Dom,
29/10/2017 - 22:49 — Raúl Perea
Ramiro Parodi
Introducción
Gasto
heroico, democracia absoluta, multitud en acción creativa, caos creador, sujeto
actor de su propio destino, momentos ígneos, fluidez lenta, producción de
comunidad, colectividad social en estado de fusión. Diversas son las figuras a
través de las cuales Álvaro García Linera se refiere a la Revolución Rusa de
1917. Estas caracterizaciones buscan captar distintos rasgos de la Revolución
de Octubre, muchos de los cuales recorren algunas de las principales tesis del
pensamiento de Linera, tales como la “incompletud” de la historia, la relación
entre autodeterminación y multitud, la idea de democracia como expansión de los
espacios de participación a través de una ciudadanía fiel y la tesis principal
de este recorrido: toda revolución es un proceso de temporalidades múltiples.
En esta
oportunidad, propongo un doble recorrido entrelazado. Por un lado, realizar un
rodeo por el texto de García Linera denominado “Tiempos salvajes. De la
Revolución Rusa de 1917 a la Revolución de nuestros tiempos”, escrito para una
compilación realizada este año y nutrida de aportes esbozados previamente en torno
a los conceptos de proceso, crisis, flujos y momentos revolucionarios.
Por otro, pero en estricta relación con el primero, buscaré establecer un
vínculo entre este modo de caracterizar a la revolución y las marcas que dejan
estos procesos en las sociedades. De este modo, iremos más allá de lo que
señala García Linera cuando afirma que: “Aunque en comparación al resto de la
vida institucional y regular de la sociedad, las revoluciones duren poco tiempo
en su explosión vital, ellas son las que en realidad la moldean y diseñan las
estructuras sociales y topográficas institucionales”. (García Linera, 2017: 5)
Para
proponer que los sujetos son los que desbordan las materializaciones
institucionales posrevolucionarias y que, por lo tanto, las subjetividades
políticas son las que emergen de los procesos revolucionarios.
La
Revolución como proceso
El actual
vicepresidente de Bolivia encuentra dos modos erróneos a través de los cuales
fueron abordadas las revoluciones en general y la Revolución Bolchevique en
particular. Una de ellas fue reducir este acontecimiento a la toma del Palacio
de Invierno. Es decir, circunscribir la revolución a un instante
cinematográfico que, en palabras del propio García Linera, no es más que un
efecto de la revolución, pero no su contenido total. El segundo de estos modos
confusos es pensar que se puede cercar a la revolución al instante en el que
determinadas fuerzas deciden desencadenar la insurrección.
Estos dos
abordajes, que no son más que las dos caras de la misma moneda, poseen
múltiples problemas como, por ejemplo, hacer de la revolución una idea
brillante de algún genio, obturar la importancia vital de los procesos
colectivos o suponer que un adversario político se desvanece en el aire con la
toma de un edificio público. Estas dos visiones arrastran tras de sí una
concepción lineal de la temporalidad que supone que esta puede cortarse en un
punto y recomenzar desde cero. En contra de estos abordajes García Linera
señala que:
La
revolución no constituye un episodio puntual, fechable y fotografiable, sino un
proceso largo, de meses y años, en el que las estructuras osificadas de la
sociedad, las clases sociales y las instituciones se licúan y todo,
absolutamente todo lo que antes era sólido, normal, definido, previsible y
ordenado, se diluye en un “torbellino revolucionario” caótico y creador.
(García Linera, 2017: 7)
La idea
de proceso revolucionario viene a disputar dos frentes. En primera instancia,
intenta discutir con una dimensión plana de la historia atravesada por una
única contradicción que, en caso de ser resuelta, transformaría plenamente las
sociedades. Pero también discute con la lógica del cálculo y la previsibilidad
revolucionaria. García Linera se inclina por pensar en las revoluciones como
“acontecimiento excepcionales, rarísimos, que combinan de una manera jamás
pensada corrientes de lo más disímiles y contradictorias, que lanzan a la
sociedad entera, anteriormente indiferente y apática, a la acción política
autónoma”. (García Linera, 2017: 9)
Entender
a la Revolución de Octubre como un proceso permite abordar sus múltiples
contradicciones internas tales como las tensiones entre los distintos partidos
políticos, los modos disímiles en los que se desplegaron las asambleas, las
múltiples reacciones ante determinadas decisiones como la estatización de la
banca o de las tierras. En otras palabras, el pensador boliviano habla de
“muchas revoluciones desplegándose al interior de la revolución” (García
Linera, 2017: 10), en las que se desenvuelve “una intensa lucha por la
hegemonía política al interior de las clases subalternas” (García Linera, 2017:
11). Lo que se pone en escena entonces es una exacerbación del desacuerdo al
interior de la propia revolución. Sin embargo, es precisamente esa falta de
homogeneidad lo que hace avanzar a la revolución. No es el acuerdo, sino la
discusión y el involucramiento lo que motoriza al proceso ya que cada una de
estas intervenciones pone en escena un cúmulo de demandas insatisfechas que
pudieron nombrarse.
