17-08-2017
El 15 de
agosto el indicador principal de Wall Street –el Dow Jones de Industriales-
experimentó un alza, que los analistas atribuyeron a la coyuntura positiva de
la economía estadounidense (por ejemplo, los datos del comercio minorista) y a
la moderación de la escalada verbal entre los gobiernos de Estados Unidos y la
República Popular Democrática de Corea. Un teletipo de la Agencia Efe informó
ese día de repuntes en sociedades financieras como American Express, JPMorgan
Chase y principalmente Goldman Sachs (10%), pero citaba ejemplos de caídas las
de la petrolera Chevron, Nike o Home Depot. Sólo cinco días antes Wall Street
iniciaba la sesión con pérdidas, precisamente por el intercambio de amenazas
entre Washington y Pyongyang. Otro factor que explicaba el descenso fue las
pérdidas del 5% de la corporación Walt Disney respecto al anterior año fiscal.
Unos días antes, el 10 de agosto, destacaban al comienzo de la sesión las
pérdidas de Goldman Sachs, Apple, Microsoft y JP Morgan Chase. Por el
contrario, Chevron, Boeing y McDonald’s avanzaban posiciones. Es el mundo
crispado, volátil, zigzagueante y netamente especulativo de los mercados
financieros.
John Kenneth Galbraith fue uno de
los economistas empeñados en explicar estos procesos no para eruditos de la
econometría ni de los modelos matemáticos, sino poniendo la vista en el gran
público. Y de hacerlo, además, con un profundo humanismo. En la primavera de
1955 se produjo un leve ascenso en los valores de la bolsa estadounidense. Pero
la tendencia experimentó un abrupto cambio, lo que en parte se atribuyó a unas
declaraciones de Galbraith ante el Senado de Estados Unidos. Además ese año el
economista publicó por primera vez “El Crash de 1929”, texto que no ha dejado
de reeditarse (en España, por Ariel) ni ha perdido vigencia. Los inversores le
echaron la culpa por el desplome de las acciones tras la declaración
senatorial; y también recibió amenazas por carta. Un senador le llegó a tachar
de “criptocomunista”. Quiso entonces la mala fortuna que este economista de
origen canadiense, que participó en los gobiernos de Roosevelt, Truman, Kennedy
y Johnson se rompiera una pierna esquiando. Los diarios publicaron la noticia,
y otra vez recibió misivas; eran ciudadanos que entendían que, con el
accidente, la divinidad había respondido a sus plegarias.
A pesar de la indignación que en 1955 generaron las
opiniones de John Kenneth Galbraith, el economista cuenta que años después
volvió a estudiarse el “crash” de 1929. Ocurrió en la década de 1970, por “la
insensatez de los fondos depositados en paraísos fiscales (off-shore funds)”,
afirma en la introducción del libro publicado por Ariel; también cuando se
produjo el gran desplome bursátil de 1987; y de nuevo en 1997. Pero el
recorrido por las “burbujas” especulativas podría comenzar mucho antes: en 1637
los agiotistas holandeses observaron las grandes fortunas que podrían lograrse
con las bulbas del tulipán. O también con las peripecias de John Law en 1720,
cuando vendió el “humo” del supuesto oro en Louisiana. El principio general por
el que opera el fenómeno podría extenderse a otros países y periodos
históricos, aunque el autor de “La sociedad opulenta”, “Breve historia de la
euforia financiera”, “Dinero” y “El capitalismo americano” pone el acento en
Estados Unidos. Finalizada la guerra civil (1861-1865) en este país, llegó la
“fiebre” del ferrocarril y la crisis de 1873. La historia se repitió en 1907.
También podrían citarse las inversiones británicas, como las protagonizadas por
el Banco Barings en Argentina, afectadas por el pánico de 1890.
“El rasgo más singular de la catástrofe de 1929 fue
que lo peor empeoraba continuamente; lo que un día parecía el final de la
crisis, se demostraba al siguiente que sólo había sido el comienzo”, comenta
Galbraith. Ese otoño la bolsa neoyorkina cumplía 112 años. El primer día de la
debacle, el jueves 24 de octubre, se transfirieron 12,8 millones de acciones,
en muchos casos a precios que hundieron a los propietarios. La incertidumbre
empujaba las ventas. El martes 29 resultó una fecha demoledora. El día comenzó
con una espiral de ventas desquiciada, de manera que si durante toda la sesión
se hubiera mantenido el ritmo de los primeros treinta minutos, se habrían
producido 33 millones de transferencias. Pero en muchos de los casos no había
compradores. Las más golpeadas resultaron las sociedades de inversión, por
ejemplo Goldman Sachs Trading Corporation. Y asimismo los dos principales
bancos neoyorkinos, el Chase National Bank y el Nacional City. Albert H.
