Atmósfera de Ideas
En un intento extremadamente sintético, dadas las limitaciones
de este espacio, podríamos reunir en fórmulas sencillas las principales
críticas que desde la izquierda más radical se lanzan contra el proceso de paz
de La Habana y contra las mismas FARC, en la idea de ubicar su grado de validez
y pertinencia. Al parecer, para algunos sectores, hemos pasado de ser los
adalides de la insurgencia armada y la revolución violenta, a simples
socialdemócratas reformistas y traidores.
Empecemos por su apreciación general del mundo y la lucha de
clases. En su criterio aquél se halla dividido en dos grandes bandos claramente
distinguibles, el imperialismo y sus lacayos por un lado, y por el otro los
pueblos en pie de lucha por la materialización de la revolución y el
socialismo. Si estos últimos no han sido capaces de triunfar, ha sido
fundamentalmente porque no han aplicado la línea correcta trazada por el
marxismo leninismo.
O porque se han desviado de ella luego de haber coronado la toma
del poder. La línea es clara, la revolución es un choque violento promovido por
una vanguardia obrero campesina que arrebata el poder a la clase capitalista
mediante una insurrección armada. Esta última es producto de la maduración de
condiciones objetivas y subjetivas. Las primeras son un hecho tangible en todas
las sociedades actuales, las segundas patrimonio de los más fieles seguidores
del marxismo.
Éste último se halla revelado en las obras de Carlos Marx,
Federico Engels y Vladimir Lenin, y comprende un conjunto de principios
inmutables que deben ser aplicados sin variación alguna. El capitalismo es un
sistema decadente que está a punto de derrumbarse y por lo tanto su caída
depende tan solo de la audacia y consecuencia del partido de vanguardia. La
revolución ha estado siempre a la vuelta de la esquina y sólo la han impedido
las direcciones vacilantes.
Estas son las que dudan de la disposición permanente de las
masas para lanzarse a la batalla definitiva, las que neciamente conciben vías
distintas al alzamiento armado, las que inventan diversas etapas para acceder
al socialismo, las que imaginan que pueden conquistarse espacios democráticos
en el mundo del capital, las que confían ingenuamente en que el imperialismo y
la burguesía van a compartir de algún modo su Estado con las clases explotadas.
Las que en lugar de ponerse al frente de la insurrección por la
que claman en coro los oprimidos, se inclinan por conversar y pactar fórmulas
de convivencia con las clases dominantes. Las que se atreven a concebir
absurdas reconciliaciones entre explotadores y explotados, las que incluso en
aras de esa alucinación son capaces de disolver un ejército revolucionario a
punto de triunfar, las que firman acuerdos de paz en lugar de llevar la guerra
hasta las últimas consecuencias.
El ejemplo perfecto, la guía que todo movimiento revolucionario
debe seguir, se halla en la revolución bolchevique de 1917. Fue mediante un
levantamiento armado que el pueblo ruso sepultó al zarismo en febrero de ese
año, imponiendo un breve período republicano en el que los soviets compartieron
el poder con la burguesía, para hacerse definitivamente a todo el poder por
medio de otra insurrección en el mes de octubre. Aprendan cómo se hace,
pontifican los críticos.
Así que soberanamente avergonzados y agradecidos, las FARC
debemos mandar la Mesa de Conversaciones y los acuerdos firmados al diablo, para
pasar a hacer un llamado al levantamiento general de la población, al tiempo
que regresamos al combate con la disposición total de cumplir de una vez por
todas con nuestro plan estratégico. La gente está lista en Colombia para salir
a bloquear carreteras y ciudades, para asaltar el poder local, para el triunfo
revolucionario.
Y si por una desgracia o por obra de algún albur llegásemos a
ser vencidos en el intento, habríamos perecido como los grandes, en el campo de
batalla, convertidos en los héroes de las generaciones futuras, y por tanto en
los inspiradores del triunfo final que se producirá inevitablemente, como
consecuencia de las enseñanzas que nuestro sacrifico deparará para quienes se
lanzarán entusiasmados a recoger nuestras banderas.
Eso sí sería comportarse como auténticos revolucionarios, la
prueba irrefutable de nuestra fidelidad a la línea, la reafirmación con nuestra
sangre de su justeza y validez absoluta. Los que ahora nos critican serían los
primeros en salir a proclamarlo en sus columnas por la web, los encargados de
levantar los monumentos en nuestra memoria, los que se pondrían firmes y
lívidos cada vez que consagren antes de sus reuniones el minuto de silencio en
nuestro honor.