Democracia
como condición de posibilidad de la Revolución
Es
precisamente porque un proceso revolucionario evidencia una serie de demandas
populares anteriormente invisibilizadas que García Linera afirma que no podemos
prescindir de la idea de democracia cuando intentamos pensar qué pasó en la
Revolución Rusa. Lo que se expande en estos momentos son las instancias de
participación. Hay una radicalización de la democracia que hace estallar los
marcos preestablecidos para ella y se traslada a otros territorios más
fértiles. En octubre de 1917 esto fue precisamente lo que sucedió y lo que
García Linera señala a través de la descripción de Harold Williams:
Los
siervos y los porteros de las casas piden consejos respecto a qué partido deben
votar en las elecciones de distrito. Todas las paredes de la ciudad están
llenas de carteles de reuniones y conferencias, congresos, propaganda electoral
y anuncios (…) Dos hombres discuten en una esquina de la calle e inmediatamente
se ven rodeados por una emocionada multitud. Incluso en los conciertos, la
música ya se ve diluida por los discursos políticos de oradores famosos. La
perspectiva Nevsky se ha convertido en una especie de Quartier Latin. Los
vendedores de libros llenan las aceras y anuncian a gritos folletos
sensacionales acerca de Rasputín y Nicolás, de quién es Lenin y de cuánta
tierra van a recibir los campesinos. (García Linera, 2017: 14. Citado en
Freges, 1990: 417)
Estamos
ante una “democracia absoluta” (García Linera, 2017: 15) que únicamente puede crecer
a través de la prolongación de la insurrección. La delegación de los asuntos
públicos es dejada de lado junto con la apatía política para devenir en
prácticas de sujetos políticos que asumen su responsabilidad ante los asuntos
comunes. Es posible rastrear en el pensamiento de García Linera que las
garantías democráticas como la asociación y el pluralismo operan como
condiciones de posibilidad de la revolución. ¿Pero cómo conciliar este desborde
democrático con la necesidad de un orden? ¿Cómo articular las múltiples
democracias con la democracia del gobierno? ¿Qué puede hacer el Estado en estos
procesos?
El modo
que García Linera sugiere para pensar esta contradicción inherente a las
revoluciones es la de sostener que se desarrollan dos democracias en paralelo
una “democracia local” y una “democracia general” (García Linera, 2017: 23). El
pensador boliviano no opta por una o la otra, sino más bien por sostener ambas
ya que es preciso que se desarrollen tanto instancias de monopolización como
instancias de universalización del poder. Así como es necesario que cada
asamblea represente un “mini estado” (García Linera, 2017: 23) y, de ese modo,
expandir los lazos democráticos también es necesario monopolizar algunas
decisiones por parte del Estado para evitar que:
Cada
fábrica comience a actuar por su cuenta, a fijarse solo en el bienestar de sus
trabajadores sin considerar el bienestar del resto de los trabajadores de otras
fábricas y de los habitantes de las ciudades o de los campesinos o que los
soviets de campesinos solo se preocupen del abastecimiento de sus afiliados,
dejando de lado a los trabajadores de las ciudades que están sin alimento; es
decir, el momento en el que cada institución democrática obrera solo se fija en
sí misma sin tomar en cuenta el conjunto de los trabajadores y ciudadanos del
país, se produce una hecatombe económica que paraliza el intercambio de
productos y potencia los egoísmos entre sectores que se desentienden de los
demás llevando a la disminución de la producción, el cierre de empresas, la
pérdida de trabajo, la escasez, el hambre y el malestar en contra del propio
curso revolucionario. (García Linera, 2017: 24)
El rol
del Estado
Es
necesario, en este sentido, evitar un desencuentro entre dimensiones
territoriales de la democracia con el fin de mantener la unidad del proceso. En
este sentido, es el Estado el que juega un rol fundamental, pero ya no
como monopolizador absoluto del poder como en los tiempos del Zar sino como
instancia intermedia abocada a lidiar con la contradicción que implica la
existencia de dos democracias desarrollándose en paralelo. Es el Estado el
encargado de cabalgar la contradicción que implica que para profundizar la
revolución hay que, por momentos, monopolizar el poder. La tesis del
pensamiento de García Linera sobre el Estado es que este es una instancia
imprescindible para un período de tiempo que debe ser limitado mas no
necesariamente corto. Su carácter es transitivo y su tarea es la estabilidad,
pero su duración es incierta.
