28-12-2016
El
desenfreno por un inminente mundo sin fronteras, la algarabía por la constante
jibarización de los Estados-nacionales en nombre de la libertad de empresa y la
cuasi religiosa certidumbre de que la sociedad mundial terminaría de
cohesionarse como un único espacio económico, financiero y cultural integrado,
acaban de derrumbarse ante el enmudecido estupor de las élites globalófilas del
planeta.
La renuncia de Gran Bretaña a continuar en la Unión
Europea ‒el proyecto más importante de unificación estatal de los últimos 100
años‒ y la victoria electoral de Trump ‒que enarboló las banderas de un regreso
al proteccionismo económico, anunció la renuncia a tratados de libre comercio y
prometió la construcción de mesopotámicas murallas fronterizas‒, han aniquilado
la mayor y más exitosa ilusión liberal de nuestros tiempos. Y que todo esto
provenga de las dos naciones que hace 35 años atrás, enfundadas en sus corazas
de guerra, anunciaran el advenimiento del libre comercio y la globalización
como la inevitable redención de la humanidad, habla de un mundo que se ha
invertido o, peor aún, que ha agotado las ilusiones que lo mantuvieron
despierto durante un siglo.
Y es que la globalización como meta-relato, esto
es, como horizonte político ideológico capaz de encausar las esperanzas colectivas
hacia un único destino que permitiera realizar todas las posibles expectativas
de bienestar, ha estallado en mil pedazos. Y hoy no existe en su lugar nada
mundial que articule esas expectativas comunes; lo que se tiene es un repliegue
atemorizado al interior de las fronteras y el retorno a un tipo de tribalismo
político, alimentado por la ira xenofóbica, ante un mundo que ya no es el mundo
de nadie.
La medida geopolítica del capitalismo
Quien inició el estudio de la dimensión geográfica
del capitalismo fue Marx. Su debate con el economista Friedrich List sobre el
“capitalismo nacional” en 1847 y sus reflexiones sobre el impacto del
descubrimiento de las minas de oro de California en el comercio transpacífico
con Asia, lo ubican como el primer y más acucioso investigador de los procesos
de globalización económica del régimen capitalista. De hecho, su aporte no
radica en la comprensión del carácter mundializado del comercio que comienza
con la invasión europea a América sino en la naturaleza planetariamente
expansiva de la propia producción capitalista.
Las categorías de subsunción formal y subsunción
real del proceso de trabajo al capital con las que Marx devela el
automovimiento infinito del modo de producción capitalista, suponen la
creciente subsunción de la fuerza de trabajo, el intelecto social y la tierra,
a la lógica de la acumulación empresarial, es decir, la supeditación de las
condiciones de existencia de todo el planeta a la valorización del capital. De
ahí que en los primeros 350 años de su existencia, la medida geopolítica del
capitalismo haya avanzado de las ciudades-Estado a la dimensión continental y
haya pasado, en los últimos 150 años, a la medida geopolítica planetaria.
La globalización económica (material) es pues
inherente al capitalismo. Su inicio se puede fechar 500 años atrás, a partir
del cual habrá de tupirse, de manera fragmentada y contradictoria, aún mucho
más.
Si seguimos los esquemas de Giovanni Arrighi en su
propuesta de ciclos sistémicos de acumulación capitalista a la cabeza de un
Estado hegemónico: Génova (siglos XV-XVI), los Países Bajos (siglo XVIII),
Inglaterra (siglo XIX) y Estados Unidos (siglo XX), cada uno de estos hegemones
vino acompañado de un nuevo tupimiento de la globalización (primero comercial,
luego productiva, tecnológica, cognitiva y, finalmente, medio ambiental) y de
una expansión territorial de las relaciones capitalistas. Sin embargo, lo que
sí constituye un acontecimiento reciente al interior de esta globalización
económica es su construcción como proyecto político-ideológico, esperanza o
sentido común, es decir, como horizonte de época capaz de unificar las
creencias políticas y expectativas morales de hombres y mujeres pertenecientes
a todas las naciones del mundo.