Con todo el respeto que puedan merecer esos críticos tenemos que
decirles que están profundamente equivocados. La revolución, al igual que
cualquier otra actividad humana vinculada a la disputa por del poder del
Estado, es fundamentalmente y antes que nada un hecho político. Y la política
no consiste en otra cosa que en ganar el respaldo de otros para la propia
propuesta. Político victorioso es aquel que consigue un número aplastante de
seguidores.
Por ende sólo será triunfante una revolución, cuando las grandes
masas no figuren en la mente de los elaboradores de sueños sino en la realidad
de la lucha. Podrá decirse todo cuanto se quiera del odiado imperialismo y la
malvada burguesía, pero mientras cuenten con la aquiescencia de unas mayorías
que, por la razón que sea, prefieran acogerse a su sombra en lugar de
combatirlos, por fuerte que griten los rebeldes o por ruidosos que sean sus
disparos, será imposible vencerlos.
Porque además, y sólo un fanático podría negarlo, cuentan con
enormes aparatos militares y represivos que no vacilan en usar, sujetan las
riendas de la educación formal y son dueños de los grandes medios de
comunicación dedicados a moldear la opinión de la gente. Como si fuera poco,
son propietarios del conocimiento científico y tecnológico, y en virtud de todo
lo anterior son capaces de imponer una hegemonía cultural que atrapa y manosea
las conciencias.
Consideramos superado el viejo debate sobre el dogma marxista.
Para todos es claro que como valiosa fuente del conocimiento económico y
social, su invalorable herencia dialéctica impone considerarlo como una guía y
no como un decálogo de mandamientos. Abraham Lincoln gustaba de repetir que una
brújula nos señalaba donde estaba el norte y la dirección que queríamos seguir,
pero no nos mostraba los abismos, los desiertos, ni los lodazales del camino.
Es el análisis concreto de la realidad concreta el que nos
indica cuándo debemos dar un rodeo, cuando es conveniente elevar un puente
primero, cuando es mejor esperar que pase la creciente antes de lanzarse al
río. Seguir invariablemente en línea recta hacia adelante, por muy correcto que
sea el azimut, muy fácilmente conduce a perecer en el intento. Con el perdón de
nuestros críticos, más de medio siglo como guerrilleros nos ha enseñado algo de
eso.
En política nunca será suficiente considerar que la razón está
del lado propio, por más que sea eso lo que nos impulsa a seguir adelante.
Siempre se necesitará el apoyo masivo de otros y ese no se produce por
generación espontánea. Menos en las desiguales condiciones en que el movimiento
popular enfrenta el poder de las clases dominantes. Ganar éste impone crear las
condiciones que permitan llegar a la gente, hablarle, crearle conciencia,
organizarla y movilizarla.
En 1917, salvo la trágica experiencia de la Comuna de París, ni
las clases dominantes ni las oprimidas tenían un conocimiento cierto de cómo se
realizaba una revolución. Pero a partir de la llegada al poder de los
bolcheviques y la difusión mundial de sus ideas y planteamientos, la cuestión
adquirió incluso un talante científico. Mientras los de abajo obtuvieron un
ejemplo formidable a seguir, los de arriba tuvieron claro qué debían hacer para
aplastarla.
Las condiciones específicas de la Rusia zarista fueron
juiciosamente estudiadas por Lenin para concebir su táctica, basándose en
experiencias pasadas, como la de la revolución francesa, pero diseñando su
propia línea de acción, creándola, no copiando mecánicamente otras. Todas las
revoluciones socialistas que triunfaron después tendrían ese referente, pero
ninguna fue su repetición o calco. Sólo lograrían sostenerse con el tiempo las
verdaderamente auténticas.
Es decir, las sostenidas por la fuerza de las masas populares
conscientes y organizadas. Si la revolución cubana no se vino al suelo tras el
desastre que implicó para su economía y su nivel social la desaparición de la
Unión Soviética, fue por el extraordinario apoyo que consiguió Fidel de la
inmensa mayoría del pueblo cubano. Y sólo este impresionante apoyo explica por
qué ni siquiera Reagan o Bush se atrevieron a ensayar una invasión a la isla
que odiaban.
