10/05/2017
| El Viejo Topo
[Esta entrevista apareció en El Viejo Topo en otoño
de 1978, y está incluida en la antología de escritos de Carr, De Napoleón a
Stalin y otros estudios de historia contemporánea (Crítica, Barcelona, 1983).
Se puede considerar como la más completa de las que le hicieron a E.H. Carr,
hasta el momento el mayor historiador que haya existido sobre la Rusia
soviética. El lector interesado, encontrará un estudio mío en Kaosenlared
y en L´Espai Marx, sobre Carr (“E.H. Carr: del conservadurismo al marxismo”),
en el que encontrará los datos que justifican la afirmación de arriba según la
cual Carr es “hasta el momento el mayor historiador que haya existido sobre la
Rusia Soviética”, lo que no quiere decir que, en determinados aspectos,
investigadores más recientes, y con todas las posibilidades que implican la
misma existencia de un trabajo como el suyo, y por supuesto, la apertura de
archivos que permanecían sellados en su tiempo, le hayan superado en tal o cual
aspecto. Sin embargo, dudo de que estas superaciones parciales puedan
cuestionar el valor de conjunto de una obra tan vasta, un empeño de los que
ocupan casi una vida.
Lo más singular de E.H. Carr es que comenzó siendo
un demócrata conservador perfectamente a tono con lo que se esperaba de un
profesional con tanta capacidad, tantos títulos y tan bien situado, y que como
tal comenzó a escribir sobre la historia del socialismo, una materia que en su
tiempo ya era frecuente en otros profesionales al servicio del orden, y de las
universidades que suministraban munición cultural para la “guerra fría”. De
esta época data su primera controversia con Isaac Deustcher, y de la que
surgió, primero una creciente afinidad, y más tarde una identificación tan
estrecha que se concreto incluso con el trabajo conjunto con Tamara Deustcher,
viuda desde 1967, y también investigadora.
En contra de las posiciones estrechas, la
entrevista con Carr nos muestra a un investigador que tiene –por supuesto- sus
ideas propias, y que las expresa con vehemencia pero también de manera
especialmente cuidadosa. No en vano, tanto Deustcher como Carr se erigieron
como la expresión más avanzada de los estudios marxistas (de los que hubo ramas
en casi todos los países) sobre una historia tan reciente, tan palpitante y tan
controvertida como la de la Rusia soviética cuyos rupturas y continuidades
quedaran minuciosamente enmarcadas en una obra que los estudiosos de la
izquierda no pueden todavía prescindir, ni mucho menos. Carr es siempre citado
en toda clase de estudios.
Copiosamente publicado en castellano desde los años
sesenta hasta principios de los ochenta, la obra de Carr cayó en el ostracismo
con la ola fría de neoconservadurismo histórico que puso su nombre en busca y
captura, como el de ingenuo liberal, un nuevo “compañero de ruta”, que no se
había enterado del carácter “intrínsicamente perverso del comunismo al decir
papal, y de los profesionales como François Furet (por no hablar de la “colla”
hispana con sus Antonio Elorza, Santos Julià, Fusi, Culla, etcétera), cuyas
biografías eran justamente al revés que la de Carr. Ellos empezaron como
jóvenes más o menos radicales y acabaron trabajando para las grandes cadenas de
la “información”… Pepe Gutiérrez-Álvarez]
Acaba usted de concluir la Historia de la Rusia
soviética, obra que, con sus catorce volúmenes, cubre el período comprendido
entre los años 1917 y 1929, y abarca todos los campos de estudio de las
primeras experiencias de la URSS. Desde una visión retrospectiva amplia, ¿cómo
interpreta el significado que, hoy en día, tiene la Revolución de Octubre para
Rusia y para el resto del mundo?
Empecemos por el significado que tiene para la
propia Rusia. No hará falta hacer hincapié en las consecuencias negativas de la
Revolución. Durante varios años, y especialmente en estos últimos meses, han
sido el tema obsesivo en los libros que se han publicado, en los periódicos, en
la radio y en la televisión. No hay peligro de que se corra un tupido velo
sobre los diversos aspectos negros del historial de la Revolución, sus costos
en sufrimientos humanos o os crímenes cometidos en su nombre. El peligro
estriba, más bien, en que sucumbamos a la tentación de olvidar por completo, o
de silenciar sus inmensos logros. Y estoy pensando en la determinación, la
dedicación, la organización, las ingentes dosis de ardua labor que, a lo largo
de estos últimos sesenta años, han transformado Rusia y la han convertido en
una de las principales naciones industrializadas y en una de las
superpotencias. ¿Quién hubiese podido predecir algo semejante en 1917?. Pero,
aún más que esto, estoy pensando en las transformaciones que se han producido,
con posterioridad a 1917, en la existencia del pueblo llano: la transformación
de Rusia, de ser un país en el que más del 80 por 100 de su población eran
campesinos analfabetos o semianalfabetos, en un país de cuya población el 60
por 100 reside en núcleos urbanos, que está totalmente, y que está adquiriendo
a marchas forzadas los elementos de la cultura urbana. La mayoría de los
miembros de esta nueva sociedad son nietos de campesinos; algunos incluso son
biznietos de siervos. Es imposible que no tengan en mente lo que la Revolución
ha hecho por ellos, y todo esto ha sido posible gracias al rechazo de los
criterios fundamentales de la producción capitalista —beneficios y leyes de
mercado— y su substitución por un plan económico global orientado a la
promoción del bienestar común. Al margen de las promesas que hayan quedado sin
cumplir, lo que se ha hecho en la URSS durante los últimos sesenta años, a
pesar de las tremendas interrupciones provocadas desde el exterior, constituye
un progreso extraordinario en el camino de la realización del programa
económico del socialismo. Ni que decir tiene que soy plenamente consciente de
que cualquiera que hable de los logros de la Revolución será inmediatamente
tildado de estalinista. Pero yo no estoy dispuesto a aceptar esta especie de
chantaje moral. Después de todo, cualquier historiador inglés puede cantar
alabanzas a los logros obtenidos durante el reinado de Enrique VIII sin que,
por ello, se le suponga favorable a la decapitación de esposas.
