Por: Manuel Guerra
19. 09. 2017
El panorama político peruano se complica
aceleradamente. Las causas de fondo tienen que ver con el agotamiento del
modelo neoliberal, traducido en el estancamiento económico, la descomposición
moral que ha llevado a la corrupción de proporciones gigantescas, la crisis
institucional que afecta a la estructura del Estado, a los partidos políticos y
organizaciones sociales; los valores disociadores que se han impuesto, la
postración en que se encuentran las grandes mayorías que no cuentan con empleos
dignos, ni tienen acceso a los servicios de salud y educación de calidad. Se ha
instalado la anomia social, la gente no ve un futuro promisor, cunde el
escepticismo y la indignación. Los conflictos sociales se multiplican sin que
encuentren solución.
En este escenario se producen las movidas
políticas y reacomodos de coyuntura. Del último proceso electoral salió la
configuración de un mapa político con un gobierno débil (PPK), el fujimorismo
con mayoría parlamentaria, una izquierda (Frente Amplio) disminuida que
acabó fragmentándose, en tanto partidos como APP, APRA y AP también con escasa
representación parlamentaria.
Si bien es cierto que tanto PPK como el
fujimorismo representan a la derecha neoliberal y que ambos sectores trabajan
por la continuidad y profundización del modelo, resulta clara la labor
obstruccionista que ejerce Fuerza Popular, que haciendo uso y abuso de su
mayoría parlamentaria, trabaja sin desmayo por arrinconar al gobierno, generar
un vacío político que lleve a la vacancia presidencial y el adelanto de
elecciones. Está de por medio su apetito de poder, la necesidad de contar con
impunidad por los temas de corrupción que comprometen a todas luces a Keiko
Fujimori, pero sobre todo la apuesta por parte de sectores ultraderechistas de
encarar la crisis que vive el país desde una opción autoritaria, para quienes
el fujimorismo representa su mejor carta por el momento, sin descartar, llegado
el caso, la intervención de los cuarteles.
El fujimorismo y la ultraderecha no
encontraron mejor ocasión para reforzar su ofensiva que la reciente huelga
magisterial, donde les cayó como anillo al dedo la posición intransigente e
irresponsable de sus conductores ligados a las versiones senderistas de Movadef
y Proseguir, quienes, a su vez, perseguían su posicionamiento político. Es así
que los extremos se tocan; ambos enfilan contra la Ministra de Educación y
piden su cabeza. Los dirigentes de la huelga encuentran eco en la bancada
fujimorista, cuyo juego consiste es petardear cualquier solución a la medida de
lucha. Sendero saca su tajada atacando al CEN del Sutep y a Patria Roja; el
fujimorismo saca provecho arreciando su ofensiva contra el Ejecutivo levantando
demagógicamente las banderas de la Educación.
La censura o no de la Ministra de Educación
es el pretexto de las fuerzas en disputa, pues ambos sectores suscriben sin
diferencias la política educativa privatizadora y enajenante neoliberal. Si no
fuera así, al fujimorismo no le costaría nada derogar o modificar las leyes
educativas en el Parlamento. Se trata de una compulsa de fuerzas en la que el
fujimorismo está conduciendo a una crisis política de imprevisibles
consecuencias. Hoy por hoy representa el mayor peligro para que se desboque el
autoritarismo en el país.
De continuar la intransigencia fujimorista y
no otorgar la confianza requerida por el gabinete ministerial, tendremos la
disolución del Parlamento y la convocatoria a nuevas elecciones para elegir
representantes. Ello no solucionará la crisis actual. En este escenario
corresponde a la izquierda y el progresismo actuar con independencia política,
llamar a la población a optar por una salida democrática y patriótica que pasa,
entre otras cosas, por fundar una nueva República sobre la base de una nueva
Constitución.
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