Seguimos viviendo en el mismo sistema capitalista de 1917, pero
resulta desacertado considerar que las situaciones de un siglo después, deben
ser examinadas con el mismo criterio que Lenin empleó para su época y país. El
sistema se ha desarrollado muchísimo más, el mundo actual es a todas luces más
complejo que entonces, las clases dominantes también poseen su propia
experiencia contrarrevolucionaria, hasta el proletariado es cualitativamente distinto.
Lenin no conoció el fascismo ni la doctrina de la seguridad
nacional, no pudo teorizar sobre la crisis económica de 1929 ni la capacidad
del capital para reproducirse y concentrarse aún más como consecuencia de ella.
En el año 2008 tuvo lugar la más reciente crisis mundial del capital, pero pese
a su profundidad y alcance, al contrario de lo previsto por los clásicos,
estuvo aún muy lejos de representar el quiebre del sistema. El viejo edificio
todavía parece firme.
Y eso no puede llamarse derrotismo. Los revolucionarios estamos
obligados a reconocer la realidad para trazar nuestra línea de acuerdo con
ella. No estamos viviendo una época de auge del movimiento revolucionario, como
la producida en el planeta después de la segunda guerra mundial y el apogeo de
la Unión Soviética tras su victoria. Éste significó una oleada de luchas por la
independencia de los pueblos, por su democratización, por la revolución y el
socialismo.
Vivimos en el período histórico que siguió al derrumbe de la
URSS y el socialismo en Europa del Este, que abrió las puertas a la
mundialización del capital y a sus políticas neoliberales. Vivimos en un
momento de arrogancia absoluta del imperialismo. La capacidad y la rapacidad
que éste ha demostrado para sojuzgar a los pueblos no pueden ser ignoradas.
Estamos obligados a reconocer la desbandada, el reflujo del movimiento
revolucionario en que nos ha tocado actuar.
Lo cual no puede interpretarse como el reconocimiento de estar
vencidos, como piensan muchos de los que avizoran para ya una revolución
anticapitalista mundial. Por fortuna, en todas partes del mundo sobreviven
gentes y organizaciones dispuestas a no dejar morir la esperanza, empeñadas en
sostener la vigencia de las causas de la revolución y el socialismo. Pero que
por su propia experiencia entienden la necesidad de encontrar caminos distintos
a los empleados.
Nos reconocemos como parte de esta ola que requiere fortalecerse
y avanzar. En el mismo momento del desmadre revolucionario que siguió a la
caída de la Unión Soviética, la Octava Conferencia Nacional de las FARC-EP
lanzó al país su propuesta de reconciliación y reconstrucción nacional, que presentaba en forma más elaborada nuestro viejo
planteamiento de solución política al conflicto, en el marco de unas propuestas
democráticas y antineoliberales.
A sabiendas de que los nuestros no serían los planteamientos
inmediatos de revolución y socialismo, en un momento en el que tales palabras
eran convertidas por las clases dominantes del mundo entero, y en gran medida
asimiladas así por los pueblos, como experiencias dolorosas y fracasadas de las
que era mejor olvidarse para siempre. Los revolucionarios estábamos obligados a
sobrevivir y para ello era indispensable encontrar un discurso que tuviera eco
en las masas.
La gente veía la caída del socialismo de esa manera, pero lo que
vivía en sus propios países capitalistas era el fin del modelo de bienestar
social, el cierre de una fábrica tras otra y su traslado al lejano oriente, la
marea de despidos, la privatización de los servicios básicos antes en manos del
Estado, la precarización de sus condiciones de trabajo, la quiebra de sus
empresas ante la competencia extranjera liberalizada, su descenso social, una
inseguridad abrumadora.
Para no hablar de Colombia, en donde además de esas nefastas
consecuencias del modelo, los agentes de la economía subterránea del
narcotráfico se apoderaban velozmente del Estado, e iniciaban en alianza con
importantes sectores de los partidos tradicionales, una violenta arremetida
contra quien se opusiera a sus planes. El propio Estado no tardaría en aliarse
con ellos para combatir la insurgencia, otorgando estatus legal y social al
paramilitarismo.
Éste, a su vez, resultaría más que funcional para los proyecto
de inversión financiera trasnacional en materia de obras de infraestructura,
mega minería y agricultura para la exportación, convirtiéndose en ejecutor de
la más salvaje contra reforma agraria, despojando de la tierra mediante el
crimen atroz a millones de campesinos bajo el plausible pretexto de que se
trataban de colaboradores de las guerrillas antediluvianas que se negaban a
rendirse.