Así como
García Linera intenta distanciar la oposición entre revolución y democracia
para plantear que no hay revolución sin radicalización de la democracia,
también buscará separar la idea de que toda revolución es una guerra de posiciones.
Esto, por un lado, refuerza la idea del proceso en contraposición a la
concepción de la toma de mandos. Mientras que, por otro lado, busca plantear
que la relación entre revolución y violencia no es inherente, sino que es
propia de determinadas circunstancias que el pensador boliviano reduce al
“momento jacobino”. (García Linera, 2017: 20)
En este
sentido, García Linera ha tendido a distinguir dos momentos, de jerarquías
distintas, dentro de los procesos revolucionarios. Uno de ellos es el que
muchas veces se ha denominado “momento gramsciano” (García Linera, 2015:
45) que se desarrolla a través de una batalla hegemónica, donde se pone en
juego una disputa en torno al sentido común y se intenta desplegar otras
lógicas de lo sensible que habilitan nuevas “esperanzas movilizadoras”. (García
Linera, 2015: 45) El otro momento fue denominado “momento leninista” (García
Linera, 2015: 45), que es lo que anteriormente hemos nombrado como “momento
jacobino”. Se trata del instante necesario de intervención violenta, cuando es
preciso que la conquista realizada en términos hegemónicos no sea bloqueada por
“las viejas clases dominantes”. (García Linera, 2017: 20) En términos
jerárquicos, García Linera establece una primacía del momento gramsciano por
sobre el momento jacobino:
La
batalla por el liderazgo y conducción política de las clases populares
movilizadas es la clave de la revolución; mientras que la audacia
insurreccional que derrumba definitivamente el viejo poder estatal es una
contingencia emergente del curso de esa lucha previa por la hegemonía. (García
Linera, 2017: 18)
Lo
singular del caso ruso, observa el pensador boliviano, es que, a diferencia de
otros procesos revolucionarios, el momento gramsciano se produjo
extraordinariamente rápido. Dicho período suele estar conformado por largos
años de destrucción y reconstrucción simbólica de los esquemas que conforman la
ética y la lógica de los sujetos. Sin embargo, esto no fue así en la Rusia de
1917. El vicepresidente de Bolivia esboza una hipótesis para dicho
aceleramiento y señala que podría tratarse de la infinita acumulación de
contradicciones que atravesaba al país, desde la Revolución de 1905 hasta la
Primera Guerra Mundial, pasando por la crisis económica y la crisis simbólica
que estos dos acontecimientos habilitaron.
La idea
de momento jacobino es la que le permite a García Linera reforzar su tesis de
la revolución como proceso, ya que lo que escenifica es la paradoja que implica
que el día después de la revolución todo sigue igual, aunque ya nada es como
antes:
Los
bolcheviques tomaron el poder en octubre del 1917, pero el Banco Central seguía
entregando dinero a los representantes del antiguo gobierno provisional incluso
hasta fines de noviembre. En enero de 1918, los funcionarios de los ministerios
aún se mantenían en huelga en desconocimiento a los nuevos ministros; en tanto
que administrativos de gobiernos locales seguían sin obedecer al nuevo gobierno
aún entrados los primeros meses de 1919. (García Linera, 2017: 21)
Fue la
guerra civil su momento jacobino, el cual les permitió la cuota de estabilidad
necesaria para afrontar el desarrollo de la revolución.
El
momento jacobino o punto de bifurcación es la necesidad de torcer la historia,
no con el fin de eliminar al adversario político, sino para lograr un triunfo
que decante en su repliegue y erosione tanto su incidencia institucional como
su hegemonía simbólica. Se trata de consolidar, no solo un nuevo gobierno, sino
también otro sentido común. Para ello, la derrota del adversario es
imprescindible en pos de la duración y de la unidad del proceso revolucionario.
