10-02-2017
La imaginación al poder. Pintada durante el Mayo francés,
1968
“Hasta ahora los filósofos se han limitado a
interpretar el mundo de distintas maneras; de lo que se trata es de
transformarlo” ,
sentenciaba terminante el joven Marx en la tesis XI sobre Ludwig Feuerbach, en
1845. Para muchos esa fue la declaración de muerte de la filosofía clásica. De
todos modos, siguió habiendo filosofía.
Para muchos, la obra del alemán Martin Heidegger
fue la última expresión de un gran sistema filosófico, tal como existieron por
más de dos milenios en la tradición occidental, desde los griegos clásicos
hasta el idealismo alemán. Pero desaparecido Heidegger, el gran filósofo del
siglo XX, siguió habiendo filosofía.
¿Pero acaso es inmortal la filosofía? En todo caso,
sin decidir la respuesta aún, preguntémonos qué significa “filosofar”: ¿para qué
se hace filosofía? ¿Es eso posible hoy día?
La respuesta a la pregunta planteada dependerá de
quién la formule. Para nosotros, la gran mayoría, o quizá la totalidad de los
lectores de este breve texto –si es que los tiene; quizá muchos se aburran y no
lleguen al final–, seguramente occidentales, son inevitables ciertas
representaciones, en algún caso ya estereotipadas, cuando hablamos del tema. Filosofía:
saber por el saber mismo, reflexión profunda, meditación serena. E
inmediatamente se nos podrá figurar la estatua de Auguste Rodin: “El pensador”,
o el fabuloso fresco “La escuela de Atenas”, de Rafael Sanzio, con las
distintas vacas sagradas del pensamiento griego clásico, aunque muy
probablemente no evocaremos los tlamatinime, los sabios o filósofos
aztecas. Ni tampoco pensaremos, por ejemplo, en los filósofos musulmanes de la
escuela de Bagdad, surgidos hacia el año 800, uno de los momentos más fecundos
del pensamiento universal, fundamento del posterior desarrollo científico de
Occidente, doctos en la filosofía y en numerosas artes aplicadas como las
matemáticas (ahí se inventaron los actuales números arábigos, difundidos luego
universalmente), la arquitectura, la astronomía.
Quizá pensemos en los míticos sabios orientales,
muy poco conocidos –eurocentrismo mediante– en nuestra civilización occidental,
pero más como una invocación espiritual-religiosa que como filósofos, al menos
tal como se entienden en nuestros lares. Seguramente no haremos mención de las
cosmogonías precolombinas de América (maya e inca), riquísimas
sistematizaciones de un rigor filosófico indudable, pero desconocidas en la
academia de raíz europea. Y quizá, entre los filósofos, no se ponga a Marx,
considerado más bien un revolucionario, un anti-filósofo. ¿Pero no es acaso
revolucionaria la filosofía misma? Aunque en nuestro mundo científico-técnico
actual, dominado por la ideología de la eficiencia y el lucro como bienes
supremos, de acuerdo a esos estereotipos que nos inundan, filosofía también puede
identificarse con inservibilidad. ¿Para qué filosofar si con eso no se come?
¡Las humanidades han muerto!, podría proclamarse –quizá al menos en la línea
que llevó a anunciar que las ideologías estaban muertas, cuando cayó el muro de
Berlín y se autodesintegró el bloque soviético–. Lo “importante”, según la
ideología actualmente dominante, es lo práctico, lo rápido y efectivo, el
manual, el tip. Y de ahí a la cultura de la imagen facilista (“El rincón
del vago” o “Buenas tareas” mediante), un paso. La lectura parece una especie
en extinción.
¿Es cierto entonces que la filosofía, como
reflexión sobre lo universal, está muerta? Quien diga eso, quizá leyó demasiado
literalmente a González Tuñón: “Con la filosofía poco se goza”,
seguramente sin entender nada de la metáfora en juego. ¿Con qué se goza
entonces: con los nuevos espejitos de colores con que nos inunda el actual
sistema económico? ¿Con los teléfonos celulares de última generación? ¿Con los spa
cinco estrellas? ¿Con las nuevas muñecas inflables de silicona que parecen
humanas? Preguntarse por el goce, eso mismo, ¿no es filosofar? ¿O mejor no
preguntarse nada y seguir consumiendo lo que se nos ofrece/impone?
Con la filosofía se goza, y mucho. El preguntar, la
sed de saber, la búsqueda de lo desconocido ha sido y sigue siendo la llama que
enciende lo humano, desde el interrogante que posibilitó labrar la primera
piedra hace dos millones y medio de años atrás a nuestros ancestros apenas
descendidos de los árboles hasta el día de hoy, en que nos seguimos preguntando
cosas, seguramente las mismas de aquellos remotos antepasados.