El “fin de la historia”
La globalización como relato o ideología de época
no tiene más de 35 años. Fue iniciada por los presidentes Ronald Reagan y
Margaret Thatcher, liquidando el Estado de bienestar, privatizando las empresas
estatales, anulando la fuerza sindical obrera y sustituyendo el proteccionismo
del mercado interno por el libre mercado, elementos que habían caracterizado
las relaciones económicas desde la crisis de 1929.
Ciertamente fue un retorno amplificado a las reglas
del liberalismo económico del siglo XIX, incluida la conexión en tiempo real de
los mercados, el crecimiento del comercio en relación al Producto Interno Bruto
(PIB) mundial y la importancia de los mercados financieros, que ya estuvieron
presentes en ese entonces. Sin embargo, lo que sí diferenció esta fase del
ciclo sistémico de la que prevaleció en el siglo XIX fue la ilusión colectiva
de la globalización, su función ideológica legitimadora y su encumbramiento
como supuesto destino natural y final de la humanidad.
Y aquellos que se afiliaron emotivamente a esa
creencia del libre mercado como salvación final no fueron simplemente los
gobernantes y partidos políticos conservadores, sino también los medios de
comunicación, los centros universitarios, comentaristas y líderes sociales. El
derrumbe de la Unión Soviética y el proceso de lo que Gramsci llamó transformismo
ideológico de ex socialistas devenidos en furibundos neoliberales, cerró el
círculo de la victoria definitiva del neoliberalismo globalizador.
¡Claro! Si ante los ojos del mundo la URSS, que era
considerada hasta entonces como el referente alternativo al capitalismo de
libre empresa, abdica de la pelea y se rinde ante la furia del libre mercado ‒y
encima los combatientes por un mundo distinto, públicamente y de hinojos, abjuran
de sus anteriores convicciones para proclamar la superioridad de la
globalización frente al socialismo de Estado‒, nos encontramos ante la
constitución de una narrativa perfecta del destino “natural” e irreversible del
mundo: el triunfo planetario de la libre empresa.
El enunciado del “fin de la historia” hegeliano con
el que Fukuyama caracterizó el “espíritu” del mundo, tenía todos los
ingredientes de una ideología de época, de una profecía bíblica: su formulación
como proyecto universal, su enfrentamiento contra otro proyecto universal
demonizado (el comunismo), la victoria heroica (fin de la guerra fría) y la
reconversión de los infieles.
La historia había llegado a su meta: la
globalización neoliberal. Y, a partir de ese momento, sin adversarios antagónicos
a enfrentar, la cuestión ya no era luchar por un mundo nuevo, sino simplemente
ajustar, administrar y perfeccionar el mundo actual pues no había alternativa
frente a él . Por ello, ninguna lucha valía la pena estratégicamente pues todo
lo que se intentara hacer por cambiar de mundo terminaría finalmente rendido
ante el destino inamovible de la humanidad que era la globalización. Surgió
entonces un conformismo pasivo que se apoderó de todas las sociedades, no solo
de las élites políticas y empresariales, sino también de amplios sectores
sociales que se adhirieron moralmente a la narrativa dominante.
La historia sin fin ni destino
Hoy, cuando aún retumban los últimos petardos de la
larga fiesta “del fin de la historia”, resulta que quien salió vencedor, la
globalización neoliberal, ha fallecido dejando al mundo sin final ni horizonte
victorioso, es decir, sin horizonte alguno. Trump no es el verdugo de la
ideología triunfalista de la libre empresa, sino el forense al que le toca
oficializar un deceso clandestino.
Los primeros traspiés de la ideología de la
globalización se hacen sentir a inicios de siglo XXI en América Latina, cuando
obreros, plebeyos urbanos y rebeldes indígenas desoyen el mandato del fin de la
lucha de clases y se coaligan para tomar el poder del Estado. Combinando
mayorías parlamentarias con acción de masas, los gobiernos progresistas y
revolucionarios implementan una variedad de opciones posneoliberales mostrando
que el libre mercado es una perversión económica susceptible de ser reemplazada
por modos de gestión económica mucho más eficientes para reducir la pobreza,
generar igualdad e impulsar crecimiento económico.