Los
tiempos de la Revolución no son los tiempos del Estado
Si el
Estado cumple una fase transitiva es porque tiene limitaciones intrínsecas que
son ineludibles. García Linera suele recurrir al concepto de “comunidad
ilusoria” (Marx y Engels, 1968: 35) esbozado por Marx y Engels en la Ideología
Alemana para señalar la paradoja que atraviesa a un Estado que intenta unir
lo disperso. El Estado lidia entre la necesidad de crear una comunidad y su
imposibilidad estructural, ya que la comunidad no funciona por intermedio de la
imposición.
Lo único
que puede hacer el Estado, por muy revolucionario que sea, es dilatar,
habilitar y proteger el tiempo para que la sociedad, en estado de
autodeterminación, en lucha, en medio, por arriba, por abajo y entre los
intersticios del capitalismo predominante, despliegue múltiples formas de
creatividad histórica emancipativa y construya espacios de comunidad en la
producción, en el conocimiento, en el intercambio, en la cultura, en la vida
cotidiana. (García Linera, 2017: 52)
Se trata
de fracasar cada vez mejor, como señaló Samuel Beckett. Uno de esos intentos,
que atravesó a la Revolución Rusa, fueron las estatizaciones. García Linera
recupera la historia de las estatizaciones de las tierras, los bancos y las
industrias con el fin de resaltar que lo que late en el corazón de estas
medidas es la intención de cambiar las relaciones de producción: de la ley del
valor de cambio a la ley del valor de uso. Se apostaría por una suerte de
desfetichización de las mercancías con el fin de extraerles lo que Marx
denominó su “carácter místico”. (Marx, 1975: 85)
Sin
embargo, la estructura procesual de la revolución da cuenta de la imposibilidad
de prever el resultado de las medidas, ya que “la naturaleza social de la
revolución soviética no está definida de antemano y se va haciendo y rehaciendo
en el mismo transcurso de la acción”. (García Linera, 2017: 32) El pensador boliviano
recurre a Lenin para explicar qué sucedió transcurridos los primeros años de la
revolución. A pesar de que el objetivo fue introducir la producción y la
distribución estatal con el fin de crear un sistema económico de producción y
distribución diferente del anterior, el resultado fueron nuevas formas
capitalistas.
Al
estatizar esos recursos, el Estado les quita la base material a las anteriores
clases propietarias, que no solo pierden recursos, dinero y ahorros, sino que
además pierden poder de decisión, de influencia social y probablemente poder
político (...) Pese a ello, la contabilización del tiempo de trabajo abstracto
sigue regulando el intercambio de las mercancías en el mercado interno y
externo. (García Linera, 2017: 38)[1]
Otro
riesgo que atañe al proceso de estatizaciones, cuyo horizonte es la
reconversión de la ley del valor y la disolución del dinero, es el de otorgarle
excesivo control de las decisiones a un Estado que, por más representación que
tenga, no deja de ser el monopolio de las decisiones comunes. García Linera
advierte contra el peligro de, en pos de apurar los tiempos revolucionarios,
reinstalar un Estado desdemocratizador monopolizado por una nueva minoría.
Las
estatizaciones derrumban el poder de la burguesía, sí, pero en el marco del
dominio de las relaciones capitalistas de producción. Las estatizaciones crean
condiciones para una mayor capacidad política de las iniciativas de las fuerzas
revolucionarias, sí, pero mantienen inalterable la lógica del valor de cambio
en los intercambios y el comercio de productos del trabajo social. (García
Linera, 2017: 41)
El
ejemplo de la NEP[2]
(Nueva Política Económica) es el que le permite a García Linera, nuevamente a
través de Lenin, no resolver el problema de los momentos de monopolización del
poder por parte del Estado, sino proponer un modo estratégico de actuar por parte
de ese Estado. Se trata de una corrección sobre las medidas tomadas en torno al
manejo de las tierras, la relación entre las industrias nacionales y el
reclutamiento laboral forzoso. En definitiva, hablamos de un proceso de
autocrítica práctica que evita los dos mayores riesgos de las estatizaciones:
la reconstrucción de una minoría privilegiada (los que ahora gestionan las
instituciones estatizadas) y el aprovechamiento de esa minoría de su posición
de privilegio.
El Estado
no puede crear comunidad, porque es la antítesis perfecta de la comunidad. El
Estado no puede inventar relaciones económicas comunistas, porque ellas solo
surgen como iniciativas sociales autónomas. El Estado no puede instituir la
cooperación, porque ella solo brota como libre acción social de producción de
los comunes (...) Si alguien ha de construir el comunismo es la propia sociedad
en automovimiento. A partir de su experiencia, sus fracasos y sus luchas.
