Crisis estatal, renovación de
elites y ampliación de derechos
Bolivia está viviendo los
momentos de mayor intensidad de lucha sociopolítica que hayamos visto, al menos
en los últimos cincuenta años, y quizás en los últimos cien años. Estamos ante
un escenario de lucha generalizada y ampliada por la reconfiguración del poder
económico, del poder político y del poder cultural. A este escenario tan
conflictivo se lo puede caracterizar como una época de crisis estatal general.
¿Cuáles son los síntomas de esta crisis estatal?
Crisis del modelo
económico
Un elemento estructural
que sostiene, y ha dado lugar, a esta crisis política es la visibilización de
los límites del modelo de crecimiento económico aplicado desde hace veinte
años. Como sabemos, desde hace dos décadas, las elites políticas y económicas
del país adoptaron un proyecto de modernización económica, de ampliación del
empleo y ascenso social a través de la reducción del papel productivo del
Estado, la privatización de las empresas públicas y la apertura de los
mercados. Se dijo que con ello el país iba a crecer el 10% anualmente, que iba
a mejorar el bienestar social, y se iban a crear centenares de miles de fuentes
de empleo.
A veinte años de estas reformas, los resultados son
literalmente catastróficos en términos de efectos económicos y sociales. La
tasa de crecimiento del producto interno bruto (PIB), desde la capitalización
a la fecha, es sorprendentemente modesta: en 1997, 4,9%; en 1998, 5 %; en 1999,
0,4%; en 2000, 2,2%; en 2001, 1,5%; en 2002, 2,7% y en 2003, 2,4%. Esto da un
promedio de 2,7% de crecimiento anual del PIB en estos siete años.[2] Si a ello le restamos la
tasa de crecimiento demográfico del 2,2 % anual,[3] en realidad la economía
ha crecido en promedio un 0,5% anual en los últimos años. Si comparamos estas
cifras con la oferta que se hizo en el momento de la capitalización, de un
crecimiento del 10% anual, está claro que, desde el punto de vista de las
expectativas ofrecidas, el proceso de capitalización es un fracaso económico.
En términos comparativos, entre 1991 y 2002, en
momentos de libre mercado e inversión extranjera, la economía ha crecido en
promedio el 3,1% anual, muy lejos del récord histórico de crecimiento promedio
anual del 5,6% entre los años 1961-1977,[4] cuando prevalecía el
Estado productor. En los siguientes años, estas cifras pueden ser aún menores,
si, como viene sucediendo, estamos asistiendo a un declive estructural de la
inversión extranjera en el país, que de 1.026 millones de dólares en 1998 bajó
a 832 millones en 2000,[5] cayendo a 160 millones
en el año 2003.[6]
Si bien en los últimos dos años la tasa de
crecimiento nuevamente busca mantenerse más allá del 3,5 %, y se ha experimentado
un notable crecimiento de las exportaciones (2.100 millones de dólares en
2004), éstas se sostienen básicamente en la ampliación de la actividad
hidrocarburífera[7] que, al menos hasta
junio de 2005, está en manos de inversionistas extranjeros que externalizan
fuera del país el excedente gasífero.
En términos de estrategia de desarrollo, el modelo
de privatización-capitalización de las empresas públicas, iniciado desde 1989;
tenía por objeto atraer inversión externa capaz de mejorar la productividad
empresarial, elevar los ingresos del Estado, ampliar la base moderna de la
economía boliviana y generar bienestar social, que es en el fondo la intención
de cualquier política pública.
Sin embargo, en la última década y media la
informalidad ha crecido del 58% al 68%,[8] mientras que siete de
cada diez empleos son de baja calidad, con tecnología artesanal y relaciones semiasalariadas.
En el mundo asalariado, por su parte, según el
propio ministro de Desarrollo Económico, Gorst Grebe, ocho de cada diez empleos
son precarios, insatisfactorios y mal remunerados.[9] Se puede decir que en
las últimas décadas Bolivia ha tenido una involución económica, por el
creciente proceso de desasalariamiento de su actividad laboral.
Todo esto está dando lugar a una intensificación de
la dualización catastrófica de la estructura económica del país. Por una parte,
las empresas grandes y con relaciones de trabajo asalariado sólo emplean al 7%
de la población trabajadora; las pequeñas y medianas empresas lo hacen con el
10%, en tanto que la empresa familiar, bajo relaciones de trabajo
tradicionales, emplea a poco más del 80% de la población ocupada. De manera
inversa, son las grandes empresas quienes generan el 65% del PIB, mientras que la economía
familiar produce apenas el 25 % del PNB.[10]
En lo que se refiere a la tasa de desempleo, éste se
ha incrementado del 3% en 1994 al 8,5% en 2001[11] y, según el CEDLA, en 2003 se habría llegado
al 13 %,[12] lo que representa un
índice de desempleo mayor al de los momentos de la crisis económica y el
quiebre productivo de los años ochenta. Y en lo que respecta al aporte de las
empresas capitalizadas al empleo, éstas emplean hoy a cerca de 6.100 personas,[13] 5.000 trabajadores menos
que las 11.100 personas que trabajaban antes de la capitalización.[14] En cuanto a los ingresos
laborales, pese a los supuestos 2.700 millones de inversión de las empresas
capitalizadas y a los 7.300 millones de toda la inversión extranjera directa (IED) —según los economistas
neoliberales—, el ingreso promedio del boliviano en 2002 es de alrededor de los
1.100 dólares, similar al de 1982 menor al de 1978, cuando se llegó a los 1.250
dólares.[15] En lo que se refiere a
los últimos años, los cálculos del INE muestran una contracción del 13,5% del promedio de
los ingresos de los bolivianos entre 1999 y 2003.[16]
En términos de la reducción de las desigualdades
sociales, las reformas y el modelo de desarrollo privatizador han tenido un efecto
contrario. Según el Banco Mundial, en Bolivia, en la última década se ha dado
un constante crecimiento de la diferencia entre los ingresos del sector más
rico respecto a aquellos del sector más pobre. Mientras que en América Latina
el promedio de la diferencia es de 1 a 30, en Bolivia es de 1 a 90, y en el
campo llega ala170, lo que nos hace
uno de los países con mayor desigualdad del mundo.[17]
Ciertamente, una parte de estas cifras deplorables
del desempeño de la economía nacional tiene condicionantes estructurales, que
vienen desde hace décadas e incluso siglos, por lo cual, en rigor, no se puede
decir que sólo la capitalización o la inversión externa son las generadoras de
estos desequilibrios. Sin embargo, el modelo de desarrollo sostenido en la
inversión externa como locomotora productiva de la economía sí ha tenido los
siguientes efectos:
1) Incrementar drásticamente las desigualdades
económicas, elevar la tasa de concentración de la riqueza, aumentar la precariedad
de las condiciones de trabajo y el desempleo, limitar las tasas de crecimiento
y reducir la redistribución de la riqueza.
2) Inaugurar un tipo de desarrollo económico basado
exclusivamente en el protagonismo productivo de la inversión externa, siendo
que esta inversión, en sociedades como las nuestras, es de tipo de enclave, de
alta inversión tecnológica, bajo empleo, nula diversificación productiva, y de
externalización (exportación) de las ganancias.
