El axis y
el sicomoro
25/05/2017
| Paul Kingsnorth
Este verano les construí una casa en un árbol a mis
hijos. Los adultos construyen casas en los árboles porque siempre quisieron
tener una cuando eran pequeños, o porque recuerdan con cariño la que ellos
tuvieron en su infancia. Los niños propiamente dichos son una preocupación
secundaria. Yo la hice suficientemente grande a propósito, para que pudieran
dormir dentro adultos. Cuando los niños se hagan mayores y se aburran de ella,
mi mujer y yo tenemos planeado reclamarla. Quizá nos sentemos allí al atardecer
a escuchar a los pájaros, o a observar cómo los zorros salen del seto y van
otra vez en busca de los patos del vecino.
Construí la casa en un sicómoro que crece en el
seto que rodea el terreno. No tenemos muchos árboles maduros en nuestra
parcela, y este atrajo a los niños tan pronto como nos trasladamos aquí, al
oeste de Irlanda. Tiene personalidad propia: se asoma al prado como si
estuviese inclinándose a inspeccionar el suelo. Solían llamarle el árbol de
las hadas y dejaban regalos en un pequeño agujero del tronco. A veces eran
correspondidos.
Llevaba dos años prometiéndoles una casa en un
árbol cuando por fin me decidí. Quería hacerla bien. Cuando construyes algo
para tus hijos intentas asegurarte de que no se les va a caer encima o de que
no los va catapultar al suelo desde una altura de once metros y medio. Ese tipo
de cosas tiende a disminuir su confianza en la habilidad paterna para la
construcción.
Pero había algo más que quería hacer bien. Muchos
de los diseños de casas en los árboles que había visto implicaban colocarla
justo en el centro del árbol, y eso a su vez suponía lo que eufemísticamente se
conoce como "cirugía arbórea", que en lenguaje corriente significa
"cortar un montón de ramas del árbol". La forma de nuestro sicómoro
obligaba a quitar muchas ramas grandes si la casa se asentaba en el propio
árbol. Algo en mí se oponía tajantemente. Me gusta este árbol: tiene una
plenitud absoluta. No debe ser muy viejo y ni siquiera es una especie nativa
(como si eso importara; tampoco lo soy yo), pero indudablemente es un ser vivo.
No quería podarlo en aras de habilitar otro espacio más para los humanos.
Así que terminé construyendo la casa en el árbol
sobre pilotes, apoyando la parte de atrás en el tronco, que sirve de escalera
hasta una pequeña puerta. La casa tiene ventanas y un techado transparente para
que uno pueda ver que está en lo alto de las ramas, y para que la luz se cuele
dentro a través del follaje. No puedes entrar en ella sin escalar el terraplén
y trepar por el tronco: la casa está adosada al árbol en lugar de asentarse en
él. Solo tuve que serrar una pequeña rama. A los niños les encanta, y yo estoy
orgulloso de que no se haya venido abajo. Asimismo, siento como si le hubiera
hecho un servicio al árbol, y eso, de alguna manera, me parece tan importante
como todo lo demás.
Antes de empezar a escribir este ensayo subí a la
casa en el árbol y me senté allí, sobre el campo cubierto de escarcha. Disfruté
construyéndola: los trabajos de construcción suelen ser más estresantes que
relajantes, pero este caso fue una excepción. En lo alto del árbol tengo una
sensación de paz que nunca siento en ningún otro lugar. Estoy seguro de que
esto se remonta a millones de años atrás y corre por nuestra sangre de
primates. Nuestros antepasados primates pasaron mucho más tiempo en los árboles
del que nuestra relativamente joven especie lleva en el suelo, y construir una
casa en un árbol ha revitalizado la oscura sospecha que albergaba desde tiempo
atrás de que nunca deberíamos haber bajado de las ramas. Somos primates hechos
para los árboles, y las ramas todavía nos acogen. Quizá todos nuestros delitos
ecológicos sean el resultado de algún tipo de locura desatada al abandonar el
dosel arbóreo. Quizá no podemos funcionar de manera adecuada aquí abajo. O tal
vez simplemente es más difícil causar problemas estando en un árbol. Allí
arriba no hay fuego, ni espadas. Es donde estaba el edén: en lo alto de las
ramas, con los pájaros y los políporos. Los problemas empiezan al bajar.