(García Linera, 2017: 53)
Conclusiones
García
Linera no lee a la Revolución Bolchevique para enmendar sus errores en Bolivia.
No está pensando en fórmulas susceptibles de ser aplicadas sin análisis
crítico. El repaso que el vicepresidente realiza es un análisis de coyuntura
que implica pensar las contradicciones propias de ese momento histórico sin
posibilidad de trasladarlas a ningún lado.
Lo que sí
parece sostenerse relativamente inmutable (desde un punto de vista más político
que filosófico y, por lo tanto, más coyuntural que ontológico) es el carácter
procesual, ya que cuando uno repasa los textos de García Linera sobre las
revoluciones de su país es posible encontrar la misma operación de lectura que
realiza con la revolución del 17: multiplicidad de contradicciones, derrotas
internas, retrocesos, continuidades con el régimen antiguo. Mientras que otro
aspecto que permanece es la idea de la democracia como condición de posibilidad
de las revoluciones. En su triángulo histórico de acontecimientos (integrado
por La Revolución de 1952, La Marcha por la Vida de 1985 y la Guerra del Agua
del 2000) subyace un gran énfasis en los modos de organización asambleístas y
el involucramiento de sectores de la sociedad previamente apáticos, que esos
“momentos políticos” (Rancière, 2010) habilitaron.
La imposibilidad
de prever una estrategia revolucionaria, el tiempo de un Estado o el efecto de
una medida como la estatización no radica en una carencia de líderes políticos
astutos (la admiración de García Linera por Lenin es irrefutable), sino en el
hecho de que la “incompletud” de lo social está determinada por la presencia de
los sujetos, sus prácticas aleatorias y sus tiempos múltiples. De ahí que sea
posible concluir de modo provisorio que, en el dispositivo teórico de García
Linera, no solo la pregunta por la revolución, sino también la pregunta por el
Estado y la Democracia sean, también, preguntas por el sujeto político de modo
que esta categoría funciona como su variable de desajuste.
Bibliografía:
Figes,
Orlando, La Revolución rusa 1891-1924. La tragedia de un pueblo. España:
Edhasa, 1990.
García
Linera, Álvaro, “Estado, democracia y socialismo”. En: Socialismo
comunitario un horizonte de época. La Paz: Vicepresidencia de Bolivia,
2015, pp. 34-66.
García
Linera, Álvaro, “Tiempos salvajes de la Revolución Rusa de 1917 a la Revolución
de nuestros tiempos”. En: La revolución rusa cien años después. Madrid:
Akal, 2017, pp. 529-612.
Lenin,
Vladímir Ilich, “La nueva política económica y las tareas de las comisiones de
educación política”. En: Obras selectas,II. Buenos Aires:
Instituto del Pensamiento Socialista, 2013, pp. 539-554.
Marx,
Karl y Engels, Friedrich, La ideología alemana. Montevideo: Pueblos
unidos, 1968.
Rancière,
Jacques, Momentos políticos. Buenos Aires: Capital intelectual, 2010.
Poulantzas,
Nikos, Estado, poder y socialismo. Buenos Aires: Siglo XXI, 1979.
[1] Es innegable aquí la influencia poulantziana a la hora de tomar
recaudos respecto a las estatizaciones: “Es necesario, ante todo, no caer en la
ilusión de que el capital estatal, debido a su carácter público, sería
cortocircuitado y neutralizado en la reproducción global del capital social y
en cierta medida o del todo ya no formaría parte del capital. Ese capital sigue
explotando (las empresas públicas explotan a sus trabajadores) y por tanto
produciendo plusvalía” (Poulantzas, 1979: 212). Para ver más sobre la
influencia del filósofo grecofrancés en el pensamiento de García Linera ver:
“Estado, democracia y socialismo”, en Socialismo comunitario, un horizonte
de época.
[2] El NEP fue un plan económico
promulgado en 1921 con el fin de salir de la profunda crisis en la que se
encontraba la revolución. Algunas de sus medidas fueron la sustitución de la requisa
de excedentes por un impuesto (lo que abrió la libre comercialización de los
excedentes), y concesiones a capitalistas extranjeros y privados. En palabras
del propio Lenin fue “volver al capitalismo” (Lenin: 2013. 542) a razón de una
“severa derrota en el frente económico” (Lenin: 2013. 541). Esta observación de
Lenin puede ser entendida en términos de una autocrítica radical, pero también
como una observación del carácter procesual e incierto de la revolución.
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