3) Romper los lazos de articulación entre, por una
parte, la economía moderna y globalizada del país, que abarca cerca del 28% de
la población boliviana,[18] y, por otra, la economía
campesina tradicional, compuesta por 550.000 unidades familiares (35% de la
población boliviana), y la economía mercantil familiar-artesanal de los 700.000
establecimientos urbanos, que agrupa al 37% de la población nacional.[19] Desde hace décadas, la inversión productiva del empresariado es
endémica (no más del 2% del PIB entre
1985 y 2002),[20] y, a lo largo de la historia, ha sido el Estado,
pese a su corrupción y a veces ineficiencia, el que ha ayudado a expandirlas
relaciones industriales en Bolivia, articular mercados regionales, generar
empleos, abastecer de servicios subvencionados a poblaciones sumergidas en la
pobreza extrema, creando ciertos espacios de fusión entre lo moderno y lo
tradicional, además de habilitar mecanismos de movilidad y ascenso social, imprescindibles
para cualquier proceso de nacionalización de poblaciones cultural y únicamente
tan diferentes como las que habitan Bolivia.
Hoy,
con la capitalización y sus reglas de rentabilidad y exportación del excedente
económico, tenemos un diminuto tren bala vinculado a los procesos de
globalización, y unos gigantescos carretones anclados en tecnologías del siglo
XVII y XIX, abandonados a una suerte de degradación interna, sin puentes ni eslabones
que permitan impulsar hacia la modernidad económica a estos mayoritarios
sectores productivos. El hecho de que la economía familiar sea la base material
de los movilizados de los últimos años (campesinos, vecinos, sin tierra,
cocaleros, gremiales, indígenas urbanos, cooperativistas, colonizadores), se
basa precisamente en esta disociación entre las esferas económicas de la
sociedad boliviana.
Crisis
de los componentes de corta duración del Estado
A partir de este escenario de crisis del modelo de
crecimiento económico, manifiesta desde 1999, ha surgido un proceso de deslegitimación
social del sistema político, de fractura de las creencias conservadoras, de
frustración entre las ofertas de modernidad y los resultados reales alcanzados
y, con ello, de disponibilidad social a nuevas creencias y fidelidades, de
articulación de nuevas demandas en torno a lo que Hegel definió como el sistema
de necesidades (defensa de las condiciones de reproducción básicas: agua,
tierra, servicios, energéticos), y el sistema de libertades (Asamblea
Constituyente, autogobierno indígena, democracia comunitaria, etcétera).
Un
elemento que ayuda a caracterizar el escenario sociopolítico actual es el
resquebrajamiento de los componentes de todo Estado. Es sabido que todo Estado
tiene tres grandes bloques constitutivos: es una correlación de fuerzas, es un
sistema de instituciones y es un sistema de creencias. Veamos qué ha sucedido en
cada uno de estos componentes estatales.
La
correlación de fuerzas que caracterizó al Estado boliviano entre los años 1985
y2000 se basó en una concentración, una monopolización del capital burocrático
administrativo, de la capacidad de decisión; en un bloque de poder conformado
por sectores exportadores —básicamente minería y agroindustria—, parte de la
banca, la inversión extranjera directa y organismos de apoyo multilateral, que
están ahora encargados del 85% de nuestra deuda externa. Este fue el bloque de
poder que se estructuró en los años ochenta y noventa, que desplazó a los
bloques organizados corporativamente, como los sindicatos de la Central Obrera Boliviana
(COB), lo que
le dio relativa estabilidad política en los años noventa.
Hoy en
día, esa correlación de fuerzas se ha modificado de manera drástica. Otros
sectores, otros grupos sociales, que anteriormente no tenían fuerza de presión
ni poder político, ahora tienen la capacidad de cambiar leyes, de cambiar
presidentes, de modificar políticas públicas. Es decir, el bloque de poder que caracterizó
a la sociedad boliviana durante veinte años se ha resquebrajado, y otros
sectores, externos a ese bloque de poder, están comenzando a construir, desde
hace cuatro años, fuerzas de presión capaces de modificar la manera de influir
en las políticas públicas. Por lo tanto, el primer componente del Estado neoliberal
patrimonial está debilitado.
Otro
elemento de la crisis estatal es el tema de las instituciones. De 1985 a 2000,
la institucionalidad democrática se caracterizó por la división de los poderes
ejecutivo, legislativo y judicial; la subordinación fáctica del judicial al
ejecutivo, el soborno fáctico del ejecutivo al legislativo y la llamada
gobernabilidad pactada, que consistía en la formación de bloques mayoritarios
en el parlamento, que le daban estabilidad al presidente. A cambio, el presidente
redistribuía porcentualmente la votación que tenían los partidos de gobierno en
el parlamento, la estructura de cargos de la administración pública (de
alrededor de 18.000 a 19.000 fuentes de trabajo), que quedaba loteada por
colores y siglas partidarias. Esto caracterizó a la llamada gobernabilidad
pactada.
Hoy en
día, este sistema de estabilidad institucional está en crisis. En primer lugar,
tenemos un ejecutivo sin apoyo legislativo mayoritario; un presidente que no
tiene partidos, al menos visibles, en el ámbito parlamentario. Por otra parte,
en Bolivia hay una abierta dualización del sistema político; por un lado, se toman
decisiones en el parlamento y, por otro, se toman decisiones a través de las
movilizaciones de sindicatos, comunidades, comités cívicos y movimientos
sociales.
Esto
significa que en este momento Bolivia tiene un campo político dualizado. Se
hace política a través de partidos, cada vez menos, y se hace política extrapartidariamente
desde las corporaciones empresariales, los comités cívicos, los sindicatos, los
gremios, las juntas de vecinos, que también son estructuras de acción política.
Y es así en tal medida, que lo que ahora discute el parlamento no es una agenda
propia: la agenda de Asamblea Constituyente, de Referéndum, de Nueva Ley de
Hidrocarburos es impuesta desde la calle, lo que nos habla de esta dualidad de instituciones
políticas en el país, que resquebraja el modelo de democracia o de
gobernabilidad pactadas de los últimos veinte años, que le dieron estabilidad
al Estado boliviano.
Por
último, está el sistema de creencias. Todo Estado es una maquinaria de
creencias, la política es ante todo la administración de las creencias
dominantes de una sociedad. Tales creencias, las ideas-fuerza que
caracterizaron al país durante dieciocho años fueron modernidad, libre mercado,
inversión externa, democracia liberal, como sinónimos de progreso y de
horizonte modernizante de la sociedad. Estas ideas, que seducían a la sociedad,
en todos sus estratos, se han debilitado, no convocan entusiasmos colectivos y
surgen nuevas ideas-fuerza: nacionalización, descentralización, autonomía,
gobierno indígena, autogobierno indígena, etcétera. Son nuevas ideas-fuerza,
con creciente apoyo social, que están imponiéndose en el escenario político, y
que han debilitado las ideas-fuerza que caracterizaron al neoliberalismo los
últimos dieciocho años.
Por lo
tanto, estamos ante la crisis de las instituciones estatales, crisis de las
ideas-fuerza del Estado, crisis de la correlación de fuerzas: crisis de Estado.
Esto significa que la actual crisis política no es un problema meramente de
gobernabilidad; no estamos frente a un problema de ineficiencia administrativa
del presidente, que por cierto lo tiene. La crisis actual rebasa la mala gestión
presidencial y la mediocridad parlamentaria. La estructura institucional del
Estado está en crisis: su correlación de fuerzas, sus creencias y su
institucionalidad están siendo cuestionadas, debilitadas, resquebrajadas o reblandecidas
por este tipo de fenómenos sociales y políticos.
