19/07/2016
Opinión
El
acontecimiento fundamental de nuestro tiempo es la tormentosa muerte del
neoliberalismo. Estamos ante un difunto que nació mal y que ha muerto mucho
peor. No se trata de un evento local de este remoto planeta llamado Chile. Se
trata de un suceso mundial que tuvo fecha y lugar: el colapso de Lehman
Brothers el 15 de septiembre de 2008. Ese día, el viejo relato que hablaba de
la autorregulación de los mercados, capaces de arreglar por sí mismos sus
propios desastres, terminó de naufragar en vivo y en directo. Los grandes
bancos centrales de Estados Unidos y Europa tuvieron que salir al rescate y
desde entonces han salvado la economía mundial a punta de fabricar billetes. Y
lo siguen haciendo cada año, cada mes, cada día, a un ritmo imparable y sin
medida. Fabricando de la nada billones y billones de dólares que representan
una deuda inmensa, que sigue aumentando, impagable, y que arrastramos todos los
que hoy estamos vivos y que acompañará a los nietos de nuestros nietos.
Desde ese
día el neoliberalismo no es más que un pensamiento zombi, que sólo es defendido
por talibanes como nuestro Axel Kaiser y los viejos ministros de la dictadura.
Gente gritona pero académicamente irrelevante. Pero los que deseábamos que al
neoliberalismo le remplazara una sociedad basada en el reconocimiento mutuo y
la democracia auténtica, nos equivocamos. No llegó nada parecido, sino un
tiempo tal vez más gris, amargo y sangriento que el anterior. Al crecimiento
rápido de los años 90 le ha sucedido un estancamiento crónico que durará al
menos 50 años.
En los
países desarrollados la desigualdad aumentará en las próximas décadas en un
40%, mientras el trabajo con contrato será una pieza de museo y un lujo de una
ínfima capa de privilegiados. A la utopía de la globalización, la libre
circulación de las personas y los capitales, le está sucediendo una ola de
nacionalismo político y económico feroz: basta ver el voto de Gran Bretaña para
salir de la Unión Europea, o las razzias contra los inmigrantes.
La nueva
derecha ya no apoya los tratados de libre comercio. En Estados Unidos el
candidato republicano Donald Trump es el más fiero enemigo del libre mercado
que se haya visto en 50 años. Pero sin la menor intención de redistribuir o
proteger a la ciudadanía. Simplemente se da cuenta que la torta del comercio
mundial se ha achicado y que llegó la hora de defender su pedazo, y para eso
está dispuesto a hacerlo por la fuerza.
Ante la
muerte del neoliberalismo no llegó el socialismo, sino el neomercantilismo. Los
antiguos socios quiebran sus contratos. La guerra avanza, las fronteras se
vuelven cada vez más calientes. Los aliados se miran con desconfianza y temor.
Se desalientan las importaciones, vuelven los controles de circulación de
capital, se re-centralizan las decisiones en manos de gobiernos poderosos, pero
autoritarios y antidemocráticos. Se trata de una crisis de producción que
recuerda a las tesis de Lenin sobre el imperialismo, pero en un contexto en
donde la ciencia y tecnología permite que las trincheras se levanten en un
campo de batalla virtual. Al menos por el momento. En el futuro cercano, tal
vez serán trincheras reales, como ocurre hoy en Siria, en Ucrania o en el norte
de Africa.
Todo se hace
para aumentar el nivel de reservas de divisas, ojalá con respaldo en oro, en un
escenario de incertidumbre. Se incrementa el gasto militar, se generan medidas
proteccionistas con aranceles aduaneros, se promueve el crecimiento industrial
y manufacturero, se construyen muros en las fronteras. Se expulsa a los
inmigrantes y se cierran los procesos de integración. Las potencias buscan la
independencia económica y la autosuficiencia, priorizando el control de la
política monetaria por sobre la movilidad del capital. Las formalidades
legales, tan respetadas desde 1990, se empiezan a olvidar. Vemos golpes de
Estado parlamentarios en países tan poderosos como Brasil. La globalización
definitivamente se desinfló.
Una elite
zombi
En Chile la
muerte del neoliberalismo también lo está cambiando todo. Los que se
ilusionaron con endeudarse para estudiar se han quedado con un título que vale
muy poco y con una deuda a veinte años. A los que se esmeraron por cotizar en
las AFP les han dejado con pensiones de 120 mil pesos. A los que creyeron en el
“sueño de la casa propia” les dejó una hipoteca que se transforma en drama en
el momento en que se pierde el empleo. A los que creyeron que sus salarios
subirían de acuerdo a su esfuerzo, se encuentran con un salario mínimo que
aumenta en 10 mil pesos al año y que ni siquiera cubre el alza del IPC. Y a los
que pensaron en que todos estos problemas se podían corregir por medio de la
democracia, han quedado ante un sistema político que tiene dueños, con nombres
y apellidos, que no se sientan en el Congreso sino en los directorios de las
grandes empresas.