Su Historia cubre el período en el que Stalin
estableció su poder autocrático en el seno del partido bolchevique, derrotando
y eliminando a las sucesivas oposiciones, y echando los cimientos de lo que
posteriormente se denominaría estalinismo, como sistema político. En su
opinión, ¿hasta qué punto su victoria en el seno del PCUS era inevitable?
¿Cuáles eran los márgenes de maniobrabilidad, durante los años veinte?
Tengo tendencia a evitar las cuestiones de
inevitabilidad en historia, porque conducen a un callejón sin salida. Al
plantearse un porqué, el historiador se pregunta porqué, de entre todas las
posibilidades existentes en un momento dado, se seleccionó una concreta. Si
hubiesen confluido distintos antecedentes, los resultados hubiesen sido
distintos. No tengo demasiada confianza en lo que se ha dado en llamar
"historia contrafactual". Esto me recuerda un proverbio ruso que Alec
Nove gusta de citar: «Si la abuela tuviese barba, la abuela sería el abuelo».
Tratar de recomponer el pasado para adaptarlo a las predilecciones personales y
al punto de vista de cada cual es una actividad muy relajante. Pero no creo que
sea verdaderamente útil.
Sin embargo, sí insiste en que haga especulaciones,
entonces le diré lo siguiente. Si Lenin hubiese vivido, en plenitud de sus
facultades, durante los años veinte y treinta, habría tenido que hacer frente
exactamente a los mismos problemas. Él sabía perfectamente bien que la
mecanización a gran escala de la agricultura era la primera condición para que
hubiese progreso económico. Dudo de que hubiese estado de acuerdo con la
«industrialización a paso de caracol» propuesta por Bujarin, y no creo que
hubiese hecho demasiadas concesiones al mercado (acuérdese de su insistencia en
mantener el monopolio del comercio exterior). Sabía perfectamente que, sin un
control y una dirección eficaz del trabajo, no se llegaría a ninguna parte
(recuerde sus observaciones acerca de la «dirección en manos de un solo hombre»
en la industria, e incluso acerca del «taylorismo»). Pero Lenin no se basaba
únicamente en una tradición humanista, sino que gozaba, además, de un
prestigio enorme, de una gran autoridad moral y de poderes de persuasión; y
estas cualidades de las que no estaba dotado ninguno de los restantes
dirigentes, lo hubieran incitado y capacitado a minimizar y mitigar el elemento
de coacción. Stalin carecía absolutamente de autoridad moral (posteriormente,
trató de forjársela de la manera más cruda). Tan sólo entendía de coerción, que
practicó de buen principio abierta y brutalmente. Con Lenin, las cosas no
hubiesen sido más sencillas, pero hubiesen sido completamente distintas. Lenin
no hubiese tolerado la falsificación de datos, actividad a la que Stalin se
dedicó de modo permanente. De producirse fallos en la política o en la praxis
del partido, los hubiese reconocido y admitido como tales. No hubiese
considerado -como Stalin hizo- brillantes victorias lo que no eran sino
expedientes desesperados. Con Lenin, la URSS no se hubiese convertido en lo que
Ciliga denominara «la tierra de la gran mentira». Estas son mis especulaciones.
Si bien carecen de valor, por lo menos manifiestan, en parte, mis creencias y
mis opiniones.
Su Historia concluye en el umbral de los años
treinta, con la puesta en marcha del primer plan quinquenal. La colectivización
y las purgas quedan para fecha más posterior. En el prefacio del primer
volumen, usted escribía que las fuentes soviéticas para el período de los años
treinta eran tan escasas que le resultaba imposible proseguir con ellas la
investigación en el mismo plano. ¿En la actualidad, la situación es la misma,
o se han publicado últimamente más documentos referentes a áreas selectas? ¿Le
impide esa pobreza de archivos llevar sus investigaciones más allá de 1929?
Mucho es lo que se ha publicado, desde que yo
escribí el prefacio en 1950, pero aún quedan zonas oscuras. R. W. Davies,
quien colaboró conmigo en el último volumen económico, trabaja actualmente en
la historia económica de los años treinta, y estoy seguro de que los resultados
serán convincentes. Últimamente me he interesado por las relaciones exteriores
de este período y el proceso de constitución del frente popular; tampoco en
este caso me he encontrado con escasez de materiales. Pero la historia
política, en un sentido estricto, es, más o menos, un libro cerrado.
Evidentemente, tuvieron lugar grandes controversias. Pero, ¿entre quiénes?
¿quiénes vencieron? ¿quiénes perdieron? ¿qué compromiso hubo? No se dispone de
documentación que sea equiparable a la de los debates relativamente libres que
tenían lugar en los congresos del partido durante los años veinte, o las
plataformas de oposiciones. Una espesa niebla envuelve todavía episodios tales
como el asesinato de Kirov, la purga de los generales o los contactos secretos
entre los enviados soviéticos y los alemanes, que, en opinión de muchos,
tuvieron lugar a fines de los años treinta. Más allá de 1929 ya no hubiese
podido seguir escribiendo la Historia con la misma confianza de que conocía la
clave de lo que había sucedido.
A menudo se presenta a los años treinta como la
línea divisoria o de ruptura, en la historia de la URSS. El grado de represión
que se liberó en el campo, con la colectivización y que sacudió la totalidad
de los propios aparatos del partido y del estado con el gran terror, según se
dice, alteró cualitativamente la naturaleza del régimen soviético. La razón de
las purgas y de los campos, que no ha vuelto a reproducirse a tal escala en
ninguna otra revolución socialista, ha permanecido oscura hasta nuestros días.