Crisis de
los componentes de larga duración del Estado
Como si fuera poco, no sólo estamos asistiendo a
una crisis del Estado "neoliberal-patrimonial", lo que podría ser
resuelto mediante un orden postneoliberal, moderado o radical, sino que también
estamos asistiendo, simultáneamente, a una crisis del conjunto de instituciones
y de estructuras de larga duración del Estado republicano boliviano. Es sabido
que todo Estado tiene dos niveles de instituciones y componentes: uno, de larga
duración, que permanece durante décadas y siglos, constituido por los componentes
estructurales del orden estatal. Por otra parte, están los componentes de
"corta duración", que se modifican cada dos o tres décadas (Estado
nacionalista, Estado neoliberal, etc.). Resulta que ahora no sólo están en
cuestión los componentes de corta duración del Estado (su carácter neoliberal),
sino también varios de sus componentes de "larga duración" de su
cualidad republicana. Por lo tanto, estamos asistiendo a una doble crisis o a una
superposición de dos crisis; una crisis del Estado, en sus componentes de corta
duración neoliberales, y una crisis del Estado,
en sus componentes de larga duración republicana. Veamos esto.
en sus componentes de larga duración republicana. Veamos esto.
La fisura colonial del
Estado
Hay dos temas centrales en la lucha política que
están cuestionando la estructura republicana del Estado. El primero tiene que ver
con la presencia de los actores sociopolíticos más influyentes del país, que
son básicamente los indígenas. Hoy en día, los movimientos sociales más
impactantes son o están dirigidos por indios, son fuerzas indígenas. Esto no
había pasado desde 1899, en época de la guerra federal. Los indios nunca habían
tenido tanta posibilidad de presión y de contra-poder como lo estamos viendo
hoy. No cabe duda de que son los sujetos fundamentales de la actual
interpelación al Estado.
Es
sabido que la república boliviana se fundó dejando en pie los mecanismos
coloniales que consagraban prestigio, propiedad y poder en función del color de
piel, del apellido, el idioma y el linaje. La primera constitución republicana
claramente escindió la "bolivianidad", asignada a todos los que
habían nacido bajo la jurisdicción territorial de la nueva república, de los
"ciudadanos", que debían saber leer y escribir el idioma dominante
(castellano) y carecer de vínculos de servidumbre, con lo que desde el inicio los
indios carecían de ciudadanía.
Las
distintas formas estatales que se produjeron hasta 1952 no modificaron
sustancialmente este apartheid político.
El Estado caudillista (1825-1880), y el régimen de la llamada democracia "censuaría"
(1880- 1952), tanto en su momento conservador como liberal, modificaron muchas
veces la Constitución Política del Estado; sin embargo, la exclusión político-
cultural se mantuvo, tanto en la normatividad del Estado, como en la práctica cotidiana
de las personas. De hecho, se puede decir que en todo este periodo la exclusión
étnica se convertirá en el eje articulador de la cohesión estatal.
Los
procesos de democratización y homogeneización cultural, iniciados a raíz de la
Revolución de 1952, transformaron en parte el régimen de exclusión étnica y
cultural del Estado oligárquico. El voto universal amplió el derecho de
ciudadanía política liberal a millones de indígenas; pero lo hizo imponiendo un
único molde organizacional de derechos políticos, el liberal, en medio de una
sociedad portadora de otros sistemas tradicionales de organización política y
de selección de autoridades, que ahora quedaban borrados como mecanismos
eficientes en el ejercicio de prerrogativas políticas. Igualmente, la educación
fiscal y gratuita permitió que indígenas que constituían la abrumadora mayoría de
los "analfabetos", marginados de un conjunto de saberes estatales,
ahora pudieran estar más cerca de ellos. Sin embargo, la adquisición de conocimientos
culturales legítimos quedó constreñida a la adquisición obligatoria de un
idioma ajeno, el castellano, y de unas pautas culturales producidas y
monopolizadas por las colectividades mes tizo-urbanas, con lo que nuevamente los
mecanismos de exclusión étnica se activaban, aunque ahora de manera renovada y
eufemistizada. De esta manera, entre 1952 y 1976, entre el 60 y el 65% de la
población boliviana que tenía como lengua materna un idioma indígena sólo pudo
ejercer sus derechos de ciudadanía por medio de un idioma extranjero, ya que la
educación oficial, el sistema universitario, el vínculo con la administración
pública, los servicios, etc., sólo podían realizarse por medio del castellano,
y no empleando el idioma quechua o aimara.
Los 180
años de vida republicana, pese a sus evidentes avances en cuanto a igualación
de derechos individuales, han reetnificado la dominación, dando lugar a un
campo de competencias por la adquisición de la etnicidad legítima (el capital
étnico), a fin de contribuir a los procesos de ascenso y enclasamiento social.
En
Bolivia es por demás evidente que, pese a los profundos procesos de mestizaje
cultural, aún no se ha podido construir la realidad de una comunidad nacional.
En el país existen por lo menos treinta idiomas y/o dialectos regionales,
existen dos idiomas que son la lengua materna del 37 % de la población (el
aimara y el quechua), en tanto que cerca del 62% se identifica con algún pueblo
originario.[21] Y, en la medida en que cada idioma es toda una
concepción del mundo, esta diversidad lingüística es también una diversidad
cultural y simbólica. Si a ello sumamos que existen identidades culturales y
nacionales más antiguas que la república, y que incluso hoy reclaman la
soberanía política sobre territorios usurpados (el caso de la identidad
aimara), es muy claro que Bolivia es, en rigor, una coexistencia de varias
nacionalidades y culturas regionales superpuestas o moderadamente articuladas.
Sin embargo, y pese a ello, el Estado es monoétnico y monocultural, en términos
de la identidad cultural boliviana castellano hablante. Esto supone que sólo a
través del idioma español la gente obtiene prerrogativas y posibilidades de
ascenso en las diferentes
estructuras de poder, tanto económico, político, judicial, militar, como cultural del país.
estructuras de poder, tanto económico, político, judicial, militar, como cultural del país.
En
Bolivia, hay por lo menos medio centenar de comunidades histórico-culturales
con distintas características y posiciones jerárquicas. La mayoría de estas
comunidades culturales se hallan en la zona oriental del país y demográficamente
abarcan desde unas decenas de familias, hasta cerca de cien mil personas. En la
zona occidental del país se hallan concentradas las dos más grandes comunidades
histórico-culturales indígenas, los quechua y aimarahablantes, que suman más de
cinco millones de personas. Los aimaras alcanzan un poco más de dos millones y
medio de personas, y tienen todos los componentes de una unidad étnica altamente
cohesionada y politizada. A diferencia del resto de las identidades indígenas,
desde hace décadas, la aimara ha creado elites culturales capaces de dar pie a
estructuras discursivas con la fuerza de reinventar una historia autónoma que
ancla en el pasado la búsqueda de un porvenir autónomo, un sistema de movilización
sindical de masas en torno a estas creencias políticas y, recientemente, un
liderazgo con capacidad de dar cuerpo político visible a la etnicidad. Por
último, tenemos la identidad cultural boliviana dominante, resultante de los
180 años de vida republicana, y que sí bien inicialmente ha surgido como artificio
político desde el Estado, hoy tiene un conjunto de hitos históricos culturales
y populares que la hacen consistente y predominantemente urbana.