¿No es necesario que una actitud de pensamiento
crítico, de indagación filosófica, de apasionada búsqueda de la verdad por la
verdad misma –todo eso que queda eliminado con los manuales y los tips a
la moda– eche un poco de luz sobre tanta sombra? ¿Por qué decretar el no
pensar? (como si ello fuera posible acaso). Aunque se intente manipular hasta
niveles inconcebibles el pensamiento (para eso están los medios masivos de comunicación,
el llamado neuromarketing, los telepredicadores, seguimos haciéndonos
preguntas. ¿O acaso alguien puede pensar que la “tecnología de avanzada” lo
resolverá todo? ¿Por qué se sigue apostando por los “espejitos de colores”? La
inteligencia artificial o las neurociencias son fabulosas… ¡pero no terminan
con los problemas ancestrales del ser humano! (el hambre, la pobreza, la
ignorancia). O más aún: aún con las más refinadas tecnologías de manipulación
de la llamada “ingeniería humana”, ¿se podrá terminar con la angustia, con el
loco afán de poder, con la envidia y la codicia?
Todo esto lleva a algunas consideraciones más de
fondo. Saber por el saber mismo siempre ha sido una práctica usual en cualquier
cultura, desde el neolítico en adelante, y nada indica que eso, mientras
sigamos siendo seres humanos y no autómatas, vaya a cambiar (aunque cualquier
dictadura lo intente, incluida la actual dictadura del mercado, disfrazada de
democracia y sutilmente manejada con tecnologías de punta, mercadotecnia y
psicología del consumidor). El impulso por saber es lo que pone en marcha todo
proceso humano: saber, preguntar, descubrir, investigar, he ahí el motor de la
humanización, lo que hace del infante un adulto. He ahí lo que hizo del mono
esta obra tan peculiar que es el ser humano. Preguntar, reflexionar, ordenar el
caos de la vida para entenderla y poder manejarse mejor: esa es la necesidad
que lleva a esta actitud tan humana que sigue siendo sorprenderse ante el mundo
y buscarle un sentido (aunque la tendencia actual nos orille a pensar que los
manuales ad hoc nos dan la respuesta adecuada para todo, para ser feliz,
para tener amigos o para conquistar el espacio sideral, siguiendo los pasos
indicados y no preguntando más allá).
Filosofar en tanto preguntar sin anestesia, sin
concesiones: he ahí lo que, en un esfuerzo extremo, lleva a Marx a formular su
llamado a transformar el mundo superando la contemplación pasiva, pero no para
negar el hecho de preguntar, la sed de saber, sino para profundizar todo ello más
aún (radical “crítica implacable de todo lo existente”, reclamaba
estricto). Si prefirió no llamar a eso “filosofía” fue por la carga negativa
que encontró en mucha de ella, filosofía barata y complaciente que no sirve
para la transformación requerida. A tal punto ello, que se permitió titular una
de sus obras como “Miseria de la filosofía”.
Con distintos nombres, esa sed por saber dónde
estamos parados en el mundo, saber de dónde venimos y hacia dónde vamos, esa
pulsión irresistible por conocer acerca de nuestros límites, recorre toda la
historia de la civilización, llámese filosofía, sabiduría, pensamiento crítico,
reflexión o como se quiera.
¿Se puede eliminar la filosofía? ¿Morirá el
pensamiento crítico?
Pretender eliminar el deseo de saber es ingenuo. ¡E
imposible!, obviamente. Pero se puede hacer que ese ánimo interrogativo, esa
sed de verdad, juegue para la conveniencia de ciertos poderes. La filosofía
puede ser –y de hecho lo ha sido en numerosas ocasiones– revolucionaria, así
como puede ser también una buena aliada disciplinada de los poderes de turno. Ancilla
theologiae, esclava de la teología, la llamaban en tal caso los
escolásticos medievales de Europa. Ancilla scientae, esclava de las
ciencias, pasó a ser con el mundo moderno dominado por los nuevos industriales,
donde comenzó a entronizarse el nuevo dios: la tecnología. De lo que se trata
es que no sea esclava de nadie, que se constituya en el “tábano socrático”
instigador que fuerza a seguir cuestionando siempre. La filosofía, si sirve
para algo, es porque es irreverente, provocativa. Ahí está el mayor de los
goces. “Seamos realistas: pidamos lo imposible”, decían los muros del
Mayo francés de 1968.
