En su casa en Barranco. En el 2001, Delfín
presidió la Comisión Nacional de Cultura durante el gobierno de la chacana.
(Foto: Hugo Pérez)
Presto
siempre a denunciar las aguas turbias de la corrupción, el escultor le recuerda a
Alejandro Toledo el valor del honor
·
Editora de Luces
Enfundado en su calzoncillo Boston, Víctor Delfín remoja sus 90 años en la muy envidiable piscina de su casa
en el acantilado de Barranco. Dice y hace lo que quiere. Y lo que acaba de
hacer es redactar una carta pública sin
anestesia a su antiguo amigo de lucha anticorrupción: Alejandro Toledo, cada
vez menos sano y sagrado. Antes del chapuzón, Delfín habla de esa costra brutal
de prejuicios que mamamos los peruanos desde la cuna; de la coima como carga
histórica; de la muerte soñada como una mujer desnuda; no deja de mencionar a
Tolstói, Dostoievski y también a Rilke: “La sublimación de la serenidad
interior”. Cerca de su mesa de trabajo, una cita del artista estadounidense Dan
Graham pareciera dar la pauta de la actividad creadora y cívica de Delfín:
“Todos los artistas se parecen, todos sueñan con hacer algo más social, más
colaborativo y más real que el arte”.
—¿Este asunto de Toledo es grotesco, doloroso? ¿Cómo lo siente
usted?
Yo creo que hay una justicia inmanente y que de pronto suceden
cosas como esta, que es desenmascarar todo el aparato corrupto de América
Latina. Toledo es uno de los tantos, aunque eso no es consuelo. El soborno, la
coima y la comisión vienen de la época de la Colonia, ya casi no sorprenden. Alguna
vez Óscar Ugarteche me preguntó qué era un peruano para mí. Yo le dije:
“Un peruano es como un costal al que le abres el cordel y aparece el racista, el machista, el mandón, el tirano, el
que no puede ver gente diferente, el que se burla de las mujeres”. Ese es
el peruano, con todos sus prejuicios y miserias. Tengo
la ilusión de suponer que los artistas están a salvo. No hay estética sin ética. Mientras pintamos, esculpimos o
escribimos, algo de nosotros se está corrigiendo. Lo que tengo es indignación,
porque Toledo ha defraudado su propia
imagen, en la que todos creían.
—Alguna vez le dijo a Toledo que no hiciera cojudeces. ¿Al
parecer no le hizo caso?
Así es, y no voy a negar mi amistad, pero cuando me dicen ahora:
“Ya muy tarde, señor Delfín, ¿cómo no se dio
cuenta, señor Delfín?”, yo digo que no soy psicólogo. Toledo es un gran actor, he visto muy de cerca cómo se transforma.
Cuando está sin pose es un hombre sencillo, pero cuando se le da por ser el
líder cambia totalmente, engola la voz, toma una actitud de que no cree en nada
sino en él y en su palabra; eso es lo interesante: la transformación mental de
un individuo. Yo lo he visto. Una cosa tremenda, monstruosa. Cuando pasaba
junto a mí para dar un discurso me podía empujar incluso, pero yo lo tomaba
como un acto de energía para enfrentarse al gran enemigo que es el público, a
esas miles de personas que vibraban. Cuando las luces se apagaban era otro, era otro… Ahí era seguramente
cuando recurría al trago.
—Su carta ha sido dura. ¿Es el fin del idealismo, del compromiso
político del artista?
No, en absoluto. El idealismo, el
amor a la tierra, eso no lo quita nadie.
Solo los delincuentes y los aventureros no tienen patria, pero el resto, toda
esa gente que vive en Sechura, en Paita, aman su pedacito de tierra, se mueren pobres ahí, pero es el amor. César
Miró lo dice muy bien en su canción: el amor a la tierra es fuerte. Pero esos
son los patriotas. Ahora, como repite Yerovi: todo
se ha perdido, menos el honor. Y lo digo en la carta a Toledo: nosotros los
que venimos de un origen humilde nos hemos hecho un espacio para que nuestros
padres se sientan orgullosos, para que nuestros hijos y nuestros amigos se
sientan orgullosos y, carajo, eso es lo que tenemos que hacer hasta la muerte.
—Ha dicho usted que no le teme a la
muerte.
¿Pero qué es la muerte? Ya a la
edad que tengo, cuando cierro los ojos veo
paisajes… de repente así es la muerte.
—¿Cómo estar tan bien a los 90?
La gran receta es la actividad
creativa. Cuando coges una tela o un papel para escribir un poema, entras a otro mundo, al mundo de tu infancia,
de las cosas buenas, de la belleza, del recuerdo, es una especie de gran
desenchufada del universo real. Cuando pintas, estás gozando y estás creando, y
hay una puerta que te está dictando buenos pensamientos. Esa es la salud.
—¿Cuál recuerda como el momento más vibrante de su infancia en
Lobitos?
El momento más vibrante de mis días era cuando mi padre Ruperto,
que era obrero y era un hombre gordo, alto, un cholón fuerte con una cabezota,
regresaba del trabajo a almorzar, sudoroso, porque era un trabajo heroico de
fierro y fragua, y me ponía su sombrero que me bailaba en la cabeza. Recuerdo
el olor de ese sombrero hasta ahora. Ese perfume del sudor de mi padre era un
estímulo maravilloso, aún lo siento. Cuando mi
madre le preguntaba si le había gustado el almuerzo, su elogio era decirle que
más rico ni en el Waldorf Astoria. ¡No había llegado ni a Lima y hablaba como
si estuviera en Nueva York! Imagínate, un obrero con una fantasía así, ¿cómo no
lo vas a adorar?
—¿Qué empañaba esa infancia idílica?
Siempre hay una hilacha, la naturaleza es cruel y terrible. Un
hermano mío nació sordomudo y me dediqué a protegerlo. La gente no tenía
consideración y le decía 'el mudo', con desprecio. Y, ahora me explico, felizmente tuve la suerte de tener un hermano
mudo, porque gracias a eso tengo una predisposición para los pobres y los
humildes.
—¿Son los 90 años una edad gloriosa o terrible?
Creo que soy un hombre privilegiado por llegar a los 90 años con
una salud como la mía, con un hijo de 2 años. Pero en realidad el poder es interior, es el que todos tenemos
dentro, no te lo da la fama ni el dinero, está dentro, tú lo manejas, te empoderas tú mismo
para soportar el hambre, la necesidad, las enfermedades, las grandes
decepciones; tú sabes que eso es pasajero,
accidental. Cuando sabes que eres único,
intransferible, incopiable, tienes una fuerza increíble. La mayoría de la
gente no se da cuenta de eso, imitan las poses de otros, pintan igual que
otros, pintan como Picasso porque está de moda, o como Jackson Pollock, y
pierden su tiempo.
—Dice que no le teme a la muerte, ¿pero qué teme de la
vejez?
Lo único que no me gustaría es
convertirme en un vegetal, aunque eso es triste para los demás, porque ya
uno ni siente, y si siente ya es muy poco. Entonces, como decía un amigo: hasta
aquí vamos muy bien; más allá, ya veremos.
Lima, LUNES 13 DE FEBRERO DEL 2017
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