Sin
embargo, la mayoría de estas referencias cognitivas de las comunidades
culturales nunca ha sido integrada a la conformación del mundo simbólico y
organizativo estatal legítimo, debido a que las estructuras de poder social se
hallan bajo monopolio predominante de la identidad étnica boliviana; por lo
tanto, se puede decir que el Estado republicano es un Estado de tipo monoétnico
o monocultural y, en tal sentido, excluyente y racista.
A lo
largo de toda la república, esto ha llevado a varios ciclos de movilización
indígena, tanto por reivindicaciones parciales como por el poder político, ya
sea bajo la forma de cogobierno o de autogobierno.
Precisamente,
a partir de 2000, estamos viviendo nuevamente un ciclo de insurgencia indígena,
dirigida a disputar la conducción estatal y la hegemonía político-cultural de
la sociedad. Este nuevo ciclo de movilización indígena tiene su antecedente en
los años setenta, con la emergencia del movimiento indianista-katarista en los
ámbitos intelectuales y sindicales agrarios. Primero se dio el movimiento
indígena de tierras altas, que cobró presencia y discurso interpelador en los
años setenta y ochenta; luego fueron los indígenas de tierras bajas quienes
visibilizaron los mecanismos de exclusión de decenas de pueblos olvidados por
la sociedad como sujetos de derecho; y a mediados de la década del noventa, los
cocaleros se convirtieron en los sectores que mayor esfuerzo realizaron para
resistir las políticas de erradicación de la hoja de coca.
Pero
será abril de 2000 el momento que marcará un punto de inflexión en las demandas
y la capacidad de movilización sociopolítica
de los movimientos sociales, especialmente indígenas. Articuladas en torno a la
conquista de necesidades básicas y a la defensa de recursos territoriales de
gestión comunitaria, pequeñas estructuras organizativas locales de tipo
territorial y no territorial, basadas en el lugar de residencia, en el control
de bienes como la tierra y el agua, en la actividad laboral, gremial o
simplemente la amistad, han ido creando redes de movilización colectiva que han
puesto en pie a nuevos movimientos sociales; es el caso de la Coordinadora del
Agua y la Vida, los Sin Tierra, el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del
Qullasusyu (CONAMAQ), así
como la revitalización de organizaciones antiguas, como la Confederación Sindical
Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), la Confederación de Colonizadores, los productores
cocaleros, la Coordinadora de Pueblos Étnicos de Santa Cruz (CPESC), las Juntas de Vecinos, entre otras.
La
importancia histórica de estos movimientos sociales radica en su capacidad para
reconstruir el tejido social y su autonomía frente al Estado, además de que
redefinen radicalmente lo que se entiende por acción política y democracia. En
términos exclusivamente organizacionales, la virtud de estos movimientos
sociales se basa en que han creado mecanismos de participación, de adhesión y
filiación colectiva a escala regional, flexibles y fundamentalmente
territorializados, que se adecuan a la nueva conformación híbrida y porosa de
las clases e identidades sociales en Bolivia.
Mientras
el antiguo movimiento obrero tenía como centro la cohesión sindical por centro
de trabajo, en torno al cual se articulaban otras formas organizativas de tipo
gremial urbanas, los actuales movimientos sociales (CSUTCB, Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), Colonizadores, CPESC, Regantes, Cocaleros) tienen como núcleo organizativo
a la comunidad indígena-campesina en el área rural, y a las comunidades
vecinales en el área urbana, alrededor del cual se aglutinan asociaciones laborales
(maestros rurales), gremiales (transportistas, comerciantes de la zona),
estudiantiles, etcétera. Aquí, la comunidad indígena urbana y rural, campesina
y vecinal, que equivalen a las células de una sociedad otra, son la columna
vertebral articuladora de otros grupos sociales y otros modos locales de
unificación, influenciados por la actividad económica y cultural
campesino-indígena, y hacen de esta acción colectiva, más que un movimiento
social, un movimiento societal,[22] pues se trata de una sociedad entera que se traslada
en el tiempo.
La
posibilidad de que un abanico de organizaciones y sujetos sociales tan plural
pueda movilizarse, ha de garantizarse mediante la selectividad de fines, que
permite concentrar en torno a algunas demandas específicas voluntades colectivas
diversas. Esto ha requerido descentrar las reivindicaciones de la problemática del
salario directo, propia del antiguo movimiento obrero, para ubicarlas en
términos de una política de necesidades vitales (agua, territorio, servicios y
recursos públicos, hidrocarburos, educación), que involucra a los múltiples
segmentos pobladonales subalternos y que, dependiendo de la ubicación social de
los sujetos, puede ser leído tanto como el componente del salario indirecto
(para los asalariados), como el soporte material de la reproducción (vecinos,
jóvenes) o la condensación del legado histórico cultural de la identidad (los
indígenas).
Pero
los actuales movimientos sociales indígenas no son sólo actividades de protesta
y reivindicación; por sobre todo, son estructuras de acción política. Son
políticos porque los sujetos de interpelación de la demanda que desencadenan
las movilizaciones son, en primer término, el Estado (abolición de la Ley de
Aguas, anulación de contratos de privatización, suspensión de la erradicación
forzosa, territorialidad indígena. Asamblea Constituyente, nacionalización de
los hidrocarburos), y el sistema de instituciones supraestatales de definición
de las políticas públicas (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial,
inversión extranjera). Incluso, la propia afirmación de una política de la
identidad indígena (de tierras altas y de tierras bajas) se hace frente al
sistema institucional estatal, que en toda la vida republicana ha racializado la
dominación y la exclusión de los indígenas.
Por
otro lado, entre los múltiples movimientos, se encuentran aquellos que tienen
una orientación de poder. En la medida en que las empresas de movilización de
los últimos años han estado dirigidas a visibilizar agravios estructurales de
exclusión política y de injusta distribución de la riqueza, los movimientos
sociales han retomado las tradicionales palestras locales de deliberación, gestión
y control (asambleas, cabildos), proyectándolas regionalmente como sistemas no
institucionales de participación y control público que han paralizado, y en
algunos casos disuelto intermitentemente, el armazón institucional del Estado
en varias regiones del país (Altiplano Norte, Chapare, Ciudad de Cochabamba), dando
lugar a la coexistencia de dos campos políticos con competencias normativas,
algunas veces mestizas y otras confrontadas. Paralelamente, en torno a estas
experiencias de ejecución práctica de derechos, los movimientos sociales han
comenzado a proyectar a escala nacional general estas experiencias exitosas de
deliberación y gestión de derechos, mediante la formulación de un diseño
razonable de "dirección de la sociedad"[23] que, al tiempo que demuele el fatalismo histórico
con el cual el proyecto neoliberal se legitimó en los últimos veinte años, ha
diseñado un modelo alternativo de reforma estatal y económica, que no sólo se
plantea transformar el orden de cosas existente en las últimas décadas, sino
que además se propone desmontar las estructuras de colonialidad vigentes en
toda la historia republicana.
