Created:
10 November 2017
Por:
Benedicto González Montenegro (Alirio Córdoba)
No hace
falta que el uribismo gane las próximas elecciones presidenciales para hacer
trisas los acuerdos de paz firmados el año pasado entre la insurgencia de las
FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos en representación del Estado
colombiano.
Una cruzada
de la élite política, de la que hace parte el propio Nobel de Paz, se ha
propuesto impedir la implementación de lo acordado a través de todas las
artimañas jurídicas y políticas diseminando desesperanza, escepticismo y
desconfianza, tanto en los antiguos combatientes farianos como en la población
colombiana en general.
Al
pretender convertir la implementación de los acuerdos de paz en una nueva
negociación, el gobierno traiciona su compromiso de buscar la paz para Colombia
y subordina el más sublime de los anhelos del país, la paz, a los intereses de
los grupos económicos y sectores políticos tradicionales. De ahí que se
incremente el presupuesto militar en detrimento de derechos fundamentales como
la salud, la educación, la vivienda, la recreación, el deporte y la cultura.
Advertía
el comandante Alfonso Cano, en julio de 2010, que todos los intentos de alcanzar
un acuerdo de paz hasta ahora habían fracasado porque la clase gobernante
llevaba siempre oculta la intención de trampear a la insurgencia a través de
procesos más parecidos a una capitulación que a un pacto político para terminar
la guerra, y esta vez no ha sido la excepción. Desde el inicio de las
conversaciones, la delegación encabezada por Humberto De la Calle y Sergio Jaramillo
dejaron ver su estrategia desarticuladora basada en el DDR (Desarme, Desmovilización
y Reinserción). Estrategia nada coincidente con los intereses políticos de una fuerza
como las FARC que no fue derrotada en el campo de combate.
En otras
palabras, se trataba de lograr el desarme de la insurgencia sin que se
produjeran cambios sustanciales en la vida económica, política, social y
cultural del país.
Por eso
el delicado asunto de las armas estuvo en el centro del debate hasta último
momento y la presión de la insurgencia de las FARC se hizo sentir hasta el 15
de agosto, día que fue extraído de Pondores - La Guajira el último contenedor.
Las armas y no la paz eran el objetivo principal del gobierno Santos.
En
adelante, sin instrumento de presión a la mano, temas como: la repatriación de
Simón Trinidad y la libertad de los integrantes de las FARC recluidos en las
cárceles colombianas, la adecuada y oportuna atención en salud, la construcción
de la habitaciones para los reincorporados, las garantías en materia de seguridad
física, los recursos para los proyectos productivos que garanticen la
sostenibilidad, bienestar y buen vivir, procesos serios de capacitación,
formación, validación y homologación de conocimientos, se tornan secundarios para
el Estado y el gobierno.
El
acuerdo concibe la reincorporación como un conjunto de programas y medidas
dirigidas a garantizar que personas que retornan de la guerra encuentren
condiciones de vida digna y garantías de seguridad jurídica, física y
socioeconómica. Pero ante todo, que se abran las compuertas de la democracia
verdadera.
Pero en
la práctica ocurre lo contrario, varios ejemplos lo demuestran: El fantástico
operativo policial por tierra y aire para dar captura a Tito Ruano Yandú, un ex-miliciano
de las FARC a quien acusan de ser capo del narcotráfico y con riesgo de ser
extraditado a los Estados Unidos; los asesinatos de 30 integrantes del nuevo
partido; la exclusión política y el odio manifestado por la mesa directiva de
la cámara de representantes (octubre 24 de 2017) que ordena “a partir de la
fecha se niegue el acceso a nuestras instalaciones de cualquier ex integrante
de la guerrilla de las FARC...”, demuestran que la institucionalidad del Estado
colombiano es más proclive a la guerra que a la paz.
Ese
congreso que aplaudió alborozado a los jefes paramilitares, abrazó y fotografió
con ellos, hoy se erige “garante y protector de nuestra institucionalidad
democrática...” para negar el acceso a los líderes de una organización que
selló un acuerdo de paz que pone fin a más de 50 años de confrontación militar.
Demuestran con sus acciones que falta mucho terreno por recorrer para coronar
la verdadera paz.
En los
planes de las FARC, sigue siendo prioridad convertir las antiguas zonas
veredales en verdaderos territorios de paz y convivencia. Construir la paz
desde los territorios donde se sienta el positivo impacto de la Reforma Rural
Integral, las bondades de la participación política que trasciende el ejercicio
electoral, y el diseño de los planes de desarrollo con enfoque territorial que
se basa en la acción participativa de las comunidades. Este propósito choca con
el
interés del Estado, que ve la permanencia de los antiguos combatientes en
proceso de reincorporación como una carga económica y de ahí todas las fórmulas
para que estos abandonen los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación.
La clase
política asume que el éxito del proceso de reincorporación, como parte de la implementación
de los acuerdos, llevará a las FARC a la disputa de los espacios políticos y eso
los asusta. Sabe también que en los próximos debates electorales los cuadros
farianos incorporarán en su discurso la denuncia de la corrupción
administrativa y la defensa del territorio devastado por la vorágine
extractivista, cuya minera irresponsable contamina y despoja a los pueblos
ancestrales y afros, bajo la mirada cómplice de las entidades estatales que
otorgan licencias ambientales sin importar el daño irreversible que generan a
la naturaleza y la vida humana.
Lejos de
ser una “desmovilización”, nuestro proceso constituye una movilización política
hacia las grandes transformaciones políticas, económicas, sociales y
culturales, que dan continuidad a los objetivos políticos que encarnan la lucha
histórica de esta Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, FARC.
Colombia,
noviembre 2017
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