*
En 1949 el filósofo alemán Karl Jaspers acuñó una
nueva palabra: Achsenzeit. Suele traducirse como "Era Axial",
y se refiere al periodo histórico comprendido entre el siglo VIII y el siglo
III a.C. Durante ese periodo, según Jaspers, cinco civilizaciones distintas,
las de Grecia, Palestina, Persia, India y China, experimentaron profundas
transformaciones que pusieron "los cimientos sobre los que todavía se
sostiene la humanidad". En cada una, una combinación de cambios sociales,
económicos y tecnológicos, incluidas la extensión de la metalurgia, la
alfabetización, la urbanización y la economía de mercado, trastocó los viejos
órdenes sociales y religiosos. Los filósofos y los pioneros espirituales, entre
los que se encontraban Buda, Platón, Sócrates, Zoroastro, Elías, Jeremías,
Confucio y Lao Zi, desarrollaron maneras novedosas y revolucionarias para
entender el lugar del hombre en el mundo. Las jerarquías empezaron a
desmoronarse, se cuestionaron las certezas y nuevas formas de ver y pensar
surgieron de la confusión generada.
Lo más relevante de la Era Axial, de acuerdo a
Jaspers, fue que esos cambios llevaron a las personas a ver el mundo en el que
vivían de otro modo; puede que incluso modificaran la propia consciencia
humana. El paso de una cultura rural, oral y comunitaria a una urbana,
alfabetizada y más individualista propició que los pensadores y estudiosos de
cada una de las cinco civilizaciones se pusieran a explorar la naturaleza del
yo y empezaran a preguntarse qué significaba ser un sujeto humano en el mundo.
Dicho de otro modo, la Era Axial fue un periodo de
colapso del que surgieron nuevas formas de ver y de ser. Cuando hace pocos años
me topé por primera vez con la idea de Jaspers, me resultó extrañamente
familiar. Evolución tecnológica imparable. Oleadas de guerras aparentemente
interminables con armas aterradoras. Urbanización cada vez más acelerada y
desaparición de las formas de ser rurales. Nuevos modos de comunicarse, hablar
y pensar. Viejas jerarquías políticas y espirituales que no se ajustan a las
necesidades actuales. Una sensación generalizada de miedo e incertidumbre a medida
que el mundo cambia más rápido de lo que podemos contarlo. Se parecía mucho al
mundo en el que yo estaba viviendo. Todavía lo hace.
Me pregunto si no estaremos atravesando una segunda
Era Axial, esta vez alumbrada en Europa Occidental y Estados Unidos. Pensemos
en las transformaciones que ha sufrido el mundo desde la Revolución Industrial,
la Ilustración, o incluso la Reforma europea. Una maquinaria económica global,
al principio en forma de imperios europeos y más recientemente bajo la
apariencia de lo que llamamos globalización o desarrollo, ha
irrumpido en las economías y culturas de prácticamente todos los rincones del
planeta, extrayendo riqueza y atrapando a las personas en una economía de
mercado mundial. En todos los lugares donde ha aterrizado esta maquinaria, los
sistemas políticos y económicos locales han colapsado o se han encogido para
ser reemplazados por distintas versiones de un único modelo: economía de
mercado, estado-nación, régimen democrático bipartidista y centralista, medios
de comunicación.
El poder corporativo se ha multiplicado y el
lenguaje empresarial y las hipótesis de mercado han permeado aspectos de
nuestra vida que eran impensables hasta ahora, desde las escuelas infantiles
hasta las cocinas. La ciencia ha puesto patas arriba la religión. Internet ha
revolucionado el modo como nos comunicamos y la velocidad de nuestras
comunicaciones, y puede que incluso esté alterando nuestro esquema neurológico.
La robótica y la informática se están preparando para reemplazar a los seres humanos
en numerosas áreas. Las guerras se han vuelto ultratecnológicas y cada vez más
desequilibradas. Y oleadas migratorias sin precedentes están provocando cambios
culturales y políticos profundos, y escisiones en todo el mundo.
