13/11/2017
Les brindamos, como anticipo y como nuestro
homenaje a los 150 años de El Capital, el prólogo de nuestro nuevo libro.
Prólogo:
¿Por qué fracasa el socialismo en el largo siglo
XX?
El propósito inicial de
este libro fue respondernos a la pregunta: ¿por qué el socialismo fracasa en el
siglo XX? Esta nueva versión, de un trabajo anterior[1], quiere subrayar ese
propósito; porque la promoción entusiasta del llamado “socialismo del siglo
XXI”, no posee un diagnóstico en regla del fracaso del socialismo pasado. Sólo
escuchamos y leemos argumentos que abogan por una “adaptación” teórico-práctica
a la situación promovida por el capitalismo tardío (lo cual recuerda la carta
de presentación del posmodernismo, situándonos en una “condición post-moderna”
que supuestamente habría dado fin a las “grandes narrativas”, marxismo
incluido); de modo que, al no haber una exposición crítica de los límites,
sobre todo teóricos, del “socialismo del siglo XX”, tampoco se produce una
nueva fundamentación del nuevo socialismo.
Esta falta de reflexividad crítica se acentúa cuando, como secuela
posmodernista, se asume un escenario post-marxista. El abandono de la obra de
Marx fue promovido por el posmodernismo, dejando a toda la izquierda indefensa
ante la argumentación que, desde Weber hasta Popper, había desarrollado la
ciencia burguesa a título de ciencia universal [2]. Hasta ahora los marxistas
no saben distinguir el concepto de ciencia que presupone la obra de Marx y que
responde a la tradición de la Wissenschaft o ciencia crítica, en
contraposición a la science anglosajona o ciencia estándar (pertinente
al capitalismo); la segunda se impone definitivamente, por las armas, desde la
segunda guerra mundial y nuestras academias, cuando adoptan inocentemente el
concepto de ciencia del triunfador, no son capaces de hacer esa distinción
capital a la hora de proponerse la producción de conocimiento propio.
En la perspectiva de la science
anglosajona –defendida por el empirismo lógico, el racionalismo crítico, la
filosofía analítica y el posmodernismo– se forman generaciones de marxistas que
ya no pueden hacer una recepción crítica de la obra de Marx[3] sino que,
o la convierten en un dogma de fe o la declaran mera ideología sin importancia
científica. Por eso no fue de extrañar la abjuración pública que se desató ante
el derrumbe del muro de Berlín; pasarse de bando fue lo más natural, al extremo
de advertir que varios de los impulsores del neoliberalismo fueran precisamente
apóstatas. El fracaso era doble no sólo porque se había perdido la lucha, con
la caída del socialismo, sino por el abandono, deserción, y delación que
protagonizaba esa migración política. Una cosa es perder, pero otra capitular,
pasarse a las filas del enemigo y concluir su cometido.
Pero aquello es la culminación del desencanto. Que la izquierda haya siempre
estado implicada en la reversión de los procesos revolucionarios para reponer a
la derecha siempre acechante, forma parte de la constante histórica que retrata
el fracaso en su más hondo desconcierto. En esa historia, su propia vocación de
poder quedó siempre relativizada y condenada a ser siempre resistencia y nunca
transformación efectiva.
Las consecuencias políticas del fracaso destacan esa fatalidad. Y se reafirma más
por el hecho que, cuando se accede al poder, sucede una suerte de domesticación
que, no sólo modera los ímpetus revolucionarios, sino que promueve la
abdicación. Por eso las oportunidades perdidas son sucedidas por décadas de
repliegue popular, ante nuevas y más impetuosas arremetidas conservadoras. Por
eso son fracasos históricos. Entonces, ¿cómo se explica esta tragedia que
envuelve la historia del socialismo, sobre todo, en el siglo XX?
La adopción de un concepto de ciencia no es, como se cree, indiferente al
proyecto político que me propongo. Las apuestas políticas son siempre, y de
modo previo, apuestas que ya se dan epistemológicamente. Porque aquello,
además, viene determinado por el “marco categorial”[4] que presupongo (del cual
no siempre soy consciente); éste define el tipo de relación que
establezco con la realidad, es decir, en tanto expresa una perspectiva, define
también la praxis que impulso, porque el tipo de relación que establezco con la
realidad, configura los márgenes de factibilidad (lo que es posible y lo que
no). Por eso la realidad no es nunca una realidad a secas sino que está
determinada por el “marco categorial” que presupongo y, desde el cual,
interpreto la realidad. La realidad se me aparece con sentido
desde cierta perspectiva; veo sólo lo que tiene sentido
y guarda correspondencia con esa perspectiva, por eso me permite inteligir y
pensar sólo aquello que destaca esa perspectiva.
