27/11/2017
En este siglo, el capitalismo se redefine bajo
nuevos parámetros políticos, económicos y culturales. Mismas esencias, menos límites
a su actuación, un relato más bronco y violento. Un renovado modelo que, para
que la rueda no se detenga, busca nuevas formas de reproducción y blinda las ya
existentes.
El capitalismo atraviesa en la actualidad una fase
de mutación. Se estaría así preparando en este siglo una nueva forma de
organización social a nivel planetario, como respuesta a la crisis
civilizatoria en ciernes. En esta línea, quienes detentan el poder ya están
realizando notables transformaciones —que plantean irlas impulsando en las
próximas décadas— para enfrentar tanto el colapso ecológico como, sobre todo,
las perspectivas de un crecimiento económico muy débil. Lo que se pretende es
ampliar las posibilidades de reproducción capitalista, en un momento crítico de
significativas amenazas.
De este modo, se intensifica y amplía el radio de
acción de algunas inercias sistémicas —mercantilización, protagonismo del poder
corporativo, concentración y centralización del capital— y se revisa la
arquitectura político-cultural hegemónica en el siglo XX, ya que esta colisiona
con unos horizontes poco halagüeños. La estructura y el modelo económico del
Estado español, en su diversidad, se muestra especialmente vulnerable ante esta
ofensiva; con una escasa capacidad no solo para posicionar sendas alternativas
de vida, sino incluso para responder a las urgencias básicas de las mayorías
sociales.
Lo nuevo y lo viejo
Siglo XXI de inercias y de cambios. Cambios
profundos para mantener, en un momento crítico, la inercia capitalista: su necesidad
de reproducción permanente. Un capitalismo herido que se dispone, en una huida
hacia adelante, a desmantelar parcialmente el modelo de organización global
edificado en torno a sí mismo en la segunda mitad del siglo XX porque ya no le
es funcional. Y que podemos resumir en un relato conformado por tres
ideas-fuerza: un crecimiento económico incesante bajo la primacía del poder
corporativo; un modelo de democracia liberal-representativa que intermedia
entre Estado, mercado y ciudadanía; un imaginario de defensa de derechos
individuales –la agenda de colores neoliberal– sostenido sobre la expansión de
los beneficios de la globalización y una arquitectura institucional diseñada al
efecto. Si bien este capitalismo del siglo XX no ha dejado nunca de mostrar su
matriz clasista, patriarcal, colonial, depredadora y violenta, también es
cierto que logró posicionar su relato en una combinación permanente de coerción
y consentimiento.
Hoy en día, no obstante, el vaso se ha rebosado y
la dinámica capitalista no cabe en el estrecho marco del proyecto del siglo XX,
por lo que su andamiaje político-cultural pretende ser derribado. La economía
es lo primero. Y si antes podían permitirse espacios y sectores definidos desde
parámetros diferentes —o en la periferia— de la lógica capitalista, ahora es
crucial integrarlos definitivamente en esta. Se lanza así una ofensiva contra
todo aquello que aún no está bajo el control del poder corporativo para
trascender toda frontera sectorial, geográfica, política y cultural que ponga
en cuestión el flujo capitalista. Una apuesta, en definitiva, por la
mercantilización de la vida, por el control de su espectro completo, por la
hegemonía sin parangón del poder corporativo, ya sin ropajes ni subterfugios.
Dimensiones del capitalismo del siglo XXI
En este siglo XXI, el capitalismo se redefine bajo
nuevos parámetros políticos, económicos y culturales. Mismas esencias, menos
límites a su actuación, un relato más bronco y violento. En síntesis: un renovado
modelo económico que, para que la rueda no se detenga, busca nuevas formas de
reproducción y blinda las ya existentes. En el ámbito político, se apuesta por
una gobernanza corporativa global; esto es, un gobierno de facto de las grandes
empresas que sin eliminar a las instituciones, ampute sus capacidades en favor
de las corporaciones. En lo que se refiere al imaginario cultural, se abandona
progresivamente la deslegitimada agenda de colores en favor de una dinámica de
fascismo social, más adecuada a una realidad donde se hace patente que no todas
las vidas tienen valor, ni siquiera son posibles.
Respecto a la dimensión económica, se pretende
mercantilizar todo ámbito de la vida. Con una énfasis especial en los bienes
naturales, los servicios, lo digital y la esfera de lo público. Y es que estos,
además de extender la frontera mercantil global, garantizan el negocio en base
a las necesidades humanas básicas, y por tanto permanentes (educación, salud,
vivienda, alimentación, bienes naturales, etc.), ahondando en el férreo control
del trabajo, los territorios y los bienes naturales escasos.
Complementariamente, y ante las escasas vías de reproducción en otras esferas,
se redobla la apuesta especulativa mediante el blindaje de la desregulación
financiera, que bien pudiera generar otro estallido como el de 2008. Con una
mirada de largo alcance, se prefigura una nueva onda expansiva a partir del
desarrollo de la automatización, la robotización, la economía digital y el
“capitalismo verde”.