Se
puede decir, por tanto, que los movimientos sociales y societales han
transformado varios aspectos del campo político, modificando el espacio legítimo
donde se produce política, rediseñando la condición socioeconómica y étnica de
los actores políticos, innovando con técnicas sociales novedosas para hacer política,
además de mutar los fines y sentidos de la política en sus características no
sólo neoliberales, sino fundamentalmente republicanas, planteándose transformar
el actual Estado monocultural en un Estado y una institucionalidad política
multinacionales.
La fisura espacial del
Estado
El segundo eje de fractura estructural del Estado
es el que tiene que ver con el traslado de los ejes decisorios
económico-políticos del Estado, de una región (norte-occidental) a otra
(oriental).
Según
Zavaleta, el territorio es lo profundo de los pueblos: "sólo la sangre es
tan importante como el territorio", y más aún si, como nos sucede a los
bolivianos, nuestro momento agrícola constitutivo y el nacimiento de la República
fueron decididos por la lógica del espacio, antes que por la lógica de la
sociedad. Esto significa que, a diferencia de aquellas sociedades cuya ansiedad
colectiva de cohesión ha dado lugar a la producción del territorio, aquí somos
hijos del espacio, sin el cual no seríamos lo que somos en realidad.
Fue
también Zavaleta quien distinguió entre territorios inherentes y aledaños. Los
primeros son los que definen el destino y carácter de una nación, mientras que
los otros sólo complementan esa vida central, y la formación estatal de los
Estados se dará precisamente por su capacidad de validar territorialmente esos espacios.
Se puede decir, por tanto, que la densidad de una nación, o la manera cómo se
mira y define sus fines, se mide por la forma de interiorizar socialmente el
espacio como base material de su realización colectiva. Por eso, cuando
acontece una crisis de Estado como la que actualmente atravesamos en Bolivia,
ésta es también una tensión estructural del modo en que la sociedad concibe su
territorialidad y del modo en que se piensa como comunidad política moderna,
esto es, como nación.
Es
sabido que el Estado no se manifiesta con la misma intensidad en todas partes;
él también tiene zonas esenciales y complementarias. En el primer caso, se
trata de los ejes político-geográficos de la articulación soberana del Estado,
en tanto que en el segundo hablamos de las áreas de irradiación de esa
soberanía. Estos ejes político-geográficos no son fijos ni perpetuos, se
modifican según los desplazamientos espaciales de los núcleos articuladores de
la economía y de los centros de emisión de reforma político-cultural de los
países. Así, por ejemplo, el desplazamiento de la sede de gobierno de Sucre a
La Paz, a finales del siglo XIX, significó el desplazamiento del eje
político-cultural del Estado de Sucre-Potosí, con su economía de la plata y su
intelectualidad jurídica, al eje La Paz-Oruro-Cochabamba, con la nueva minería del
estaño, la producción manufacturera, los indios aimaras como sujeto político y
los letrados liberales, que buscaban imaginar la patria más allá de los cuerpos
legales.
Hoy,
estamos asistiendo nuevamente a un cuestionamiento de la centralidad geográfica
del poder, que no significa necesariamente el cambio de la sede de gobierno, sino
un diferendo en torno a qué dinamismo económico espacial estructurará el bloque
de poder y la concepción del mundo estatalmente irradiada. Santa Cruz con su
vitalidad agroindustrial globalizada, y Tarija con su reservas gasíferas, apuntan
hacia una probable conversión en el núcleo movilizador de la economía nacional
en las siguientes décadas; en tanto que Oruro, con su economía minera en
repliegue y La Paz, que no logra instaurar un nuevo patrón tecnológico adecuado
a los nuevos requerimientos productivos de la economía mundial, habilitan un
posible traslado de la centralidad económica del Estado de occidente a oriente.
Sin
embargo, la constitución de los ejes político-espaciales del Estado no depende
sólo del poderío económico de las geografías locales, pues el Estado no es una
empresa cuyos ejes se decidan por la rentabilidad económica que proporcionan al
todo. Con Max Weber, sabemos que el Estado es una correlación de fuerzas políticas
connotada, portadora de legitimidad y hegemonía, es decir, es una relación
política de dominación legítima, que habilita una comunidad política ilusoria
entre gobernantes y gobernados. El liderazgo económico puede ayudar y, de
hecho, a la larga, da el soporte material de la legitimidad de la dominación
política. Pero el poderío económico no es inmediatamente poderío político-cultural,
y puede darse el caso de que los desplazamientos espaciales del poder queden
truncos por la ausencia de reforma moral e intelectual de la elite
económicamente ascendente. De igual manera, puede darse la posibilidad de una
hegemonía política sobre la base de una economía estancada o decadente, aunque esta
hegemonía sólo será duradera si al final está acompañada por una reforma y una
vitalidad económica.
De
hecho, ésta parecería caracterizar la actual situación de hegemonías mutiladas
que presenta la actual polarización regional clasista y étnica del país. Por
una parte, una economía empresarial de "occidente" estancada, con un
empresariado que ha abdicado a cualquier liderazgo político, en medio de un
liderazgo político-cultural plebeyo-indígena, aunque sostenido en una economía tradicional
urbano-campesina en crisis. Por su parte, un liderazgo económico moderno de
"oriente", pero con una capacidad política limitada regionalmente,
sin que haya muchas posibilidades de que la irradiación geográfica y clasista
de uno de los polos pueda ampliarse al ámbito de la especialidad articulada por
el otro polo. Claro, es muy difícil que el discurso liberal y de libre empresa
que enarbolan las elites empresariales cruceñas cautive a una plebe andina, que
durante diez años le apostó a esa forma de modernidad, obteniendo únicamente
una contracción de sus ingresos y sus expectativas de movilidad social. Un
discurso autonomista que no venga acompañado de un tipo de postneoliberalismo
carece de posibilidades de seducir y, por tanto, de ser hegemonías en
"occidente". Pero a su vez, el neoestatismo popular, y en particular
el liderazgo indígena, difícilmente habrán de cautivar a una clase media y a un
empresariado ascendentes mediante el libre mercado y que, en occidente y
oriente, secularmente han sido educados en la subalternidad servil de los
indios.
Sin
embargo, en todo esto hay una doble paradoja. Por una parte, el bloque social
que se levanta y reivindica la pujanza de una economía moderna tiene una lectura
de la territorialidad estatal no moderna, de tipo señorial, por lo que carece
de fuerza cultural y simbólica para alzarse con un liderazgo nacional; mientras
que quienes se erigen sobre la precariedad de una economía tradicional,
urbano-campesina, sí leen el espacio nacionalmente, aunque carecen del sustrato
material para liderar la economía, pues no se construyen Estados modernos desde
la pequeña economía doméstico-familiar.
Y es
que el empresariado, en todos los momentos, y en todas las regiones, y pese a
todos sus modernismos técnicos, nunca ha dejado de imaginar de manera patrimonial
el poder y el territorio; en el primer caso, como privilegio de abolengo, y en
el segundo, como prolongación de la lógica señorial de la hacienda. Independientemente
de la globalización de sus actividades económicas y de sus estilos de vida, el
empresariado cruceño lee el espacio regionalmente, y ha renunciado a una
lectura socialmente incorporada del territorio nacional. Por eso puede imaginar
—en momentos extremos, a fin de garantizar un blindaje espacial a sus
intereses— una disociación de la unidad territorial, pues la territorialidad
estatal no se le presenta como una espacialidad inherente a su destino, sino
tan sólo como una contingencia de la esencialidad de la hacienda. En ese
sentido, la visión del vínculo espacial del Estado es premoderna, señorial,
similar a la de las elites andinas del siglo XIX, a las que, según Zavaleta,
les importaba más el estado de la estatua de la Virgen de Copacabana que la
mutilación del litoral.