La falta de reflexividad en torno a los “marcos categoriales”, por parte del
marxismo, denota la ausencia de reflexión dialéctica a la hora de emprender el
camino de la ciencia. Marx mismo subtitula a El Capital: “crítica
al sistema de categorías de la ciencia económica burguesa”. Con ello
está ya indicando un punto de partida: el concepto de ciencia que reivindica es
crítico, o sea, no es descriptivo. Por eso sostiene en la famosa tesis
11 sobre Feuerbach que, hasta ahora, sólo se ha interpretado la realidad,
cuando “de lo que se trata es de transformarla”, o sea, de originar una nueva
apertura de posibilidad con la realidad, o sea, un nuevo concepto de
praxis.
Marx es consciente de la reflexión categorial
porque la lógica dialéctica que despliega su crítica le conduce a
desmontar el carácter fetichista, ya no sólo de la mercancía, sino del sistema
de categorías de la ciencia burguesa (expresado en la economía pero
extensible a todos los otros ámbitos). Es decir, lo que Marx descubre es que el
encubrimiento sistemático de las relaciones de explotación y dominación que
produce el capital, se desarrolla en el sistema de categorías que
fundamenta a la ciencia burguesa.
Ahora bien, ese sistema de categorías, como decíamos, constituye una
perspectiva, una visión de mundo, que enmarca hasta nuestras expectativas y que,
por eso mismo, presupone un determinado “modelo ideal”[5] que sostiene y
legitima al horizonte que abre aquella perspectiva. Entonces, lo que,
metodológicamente, la dialéctica le permite a Marx, es remontarse lógicamente
al “modelo ideal” que presupone el capitalismo.
Pero esto sólo es posible si
parte desde otro “modelo ideal”, porque en el anterior se funda el
sistema de categorías que está sometiendo a crítica; por eso dice: “imaginemos
una comunidad de hombres libres”[6], o sea, propongámonos otro mundo, ya
no éste sino definitivamente otro. O sea, lo que está diciendo es
que transitemos existencialmente hacia otro “modelo ideal”. Cuando hace
esto es que se le aparece el capitalismo y el mundo que ha constituido en todas
sus miserias y contradicciones; por eso, al final de su vida, no deja de
expresar “su odio y desprecio cada vez mayores hacia la sociedad capitalista
[Marx] quien antes había dado la bienvenida al impacto del capitalismo
occidental sobre las estancadas economías precapitalistas como una fuerza
inhumana pero históricamente progresista [se muestra] cada vez más horrorizado
por esta inhumanidad”[7].
Esa inhumanidad es producida
y la produce la producción capitalista, es decir, produce una
humanidad deshumanizada, ¿cómo produce eso?, por medio del consumo. Porque
nunca consumo sólo mercancías sino lo que contienen y expresan; en definitiva, una
forma de vida. Esa forma de vida, mediante el consumo, llega a formar parte
de mí, o sea, constituye mi subjetividad. Y la constituye de acuerdo al
“modelo ideal” que presupone. Por eso Marx, para exponer la lógica suicida del
capital, expone su “modelo ideal” y en éste aparecen sus mitos (a los que Marx
llama “robinsonadas”). Entonces, lo que consumo son sus mitos; por eso
dice que la mercancía capitalista se halla envuelta en el “misticismo
del mundo de las mercancías, en la magia y la fantasmagoría que
nimban los productos del trabajo fundados en la producción de mercancías”[8].
Ese misticismo, magia y fantasmagoría
denota una cobertura mítica que le otorga, a la mercancía, un aura hasta
religiosa; por eso su carácter fetichista consiste, entre otras cosas, en su
consagración en cuanto objeto de culto. Pero la mercancía no adquiere semejante
carácter por sí sola, esto es sólo posible si el portador de aquélla se vacía
de vida para, por una cesión de voluntad, transfiere valor a la cosa, de modo
que la cosa aparece como persona y la persona como cosa.