Esta es la historia de nuestro tiempo. No es una
historia reconfortante. Más bien es el relato de un estado de convulsión
permanente, de una tormenta interminable en la que parece imposible encontrar
un amarradero. En esta segunda Era Axial, además de a las transformaciones culturales,
también debemos hacer frente a las consecuencias de nuestro ataque continuo a
los sistemas vitales básicos de la propia Tierra. Estamos pisando la superficie
de un planeta vivo que a su vez está inmerso en un periodo de transición
radical. Fuimos nosotros quienes, accidentalmente, iniciamos esa transición: un
efecto colateral al crear nuestro nuevo mundo. Ahora tenemos que asumir las
consecuencias.
Después de diez mil años de civilización humana, la
segunda Era Axial está poniendo sobre la mesa cuestiones de una envergadura tal
que no resulta fácil mirar hacia otro lado: ¿Podemos reconocer que somos la
serpiente del jardín? ¿Podemos asumir la responsabilidad de nuestros abusos y
empezar a enmendarlos? ¿Es eso siquiera posible? ¿Podemos cambiar? Quizá esta
sea nuestra última oportunidad de plantearnos estas cuestiones y tratar de
darles respuesta. Cambio climático, Sexta Gran Extinción, deforestación,
agotamiento de los suelos, acidificación de los océanos, deshielo: los pilotos
de alarma llevan mucho tiempo parpadeando en rojo. Es demasiado tarde para
planificar el futuro o para lanzar advertencias sobre él. El futuro está aquí.
Ya vivimos en él.
Al observar estas transformaciones y estas amenazas
tendemos a adoptar unas determinadas formas de hablar, que surgen a su vez de
ciertas maneras de ver. Utilizamos el lenguaje de la ciencia y la economía; el
lenguaje de la política; el lenguaje del odio y la superioridad moral, la
culpabilidad y el juicio. Hablamos de partes por millón de carbono y de nuestra
responsabilidad hacia las generaciones futuras. Hablar de este modo es fácil;
es lo esperable. Pero he llegado a la conclusión de que en gran medida resulta
inútil, y no solo porque nadie esté escuchando. No sirve de nada porque no
llega al meollo de la cuestión.
En la segunda Era Axial, como en la primera, los
verdaderos interrogantes que hay que responder no son cuestiones de política,
economía o moralidad social. Son cuestiones sobre lo que falta en todas esas
conversaciones y en el mundo que hemos construido. Son cuestiones sobre lo que
tiene sentido, lo que importa, lo que es más grande que nosotros, y sobre cómo
deberíamos actuar ante ello. Y esas, nos guste o no, son cuestiones religiosas.
*
La primera Era Axial fue, sobre todo, un desafío a
las ideas religiosas establecidas. En el norte de India, por ejemplo,
aproximadamente en el 500 a.C., Siddhartha Gautama, que posteriormente se
convertiría en un buda, un "iluminado", empezó a cuestionar la
naturaleza de la realidad y las prácticas religiosas del momento porque nadie
le estaba dando respuestas satisfactorias. La alternativa que él desarrolló
suponía un análisis profundo y riguroso de la naturaleza del espíritu humano y
de la supuesta separación del yo individual de un todo mayor. La clave del
método de Gautama era el cuestionamiento: cuestionar la realidad del yo,
cuestionar la solidez de la existencia, cuestionar la naturaleza de la mente,
cuestionar lo que decían los demás, incluyendo él mismo.
Al mismo tiempo, en Grecia, Sócrates y su discípulo
Platón estaban empleando su propio método para, de modo parecido, desafiar
tanto a las autoridades como las creencias de entonces. Diversos maestros y
eruditos –desde los profetas israelíes hasta los sabios chinos– se mostraron
contrarios a las nociones espirituales que habían servido durante milenios pero
resultaban inadecuadas para un tiempo nuevo. El sacrificio de animales y la
adoración de los antepasados no tenían sentido en ese nuevo mundo. El mundo de
la espiritualidad tenía que evolucionar con el de la economía y el de la
tecnología.
Entonces, igual que ahora, las viejas historias
resultaban insuficientes y hubo que concebir otras. ¿Cuáles son los
equivalentes del sacrificio de animales y la adoración de los antepasados en el
mundo actual? ¿Cuáles son nuestros tambaleantes relatos? Nosotros contamos que
el mundo es una máquina que puede programarse para responder a nuestros
propósitos. Contamos que el ser humano es la medida de todas las cosas,
contamos que tiene justificación el encierro de otras criaturas en granjas
industriales o laboratorios de animales, la tala indiscriminada de inmensos
bosques y el envenenamiento de los océanos, el exterminio de otras formas de
vida para alimentar nuestros estómagos hambrientos y nuestros deseos. Contamos
que podemos amoldar el mundo a las necesidades del yo, en lugar de amoldar el
yo a las necesidades del mundo.