En
cambio, para el movimiento indígena-plebeyo, la lógica nacional del espacio
estatal está incorporada en su horizonte intelectual; es el legado de una
lógica agrícola de "múltiples pisos ecológicos". Es por eso que los
indios se imaginan el poder no sólo donde son mayoría indígena, sino en todo el
país (mediante la victoria electoral en la versión moderada, a través de la
Asamblea Constituyente; o mediante la instauración del Qullasuyu, en la
versión radical), pues el espacio de sus pretensiones llega hasta donde llega
el Estado, e incluso a veces más allá, como en el caso aimara. Se trata
entonces de una incorporación moderna de la geografía estatal, aunque, claro
está, el sustento técnico-económico de este ímpetu nacionalizador puede ser
considerado "premoderno".
Estos
límites y tensiones de la lucha por el poder en la actualidad están teniendo un
correlato territorial a través del debate por un Estado autonómico.
Descentralización
político-administrativa y autonomía
En Bolivia, la lucha o la demanda por autonomía y/o
federalismo se remontan hasta los debates de los años sesenta del siglo XIX, en
torno a las diversas propuestas de federalismo. Estas discusiones vuelven a ser
retomadas en 1899, cuando las elites paceñas, económicamente en ascenso,
política y culturalmente con mayor capacidad discursiva y con apoyo de sectores
sociales más activos (los indios aimaras y los artesanos), habían reconfigurado
un escenario de fuerzas políticas y buscaron, bajo la bandera del federalismo,
trasladar la sede de gobierno de Sucre a La Paz. Este traslado de la sede de
gobierno de Sucre a La Paz en realidad significó el traslado del eje económico
Potosí-Sucre, vinculado a la minería de la plata y la hegemonía cultural de
grupos intelectuales vinculados al ámbito judicial, hacia la economía del
norte, vinculada a la minería del estaño, que comenzaba a desplazar a la
minería de la plata, a las manufacturas en Cochabamba, Oruro y La Paz, y a una
presencia más activa de una intelectualidad liberal urbanizada, no
estrictamente ligada al aparato burocrático estatal, como lo era en Sucre. Esto
significa que el desplazamiento de la sede de gobierno de Sucre a La Paz es un
traslado del eje económico y del eje político cultural del sur hacia el norte.
Este
tema de lo federal y lo autonómico vuelve a renacer intelectualmente en Santa
Cruz a principios de siglo, con el Manifiesto de la Sociedad Geográfica, que le
critica al Estado el abandono de las regiones del oriente, y plantea un modelo
de desarrollo económico integral y un modelo de desarrollo político con una fuerte
presencia autonómica de autogobiernos regionales. El tema de los gobiernos
regionales vuelve a renacer en 1957, cuando se debate el tema de las regalías
del petróleo y, después de múltiples incidentes y enfrentamientos, se
distribuye departamentalmente un porcentaje de las regarías petroleras, que se
mantiene hasta hoy.
El tema
de la autonomía de la descentralización se hará nuevamente presente por medio
de los comités cívicos, cuando se retoma la democracia en los años 1982 y 1984.
En ese momento no sólo será Santa Cruz quien demande descentralización, sino también
otros departamentos como Cochabamba, Sucre y Potosí. Este ascenso de la demanda
de la descentralización departamental quedará neutralizado con la aplicación de
la Ley de Participación Popular, que hace una descentralización ya no política,
sino administrativa a nivel de los municipios.
La Ley
de Participación Popular, que descentraliza administrativamente el Estado por
municipios, sumada a la mayor integración de las elites regionales, especialmente
cruceñas y a la estructura del Estado centralista a través de los partidos
Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR),
Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MR) y
Acción Democrática Nacionalista (ADN), terminará
con el ímpetu descentralizador de los años ochenta, y llevará a las elites
empresariales cruceñas a ocupar fundamentales posiciones de poder en la
estructura estatal que acompañará las reformas de libre mercado de toda la
etapa neoliberal.
Sin
embargo, desde hace cinco años, la crisis estatal iniciada ha debilitado y
hecho retroceder la hegemonía neoliberal (partidaria e ideológica) instaurada
desde 1985. Pero este debilitamiento ha dejado sin resolver el nuevo liderazgo
nacional. Por una parte, las ideas conservadoras del orden establecido se han
atrincherado y reforzado en las regiones del oriente y el sur del país (Santa
Cruz, Beni, Tarija), mientras que las ideas y proyectos renovadores y progresistas
han avanzado y han logrado un liderazgo en las zonas occidentales del país,
aunque sin que ninguno de estos proyectos políticos logre irradiarse ni
expandirse como proyecto nacional, lo que ha dado lugar a una regionalización
de los liderazgos.
En ese
sentido, la actual revitalización de la demanda autonomista en Santa Cruz, a la
cabeza de los partidos tradicionales (MNR, MIR y ADN) y las corporaciones empresariales regionales (Cámara
Agropecuaria del Oriente [CAO] y Cámara
de Industria, Comercio, Servicios y Turismo de Santa Cruz [CAINCO]), es una clara sublevación empresario-regional
contra las demandas e ímpetus indígeno-populares de transformación económica y política;
es un levantamiento burgués de reacción a los procesos de cambio propugnados
por los movimientos sociales. Se trata de una serie de manifestaciones,
movilizaciones y acciones directas dirigidas por el empresariado regional, en
torno a objetivos y convocatorias de los sectores empresariales, que buscan preservar
el orden económico y establecer un blindaje político regional a esos intereses,
en retirada en el resto del país. Lo llamativo es que esta convocatoria tiene
recepción social, apoyo regional de sectores laborales y populares, lo que permite
hablar de la presencia activa de una hegemonía, de un liderazgo empresarial en
la región.
A
diferencia de lo que sucede en las zonas de occidente, donde los movimientos
sociales populares e indígenas han construido un sentido común generalizado,
que explica las carencias sociales, la falta de empleo, la discriminación y la
crisis debido al "modelo neoliberal", en oriente, los mismos
problemas que atraviesan los sectores subalternos son explicados por el
"centralismo", que es una ideología y visión del mundo administrada
por las elites empresariales, lo que permite entender su liderazgo y base
social. Esto ciertamente tiene que ver con la debilidad del tejido social popular
en Santa Cruz, con la ausencia de autonomía política de los sectores populares,
etc., que permitirían que las demandas y frustraciones de varios sectores populares
urbanos, y en particular de jóvenes emigrantes andinos, se articulen
individualmente en las ofertas que hacen las elites empresariales.
Esta
rebelión de las elites regionales contra el gobierno tiene que ver
fundamentalmente con el hecho de que en los últimos dieciséis meses, desde
octubre de 2003, las elites empresariales cruceñas han perdido el control de
una buena parte de los resortes del poder político, que durante diecinueve años
administraron de manera ininterrumpida. Desde 1985, independientemente de los
gobiernos del MNR, ADN o MIR, las elites cruceñas ocuparon cargos ministeriales
clave en la definición de las políticas económicas del país; estaban
posesionados en niveles de dirección de los principales partidos de gobierno y
controlaban áreas de decisión en el parlamento. Esto les permitió influir de
manera directa en la definición de políticas públicas que favorecieron su potenciación
como moderna fracción empresarial. A su modo, la burguesía cruceña desde hace
treinta años, y con particular énfasis en los últimos quince años, ha hecho lo
que desde la historia republicana ha realizado todo empresariado dominante:
utilizar el poder político para ampliar, extender y proteger su capitalización
económica empresarial sectorial.