¿Cuál es su opinión al respecto? ¿Considera válida la noci6n de la ruptura,
especialmente después del XVII Congreso del partido, noción que tiene gran
predicamento en la propia Unión Soviética?
En esto nos encontramos ante la famosa cuestión de
la "periodización". Un acontecimiento del orden de la Revolución de
1917 es tan dramático y tan arrollador en sus consecuencias que aparece en la
mente de cualquier historiador como uno de los momentos cardinales de la
historia, el fin y el principio de un período. Sin embargo, hablando en
términos generales, es el propio historiador quien tiene que definir sus
períodos y, en el proceso de selección de materiales, decidir cuáles son los
«momentos cruciales» o las «líneas divisorias»; la elección que haga reflejará,
con frecuencia, ya no dudarlo inconscientemente, sus propios puntos de vista,
sus propias opiniones con respecto a la secuencia de los acontecimientos. Los
historiadores de la Revolución rusa, desde 1917 hasta, pongamos, 1940, tienen
que enfrentarse a un dilema. El régimen revolucionario que comenzó como una
fuerza liberadora se vio asociado, mucho antes de que concluyera ese período, a
una represión de una crueldad inimaginable. ¿Debe el historiador considerar la
totalidad del período como un proceso continuo de evolución…o de degeneración?
¿O debe dividirlo en dos períodos distintos, de liberación y de represión,
respectivamente, separados por una línea divisoria significativa? Historiadores
serios que han adoptado la primera opción (de ellos excluyo a esos tratadistas
de la guerra fría que simplemente pretenden oscurecer a Lenin con los pecados
de Stalin) pondrán de relieve que tanto Marx como Lenin (cargando las tintas en
este último) confirmaron el carácter esencialmente represivo del estado; que,
desde el mismo momento en que la República Soviética rusa se autoproclamó
estado se convirtió ineludiblemente en un instrumento de represión; y que este
elemento creció monstruosamente, pero no fue modificado esencialmente, a causa
de las presiones y vicisitudes a que se vio sometido con posterioridad. El
historiador que adopta el segundo punto de vista parece hallarse ante un caso
mucho más plausible, hasta que haya establecido la línea divisoria. ¿Hay que
situar el paso a una política de represión en masa en la época de la revuelta
de Kronstadt, en marzo de 1921, o tal vez con ocasi6n de los levantamientos
campesinos en la Rusia central, ocurridos durante el invierno precedente? ¿O
debe relacionarse con la conquista de la maquinaria del partido y del estado
por Stalin, a mediados de los años veinte, con las campañas contra Trotsky y
Zinóviev, y con la expulsión y destierro de numerosísimos opositores
significados, en 1928? ¿O con los primeros procesos públicos a gran escala, en
los que los acusados se declaraban culpables de cargos tan estrambóticos como
sabotaje y traición, en 1930 y 1931? Los campos de concentración y de trabajos
forzados ya existían mucho antes de 1930. No me siento inclinado hacia una
solución que retrase la línea divisoria hasta mediados de los años treinta.
Como dije anteriormente, la delimitación de los períodos responde a los
criterios del historiador. No puedo evitar la sensación de que esta especie de
periodización está cortada a medida para poder explicar y disculpar la enorme
ceguera de los intelectuales occidentales de izquierda ante el carácter
represivo del régimen. Pero ni aun así basta. En los mismos momentos en que se
estaban desarrollando las grandes purgas y procesos, los intelectuales de
izquierda afluían, en un número sin precedentes, a los partidos comunistas
occidentales.
Bueno, esto vuelve a llevarnos a la segunda parte
de la primera pregunta, tal y como estaba planteada en un principio: el significado
que la Revolución rusa tuvo para el mundo capitalista.
Trataré de hacer un breve resumen. En un primer
momento, la Revolución polarizó la izquierda y la derecha del mundo
capitalista. En la Europa central, la revolución se perfilaba en el horizonte.
Incluso en nuestro país se dieron situaciones extremas: los comunistas que
enarbolaron la bandera roja en Glasgow, y Churchill, que quería utilizar al
ejército británico para destruir la Revolución rusa. Un número considerable de
obreros, aunque no la mayoría, se adhirió a los partidos comunistas de
Alemania, Francia, Italia y Checoslovaquia. Pero, a mediados de los años
veinte, la euforia había remitido, especialmente entre los obreros organizados.
La Internacional Roja de los Sindicatos no logró socavar la autoridad de la
Internacional socialdemócrata de Amsterdam, que, con el tiempo, fue haciéndose
cada vez más anticomunista. El TUC, con Citrine y Bevin, le siguió los pasos.
Los obreros de los países occidentales habían dejado de ser revolucionarios;
luchaban por mejorar su posición dentro del sistema capitalista, pero no para destruirlo.
El «frente popular» de los años treinta (cuando menos en nuestro país) fue
sobre todo un asunto de liberales y de intelectuales. Después de 1945, los
intelectuales, lo mismo que los obreros, se alejaron de la Revolución. Orwell y
Camus son claros ejemplos de ello. Desde entonces, este proceso ha seguido
desarrollándose a un ritmo creciente. La polarización izquierda-derecha de
1917 ha sido sustituida por la polarización Este-Oeste. El rechazo del
estalinismo ha tenido como resultado -y en ningún país con tanta claridad como
en el nuestro- un frente unido de derecha y de izquierda contra la URSS.