Estas historias fracasaron hace mucho tiempo, y
cada vez es más común escuchar que necesitamos "nuevas historias"
para sustituirlas. Esas nuevas narraciones, se dice, serán otra vez relatos de
pertenencia. Serán historias de volver a la tierra, de entender nuestro
verdadero lugar en el maelstrom del universo, ya no como dioses sino
como miembros de una gran familia. El ecoteólogo Thomas Berry habló de ello de
manera elocuente en su clásico The Dream of the Earth: "Nuestro
reto es crear un nuevo lenguaje, incluso un nuevo sentido de lo que significa
ser humano. Es trascender no solo los límites nacionales, sino nuestro
aislamiento de especie, entrar a formar parte de la comunidad de especies vivas
en general. Esto supone un sentido completamente nuevo de realidad y
valía." En mi opinión, esto es cierto y fundamental. Pero no se trata de
una nueva historia, sino de una muy antigua, que está siendo lentamente redescubierta
por una sociedad que olvidó hace mucho cómo escucharla. Cualquier comunidad
indígena la reconoce como el más viejo de los relatos de antaño. Una vez que
nos desprendemos de nuestras fracasadas narrativas, vemos que estaba debajo,
esperando pacientemente. Lo que no sabemos es qué hacer con él. Desde el punto
de vista de la modernidad, inmersos como estamos en máquinas y ciudades,
atrapadas nuestras cabezas en lo que hemos construido, no sabemos cómo
podríamos siquiera empezar a revivirlo.
Hay una cosa que tengo clara: cualquier cambio
profundo no va a venir de intelectuales como yo, que escriben libros o
artículos sobre porqué necesitamos nuevos relatos. Si eso fuera a salvar el
mundo, el mundo ya estaría bien. Las transformaciones profundas ocurrirán,
igual que sucedió en la Era Axial, cuando la vida de las personas se vea
alterada de manera radical. Y eso solo va a pasar con una crisis que nos
obligue a enfrentarnos a las consecuencias de lo que hemos hecho. Pasará cuando
empiecen a derrumbarse las economías, cuando se desmoronen los sistemas
políticos, cuando se inunden las ciudades, cuando suba el nivel de los océanos,
cuando la gente pase hambre o muera. Las historias nuevas surgen de los
colapsos que acaban con las viejas. Podemos seguir hablando todo lo que
queramos, pero hasta que no haya una sacudida que remueva los cimientos de la
sociedad, hasta que nuestras comodidades no empiecen a desaparecer realmente,
no tendremos ningún incentivo para cambiar nada en absoluto. Y, de todos modos,
nadie estará escuchando.
Aquí en Occidente estamos inmersos en una crisis de
sentido de siglos. Los objetivos que perseguimos se alejan cada vez más. Cuando
los alcanzamos, si es que lo hacemos, nos chupan el alma. Nuestra religión
material, como las religiones trascendentales de las que surgió, aspira a la
eternidad. En el futuro todos seremos millonarios inmortales. Es imposible
alcanzar el objetivo de nuestra religión; y si fuera posible, nos hallaríamos
en el infierno.
Algo sangra en el interior de nuestro ser animal.
Si nos detenemos y prestamos atención podemos sentir la herida. La esperanza
está en ella.
*
No mucha gente por aquí siente hacia los árboles
algo parecido a lo que yo siento. Solo recién llegados de letras como yo, con
la cabeza en las obras de Thomas Berry y Annie Dillard, pueden permitirse ser
románticos sobre ellos. Desde que nos trasladamos a Irlanda, hace ahora casi
tres años, mi familia ha plantado cerca de mil árboles, y no llevamos ni la
mitad. Hemos creado un soto de abedules alrededor del foso para hacer fuego, en
una zona que estaba poblada de zarzas. Hemos rodeado buena parte de la casa con
setos nativos y plantado 0,2 hectáreas de sauces, álamos y alisos, en parte
para combustible y en parte para los pájaros. En el campo de detrás, donde está
la casa en el árbol, habrá un huerto de avellanos y, con suerte, otras 0,4
hectáreas más o menos de árboles nativos. Dentro de veinte años, la casa en el
árbol estará rodeada de un pequeño bosque.