El
desplazamiento de los hilos de poder vino inicialmente con la renuncia de
Gonzalo Sánchez de Lozada, quien creó una serie de vínculos de fidelidad y
apoyo con el empresariado cruceño, que se mantuvo hasta el último minuto en que
el ex presidente partía a su "autoexilio", en octubre de 2003. El
segundo momento de esta pérdida de poder vino por el debilitamiento político de
los partidos donde este empresariado cruceño controlaba estructuras de
influencia y decisión (MNR y MIR); el tercer momento de esta pérdida de control
personal de los aparatos de poder gubernamental se dio cuando el presidente
Carlos Mesa posesionó en ministerios a representantes cruceños provenientes de elites intelectuales
y civiles distantes de las elites económicas regionales. Y el punto final de
esta pérdida de los resortes del poder gubernamental vino con los resultados de
las elecciones municipales, que acabaron por debilitar, y casi marginalizar de
las esferas de decisión política, a los partidos que tradicionalmente habían
sido el centro de la política nacional (MNR, MIR, ADN). A partir de entonces, era sólo cuestión de tiempo
para que se produjera una ofensiva empresarial, de manera corporativa, que es
su último reducto de agregación de intereses (Comité Cívico y gremios
empresariales), a fin de recobrar posiciones en un esquema de poder que se ha
desprendido de su manejo directo y personal.
El
aumento del diesel en
diciembre de2004 fue el pretexto que le permitió movilizar, canalizar y liderar
un malestar social hacia la defensa de intereses empresariales cruceños que,
por cierto, son los que más se benefician con la subvención de ese combustible por
parte del Estado. La actual sublevación empresario-regional es, por tanto, una
lucha abierta por el poder de Estado, por el control de la totalidad, o de una
parte sustancial (tema de tierras, régimen de impuestos, modelo económico) de
los mecanismos de toma de decisión sobre la manera de gestionar los recursos públicos.
El hecho de que se trate de un empresariado regional, y que las fuerzas armadas
tengan por el momento una actitud neutral o distante respecto al reclamo
empresarial (debido a sus insinuaciones escisionistas con las que a veces lo
presentan los dirigentes cívicos), limita la posibilidad de un cambio total de
la estructura de poder a su favor, aunque su fuerza puede obligar a un tránsito
gradual hacia una retoma de la influencia que tenían antes de octubre.
Por las
características de esta lucha por el poder gubernamental, por lo que estos
sectores empresariales defendieron y buscan defender, y por la manera en que
acumularon poder económico en los últimos años, esta lucha también busca
redireccionar, detener el conjunto de reformas políticas y económicas que están
en marcha debido a la presión popular-indígena de occidente, ya que la
continuación de esas reformas puede afectar directamente los mecanismos de poder
económico empresarial (Asamblea Constituyente, que modifique el sistema de
propiedad de la tierra; nacionalización de los hidrocarburos, que ponga freno a
la esperanza de una regalías petroleras regionalizadas, etc.). De ahí que esta
lucha por el poder sea a la vez una resistencia a la continuidad de la llamada
"agenda de octubre", resultante de la rebelión urbano-rural de
octubre de 2003.
Sin
embargo, esta lucha empresarial por el control de las estructuras decisorias
del poder político no toma la forma de una lucha "nacional", general,
de control total del Estado, lo que exigiría por parte del empresariado cruceño
una serie de propuestas, de convocatorias dirigidas a movilizar al resto del
país, para articular intereses de otros sectores sociales que no sean solamente
los regionales del oriente. Esto, a las elites, les
resulta imposible, ya que el horizonte de país que propugnan y defienden (libre
mercado, inversión externa, racismo, etc.) fue derrotado en toda la región de
occidente en octubre de 2003, y es una ideología cansada y en retirada, al
menos temporalmente. De ahí que el empresariado cruceño haya apostado por una
regionalización de su lucha política a través de la demanda de autonomía.
En
sentido estricto, la demanda de autonomía de los empresarios cruceños se
presenta, por tanto, como una lucha defensiva, de repliegue en su zona de
irradiación básica (Santa Cruz) y,
con ello, el abandono de la lucha por una hegemonía
nacional que sienten imposible. La lucha por la autonomía cruceña es, pues, el
retroceso político respecto a lo que anteriormente controlaban las elites
cruceñas (aparatos de Estado "nacional"), y la constatación de los
límites regionales de una burguesía que no se anima a intentar dirigir,
política, económica y culturalmente, el país, y se repliega en su dominio
regional para disputar ahí el control, compartido con las petroleras, del
excedente gasífero existente. La autonomía cruceña, convertida en la bandera
central de la demanda empresarial, es por tanto la lucha por el poder político,
pero en su dimensión fraccionada, regionalizada, parcial, y la materialización
del abandono de la disputa del poder general, "nacional" del país. Su
victoria, en caso de darse, no resolverá la ausencia de hegemonía nacional, de
liderazgo y horizonte general compartido por la mayoría de la sociedad;
radicalizará la regionalización de la lucha de clases, de los liderazgos
políticos y de los proyectos de país, incrementando las tendencias
escisionistas que siempre han anidado larvariamente en el comportamiento político
de los sujetos sociales de oriente y occidente.
Con todo, y pese a esta
carencia local de la disputa del poder político, la demanda de la burguesía
cruceña y las empresas petroleras que la secundan está cuestionando
directamente no sólo a un gobierno, sino a la estructura del Estado, a su base
constitucional y, ante todo, al control de los recursos imprescindibles para cualquier
estrategia de desarrollo económico nacional en las siguientes décadas: tierra e
hidrocarburos. Se trata por tanto de una sublevación reaccionaria que está
poniendo en duda la viabilidad del Estado y, lo más riesgoso, el sustento
material económico de cualquier proceso de reforma o de transformaciones
progresistas que deseen impulsar los sectores populares e indígenas del país.
Está claro, entonces,
que la actual demanda autonómica del Comité Cívico de Santa Cruz, si bien tiene
una función democratizadora, es ante todo un pretexto de elite para contener
proyectos de reforma económica y política desneoliberalizantes. Resulta entonces
que, en torno a la agenda cruceña, parte de los sectores políticamente
derrotados en octubre ha comenzado nuevamente a rearticularse, hablamos del MNR, del MIR, del ADN, que sienten a Santa
Cruz y su movimiento regional como un territorio desde el cual pueden comenzar
nuevamente a irradiar propuestas y liderazgo político.