En la dimensión política, se trata de eliminar toda
traba democrática al natural desempeño económico. La democracia no puede poner
ya freno a los negocios, y estos deben realizarse bajo la primacía de la
absoluta seguridad jurídica. Este principio se convierte en valor supremo, por
lo que se revisan los fundamentos del modelo liberal-representativo en lo que
respecta a las capacidades legislativas y judiciales. La tensa relación entre
capitalismo y democracia explota por los aires, y en el altar de la
reproducción del capital se derriba la arquitectura institucional básica de
parlamentos, tribunales públicos y estructuras multilaterales de derechos
humanos, principalmente a través de la nueva oleada de acuerdos de comercio e
inversión.
En este contexto, el comercio y la inversión se
esencializan, implantando de manera definitiva la lex mercatoria: la
democracia empezaría ahí donde terminan los mercados capitalistas. En esa misma
lógica, las decisiones estratégicas se elevan y se corporativizan todavía más,
priorizando los ámbitos de decisión regionales y multilaterales, así como la
participación activa de las grandes empresas en ellas. Y no solo de forma
indirecta sino directamente, dentro del mismo proceso de elaboración política y
contando con una justicia ad hoc.
A la vez, se impulsa un relato cultural que cierra
el círculo del proyecto. Frente a la deslegitimación de la agenda de colores
neoliberal, que pretendía trasladar una mirada progresista y universalista
sobre la globalización, se va posicionando otro imaginario más acorde con la
realidad de violencia y exclusión generalizada. Gana espacio pues un discurso
de fascismo social, de miedo y confrontación con el otro que, incluso
manteniendo cierto pluralismo político, preconiza la ley del más fuerte. Ya
parece que no hay sitio para todos y todas, y que solo algunas vidas son
vivibles. Y se abunda en la guerra con el otro, con lo diferente, desde
sentidos comunes explícitamente reaccionarios. A su vez, como referencia
normativa se proyecta un individualismo extremo, moderno, conectado y con
acceso a todo —como puede ejemplificarse en algunos casos de la “economía
colaborativa”— que invisibiliza, en el voluminoso iceberg oculto bajo el agua,
una realidad de servidumbre e hipersegmentación a costa del individualismo de
la clase privilegiada.
El capitalismo del siglo XXI conforma un nuevo
proyecto que desmantela los mínimos democráticos en el marco del gobierno de
hecho de las empresas transnacionales, bajo un patrón de apropiación militar y
corporativo del territorio. Un proyecto que ensaya una muy cuestionable onda
expansiva de crecimiento económico, sin garantía alguna de alcanzar la
productividad esperada, pero que en todo caso nos aboca a una constante de
incertidumbre y especulación. Y que ahonda además en el abismo social y el
colapso ecológico; frente a agendas inclusivas y pacíficas, nos ofrece fascismo
social, miedo y guerra. Con la nueva oleada de tratados de comercio e inversión
como uno de los hitos principales de su agenda, mediante la que se trata de derribar
toda frontera sectorial, geográfica, política y cultural a los negocios, los
mercados y el poder corporativo.
El modelo económico del Estado español
El sistema, en su huida hacia adelante, nos conduce
a todos y todas a un atolladero histórico sin precedentes. Revertir
radicalmente esta situación, plantear modos de vida alternativos y ser a la vez
capaz de responder a las necesidades urgentes de la población, aparecerían pues
como los desafíos principales de todo proyecto de futuro. Lamentablemente, el
modelo hegemónico en el Estado español parece estar lejos de estos retos.
Centrándonos aquí exclusivamente en la dimensión
económica, podemos apuntar una serie de pinceladas que nos muestra un modelo
muy poco resiliente e incapaz de ofrecer soluciones. Un modelo que, de manera
muy esquemática, se podría definir por la hegemonía del turismo y del sector
inmobiliario, así como por la apuesta por el desarrollo de grandes empresas
—sobre todo financieras y energéticas— con un volumen de negocio exterior relativamente
alto. Todo ello, en última instancia, sustentado sobre una gran dependencia del
crédito y la deuda para financiar inversión, consumo y especulación.
Esta estructura económica se muestra profundamente
vulnerable, ya que se sustenta sobre sectores de escaso valor añadido y
crecimiento de la productividad, que además están detrás de las principales
crisis que nos asuelan. Hablamos de especializaciones en sectores escasamente
dinámicos, sujetos a múltiples variables externas y que van a verse sujetos a
disputas crecientes. Por otra parte, es un modelo muy centralizado en unas
pocas corporaciones transnacionales, cuyos beneficios no han derivado siquiera
en un cierto goteo para las grandes mayorías. Además, la propia tendencia del
capital y las disputas venideras pueden provocar que pierdan su mínimo vínculo
peninsular, sobre todo si se siguen concretando otros procesos de absorción
como los de Enel sobre Endesa y Suez sobre Abgar.
Una apuesta económica que se sustenta en su
conjunto sobre las finanzas, lo que eleva exponencialmente su inestabilidad,
abunda en una nueva e hipotética crisis y hace imposible la respuesta ante las
necesidades sociales bajo el yugo de la deuda. Un modelo económico al que se le
suma una arquitectura político-cultural lastrada por la corrupción, el
clientelismo, la incapacidad para buscar salidas democráticas para el legítimo
reclamo del derecho a decidir, con unas crecientes muestras de fascismo social
y violencia. Un panorama que, al fin y al cabo, demanda un cambio de rumbo
desde rupturas democráticas diversas y a partir de una redefinición económica
radical.
Fuente: El Salto, 22 de noviembre de 2017
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