Pero, antes de proseguir, me gustaría aventurar dos
generalizaciones. En primer lugar, que los sorprendentes cambios de opinión
con respecto a la Revolución rusa que se han producido en los países
occidentales desde 1917, se deben explicar tanto a la luz de lo que ocurría en
los respectivos países, como de lo que sucedía en la URSS. Y, en segundo lugar,
allí donde estos cambios han sido provocados por las actividades soviéticas,
estas actividades se refieren a la política exterior de la URSS, no a su
política interna. Es difícil reconstruir el estado de la opinión británica en
relación a la Revolución rusa durante su primer año. Pero, basándome en mis propios
recuerdos, tengo por seguro una cosa: la gran mayoría de la gente que
desaprobaba la Revolución lo hacía por indignación, no por las historias que
circulaban sobre la comunidad de bienes y comunidad de mujeres, sino por el
hecho de que los bolcheviques habían retirado a Rusia de la guerra, abandonando
a los aliados en el momento más crítico de la campaña.
Una vez que los alemanes hubieron sido derrotados,
ya todo cambió. Con la fatiga producida por la guerra, se condenaba ampliamente
la intervención en Rusia, y el ambiente en Gran Bretaña se tornó favorable a
los bolcheviques, que eran vagamente «izquierdistas», democráticos y amantes
de la paz. Pero en todo ello no había ninguna carga ideológica: no se planteaba
la cuestión de la oposición capitalismo-socialismo. Después de la victoria
pírrica del primer gobierno laborista, las aguas volvieron a retirarse. La ola
antisoviética del período 1924-1929 estuvo promovida en parte por
consideraciones políticas de partido (la carta de Zinóviev había sido un
elemento primordial en la captación de votos), y en parte por la creencia,
bastante fundamentada, de que los rusos estaban colaborando en la tarea de
socavar el prestigio y los intereses británicos en China. Por esta época,
Austen Chamberlain creía que Stalin era un buen asunto, porque se aplicaba a la
construcción del socialismo en su propio país, al contrario que los nocivos
Trotsky y Zinóviev, que pretendían la revolución internacional.
Todo ello se desvaneció a causa de la gran crisis
económica de 1930-1933, que mantuvo preocupado a todo el mundo occidental. Por
primera vez, el profundo desencanto por el capitalismo dio paso a una corriente
de simpatía hacia la URSS. La opinión pública británica nada sabía de lo que
estaba sucediendo allí. Pero había oído hablar del plan quinquenal, y tenía la
sensación de que, allí, la hierba debía de ser más verde. La campaña en favor
del desarme, que Litvínov llevó a cabo en Ginebra, produjo un fuerte impacto en
una opinión predominantemente pacifista. Sin embargo, hay que hacer una
precisión: los sindicatos consiguieron impedir los intentos de infiltración, y
los obreros no se involucraron. La historia de los años treinta es la de la
estampida de liberales e intelectuales de izquierda hacia el campo soviético.
La única purga estalinista que causó gran preocupación en Gran Bretaña fue la
de los generales. Causó un fuerte desánimo en el sector antialemán del partido
conservador, que había apoyado en cierta medida la campaña prosoviética, al
convencerlos de que el Ejército Rojo sería un instrumento inútil frente a
Hitler. Estos recelos se incrementaron ante la indecisión soviética en Munich.
El acontecimiento que acabó por arruinar todo el edificio de la amistad
británico-soviética fue el pacto nazi-soviético. Hasta el propio partido
británico, que había sobrevivido incólume a las purgas, se conmovió hasta los
cimientos por causa de ese pacto. Fue éste un golpe del que el prestigio
soviético en Gran Bretaña, a pesar del entusiasmo circunstancial del período
bélico, aún no se ha recuperado.
No será menester que haga referencia al período de
la posguerra. La amenaza soviética a Europa no tardó en ser detectada y
aireada. El discurso de Churchill en Fulton hizo caer el telón de acero. El
primer Sputnik proclamaba el surgimiento de una superpotencia, que iba
a desafiar el monopolio que hasta entonces habían detentado los Estados Unidos.
Desde entonces, el crecimiento del poder militar y económico soviético, y su
influencia expansiva en otros continentes, han elevado a la URSS a la categoría
de enemigo público número uno, y han hecho de ella el blanco de artillería
propagandística que, actualmente, supera en intensidad a la de las «guerras
frías» de los años veinte y cincuenta. Ésta es, en esquema, la oscura y
enmarañada historia de las reacciones de Occidente ante la Revolución rusa.
¿Cómo valoraría usted la evolución política del
sistema estatal soviético? ¿Qué resolución tendría la comparación entre la vida
cultural e intelectual de la URSS de hoy día con, pongamos por caso las de los
años cincuenta o veinte? En Occidente, en la actualidad el fenómeno de los
disidentes virtualmente monopoliza la atención de la izquierda. ¿Considera
usted que es ésta la lente apropiada para contemplar la situación política de
la Rusia contemporánea?
Hacer una revisión de las condiciones económicas,
sociales, políticas y culturales en la URSS actual es algo que rebasa con
mucho las posibilidades de esta entrevista, y, a decir verdad, hay que incluirlas
en el capítulo de las relaciones Este-Oeste. La importancia actual que tiene la
cuestión de los disidentes en esta relación es, por supuesto, un síntoma, pero
no un factor causal. Sin embargo, plantea a la izquierda de los países
occidentales un problema complejo y embarazoso. Históricamente, siempre ha
sido la izquierda, no la derecha, la campeona de las víctimas de los regímenes
opresores. Los disidentes de la Unión Soviética y de la Europa oriental, que
se incluyen en esta categoría, difícilmente pueden confiar en la simpatía
organizada y en las protestas de la izquierda. El problema radica en que su
causa la ha adoptado, con mucho ruido, la derecha, y lo que comenzó como un
movimiento humanitario se ha convertido en una campaña política de grandes
proporciones, inspirada en unos motivos completamente distintos, orientada a
distintos fines y desarrollada con un estilo distinto; y, dado que la derecha
dispone de la mayor parte de la riqueza y de los recursos, cuenta con una
organización más poderosa y controla en gran medida los medios de difusión,
determina la estrategia y domina la campaña. La izquierda se encuentra en una
situación de ir a remolque, luchando vanamente por mantener su independencia,
sirviendo a unos propósitos distintos a los suyos y mancillada por la
deshonestidad fundamental de la campaña.
