Alfredo Apilánez
15 abril, 2017
“Hay que preguntarse si la economía pura es una
ciencia o si es “alguna otra cosa”, aunque trabaje con un método que, en cuanto
método, tiene su rigor científico. La teología muestra que existen actividades
de este género. También la teología parte de una serie de hipótesis y luego
construye sobre ellas todo un macizo edificio doctrinal sólidamente coherente y
rigurosamente deducido. Pero, ¿es con eso la teología una ciencia?”
Antonio Gramsci
“Sería una gran tragedia detener los engranajes del
progreso sólo por la incapacidad de ayudar a las víctimas de ese progreso”
Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal
(1987-2006)
No existe tema que concite actualmente debates más
vehementes sobre cuestiones económicas que el de las causas y posibles medidas
correctoras de las crecientes desigualdades de renta y de riqueza agudizadas en
estos tiempos de crisis y de recrudecimiento del embate neoliberal. En los
últimos cuarenta años el peso de los salarios en la renta nacional ha sufrido
un significativo descenso en paralelo a la extraordinaria acumulación de
riqueza en el fastigio de la pirámide social (la moda de referirse al abismo
entre el 1 y el 99% remite a esta extrema divergencia entre la cúspide y la
base). El éxito reciente del texto de Piketty
(“El capital en el siglo XXI”) demuestra la enorme preocupación que la
erosión acelerada de los colchones amortiguadores del Welfare State perpetrada
por la apisonadora neoliberal suscita en las capas sociales ilustradas
nostálgicas del capitalismo con “rostro humano”. El arco de opiniones
“respetables” abarca desde las posturas- llamémoslas “redistribuidoras”- de los
restos de la socialdemocracia que ejemplifica Piketty (defensor de
medidas correctoras como un impuesto global sobre la riqueza que contrarreste
las tendencias hacia una forma de capitalismo “patrimonial” marcado por lo que
califica como desigualdades de riqueza y renta “aterradoras”) hasta el
despiadado neoliberalismo privatizador y desregulador de los cachorros de Friedman
y Hayek. Los “redistribuidores” ponen el foco asimismo en la necesidad de
poner coto (la Tasa Tobin y la lucha contra los paraísos fiscales serían
ejemplos paradigmáticos) a la colosal extracción de rentas por parte del
capital financiero y de los monopolios energéticos que agostan con su voracidad
parasitaria las virtudes de las sanas actividades productivas que –en
caso contrario- derramarían sus dones sobre el tejido social. La contraposición
entre rentismo financiarizado depredador versus capitalismo temperado creador
de riqueza y empleo domina el discurso regenerador (la obra –en otros aspectos
interesantísima- de Steve Keen o Michael Hudson ilustra bien esta posición) de la izquierda
reformista. El Estado debe, por tanto, mediante regulaciones financieras
estrictas y medidas fiscales deficitarias de incremento del gasto y la
inversión públicos, posibilitar el reequilibrio de las fuerzas desatadas del
capitalismo neoliberal (detener el “austericidio”) orientándolas hacia cauces
que reviertan los rasgos patológicos en pos de un capitalismo bonancible
(recuperar la soberanía monetaria, controlar el casino financiero, cambio de
modelo energético, etc.).
Tales planteamientos, hegemónicos en la “nueva
izquierda” institucional y en extensos ámbitos de los movimientos sociales,
están atrapados en un falso dilema y eluden afrontar el núcleo del problema que
aparentemente desean mitigar. Dicho de una forma un poco brutal: “su impotencia
deriva de su mojigatería”. El acento puesto en la corrección de las iniquidades
(“vivimos en un mundo donde el patrimonio neto de Bill Gates supera el PIB de
Haití durante 30 años”) o en la utópica reforma financiera que embride la
“fiera rentista” evita enfrentarse con las causas estructurales que las
provocan. El brutal crecimiento de la fractura social que reflejan los
terribles niveles de desigualdad y la hegemonía de la “máquina de succión”
financiera son en realidad síntomas (epifenómenos) de un proceso más
profundo: el agotamiento de la base de rentabilidad del capitalismo fordista de
los “treinta gloriosos” y de su función social legitimadora (combinando
el “american way of life” de la sociedad de consumo con sistemas de protección
social a la europea).