"¿Qué vas a hacer con esos?", preguntan a
veces nuestros vecinos. Vivimos en una comunidad agrícola, y los granjeros son
gente práctica. Si les digo que he plantado los árboles para utilizar como
combustible los restos de las podas, hacen un gesto de entendimiento con la
cabeza. No suelo extenderme en que los planto porque me gustan, o porque les
gustan a los pájaros. No sabría muy bien cómo explicarlo.
Cortar árboles, no plantarlos, es lo que se suele
hacer por aquí. Un día cualquiera de otoño o invierno, el zumbido de las
motosierras llega a raudales, procedente de los campos aledaños. Algunas veces
están arreglando los setos, pero a menudo destruyen en masa árboles adultos sin
que exista una razón que yo pueda entender. Echan abajo enormes robles y
fresnos que llevaban décadas o incluso un siglo en pie en los terraplenes que
separan un campo de otro, para apilarlos y quemarlos en el centro. Antiguas
pistas bordeadas por hermosos árboles acaban pareciendo campos de batalla de la
Primera Guerra Mundial cuando los destrozan las desmalezadoras o los cortan las
motosierras. Me aterroriza el zumbido agudo de la sierra. Vivo en el país más
deforestado de Europa, y a veces creo que oigo el eco de una gran pérdida. La
idea de conservar, proteger, respetar incluso un árbol, se ha vuelto de repente
en algo verdaderamente importante.
No hay nada especialmente irlandés en tratar a los
árboles como campo de batalla, y nada europeo tampoco. Es simple producción
agraria. Hasta que vine aquí nunca tuve muy claro cuál era la base de la
agricultura, y por lo tanto de nuestra comida y nuestra civilización. Cuando
vivía en la ciudad veía el campo como un verde oasis de paz. Puede serlo, pero
casi de manera accidental. Buena parte de él es un desierto verde: una planta
de producción. Demasiadas cosas en nuestra civilización, desde el fuego hasta
la comida, los edificios, los muebles o el papel, son el resultado de la
destrucción masiva de árboles que se encontraban aquí antes de la llegada del
hombre.
Aquí en Europa la mayoría de nuestros grandes
bosques desaparecieron hace milenios. Los campos y las ciudades se construyeron
sobre sus ruinas, y aquellos de nosotros que crecimos en esas ruinas nunca
supimos que antes habían sido otra cosa. Sin embargo, en otras partes del mundo
asistí al proceso de destrucción. En Borneo atravesé selvas donde extensiones
de decenas de kilómetros cuadrados de enormes dipterocarpáceas, con troncos tan
anchos como mi casa, acababan de ser arrasadas, nuevamente por motosierras,
para dar cabida a plantaciones de palma. En la Patagonia chilena conduje durante
horas por carreteras polvorientas rodeado de bosques talados y quemados, que
iban a ser ocupados por estancias dedicadas a la producción de carne de bovino
para alimentar la creciente población mundial.
Esto es lo que hacemos, nosotros los humanos. Bajamos
de los árboles y ahora los destruimos. Cuanto más viejo me hago, más duro me
resulta soportarlo; más duro me resulta verlo. Cruzo las sombras de los bosques
con las líneas de W. S. Merwin atravesadas en mi cabeza:
Los poseedores se desplazan a todas partes bajo la
Muerte su estrella
Como columnas de humo se adentran en las sombras
Como delgadas llamas sin luz
No tienen pasado
Y queman su único futuro.
Sin duda ha llegado ya el momento de iniciar la
restitución. Creo que los poetas pueden ayudarnos a hacerlo porque ellos son
los que más se acercan a lo eterno, a la pérdida de sentido, y al silencio que
nos permite escuchar esa pérdida. Todos nosotros somos poseedores. "Habéis
despoblado los inmensos cielos", grita un enfurecido Rilke a la humanidad,
a sí mismo. "¡Todo os teme, / malditos destructores de abundancia!"
Todos somos destructores; pero creo que podemos ser redimidos si eso es lo que
queremos. Podemos ser perdonados si cambiamos.