A esta
bancarrota no ha seguido un modelo con mayor legitimidad democrática y social.
Como en el resto del mundo, la torta económica se achicó. El crecimiento por la
vía de las exportaciones de cobre, salmones, celulosa o vino ha disminuido y no
hay mago que pueda hacerlas remontar. La crisis de la Concertación en 2010, de
la derecha en 2013 y de la Nueva Mayoría en 2016 no es más que el reflejo
político de una crisis económica sistémica, de la que no se puede salir bajo
las ideas de los años noventa. Ya no basta con endeudar más a los chilenos
porque simplemente ya están endeudados hasta el cuello, y sin ingresos reales
todas sus bicicletas financieras se vendrán abajo.
Las
dirigencias partidarias y económicas han quedado en estado zombi, al igual que
el neoliberalismo en que se criaron. No saben pensar en otros términos. No
entienden nada de lo que pasa fuera de nuestras fronteras y se lanzan a repetir
lo que ya conocen, confiando en que Piñera o Lagos devuelvan mágicamente el
crecimiento perdido a punta de recetas que ya no funcionan en un mundo
totalmente distinto. Los intelectuales del neoliberalismo no atinan a razonar.
José Joaquín Brunner, por ejemplo, sale a denunciar el fin de la ilusión de la
Nueva Mayoría, como vía de salida a la crisis. Pero se queda atrapado en su
propia trampa conceptual, nostálgico de los años en los que el “Chile jaguar”
lucía optimismo financiero al calor de un tipo de globalización que se acabó y
no volverá.
Lo que no
entiende la elite zombi es que la agenda programática levantada por los
movimientos sociales en 2011, y recogida ambiguamente por la Nueva Mayoría en
2013, no sólo es éticamente incuestionable, socialmente urgente y políticamente
inaplazable. Se trata de un conjunto de cambios económicamente inevitables bajo
la propia lógica capitalista, si se quiere dar viabilidad a un país estancado,
que avanza crónicamente de crisis en crisis sectorial.
No es
posible pensar que el sistema educativo se pueda normalizar sin una reforma
profunda a sus fundamentos. No es viable que la productividad vaya a aumentar
sin un grado de estímulo salarial a los trabajadores. No es imaginable que sin
mínimos estándares de sostenibilidad ambiental se recuperarán sectores como la
pesca, la acuicultura o la minería. No es plausible que la industria forestal
se consolide si no se resuelve el conflicto con el pueblo mapuche. Ni tampoco
se puede tener un Estado mínimamente viable en un mundo neo-mercantilista, sin
la contribución tributaria de las empresas que necesitan un Estado fuerte y
protector en esta nueva etapa. En síntesis, no es necesario ser de Izquierda
para darse cuenta que muerto el neoliberalismo las reglas del juego deben ser
otras.
Un gobierno
en fuga
En este
panorama el gobierno huye. A punta de chocar una y otras vez con los conflictos
sabe que algún grado de cambio es inevitable y que no hay forma de mantener el
patrón de crecimiento anterior. Pero no logra dar el paso. Por eso se escapa. Y
los ejemplos son muchos. El más evidente, el reciente anuncio de reforma a la
educación superior. Tras una maraña de frases bonitas, el statu quo se
mantiene. Pero para dar una ilusión de cambio promete gratuidad universal a
futuro, condicionada a una fórmula matemática que como ha dicho el presidente
del Cruch y rector de la Universidad de Valparaíso, Aldo Valle, no es más que
una “figura retórica que intenta salvar hasta el infinito la responsabilidad
del gobierno en llegar a la gratuidad universal”.
En materia
constitucional opera algo parecido. Bachelet entiende que la Constitución
pinochetista, neoliberal a destajo, hoy es una traba a un proyecto viable de
futuro. Pero no se atreve a dar el salto. Contiene el debate. Instala
mediaciones. Surgen voces de advertencia ministerial: la propiedad no está en
debate. Las reglas del juego económico no se tocan. Poco a poco ganan terreno
constitucionalistas como Jorge Correa Sutil, los partidarios de la Constitución
mínima, reducida a un conjunto de procedimientos vacíos, sin derechos
económicos, sociales y culturales. Y con cláusulas de hierro para proteger a
los de siempre.
Publicado en
“Punto Final”, edición Nº 855, 8 de julio 2016.
http://www.alainet.org/es/articulo/178894
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