En lo que se refiere al
actual debate sobre si primero debería realizarse el referéndum por la autonomía
o la elección de constituyentes no es un debate falso; es un debate donde se
posicionan intereses colectivos de poder. Las fuerzas políticas y económicas que
quieren primero autonomía, buscan posicionarla autonomía a nivel departamental
para postergar la Asamblea Constituyente de manera indefinida, porque se
sienten aún minoría electoral; sienten que ahí no podrían jugar un papel
dirigente, como lo venían haciendo en todas las elecciones nacionales previas,
más aún cuando los partidos que les permitían convertir la minoría demográfica
en mayoría política (ADN, MIR, MNR) están en un proceso de debilitamiento estructural. Los que buscan la
Asamblea Constituyente, en cambio, quieren hacerla antes o al mismo momento que
la autonomía, justamente para obligar a este bloque oriental a participar
dentro de la Asamblea Constituyente, creyendo que en ella estos bloques
sociales, populares e indígenas, tendrán mayor presencia y mayoría para
promover cambios en los regímenes económicos, de propiedad y de derechos
sociales que beneficien a los sectores anteriormente excluidos.
Como se ve en conjunto,
alrededor del debate sobre autonomías están en juego las estrategias de posicionamiento
de cada una de las fuerzas sociales y políticas del país y, por ello, es importante
que, en el momento de hacer una lectura contextual de este tema, se sepa el
telón de fondo de los distintos argumentos legitimadores que utilizan los
distintos actores. En sentido estricto, en torno a la agenda de la autonomía se
están jugando temas de poder político de grupos, clases y facciones sociales.
Campo político
polarizado y empate catastrófico
En este escenario de crisis estatal de dos dimensiones, a saber, crisis
del Estado neoliberal, y crisis de los componentes republicanos monoculturales
y centralistas del Estado boliviano, se está produciendo un creciente proceso
de polarización social y política, entendida como confrontación de proyectos
contrapuestos de dos miradas distintas de entender la vida, la economía, el futuro
y el porvenir.
Por una parte, podemos
ubicar un proyecto neoconservador, liberal, que en lo económico sigue apostando
a una economía abierta, globalizada, de inversión externa, de débil
intervención del Estado. El otro polo apuesta por una economía más centrada en
el mercado interno, con mayor presencia de un Estado productivo, y que intenta
recuperar la dinámica económica de sectores tradicionales en el campo,
comunidades, en el mundo urbano familiar microempresarial.
En lo político, el
primero es un proyecto que apunta hacia una lectura partidaria de la política o
corporativa empresarial de la política, manteniendo la monoculturalidad del
Estado, con liderazgos de tipo tradicional de las viejas elites políticas. El otro apunta
a un tipo de comunitarismo sindical, una reivindicación de la
multiculturalidad, de la presencia indígena en la toma de decisiones, y está
encabezada por liderazgos básicamente indígenas.
La primera nos da una
confrontación de carácter clasista, la segunda una confrontación de carácter
étnico, y existe una tercera que nos va a dar una confrontación regional. Por
una parte, estas fuerzas neoconservadoras —que no es un adjetivo, en la medida en
que pretenden preservar lo que existe con algunas modificaciones— sí bien están
presentes en todo el país, tienen su fuerza dominante en sectores del oriente
del país. Mientras tanto, las fuerzas renovadoras, que están presentes en las
distintas regiones con su mayor capacidad de movilización, tanto electoral como
de acción colectiva, están en las zonas de los valles y del altiplano. Entonces
Bolivia está viviendo simultáneamente una polarización clasista, étnica y
regional.
En conjunto, se puede
decir que estamos ante un escenario de conflicto generalizado por la
redistribución del poder estatal en Bolivia entre sectores que tradicionalmente
tenían poder, y sectores nuevos, anteriormente marginados de las estructuras decisorias
del país, que ahora pugnan por hacerse cargo de la administración del Estado.
Pero lo característico de esta pugna por el poder es que ninguno de los bloques
tiene la capacidad de imponerse sobre el otro.
Tenemos entonces
polaridades que atraviesan las regiones, las clases y las identidades étnicas;
pero ninguna de estas polaridades o bloques de poder tiene la suficiente
capacidad para imponerse sobre la otra ni para seducirla; es decir, en términos
gramscianos, estamos ante un "empate catastrófico". Un empate
catastrófico surge cuando no existe la capacidad de una hegemonía completa,
sino de una confrontación irresuelta por esa hegemonía entre dos
protohegemonías, y esto genera procesos de confrontaciones permanentes de baja
intensidad, de enfrentamientos, desgastes mutuos que impiden que alguno de
ellos expanda su liderazgo sobre el resto de la sociedad.
De ahí que lo más
sensato sea pensar que la única manera de resolución de este "empate"
sea precisamente la del armisticio o, lo que es lo mismo, la de una
redistribución pactada del poder estatal, lo que llevaría necesariamente a una
ampliación de derechos de los sectores más excluidos y a una redistribución
negociada de las oportunidades económicas de la sociedad.
Fuente:
La Potencia Plebeya
Álvaro García Linera
Siglo del Hombre Editores
CLACSO
Segunda Edición 2009
Pág. 264 – 269
|
Texto extraído de Álvaro García Linera, "La lucha por el poder
en Bolivia", en Horizontes y límites del Estado y el poder. La
Paz, Muela del Diablo, 2005
|
[1] Texto
extraído de Álvaro García Linera, "La lucha por el poder en Bolivia",
en Horizontes y límites del Estado y el poder. La Paz, Muela del Diablo,
2005
[4] Programa
de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Informe nacional de
desarrollo humano 2004, La Paz, PNUD, 2004
[8] Carlos
Arze, "Empleo y relaciones laborales", en Bolivia hacia el siglo
XXI, La Paz, Postgrado en Ciencias del Desarrollo (CIDES), Universidad
Mayor de San Andrés (UMSA), Coordinadora Nacional de Redes (CNR),
Academia Nacional de Ciencias (ANC), Centro de Estudios para el
Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA), y PNUD, 1999
[12] Efraín
Huanca, Economía boliviana: evaluación del 2003 y perspectivas para el 2004,
ta Paz, CEDLA, 2004
[14] José
Valdivia, "La capitalización", en Juan Carlos Chávez (ed.), Las
reformas estructurales en Bolivia, La Paz, Fundación Milenio, 1998.
[17] David
de Ferranti, Guillermo Perry, Francisco Ferreira y Michael Walton, Desigualdad
en América Latina y el Caribe. ¿Ruptura con la historia?, Washington, Banco
Mundial, 2004.
[18] Roberto
Laserna, Bolivia; la crisis de octubre y el fracaso del Chenko, La Paz,
Muller y Asociados, 2004.
[19] Horst
Grebe, "El crecimiento y la exclusión", en AA. VV., La
fuerza de las ideas. La Paz, Banco Mundial, Instituto Prisma, Instituto Latinoamericano
de Investigaciones Sociales (ILDIS) y Maestrías para el Desarrollo
(MPD), 2002.
[20] INE,
citado en La Prensa, 29 de agosto de 2004. La Fundación Milenio cita un
informe del Ministerio de Hacienda, en el que se establece que en el año 2001
la Formación Bruta de Capital Fijo (FBCF) privado nacional fue de 89 millones
de dólares, en tanto que en 2002 hubiera sido de 84 millones. Fundación
Milenio, Informe de Milenio sobre la economía en el año 2002, La Paz,
Milenio, 2003.
[22] Luis
Tapia, La condición multisocietal. Multiculturalidad, pluralismo,
modernidad. La Paz, Muela del Diablo, CIDES y UMSA, 2002
[23] Giovanni Arrighi, Terence Hopkins e Immanuel Wallerstein, Movimientos antisistémicos, Madrid, Akal, 1999.
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