A este respecto, hay que subrayar dos aspectos. El
primero de ellos es que los derechos humanos son universales, algo que
pertenece a los seres humanos por el mero hecho de serIo, y no a los individuos
de una determinada nación. Toda campaña en gran escala en pro de los derechos
humanos se convierte en algo nefasto, sí se limita a un confín del mundo. Irán
es sede de un régimen notoriamente represivo. Así y todo, el presidente
Carter, en plena campaña en favor de los derechos humanos en Rusia, recibía al
Sha en la Casa Blanca, con todos los honores, y tanto el propio Carter como
Callaghan le han expresado sus mejores deseos de éxito en el trato con los
disidentes de su país. Es evidente que los disidentes iraníes carecen de
derechos humanos. En China, la «Banda de los Cuatro», y centenares -tal vez
millares- de sus seguidores, en Shanghai y en otras ciudades chinas, han
desaparecido, sin más. Sin juicios y sin acusaciones. ¿Qué ha sido de ellos, sí
es que aún están vivos? Nadie lo sabe, ni a nadie le importa. Preferimos no
saberlo. Los derechos humanos de los disidentes chinos nos son indiferentes.
Todo ello resulta bastante comprensible, en una campaña llevada por políticos
cuyo interés primordial no radica en proteger los derechos humanos, sino en
excitar la indignación y la hostilidad popular contra la Rusia soviética. Pero,
¿acaso la integridad moral de la izquierda es compatible con su participación
en una campaña que se aprovecha de las emociones sincera y profundamente
sentidas por una gente decente, pero políticamente ingenua, con unos propósitos
totalmente extraños a los objetivos declarados?
El otro aspecto se refiere al estilo y al carácter
de la campaña. Hace algunos años, di con esta cita de Macaulay: «Nada hay más
«ridículo que el espectáculo que ofrece el pueblo británico en uno de sus
arrebatos periódicos de moralidad». Me temo que, en este caso, no se trata de
algo ridículo, sino siniestro y terrorífico. Uno no puede leer el periódico sin
tropezar con expresiones de este odio y temor obsesivo por Rusia. La
persecución de los disidentes, el poderío naval y militar soviético, los
espías rusos, el abuso del término marxismo en las discusiones políticas entre
los partidos...todo ello contribuye a la paranoia. Una irrupción de la histeria
nacional a tal escala es, evidentemente, síntoma de que la sociedad está
enferma, una de esas sociedades que tratan de liberarse de sus propios problemas,
de su indefensión, de su sentimiento de culpa, buscándose un chivo expiatorio
en un grupo ajeno a ella, ya se trate de rusos, negros, judíos, o lo que sea.
Y, la verdad, me alarma imaginar a dónde nos va a llevar todo esto. Lo que
consuela es comprobar que esta histeria popular no ha afectado en el mismo
grado a las demás naciones europeas, y que en los propios Estados Unidos se ha
iniciado la reacción contra la diplomacia de púlpito que profesa Carter. Pero
me apena comprobar que, en el proceso, se haya visto arrastrada una parte tan
importante de la izquierda.
Una de las tendencias más sorprendentes ocurridas
en los años setenta ha sido el alejamiento de los partidos comunistas de la
Europa occidental de la lealtad tradicional para con la URSS. En nombre del
eurocomunismo, el partido comunista español se refiere a los Estados Unidos ya
la Unión Soviética como peligros equivalentes para la Europa occidental,
mientras que el partido italiano se refiere a la OTAN como un escudo protector
contra las agresiones soviéticas. Tales posiciones hubiesen resultado
inimaginables hace tan sólo una década. ¿Cuál es su opinión con respecto a la
tendencia que representan? ¿Es que la búsqueda de un modelo de sociedad
socialista distinto del de la URSS, adaptado a un Occidente más avanzado,
justifica el tono antisoviético que actualmente tiene el eurocomunismo?
El eurocomunismo es, a todas luces, un movimiento
abortado, un intento desesperado de escapar a la realidad. Si lo que pretende
es volver a Kautsky y denunciar al renegado Lenin, me parece muy bien. Pero,
¿qué necesidad hay de remover el lodo al autodenominarse «comunistas»? En la
terminología actualmente aceptada, se trata de socialdemócratas derechistas. La
única plataforma sólida del eurocomunismo es la independencia y la oposición al
partido ruso. Se encarama ávidamente al tren del antisovietismo. El resto de la
plataforma es algo completamente amorfo, algo parecido a lo que en este país
solíamos denominar lib-lab 1/.
Las incursiones realizadas en la práctica política evidencian su vacuidad. En
cierto modo, los eurocomunistas italianos se sitúan a la derecha de los
socialistas. Los eurocomunistas franceses en varias partes al mismo tiempo. Los
eurocomunistas españoles no se sitúan en parte alguna. Los eurocomunistas británicos
apenas sí se dejan ver. Podíamos habérnoslas compuesto perfectamente sin esta
triste demostración del deterioro de los partidos comunistas occidentales.
Marx imaginó el socialismo como una sociedad de una
libertad y una productividad incomparablemente superiores a las del capitalismo.
