César Hildebrandt
Tomado de “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 323 11 NOV16 p.11
Donald Trump no es un invento moderno. Viene de lejos. Está en la
historia de los Estados Unidos.
Es James Monroe, que era John Quincy Adams, que después fue Theodore
Roosevelt. Cuando Trump habla de volver a la grandeza lo que quiere decir es
que sueña con los Estados Unidos que eran capaces de tragarse Oregón, Texas y
California de un solo copioso bocado.
Ahora, claro, ya no se trata de territorios sino de porciones de la
torta económica mundial.
Y Trump, al igual que millones de trabajadores de los Estados
Unidos, sabe que la globalización tal como la conocemos es una trampa. No se
puede jugar a la aldea mundial y al comercio sin barreras cuando la
deslocalización fabril se produce siguiendo la huella de mercados laborales
esclavos. Por eso es que China ha sido el blanco de algunas de sus peores
invectivas.
El nuevo orden mundial impuesto por el dúo Reagan-Thatcher es el
que da muestras de fatiga terminal. No es que Trump vaya a cambiarlo. Es
que él es apenas el síntoma de esta enfermedad planetaria que ha despertado los
nacionalismos, los rescates de soberanía, la xenofobia y el hastío mortal ante
el continuismo dominado por las corporaciones. La más cruel ironía de la
elección de Trump es que han votado por él los que esperan un cambio las cosas.
¿Puede haber alguien más conservador que un misógino que parece un Norman
Mailer ágrafo, que un aislacionista que recuerda a Woodrow Wilson y que un
racista que recuerda al gobernador George Wallace? ¿Esperaban los redneck que
un hombre así pateara el tablero que lo hizo rico y candidato? Sólo una confusa
rabia puede explicar ese endose de fe y de votos.
Digámoslo claro: la aldea global no existe para las gentes sino
para los grandes conglomerados. Del mismo modo que las proezas tecnológicas no
redundan en mejores vidas para los millones de marginados.
Trump es, además de un Tío Sam con gomina, el hijo de las clases
medias abandonadas a su suerte. Y viene de la crisis financiera del 2008,
"solucionada" fabricando papel moneda destinado a sostener a los
forajidos de la banca que habían creado los papeles basura y la prosperidad
hechiza que Martin Scorsese retrató procazmente basado en las memorias de
Jordán Belfort.
Trump es también producto de la hipocresía de Obama, el presidente
estadounidense que alentó como nadie el caos en el medio oriente y llenó de
anabólicos a hordas como las del ISIS. La crisis siria, el drama de los
refugiados, la anarquía en Libia y otras regiones de África, la ya endémica
inestabilidad en Irak, son hechura de una política exterior canallesca que
Obama no quiso cambiar. Y el hecho de que Israel, fuente de todas las
tensiones, siga sumando territorio gracias a los asentamientos que hasta la ONU
condena es una prueba más del fracaso demócrata que hoy alimenta la hoguera de
las vanidades republicanas.
¿Querían un planeta sin barreras, sin aduanas, sin aranceles? Pues
allí lo tienen. ¿Querían un mundo donde Monsanto nos dictara cuántas hectáreas
de soya o palma aceitera debiéramos cultivar? Pues aquí está. La dictadura del
dinero produjo a Frankenstein. No finjan asustarse.
El estadounidense promedio, el que perdió su empleo porque este
voló a Indonesia o a China, escuchó con simpatía las mentiras electorales de
Trump. Intuía, en el fondo, que sólo se trataba de palabras pero lo bueno era
que al menos alguien decía, en dosis de caballo, lo que todos querían oír en
Indianápolis o en Detroit.
Y la señora Clinton cada vez más parecida a una sombra, repetía lo
que "la ley y el orden" dictaban. Parecía la madre de un hijo al que
tenía que defender más por mandato biológico que por convicción. La señora
Clinton era el establishment con cara de resaca y su discurso disparaba lugares
comunes que, a estas alturas, han perdido eficacia.
El sistema-mundo actual, hijo tarado de un proyecto conservador que
pretendió durar siglos, ha empezado un ciclo final de decadencia. Trump es su
mejor rostro. Y cuando quienes confiaron en él vean cómo es que incumple sus
promesas y cómo es que se somete a las reglas del gran dinero, esa será una
nueva vuelta de tuerca. Una revolución pacífica, de las gentes, surgida del
miedo a perder el planeta, un movimiento mundial de asco y rebelión, aparece
como inevitable en estos tiempos sombríos. No sé cuánto demore y algo me dice
que no la veré. Pero no tengo dudas de que sucederá. No he perdido la fe en la
humanidad, como se ve.
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