Wiggin, presidente de la primera entidad, percibía un sueldo estratosférico
como director, al tiempo que estaba al frente (y con un sueldo también mollar)
de otras compañías, que generalmente eran prestatarias o clientes del Chase
National Bank. Contaba además con un entramado de sociedades particulares, tres
de ellas radicadas en Canadá. Las operaciones más sonadas de Wiggin tenían
relación con la compraventa de títulos del banco, financiadas por la entidad.
El presidente del National City, Charles E. Mitchell, fue detenido en 1933 por
fraude fiscal.
La primera semana de la crisis representó una degollina
para los pequeños inversores; en la segunda, había indicios de que el pánico
produciría un “proceso de nivelación” (expresión utilizada por el economista)
entre los potentados. Además, se propagó el rumor de que la élite bancaria no
sólo no trataba de frenar el pánico, sino que estaba vendiendo títulos, lo que
aceleraba el descenso de los valores. Esto arruinó su prestigio. Según
Galbraith, durante la década posterior “los banqueros fueron juguete preferido
en los entretenimientos de comisiones del congreso, tribunales, prensa y
comediógrafos”. También arreciaron las críticas contra el presidente Hoover y
las eminencias universitarias.
Al estallido de la “burbuja” siguió la Gran
Depresión, que con oscilaciones se alargó durante diez años. En cuanto a la
cronología de la crisis, durante el primer trimestre de 1930 se produjo una
recuperación de la bolsa que frenó en abril y retrocedió seriamente en junio. A
grandes trazos, el proceso de caída se prolongó hasta mediados de 1932 (el
índice industrial del ‘Times’ cerró a 224 en noviembre de 1929, mientras que el
ocho de julio de 1932 se situó en 58; por estas fechas las acererías veían muy
mermada su producción: funcionaban al 12% de su capacidad; y la producción de
lingotes se hallaba en las cotas más bajas desde 1896). En 1933 el PIB de
Estados Unidos era inferior en un tercio al de 1929; y hasta 1941 el valor de
la producción –medida en dólares- fue menor que la del año del “Crash”. En 1933
había en Estados Unidos cerca de 13 millones de desempleados (el 25% de la
fuerza laboral del país).
Profesor en la Universidad de Harvard y embajador
de Estados Unidos en India, a John Kenneth Galbraith se le sitúa en posiciones
keynesianas. Pinta un panorama previo al “Crash” de 1929 conformado por bancos
“frágiles” y sin fondos de garantía de depósitos; en una economía en la que
tenían peso importante los mercados agrícolas (a su vez vulnerables) y en la
que no se disponía de amortiguadores –como la Seguridad Social, los subsidios
de desempleo o las diferentes prestaciones sociales- a la codicia capitalista.
Pero, de una u otra manera, subraya el economista, siempre que se avecina una
tormenta financiera las autoridades anuncian que la coyuntura “merece nuestra
confianza” y “los fundamentos son buenos”.
A la semana del “Crash” de 1929, la prensa popular
británica se hacía eco de lo que estaba ocurriendo en el centro de Nueva York.
Si los financieros se arrojaban desde las ventanas, los transeúntes miraban y
pasaban, sin más, junto a los cuerpos de los especuladores. Pero la imagen de
los agiotistas suicidándose tiene mucho de leyenda y mito, rebate Galbraith
haciendo uso de la estadística. Sí que fueron, por el contrario, muy habituales
las estafas (por ejemplo el saqueo del Union Industrial Bank de Flint, en
Michigan), que en muchos casos afloraron tras la crisis. Y también fue común el
afán del público por la compra de títulos, en uno tiempos previos al “Crash”
que Galbraith califica como “era de las finanzas”. Se crearon empresas para la
gestión de los servicios públicos (agua, gas o electricidad), constituyeron
nuevas sociedades anónimas y los propietarios del dinero lo prestaban de buen
grado. Otro fenómeno relevante de la época fueron, como hoy, los trusts de
inversión, con un volumen de valores en circulación muy superiores al de los
activos de las empresas. Hasta que, con el “Crash”, estas dinámicas hicieron
crisis; y “se redujo el patrimonio de muchos cientos de miles de
norteamericanos”, remata el economista, autor de varias decenas de libros y
fallecido en 2006.
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