Una asociación armónica y avanzada de productores libres sin explotación
económica ni coerción política. La transición hacia este tipo de sociedad en la
Unión Soviética, aunque ha rebasado en mucho al capitalismo queda todavía muy
lejos de las metas propuestas por Marx o Lenin. En los países más opulentos de
Occidente todavía hay que desbancar al capitalismo lo que en parte se ha debido
al desencanto existente en el seno de la clase obrera ante los progresos
registrados en la URSS. En una situación como la actual, que a veces parece
hallarse en un punto muerto dual ¿opina usted que las posibilidades de una
ruptura política una aceleración orientada hacia las metas clásicas del
socialismo revolucionario son, hoy por hoy mayores en el Este o en el Oeste? Al
finalizar su libro What is history, usted citaba las palabras de
Galileo, E pur si muove (Y sin embargo se mueve). ¿Dónde está el nódulo
principal del movimiento histórico cuando nos acercamos a las postrimerías del siglo
XX?
Esta pregunta tiene tantas facetas que voy a tener
que disgregarla y responder a ella de un modo más bien deshilvanado. En primer
lugar, permítame una breve digresión acerca del lugar que ocupan en nuestro
pensamiento Marx y el marxismo. Adam Smith tuvo ideas geniales, y La riqueza
de las naciones se convirtió en la Biblia del capitalismo ascendente
durante todo un siglo y en más de un país. Hoy, los cambios sufridos por el
marco económico han invalidado algunos de sus postulados y han modificado
nuestra opinión acerca de algunas de sus predicciones y aseveraciones. Karl
Marx tuvo ideas aún más geniales; no sólo previó y analizó el inminente
declive del capitalismo, sino que nos ofreció unos instrumentos de pensamiento
completamente nuevos, que nos permitirían descubrir los orígenes del
comportamiento social. Pero, desde la época en que escribió, han sucedido
tantas cosas…; y las tendencias recientes, si bien han confirmado la validez de
sus análisis, también han proyectado serias dudas acerca de sus pronósticos.
Admitir tales dudas, e investigarlas, no significa descalificar a Marx. Lo que
sí parece incompatible con el espíritu del marxismo son las ingeniosas
tentativas escolásticas -como las que a veces he visto en la New Left Review-
de adaptar los textos marxistas a condiciones y problemas que Marx no tuvo en
consideración, y que tampoco podía prever. Lo que yo quisiera encontrar en los
intelectuales marxistas es menos análisis abstracto de textos marxistas y más
aplicación de los métodos marxistas al examen de las condiciones sociales y económicas
que diferencian nuestra época de la suya.
Usted me pregunta acerca de las perspectivas de una
ruptura favorable a una sociedad socialista o marxista en la URSS y en
Occidente. Se trata de dos problemas absolutamente distintos. La Revolución
rusa derrocó el antiguo orden y enarboló la bandera del marxismo. Pero allí no
se daban las premisas de marxismo y, por tanto, no cabía esperar alcanzar las
perspectivas marxistas. El reducidísimo proletariado ruso, casi sin
instrucción, en poco se parecía al proletariado que Marx imaginó que sería el
portaestandarte de la revolución, y no estaba a la altura del papel que se le
había atribuido en el esquema marxista. Lenin, en uno de sus últimos ensayos,
deploraba la escasez de «proletarios genuinos» y subrayaba con amargura que
Marx había escrito, «no sobre Rusia, sino sobre el capitalismo en general». La
dictadura del proletariado, dejando al margen lo que pudiera interpretar con
esta frase, era como levantar un castillo en el aire. Lo que Trotsky
denominaba «substituismo», la substitución del proletariado por el partido,
era inevitable, dando como resultado, a través de lentos estadios, el
crecimiento de una burocracia privilegiada, el divorcio de la dirección y las
masas, la tiranía sobre los obreros y los campesinos, y los campos de
concentración. En cambio, también se hizo algo que no se había hecho en Occidente.
El capitalismo había sido desmantelado y substituido por la producción y distribución
planificada, y, si bien es muy cierto que el socialismo aún está por realizar,
sí que se han creado, aunque sea imperfectamente, algunas de las condiciones
para su realización. El proletariado ha aumentado enormemente sus contingentes,
y su nivel de vida, salud y educación han mejorado notablemente. Si uno dejara
volar su imaginación, podría soñar en que llegará un día en que ese nuevo
proletariado tomará sobre sí la responsabilidad que sus predecesores, más
débiles, no pudieron llevar sesenta años atrás, y caminar hacia el socialismo.
Personalmente no tengo por costumbre complacerme en tales especulaciones. La
historia raramente produce unas soluciones tan perfectas, teóricamente. La
sociedad soviética aún está avanzando. Pero a qué fines, y si el resto del
mundo le permitirá proseguir su avance sin ser perturbada, eso es algo a lo que
yo no trato de responder.
El problema del marxismo en Occidente es más
complicado. Aquí se dan las premisas marxistas, pero, por el momento, aún no
han llevado al desenlace previsto. Marx formuló sus teorías a la luz de las
condiciones que se daban en la Europa occidental, especialmente en Inglaterra.
Su perspicacia y su clarividencia han quedado brillantemente justificadas,
hasta cierto punto. El sistema capitalista ha decaído ante la acumulación de
sus contradicciones internas. Se ha visto gravemente conmocionado por dos
guerras mundiales y por crisis económicas recurrentes. Se manifiesta impotente
para hacer frente al desempleo creciente. Los obreros organizados han ganado
mucha fuerza, y no han dudado en utilizar esta fuerza para la consecución de
sus fines. Y, sin embargo, lo único que falta por producirse es la revolución
proletaria. Cada vez que en el horizonte del mundo capitalista asoma la
revolución -en Alemania en 1919, en Gran Bretaña en 1926, en Francia en 1968-
los obreros se han apresurado a darle la espalda. Fuera lo que fuese lo que
pretendían, no se trataba de la revolución. Me parece difícil refutar la
evidencia de que, a pesar de todas las grietas que se han abierto en la
armadura del capitalismo, la disposición de los obreros es menos -no más-
revolucionaria hoy de lo que lo era hace sesenta años. Hoy por hoy, en
Occidente, el proletariado -entendiendo como tal, como pretendía Marx, a los
obreros industriales organizados- no es ya una fuerza revolucionaria; incluso
tal vez sea contrarrevolucionaria.