"Si me pidieran / fundar una religión,"
escribió Philip Larkin, "recurriría al agua". Yo recurriría a los
árboles. En el corazón del mito de creación de Occidente, en el jardín
primigenio, antes de la caída en el fuego y la agricultura, se alza un árbol,
en el cual crece una fruta sagrada. Arrancamos la fruta, nos la comemos y somos
desterrados. La fruta nos ayudará a vivir para siempre, pero antes debemos
serrar el árbol y quemarlo, y en el fuego forjar las armas con las que luchar
contra el propio mundo.
¿Qué sucede si el árbol permanece en pie? ¿Qué
sucede cuando al juntar las advertencias de la historia, la nueva información
que nos provee la ciencia y la canción que suena en lo más profundo de nuestro
interior, nosotros, la gente de Occidente, los hijos de la modernidad, miramos
los árboles como lo hacían muchos de los antiguos? ¿Ayudaría a curar la herida?
¿Ayudaría si fuésemos capaces de ver no solo la mitad del árbol que se alza
sobre el suelo sino la mitad que vive debajo? ¿Ayudaría si pudiésemos ver ese
enorme entramado de raíces enlazadas con las de todos los demás árboles del
bosque por redes de micelios que prácticamente funcionan como una red neuronal,
conectando comunidades de seres vivos, enviando y recibiendo señales? ¿Ayudaría
si lográsemos ver este tejido, esta comunidad, como algo vivo y, de algún modo,
consciente? ¿Ayudaría si pudiésemos entender que la hoja que arrancamos de un
tirón está conectada a todo lo demás en el mundo?
Si viésemos los árboles como algo vivo, conectado,
consciente, ¿cambiaríamos nuestro modo de relacionarnos con ellos? ¿Nos cambiaría
a nosotros esa nueva manera de interactuar con ellos? Tal vez no. Sabemos que
los ratones y las ratas y las vacas y los cerdos son seres vivos, conscientes,
y eso no nos impide seguir torturándolos y sacrificándolos si lo consideramos
útil. Pero a largo plazo, o tal vez antes, deberemos enfrentarnos a lo que
hemos hecho. La crisis nos golpeará. "No puede ignorarse la Tierra",
escribió Thomas Berry, "no aguantará que la desprecien, descuiden o
maltraten". Cambiaremos, o nos cambiará a la fuerza. Sospecho que va a ser
lo segundo. Pero mientras tanto, tenemos trabajo por delante.
Los nuevos relatos –o los viejos con un formato
nuevo– no serán un empeño puramente individual. No surgirán a partir de la
investigación, la reflexión, el análisis, la planificación. No serán utópicos,
globalistas, universales, claros y satisfactorios. Si vamos a desarrollar
maneras diferentes de relacionarnos con la tierra o con alguna metodología
espiritual nueva que nos reconecte con nuestra herencia natural, no serán
nuestras mentes racionales las que encarguen de ello. Puede que ni siquiera lo
hagamos nosotros. El mitólogo Martin Shaw se refiere a las historias como
"ecolocalización desde la Tierra". Las antiguas fábulas y los mitos
fundacionales, explica, no fueron simples creaciones de mentes humanas. Esas
mentes habrían actuado más bien como antenas, contando la historia que un
lugar, o el espíritu de un lugar, quería que se contase. Por lo tanto, esas
nuevas narraciones vuelven a ser las más antiguas de todas: repiten una historia
eterna, de antes de que taláramos los árboles. Y no son el resultado de pensar,
sino de escuchar.
"Aquel que sabe no habla", escribió Lao
Zi durante la primera Era Axial. "Aquel que habla no sabe". Una
advertencia útil para cualquier ensayista. ¿Y si las historias que necesitamos,
las nuevas maneras de ver, estuvieran justo aquí, debajo de nuestros pies,
esperando a que nos demos cuenta de su existencia? ¿Y si estuvieran bailando en
el dosel arbóreo a plena luz del día? Una de las afirmaciones más asombrosas
que hace Berry en The Dream of the Earth es que nuestra capacidad para
interrogarnos a nosotros mismos e interrogar la vida, para medir y explorar y
reflexionar sobre la naturaleza de todo, representa un salto evolutivo
necesario. Los seres humanos, señala, son el universo autodescubierto,
consciente de sí mismo. Cuidar de él, por lo tanto, es cuidar de nosotros
mismos. Respetar la tierra es una forma de auto respeto.