Una organización revolucionaria tan experimentada y responsable
como las FARC-EP comprendió que lo que correspondía al momento, era formular
propuestas acordes con la trágica realidad que vivían los colombianos, antes
que enzarzarse en acalorados debates acerca de la vigencia de la revolución y
el socialismo. Aquí se percibió que lo que llenaría de pueblo la lucha por las
más hondas transformaciones era la interpretación adecuada de sus más profundos
anhelos.
Un pueblo asediado por la violencia estatal y paramilitar,
víctima de los atentados terroristas ejecutados por las mafias
narcotraficantes, amenazado a diario en las calles de pueblos y ciudades por
los sicarios, acosado por las incidencias de una larga guerra interna de las
que muchas veces resultaba afectado, y de remate actor pasivo de las crueldades
de un modelo económico antisocial, tenía que aspirar hondamente a la paz y a un
cambio a su favor en el país.
Las FARC tuvimos claro que esas eran las banderas a levantar en
la Colombia azotada por el terrorismo estatal, paz, democracia y justicia
social. Debíamos imprimir un enorme dinamismo a los clamores del pueblo
colombiano por detener el terror de Estado, por abrir espacios que permitieran
el ejercicio político a los de abajo, privados de sus garantías desde siempre
por causa de la violencia oficial. Generar una conciencia general contra el
neoliberalismo y su injusticia.
No eran propiamente las consignas de la revolución y el
socialismo, pero estuvo claro para nosotros que de lograrse materializar, ellas
generarían un inmenso protagonismo político y social a las víctimas del
capital, les abrirían la posibilidad de organizarse y avanzar, de conquistar
derechos y profundizar la lucha por ampliarlos. Las consignas de la vida, la
tranquilidad, las libertades políticas, la tierra, el apoyo del Estado y demás,
terminarían por convertirse en un huracán.
Pero no lo dijimos solamente en proclamas y conferencias. Lo
defendimos con la fuerza de las armas. En el momento histórico en que todas las
voces del Establecimiento y de sectores significativos de izquierda se
empeñaron en convencernos de la necesidad de desmovilizarnos, las FARC asumimos
en su grado más intenso la confrontación militar, combatimos sin vacilaciones
al Estado y el paramilitarismo, derramamos nuestra sangre y entregamos muchas
vidas valiosas.
Fue ese heroico accionar el que consiguió arrancar al
Establecimiento las conversaciones de paz del Caguán. Las mismas que el
imperialismo y la oligarquía colombiana emplearon como un compás de espera para
su rearme y cualificación militar, a objeto de lanzar la más impresionante
ofensiva de aniquilamiento contra nosotros. Y así lo hicieron, aprovechándose
del anhelo de paz de un pueblo victimizado hasta el límite. Una tenaz campaña
de difamación acompañó sus planes.
Entonces se sobrevinieron los diez años más cruentos de la
guerra interna en Colombia. Norteamericanos, israelíes y británicos asesoraron
y apoyaron con recursos, tecnología y ayuda militar al Estado colombiano. El
paramilitarismo se convirtió en un monstruo despiadado con igual propósito.
Nunca antes llovieron sobre las FARC tantas bombas y fuego, tanta sindicación
venenosa, tanta manipulación internacional. Sin conseguir vencernos pese a los
golpes recibidos.
En abierta coincidencia con nuestra lucha, se produjo el
despertar de buena parte del pueblo de Latinoamérica y el Caribe. Sorpresivos y
entusiastas movimientos de masas se fueron agrupando y conquistando gobiernos
en países del vecindario. Chávez, Evo, Correa, los Kirchner, Lula, Lugo,
Ortega, Zelaya, Funes simbolizaron y encarnaron la respuesta de los pueblos del
continente a las políticas neoliberales y a las imposiciones por la fuerza del
imperio.
Unos más radicales que otros, unos más comprometidos que otros
con los sectores desvalidos, todos ellos conformarían una ola sorprendente en
medio de la soberbia imperialista del gran capital que invadía y destruía
países y culturas enteras para garantizar sus recursos y ganancias. Consignas y
tácticas nuevas, fundadas en el accionar multitudinario de las masas, nos
ayudaron a ratificar que estábamos en lo cierto, las revoluciones no volverían
a tener los moldes clásicos.