¿Por qué, en Occidente, el obrero actual no quiere
-porque creo que debemos admitir este hecho- la revolución? La primera
respuesta es: «por miedo», estimulado, en parte, por el ejemplo de 1917. La
Revolución rusa, dejando al Iado lo que en última instancia haya tenido de
bueno, provocó una miseria y una devastación terribles. Desbancar a la clase
dirigente en el mundo capitalista de hoy sería todavía una empresa más
desesperada, y su precio todavía más alto. En 1917, lo único que podía perder
el obrero ruso eran sus cadenas. El obrero occidental puede perder mucho más, y
no quiere perderlo. Cada vez que se plantea esta cuestión, siempre hago esta analogía:
el médico dice al paciente que tiene una enfermedad incurable, que irá
agravándose a un ritmo impredecible, pero que podrá ir tirando, bien o mal,
durante años. La enfermedad podría curarse mediante una operación, pero hay
muchas posibilidades de que peligre la vida del paciente. El paciente decide
seguir como está. Rosa Luxemburgo dijo que la decadencia del capitalismo
terminaría en el socialismo o en la barbarie. Sospecho que la mayoría de los
obreros actuales prefieren aceptar la decadencia del capitalismo, con la
esperanza de que durará más que ellos, a someterse al bisturí de la revolución,
que puede, o no, llevar al socialismo. Se trata de un punto de vista
perfectamente admisible.
Pero yo quiero ir todavía más al fondo. No tengo ni
idea de quién acuñarla la frase «imperio del consumidor». Pero la idea se halla
implícita en Adam Smith y en toda la economía clásica. Marx, concretamente,
colocó al productor en el centro del proceso económico. Pero es que él daba
por hecho qué el productor producía para el mercado y que, por lo tanto, tenía
que producir aquello que el consumidor quisiera comprar; y posiblemente ésta
sea una buena descripción de lo que sucedió hasta fines de siglo, varios años
después de que Marx muriera. Desde entonces, la situación ha dado un vuelco, y
el poder del productor se ha incrementado a un ritmo frenético. El empresario,
que, cada vez con más frecuencia es una gran empresa, controlaba y normalizaba
los precios. La producción en masa hizo imperiosa la creación de un mercado
uniforme. La publicidad se desarrolló a pasos agigantados, en extensión y en
ingenio. Por primera vez, el productor estaba en condiciones de moldear el
gusto del consumidor y de persuadirlo de que lo que quiere es aquello que el
productor considera más conveniente y beneficioso producir. Nos encontrábamos
en la era del imperio del productor.
Sin embargo, lo que importa subrayar es que, a
medida que el proletariado aumentaba en número y en calidad, podía con eficacia
cada vez mayor afirmar sus pretensiones de compartir los beneficios crecientes
que brindaba la nueva era. Engels descubrió la corrupción por los capitalistas
de lo que él denominaba «aristocracia obrera». Lenin aplicó el mismo concepto
a la clase obrera de los países capitalistas frente al mundo colonial. Pero ni
el propio Lenin podía prever la asociación de productores -o sea, patronos y
obreros en aras de explotar al consumidor en todo el ámbito del mercado
doméstico. No hace falta ser muy perspicaz para comprender lo que está pasando.
La «defensa del puesto de trabajo» del productor se ha convertido en un factor
decisivo de la política económica. Se justifica el exceso de personal directivo
y de ventas: el aumento de los precios se encargará de los gastos. Se resiste a
mejoras tecnológicas que reducirían costes y precios, porque suponen la pérdida
de puestos de trabajo: ya lo pagará el consumidor. El otro día, una institución
seria propuso el sacrificio de un cuarto de millón de gallinas ponedoras, con
el fin de reducir el suministro de huevos y evitar una desastrosa caída de
precios. Los extraños manejos de la CEE con la mantequilla, el vino y la carne
de vacuno ya nos resultan familiares. Una economía tan desquiciada no puede
sobrevivir durante mucho tiempo. Pero, aun así, el tiempo puede ser largo,
mucho más de lo que se imaginan los que hoy se aprovechan de ello. No he
mencionado antes un asunto de tan poca monta como es la inversión de las
enormes cantidades de dinero de las pensiones de los sindicatos en valores
industriales y comerciales. Si se colapsan los beneficios de los capitalistas,
también se colapsa la provisión de las jubilaciones de los trabajadores. «Allí
donde está tu tesoro, allí debe estar también tu corazón.» En la actualidad,
los obreros tienen varias razones para que se sostenga el capitalismo. En las
condiciones actuales, la nacionalización de las industrias y la promoción de
obreros a cargos directivos (aspecto éste en el que los obreros británicos no
han mostrado gran interés), no representan la ocupación de la industria por los
obreros, sino un paso más en la integración de los obreros en el sistema
capitalista. Lord Robens es tan buen capitalista como lord Robbins.