Con ello, el “fin de la historia” comienza a
mostrarse como una singular estafa planetaria y nuevamente la rueda de la
historia ‒con sus inagotables contradicciones y opciones abiertas‒ se pone en
marcha. Posteriormente, en 2009, en EE.UU. el hasta entonces vilipendiado
Estado, que había sido objeto de escarnio por ser considerado una traba a la
libre empresa, es jalado de la manga por Obama para estatizar parcialmente la
banca y sacar de la bancarrota a los banqueros privados. El eficienticismo
empresarial, columna vertebral del desmantelamiento estatal neoliberal, queda
así reducido a polvo frente a su incompetencia para administrar los ahorros de
los ciudadanos.
Luego viene la ralentización de la economía
mundial, pero en particular del comercio de exportaciones. Durante los últimos
20 años, este crece al doble del Producto Interno Bruto (PIB) anual mundial,
pero a partir del 2012 apenas alcanza a igualar el crecimiento de este último,
y ya en 2015 es incluso menor, con lo que la liberalización de los mercados ya
no se constituye más en el motor de la economía planetaria ni en la “prueba” de
la irresistibilidad de la utopía neoliberal.
Por último, los votantes ingleses y norteamericanos
inclinan la balanza electoral a favor de un repliegue a Estados proteccionistas
‒si es posible amurallados‒, además de visibilizar un malestar ya planetario en
contra de la devastación de las economías obreras y de clase media, ocasionado
por el libre mercado planetario.
Hoy, la globalización ya no representa más el
paraíso deseado en el cual se depositan las esperanzas populares ni la
realización del bienestar familiar anhelado. Los mismos países y bases sociales
que la enarbolaron décadas atrás, se han convertido en sus mayores detractores.
Nos encontramos ante la muerte de una de las mayores estafas ideológicas de los
últimos siglos.
Sin embargo, ninguna frustración social queda impune.
Existe un costo moral que, en este momento, no alumbra alternativas inmediatas
sino que ‒es el camino tortuoso de las cosas‒ las cierra, al menos
temporalmente. Y es que a la muerte de la globalización como ilusión colectiva
no se le contrapone la emergencia de una opción capaz de cautivar y encauzar la
voluntad deseante y la esperanza movilizadora de los pueblos golpeados. La
globalización, como ideología política, triunfo sobre la derrota de la
alternativa del socialismo de Estado, esto es, de la estatización de los
medios de producción, el partido único y la economía planificada desde arriba.
La caída del muro de Berlín en 1989 escenifica esta capitulación. Entonces, en
el imaginario planetario quedo una sola ruta, un solo destino mundial. Y lo que
ahora está pasando es que ese único destino triunfante también fallece, muere.
Es decir, la humanidad se queda sin destino, sin rumbo, sin certidumbre. Pero
no es el “fin de la historia” ‒como pregonaban los neoliberales‒, sino el fin
del “fin de la historia”; es la nada de la historia.
Lo que hoy queda en los países capitalistas es una
inercia sin convicción que no seduce, un manojo decrépito de ilusiones
marchitas y, en la pluma de los escribanos fosilizados, la añoranza de una
globalización fallida que no alumbra más los destinos. Entonces, con el
socialismo de Estado derrotado y el neoliberalismo fallecido por suicidio, el
mundo se queda sin horizonte, sin futuro, sin esperanza movilizadora. Es un
tiempo de incertidumbre absoluta en el que, como bien intuía Shakespeare, “todo
lo sólido se desvanece en el aire”. Pero también por ello es un tiempo más
fértil, porque no se tienen certezas heredadas a las cuales asirse para ordenar
el mundo. Esas certezas hay que construirlas con las partículas caóticas de esta
nube cósmica que deja tras suyo la muerte de las narrativas pasadas.
¿Cuál será el nuevo futuro movilizador de las
pasiones sociales? Imposible saberlo. Todos los futuros son posibles a partir
de la “nada” heredada. Lo común, lo comunitario, lo comunista es una de esas
posibilidades que está anidada en la acción concreta de los seres humanos y en
su imprescindible relación metabólica con la naturaleza. En cualquier caso, no
existe sociedad humana capaz de desprenderse de la esperanza. No existe ser humano
que pueda prescindir de un horizonte, y hoy estamos compelidos a construir uno.
Eso es lo común de los humanos y ese común es el que puede llevarnos a diseñar
un nuevo destino distinto a este emergente capitalismo errático que acaba de
perder la fe en sí mismo.
El autor es Vicepresidente del Estado Plurinacional
de Bolivia
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