En el espíritu general de la época lo que marca el
rumbo, la nueva deidad ante la que nos prosternamos, es la tecnocracia. Ella se
ha enseñoreado y campea victoriosa. Tenemos entonces un pensamiento
parcializado, sin interés por la universalidad, bastante miope, ciegamente
confiado en el saber del especialista (aquél que sabe casi todo sobre casi
nada). Eso es lo que puede llevar a pensar que la sed de preguntar puede
colmarse con respuestas técnicas parciales, fragmentarias. La cultura del “no
piense” (no piense en términos de integralidad, de visión universal y orgánica
de las cosas) se ha impuesto con mucha fuerza. “No hay alternativa”,
pudo decir feliz la dama de hierro, la británica Margaret Tatcher, para
referirse a estos tiempos de pensamiento único. “¡No piense, siga las
instrucciones, mire la pantalla y sea un triunfador en esta vida!” (si
puede, claro...); eso pasó a ser la consigna dominante. Y la pregunta
filosófica se ha trocado en... ¡libros de autoayuda! (el renglón de la
industria editorial más poderoso en estos últimos años). ¿En eso devino la
filosofía: esclava de qué? ¿Quién tuvo la torpeza de creer que el pensamiento
fragmentario de hiper super mega especialistas con post doctorados daría la
razón del mundo, la luz necesaria en tiempos de tinieblas?
La filosofía como orientadora, como grito de
guerra, como actitud crítica ante la vida, la filosofía como búsqueda
incondicionada de la verdad (recordemos que Sócrates, pudiendo salvarse
desdiciéndose de lo dicho, optó por la cicuta antes que avalar el conformismo,
la mentira, la superficialidad), la filosofía en ese sentido, como pregunta
crítica, no ha muerto ni puede morir. Si bien es cierto que el sistema
capitalista desarrollado ha llevado a un modelo social que puede manipular todo
con creciente capacidad (ahí se inscriben los saberes técnicos, sin duda
efectivos, los diversos manuales de mercadotecnia y los libros de autoayuda,
entre otras cosas), la pregunta rebelde sigue estando siempre en pie. Y eso es
lo que debemos alentar: la sana y productiva rebeldía. En otros términos: la
actitud socrática, para decirlo según nuestras raíces occidentales.
Sin filosofía, como dijo el filósofo Enrique
Dussel, “se formarían profesionales aptos para “apretar botones” de máquinas
que no podrían desmontar ni inventar para que fueran las adecuadas para una
sociedad más equitativa. Serían autómatas al servicio del mejor postor sin
ninguna conciencia crítica, ni creadora ni ética”. Lo que se sigue
necesitando es esa actitud de sana rebeldía, de actitud crítica, de
irreverencia con los poderes y las “buenas costumbres”. ¿Qué otra cosa, si no,
es la filosofía? Filosofemos para transformar esta agobiante realidad que nos
ata, injusta, violenta, hipócritamente moralista. No le tengamos miedo a la
palabra: “filosofar” no significa sólo contemplación improductiva. Filosofemos
a martillazos, como quería Nietzsche, filosofemos para perder el miedo. En
relación a esta maravillosa aventura de pensar, de ser rebeldes en las ideas,
nuestro peor enemigo, por cierto, no es externo, no es el sistema capitalista
ni el imperialismo, no es la burocracia o la mediocridad, ni la falta de
presupuesto o la posibilidad de caer en manos del torturador; nuestro principal
enemigo es el miedo que llevamos dentro, el miedo a desembarazarnos de los
prejuicios.
“Las religiones no son más que un conjunto de
supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes” , pudo decir con la mayor
valentía un pensador como Giordano Bruno en el seno mismo de la institución
religiosa, a la sazón unos de los principales poderes del mundo cuando él lo
formuló, siendo él mismo un religioso. Era, en definitiva, un filósofo. Y
aunque eso le valió la condena a la hoguera, su enseñanza, su actitud, su
búsqueda apasionada por la verdad es lo que nos debe quedar como síntesis de lo
que significa la filosofía, la sana irreverencia, la rebeldía como actitud
constructiva, crítica, propositiva, en definitiva. Eso fue lo que le permitió
decir en la cara a sus jueces: “tembláis más vosotros al anunciar esta
sentencia que yo al recibirla”. La historia se escribe con actitudes como
la de Giordano Bruno. ¡Eso es la filosofía!, aunque algún pusilánime pueda
decir que lo que el mundo necesita son “técnicos eficientes y que no se metan
en política, bien portados y con el pelo corto” (y si son mujeres: ¿que lleguen
virgen al matrimonio?).
De eso se trata entonces: aunque se la quiera
maniatar, amansar, presentar en formato “light” –tan a la moda hoy día, en que
todo es light–, la filosofía, la pasión por la pregunta que da cuenta
del sistema, que explica lo universal, la interrogación por el sentido general
de las cosas, por uno mismo, por nuestros límites, sigue siendo tal vez la
mayor aventura humana. “En momentos de crisis –dijo un gran pensador
como Einstein– sólo la imaginación es más importante que el conocimiento”.
Sin pregunta crítica seguiríamos aún en las cavernas (en sentido literal y en
el sentido del mito platónico de “La República”). Aunque estemos inundados de
libros de autoayuda, no todo está perdido, pues como dijera un gran pensador
italiano, que se salvó de la hoguera de la Inquisición por hacer como que no
pensaba (pero que pensaba, y mucho), Galileo Galilei: eppur si muove.
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