; pero a diferencia de las épocas de
quietud, donde el pasado subalterno se proyecta como presente
subalternado, ahora es la acumulación del pasado insumiso el que se
concentra en el presente para derrocar la mansedumbre pasada.
Es pues un momento de ruptura fulminante contra todos los
anteriores principios de comportamiento sumiso, incluidos los que
han perdurado en el interior de la unidad familiar. El porvenir
aparece al fin como insólita invención de una voluntad común
que huye descaradamente de todas las rutas prescritas, reconociéndose
en esta audacia como soberana constructora de sí
misma. Este contenido reconstructivo e inventivo de
comunidad, a cargo de los hombres y mujeres de
las comunidades participantes de la rebelión, es lo que
queremos ahora reivindicar como "texto"
en el cual ir a descubrir el programa social verificable de los
movimientos indígenas.
Sólo cuando la comunidad sale en
rebelión, es capaz de derogar de facto la fragmentación en la
que hasta hoy ha sido condenada a languidecer, y
rehabilita los parámetros comunales de la vida
cotidiana como punto de partida expansivo de un nuevo orden
social autónomo. Esto significa que es en estos momentos que el
mundo comunal-indígena se desea a sí mismo como origen y
finalidad de todo poder, de toda identidad y todo porvenir que le
compete; sus actos son la enunciación tácita de un orden social
que no reconoce ningún tipo de autoridad ajena o exterior
que la propia autodeterminación en marcha. Que
esta manera protagónica de construir el porvenir común
reivindique a la vez una figura social-natural
distinta de la reproducción social (autodeterminación
nacional-indígena), o transite por la refundación
de la existencia en coalición pactada con la plebe urbana (lo
nacional-popular), nos exige indagar sobre las distintas formas de la
constitución nacional de las sociedades. Respecto a estas opciones,
el moderno Estado nacional es apenas una particularidad suplantadora
y tiránica de estas energías.
Con la rebelión, así como con la forma comunal de
producir, la comunidad deja de ser catalogada
como una reliquia de épocas remotas, y se relanza como
basamento racional de una forma superior
de producir autónomamente la vida en común, la política de
la comunidad deja de ser un aditivo "étnico" con el cual edulcorar
localmente el predominio de la democracia liberal, y se
muestra como posibilidad de rebasamiento de todo régimen de
Estado.
Claro, la comunidad insubordinada, más que el
ejercicio de una democracia directa, que podría
complementar la democracia representativa, como arguye
cierto izquierdismo frustrado, lo que
efectivamente postula es la supresión de todo modo de delegación
de poderes en manos de especialistas institucionalizados. El
aporte de la comunidad a las prácticas políticas no es tanto la democracia
directa, ni tampoco se contrapone irremediablemente a la
democracia representativa; aunque es cierto que la primera es
consustancial a las prácticas comunales, la segunda le permite en
ocasiones coordinar criterios a una escala territorial y poblacional
más amplía. La auténtica contribución de la comunidad en
rebelión es la verificable reapropiación, por parte de la gente comunalmente
organizada, de las prerrogativas, de los poderes públicos,
de los mandos y de la fuerza legítima anteriormente delegada
en manos de funcionarios y especialistas.
Cuando la comunidad se rebela, está disolviendo el
tiempo de retar al
Estado en la práctica de los acontecimientos de la rebelión. En
primer lugar, recupera para sí el uso legítimo de la violencia pública,
hasta aquí monopolizada por los cuerpos represivos del Estado.
Ahora, en cambio, la fuerza emerge como una plebiscitaria
voluntad colectiva practicada por todos los que lo decidan, con las
mismas comunidades, las que insurgen como órganos simultáneamente
deliberativos y ejecutivos, pues hacen uso de la fuerza
armada, si es que la necesitan, simplemente como una de las
actividades ético-pedagógicas del cumplimiento de sus decisiones
acordadas. El efecto de coerción, bajo esta nueva forma social
de aplicarlo, ya no es una imposición arbitraria aplicada a otros;
simplemente es una protección de los acuerdos adoptados emprendida
por la multitud comunal como un todo actuante.
Sin duda, la legalidad queda trastocada de cuajo.
El juez, el tribunal, los códigos y todas las
tecnologías institucionales, que posibilitan
el acaparamiento del sentido social de justicia por un staff de cuadros corporativos al servicio
del Estado, son derrocados como portadores de legalidad
reconocible. En sustitución, la ley es
la decisión colectiva del tumulto y las normas morales que guían
su aplicabilidad fluyen como recomendaciones propagadas por
las personas más prestigiosas, que carecen de autoridad institucional
alguna.
En este desafío ritualizado a los
poderes disciplinarios, la voluntad comunal insurrecta, encumbrada
a través de antiguas señas que acarician la memoria
imaginada de antiguos derechos, es ejercida
como soberano fundamento de todo poder. Estamos por tanto
ante una nueva forma de sensación y producción del poder social,
en la que la gente aparece como consciente sujeto creador de su
destino, por muy trágico que éste pueda ser; en tanto que el
viejo poder, enajenado como Estado, retorna a la fuente de donde
se autonomizó: las personas sencillas, de carne y
hueso, los creadores del mundo y de la
riqueza, que se reasumen como los verdaderamente
poderosos. La desenajenación del poder político y
económico, moral y espiritual, es por ello la gran enseñanza legada
por las contemporáneas revueltas indígenas continentales
de estos últimos años.
de estos últimos años.
El movimiento indígena, si alguna característica
notable tiene, si alguna enseñanza y reto hay en
los acontecimientos de Chiapas, del altiplano aimara, del Chapare, es esta
reinvención de la política como reabsorción por las
mismísimas comunidades de todos
los poderes públicos. Practicar así la política constituye un golpe
mortal al Estado del Capital y a todos sus cachorros, que bajo
distintas ideologías, se profesionalizan para acceder a su administración.
Paralelamente, es una invitación a una razón política que no delega a nadie la voluntad de hacer y decidir el destino propio;
y, por el contrario, exige la autodeterminación común en todos
los terrenos de la vida cotidiana, la insumisión a todos los poderes disciplinarios, sean cuales sean éstos; la creación autónoma de
los requerimientos insatisfechos; la intercomunicación de
estas alevosías entre todos los que las practican.
La pertinencia actual de estas
reflexiones prácticas propuestas por las rebeliones indígenas
radica en que, a despecho de los bufones
del liberalismo, pone en el tapete la discusión de la superación
crítica, tanto de la descomunal estafa histórica equivocadamente
llamada "socialismo real", como de la ilusión
académica llamada "fin de la historia". A la vez, a
la luz de las rebeliones comunal-indígenas es posible
reencontrarse con otras formas de comunidades
insurgentes de obreros y de la plebe urbana, que desde
hace más de cien años pugnan por abrirse camino, y sin cuya
presencia lo comunal indígena no puede prosperar.
Fuente:
La Potencia Plebeya
Álvaro García
Linera
Siglo del Hombre
Editores
CLACSO
Segunda Edición
2009
Pág. 264 - 269
|
Fragmento extraído de la "Narrativa
colonial y narrativa comunal. Un acercamiento a la rebelión como reinvención
de la política'', de Álvaro García Linera, en Memoria de la XI Reunión Anual de Etnología, La Paz, Museo
Nacional de Etnografía y Folklore (MUSEF), 1998.
|
[1]
Texto extraído de Álvaro García
Linera, "Narrativa colonial y narrativa comunal. Un acercamiento a la
rebelión como reinvención de la política'', en Memoria
de la XI Reunión Anual de Etnología, La Paz, Museo Nacional de Etnografía y Folklore (MUSEF), 1998
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