Desde esta perspectiva es desde donde debemos
diagnosticar la enfermedad que sufre la izquierda, que es una manifestación
clara de la enfermedad que aqueja a toda la sociedad. La izquierda ha perdido
la esencia de su doctrina y sigue repitiendo fórmulas que ya han perdido
credibilidad. Durante cien años, o tal vez más, las esperanzas de la izquierda se
centraban en que los obreros serían la clase revolucionaria del futuro. La
democracia capitalista sería derrocada y substituida por la dictadura del
proletariado. Es posible sostener que esta visión aún es practicable. En el
pasado, las grandes transformaciones que se producían en la sociedad se
alargaban durante décadas, y a veces siglos; tal vez todo se reduzca a que
somos demasiado impacientes. Sin embargo, debo confesar que, habiendo tantas y
tantas señales orientadas en otra dirección, esta perspectiva somete a una dura
prueba mi capacidad de optimismo. Cuando considero el actual desorden en que
se encuentra la izquierda, dividida en una galaxia de diminutas sectas
beligerantes, a las que sólo une la incapacidad de atraer a más que a un
insignificante sector marginal del movimiento obrero y la osada ilusión de que
sus propuestas revolucionarias representan los intereses y las ambiciones de
los obreros, no me quedo nada tranquilo. Me viene ahora a la memoria que, en
un artículo escrito poco después del estallido de la guerra, en septiembre de
1939, Trotsky admitía, con indecisión y serias dudas, que si la guerra no
provocaba una revolución, resultaría obligado buscar las razones del fracaso
«no en el atraso del país, ni tampoco en el entorno imperialista, sino en la
incapacidad congénita del proletariado para convertirse en clase dirigente».
Tal vez no hubiera que tomar demasiado en serio una afirmación tan retorcida,
emitida en un momento de desasosiego. Yo me resisto al término «congénito»; el
artículo fue publicado en inglés y desconozco qué palabra rusa debió de emplear
Trotsky. Pero, si hubiese vivido para ver el panorama actual, no creo que
hubiese hallado razones válidas para retractarse del veredicto.
Así pues, ¿cómo hay que analizar la situación y
calibrar el futuro? En primer lugar, patronos y obreros están todavía
enzarzados en el conflicto tradicional sobre la repartición de los beneficios
de la empresa capitalista, aunque recientemente se hayan dado casos en los que
patronos y obreros han llegado a un acuerdo; acuerdo al que se ha opuesto el
gobierno, sobre la base del interés general. En segundo lugar, se ha
establecido un consenso silencioso, pero fuerte, entre patronos y obreros,
acerca de la necesidad de mantener el margen de beneficios. Puede que las
partes se peleen por el reparto de los despojos, pero están de acuerdo en la
necesidad de incrementarlos. Aún es pronto para adivinar cuál de estos dos
factores acabará por ser el predominante. Podría discutirse el argumento de si,
cuando se rocen los límites físicos de la explotación del mercado del
consumidor, y cuando se agoten las oportunidades para el reforzamiento del
capitalismo desde fuera, en un país determinado, volverá a ser predominante el
choque de intereses entre el patrón y el obrero, y que entonces estará
despejado el camino para la revolución proletaria de corte marxista, durante
tanto tiempo pospuesta. Sin embargo, debo admitir que soy muy escéptico sobre
esta posibilidad. Me siento anonadado por el hecho de que, desde 1917, las dos
Únicas revoluciones de importancia que se han producido hayan sido las de
China y Cuba, y de que los movimientos revolucionarios, hoy, únicamente están
vivos en países en los que el proletariado es débil o inexistente.
Usted me plantea un reto, al citar mis últimas
palabras en ¿Qué es la historia? Sí, creo que el mundo marcha hacia adelante.
No he modificado mi opinión de que 1917 es uno de los momentos cruciales de la
historia. Y, lo que es más, todavía afirmo que 1917, conjuntamente con la
guerra de 1914-1918, marcaron el principio del fin del sistema capitalista.
Pero el mundo no está en movimiento perpetuo, ni se mueve en todas las partes
al mismo tiempo. Estoy tentado de decirle que los bolcheviques no obtuvieron su
victoria en 1917 a pesar del atraso de la economía y de la sociedad rusas, sino
gracias a ello. Creo que debemos considerar seriamente la hipótesis de que la
revolución mundial, de la que 1917 fue el primer acto y que completará el
hundimiento del capitalismo, será la revuelta del mundo colonial contra el
capitalismo, en su aspecto de imperialismo, más que la revuelta del
proletariado en los países capitalistas avanzados.
¿Qué conclusiones podemos presentar a nuestra
izquierda, en la presente situación? Me temo que no serán muy satisfactorias,
dado que nos hallamos en una época profundamente contrarrevolucionaria en
Occidente, y la izquierda carece de una base revolucionaria sólida. En mi
opinión, los miembros serios de la izquierda tienen, en la actualidad, dos
alternativas posibles. La primera es seguir siendo comunistas y continuar como
un grupo educacional y propagandístico, alejado de la acción política. Las
funciones a desarrollar por ese grupo serían analizar la transformación
económica y social que se está produciendo en el mundo capitalista; estudiar
los movimientos revolucionarios que se desarrollan en otras partes del mundo:
sus logros, sus defectos y sus potencialidades; y tratar de formarse una imagen
más o menos realista de lo que el socialismo debería y podría significar en el
mundo contemporáneo. La segunda alternativa para la izquierda es la de
participar en la política: hacerse socialdemócratas, reconocer y aceptar
abiertamente el sistema capitalista, tratar de lograr todo aquello que pueda
lograr se dentro del sistema, y trabajar en favor de aquellos compromisos entre
patronos y obreros que contribuyan a mantenerlo.
No se puede ser comunista y socialdemócrata a un
mismo tiempo. El socialdemócrata critica el capitalismo, pero en última
instancia lo defiende. El comunismo lo rechaza, y cree que al final acabará
destruyéndose a sí mismo. Pero el comunista, en Occidente y en la hora actual,
es consciente de las fuerzas que aún lo sostienen, y de la falta de una fuerza
revolucionaria suficientemente poderosa como para poder destruirlo.
Notas
1/ Expresión inglesa construida con las primeras
letras de las palabras liberal y labour, que designa aquellos sectores
del movimiento obrero impregnados de ideología liberal. (NdE)
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