El golpe del 11 de abril, fraguado en oficinas del imperio y
planificado hasta en su más mínima perversidad en conjunción con los sectores
reaccionarios de Venezuela, apoyado de inmediato por toda la derecha
continental, se hundió ante los ojos de sus hacedores por obra de una
espontánea y aplastante actuación popular que regresó al poder al Presidente
Chávez. Si se lo mira bien esa fue una revolución que llevó al pueblo al poder,
más que las elecciones de unos años atrás.
Ha sido nuestra resistencia armada, unida al clamor de millones
de colombianos por la paz y el fin de las políticas neoliberales que amenazan
hasta la existencia misma de la especie humana, la que conquistó el espacio de
la Mesa de Conversaciones de La Habana. Y en ella hemos librado una batalla
política de dimensiones históricas en aras de hacer valer nuestra idea de paz
con justicia social y democracia. Los acuerdos firmados dan cuenta de ello.
Desde el comienzo del gobierno de Belisario Betancur las FARC-EP
hemos trabajado de modo incansable por la consecución de una salida política al
conflicto armado interno, a fin de democratizar la vida nacional, derrotar el
terrorismo de Estado y enrumbar nuestro país hacia un destino distinto al
impuesto por el capitalismo salvaje. Han sido 34 años de intensa confrontación
militar y política, en prueba incontrastable de nuestra condición de revolucionarios
consecuentes.
Dicha solución política requiere una dosis suficiente de
realismo político. De marxismo aplicado a las condiciones colombianas en el
momento presente. Formalizadas las garantías para el ejercicio político pleno,
no sólo para nosotros sino para los movimientos políticos y sociales de
oposición, comprometido el Estado a una campaña a fondo para la erradicación
del paramilitarismo y sus inspiradores en la economía y la política, acordada
una reforma rural integral, ¿qué sigue?
Ya se alcanzó un importantísimo acuerdo también en materia de
víctimas, con un original sistema integral de verdad, justicia, reparación y no
repetición, incluida una Jurisdicción Especial elogiada por toda clase de expertos en
el plano internacional. La ONU, su Consejo de Seguridad, la Unión Europea,
UNASUR, la CELAC, el Vaticano y en general la comunidad internacional apoyan lo
pactado y están dispuestos a colaborar para garantizar su cumplimiento.
Las FARC nos transformaremos en un movimiento político legal,
conservando nuestra cohesión y unidad históricas, con todo el propósito de
trabajar de manera amplia con las masas de inconformes en Colombia, por el
cumplimiento de todo lo acordado en la Mesa de Conversaciones y al mismo tiempo
por su profundización. No hemos abandonado ni abandonaremos nuestras
convicciones ideológicas y políticas por la revolución y el socialismo.
Sólo que trabajaremos por estos últimos de manera acorde con el
contexto del mundo contemporáneo, extendiendo nuestro abrazo solidario a todos
los partidos y movimientos revolucionarios del mundo. Resulta imposible, dada
la objetiva correlación de fuerzas, pensar en seguir sosteniendo nuestra lucha
armada en las nuevas condiciones de legalidad y garantías. La dejación de armas
es la conclusión final de todo lo conquistado por ellas y la fuerza de masas.
Entendemos la inconformidad expresada por algunos sectores
radicales, pero no la compartimos. No somos de los que pensamos que la
revolución cubana ha entregado sus banderas y su modelo socialista en aras de
la normalización de las relaciones con los Estados Unidos. Confiamos en ella,
en su pueblo y en su historia. Los tiempos y las condiciones cambian y es
necesario actuar en consonancia con ellos y los pueblos. Como buenos
comunistas, Cuba y nosotros lo sabemos.
Las vías para la revolución y el socialismo siguen aún siendo
exploradas por los revolucionarios de hoy. La historia no se detiene porque la
lucha de clases late en su interior con más fuerza que nunca. Es cierto que
David logró vencer a Goliat con una simple honda, pero no puede olvidarse que
aquello no es más que un mito religioso, que detrás de cada uno de ellos había
grandes pueblos y que sólo el movimiento correcto de ellos pudo haber originado
la victoria.
La Habana, 5 de julio de 2016.
ARTICULO ESCRITO
POR EL COMPAÑERO Gabriel Ángel
de: hernan Retrepo Crespo
<hrc22222@yahoo.es>
responder a: hernan Retrepo Crespo
<hrc22222@yahoo.es>
para: Laureano Monroy
<laureano77@gmail.com>, (…)
fecha: 31 de julio de 2016, 12:19
enviado por: yahoo.es
firmado por: yahoo.es
COLECTIVO
PERÚ INTEGRAL
5 de
agosto 2016
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