A medida que se acelera la segunda Era Axial queda
claro que nuestra relación con el resto de la naturaleza es la historia según
la cual nuestra especie vivirá o morirá. Estamos siendo puestos a prueba por la
propia tierra, como los reyes y los héroes eran puestos a prueba en los relatos
antiguos. Viviremos con nuestro patrimonio –lo salvaje que hay en nosotros y en
el mundo– o moriremos y el mundo seguirá sin nosotros. Yo creo que podemos
lograrlo, aunque tardaremos siglos; pero antes vamos a tener que atravesar los
fuegos que hemos provocado, y mucho de lo que creemos que somos, y mucho de lo
que hemos construido, va a tener que arder.
"Solo un dios", manifestó Heidegger en
una célebre frase, "puede salvarnos todavía". Un ateo estaría en
desacuerdo, pero yo creo que en este caso el ateo se equivocaría. Aunque
podamos no necesitar una nueva religión, sí que necesitamos un nuevo sentido de
lo sagrado o un despertar del antiguo: un sentido de asombro, de maravilla, y
de respeto por algo más grande que nosotros. ¿Qué podría ser eso más grande? No
hace falta teorizar sobre ello. Lo que es más grande que nosotros es la tierra
misma –la vida– y nosotros estamos incluidos en ella, somos una pequeña parte,
y tenemos tarea. Necesitamos un nuevo animismo, un nuevo panteísmo, una nueva
forma de contar las historias antiguas. No estaría mal que volviésemos a la
noción del planeta como la madre que nos alumbró. Esas narraciones tienen mucho
que decir sobre la suerte que espera a quienes no respetan a sus madres.
Pero si bien nos gusta mucho hablar de "la
tierra", no estoy tan seguro de que cualquiera de nosotros pueda
identificarse realmente con ella. Nadie la ha visto jamás, no como un todo. Un
planeta es demasiado grande para nuestras pequeñas cabezas; parece más una idea
que algo real. Con lo que podemos identificarnos es con lo que vemos y con lo que
nos rodea. Cualquier nueva religión, cualquier nueva mirada, probablemente se
desarrollará desde el lugar donde estemos. Surgirá a partir de algo pequeño que
reclame nuestra atención; algo que amemos; algo animado con el espíritu de la
vida.
En mi caso serán los árboles. Quizá necesite pasar
más tiempo sentado en ellos, escuchando sin más. Escuchar no es algo que me
resulte natural: soy un orador, un pensador. Me gustan las ideas, los
conceptos. Me gusta ganar las discusiones. Razón de más para practicar. El sol
de invierno ya está aquí y acaba de derretir la escarcha. Tal vez debería
volver a sentarme en el árbol un rato y prestar atención. Ojalá tuviera unas
cuantas vidas para mejorar mi capacidad de atención, de escucha. Ojalá tuviera
más tiempo para aprender la canción. Aunque quizá el tiempo que tenemos es todo
el que necesitamos.
No son solo las religiones abrahámicas las que
sitúan un gran árbol en el centro de todas las cosas. En el centro de la
mitología nórdica también aparece un árbol: el Yggdrasil. Tal vez sea el mismo
árbol que se hallaba en el Jardín del Edén. El Yggdrasil conecta los nueve
mundos de la cosmología vikinga. Sus raíces se estiran hasta el inframundo, sus
ramas hasta el paraíso y su tronco se encuentra en el centro del mundo de los
hombres. Cuando el Yggdrasil cayera, contaban los vikingos, el mundo se
acabaría en medio de una gran guerra. Sin el árbol en el centro de todas las
cosas, solo habría fuego y dolor.
Estos relatos antiguos, que nos buscan, que cantan
para nosotros la canción del árbol, nos ofrecen un camino y nos lanzan una
advertencia. Si trepamos a las ramas, cerramos la boca y escuchamos, creo que
todavía podemos oírlos.
Traducido por Sara Plaza, revisado por Edgardo
Civallero para http://civalleroyplaza.blogspot.com.es/
El texto original, "The Axis and the
Sycamore", fue publicado originalmente el 13 de abril de 2017 en la
revista Orion, y el 1 de mayo en el sitio web de Paul Kingsnorth (http://paulkingsnorth.net/2017/05/01/the-axis-and-the-sycamore/).
Ha sido traducido y difundido con permiso expreso del autor.
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