Poner el acento en las políticas paliativas y en el
control de las finanzas desaforadas (como si fuera posible un sistema
posneoliberal, con una distribución del ingreso más equitativa y un sector
financiero “domesticado”, al servicio de las actividades productivas, dentro
del marco capitalista), ejes neurálgicos de los discursos moderados de los
fustigadores de los excesos de la Bestia, omite el análisis –nunca más
imperioso que en la actualidad- del funcionamiento de la “sala de máquinas”. Y,
a su pesar, el discurso regenerador cae en la sutil trampa tendida por la
economía ortodoxa que -con la pretensión de cientificidad que se arroga- trata
los problemas distributivos como independientes de las instituciones de
propiedad y de las relaciones sociales de producción. Se constituye así un
campo de juego “neutral” que logra colar la ilusión de que el control del
Estado -como pretendido agente reequilibrador- con el timonel adecuado
será capaz de voltear las relaciones de poder social a favor de las clases
subalternas. Al no explicar los mecanismos reales –y su evolución histórica- a
través de los cuales la acumulación de capital esquilma sus fuentes nutricias
queda en la penumbra el auténtico nudo gordiano que causa los síntomas que se
pretenden combatir: la creciente dificultad de exprimir el jugo del trabajo
humano que lo alimenta como sustrato de la violencia creciente –de la cual la
impúdica desigualdad y la financiarización rentista son las manifestaciones más
visibles- que el orden vigente ejerce sobre el ser humano y su medio natural.
Una prueba indirecta de esa centralidad de los
procesos de extracción de riqueza social que se desarrollan en la “sala de
máquinas” del capitalismo sería la ocultación sistemática de los mecanismos
reales del funcionamiento del reino de la mercancía llevada a cabo por la
disciplina que tendría como finalidad primordial desvelarlos. La economía
vulgar se contenta, en las fieramente sarcásticas palabras de Marx, con
“sistematizar, pedantizar y proclamar como verdades eternas las ideas banales y
engreídas que los agentes del régimen burgués de producción se forman acerca de
su mundo, como el mejor de los mundos posibles”.
Los ejes sobre los que gira la agudización de la
lucha por el producto social (la creciente explotación del trabajo y la
exacerbación del imperialismo; la expropiación financiera a través del
monopolio de los medios de pago y del imperio de la deuda en manos de la banca
privada y la destrucción de los mecanismos redistributivos que el Estado
“benefactor” implementó para amortiguar los acerados efectos de los desbridados
“mercados libres”) están cuidadosamente ocultos bajo un marco conceptual
permeado por la ideología dominante. Su principio axial, como decimos, es la
consideración de las leyes que determinan la distribución del ingreso y del
excedente social (que eran el objeto fundamental de la economía política para
los clásicos: “la ciencia que se ocupa de la distribución del ingreso entre las
clases sociales”, en la definición de David Ricardo) como totalmente
independientes de las instituciones de propiedad y de las relaciones sociales
de producción. Todos los datos relevantes (precios, salarios, beneficios y
rentas) del reparto de la “tarta” se obtienen de los maravillosos modelos
matemáticos construidos por los apóstoles de la teología económica a mayor
gloria de la libertad de mercado y de la soberanía del consumidor. Así pues, a
su pesar, los reformistas de nuevo cuño, al priorizar únicamente el eje
redistribuidor-paliativo coinciden involuntariamente con uno de los axiomas
basales de la teoría ortodoxa: la exclusión de la redistribución de la renta,
de las condiciones de producción y de las relaciones de propiedad del campo de
la “ciencia” económica para dejarlos en manos de los bienintencionados
legisladores y gestores de las políticas públicas (encargados de corregir
externalidades y demás impurezas residuales generadas por el cuasi perfecto
funcionamiento autónomo de las fuerzas del mercado libre y la iniciativa
individual).
La crítica de las “verdades eternas” (“las verdades
económicas son tan ciertas como la geometría” pontificaba solemnemente Alfred
Marshall) proclamadas acerca del reino del capital por su discurso legitimador
debería contribuir a descorrer el velo que camufla cuidadosamente el engranaje
interno del régimen de producción de mercancías cuyos dos ejes claves son la
agudización de la explotación del trabajo y de la expropiación financiera
rentista que propulsa la financiación de colosales burbujas de bienes raíces
por parte de la banca privada. Así pues, al contrario de la opinión de Paul
Sweezy (que en su texto clásico ‘Teoría del desarrollo capitalista’ justificaba centrarse
únicamente en la exposición constructiva del análisis marxista en lugar de
dedicar ímprobos esfuerzos a la “ingrata tarea” de una crítica del discurso del
capital), desvelar –por debajo de su falso ropaje formal-matemático- la
condición profundamente ideológica de la teología económica debería servir, no
sólo para revelar sus flagrantes inconsistencias al servicio de los intereses
de clase, sino sobre todo para evitar que la pusilanimidad y la falta de rigor
de una visión superficial de la realidad y de las fuerzas sociales en pugna
aumenten la sensación de impotencia que amplias capas populares sienten ante la
aparente imposibilidad de lograr cotas reales de cambio social.
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