Esto sucede con el desarrollo. El carácter
fetichista de la mercancía no aparece con la mercancía sino que ella
sintetiza este carácter porque el fetichismo forma parte constitutiva
del “modelo ideal” que presupone el capitalismo: la modernidad. Por eso el
capitalismo produce, mediante el consumo, el tipo de humanidad que la hace posible:
la sociedad moderna (sólo “modernizándose” es que el capitalismo tiene
sentido). Mediante el consumo es que me constituyo en subjetividad moderna
porque, si lo que consumo, es el “modelo ideal” contenido, lo consumo en la
forma de mitos; los mitos son el aura mágica que alimenta mis sueños y
expectativas. Uno de esos mitos es el desarrollo. Mi consumo entonces ya no
está determinado por mis necesidades sino por el mito; el mito es como un velo
que no me permite ver lo que ese tipo de consumo produce en mí.
El desarrollo es imposible sin otro mito: el
“progreso infinito”. Una sociedad funcionalizada en torno al “progreso
infinito”, vive para el “progreso”. El “progreso” se vuelve un
fetiche que promete todo, a condición de que, también, se comprometa todo. En
ese comprometerlo todo es que descubre su carácter fetichista, pues eso tiene
un límite, pero el “progreso” no vislumbra límites. El bienestar y la
opulencia que produce, produce también derroche, lo que caracteriza a la
sociedad moderna, diseñada en torno al aprovechamiento ilimitado de los
recursos.
El desarrollo nace de ese diseño. Pero los recursos
no son infinitos y, en consecuencia, el derroche tiene un límite. Pero la
lógica del desarrollo requiere un crecimiento económico siempre exponencial.
Esta contradicción es lo que destaca la crisis climática producida por la
civilización petrolera, sostenida por el mito del desarrollo y el progreso. El
prometerlo todo hace que lo arriesgue todo, como el iluso: cree que
nunca ha de perder nada. Así actúa la sociedad moderna, basa su forma de vida
en una ilusión: los recursos son infinitos, por eso derrocha todo. Por tenerlo
todo, inevitablemente, destruye también todo. Es la constancia del capitalismo:
produce destruyendo. Destruye la fuente de donde procede todo lo que hace
posible nuestra vida. Pero ya no vemos aquello, porque lo que vemos es lo que
el mito quiere que veamos.
Vemos “desarrollo”, pero ya no vemos la destrucción
que se produce. Vemos “progreso”, pero ya no vemos las ruinas que deja a su
paso. Vemos “modernización”, pero ya no vemos el costo humano y natural que
representa aquello; las mercancías se abaratan, porque el precio real lo pagan
otros, con sus vidas. Pero nada de eso vemos, porque el mito encubre nuestra
visión. Vemos sólo lo que el mito quiere que veamos. Eso se llama
fetichismo.
El marxismo ortodoxo parte, muy a su pesar, de una
metafísica de la historia. Ve al capitalismo como la etapa desarrollista
que presupone el socialismo, en una secuencia fatídica de las supuestas “leyes
de la historia”. Esta metafísica, culminada en la “filosofía de la historia” de
Hegel, atraviesa al socialismo. Pese a que las revoluciones socialistas no se
dan, precisamente, en los países capitalistas más avanzados (para desmentir
aquella metafísica), lo que hace el socialismo es desarrollar a sus
países en los términos desarrollistas que propagandizan los países ricos.
Pero con esto no se genera las condiciones para socializar la
economía sino todo lo contrario, siembra el contexto para la contra-revolución.
La visión desarrollista, naturalizada
en la propia izquierda, le hace perder de vista que el capitalismo, para
imponerse, necesita destruir toda otra forma de producción y, con ello, toda
otra forma de vida, para imponerse e imponer su propia forma de vida: la
sociedad moderna (sólo de ese modo aparece como lo único posible). Para ello
genera una nueva visión de la historia, donde todo lo previo se inferioriza,
es decir, se cancela toda posibilidad histórica de restauración y, de ese modo,
toda apuesta sólo puede enmarcarse dentro del discurso auto-justificativo de la
modernidad; y de esto se da cuenta hasta el propio Marx, gracias al diálogo que
entabla con los populistas rusos: “… subrayó [Marx] en forma
creciente la viabilidad de la comuna primitiva, sus poderes de
resistencia a la desintegración histórica e incluso su capacidad de
transformarse en una forma superior de economía sin destrucción previa”[9].
El propio socialismo, en lo sucesivo, se encargará de anular toda esta capacidad
de trasformación de lo más genuino de nuestros pueblos, para constituirse
en el generador de la reposición conservadora y la consecuente adopción del
capitalismo más acabado –por no decir salvaje– en nuestros países.
Ingenuamente se cree que el desarrollo es independiente del proyecto político
que se asuma, pero el desarrollo propaga y sostiene toda una ideología
prescriptiva que modela y enmarca una visión de mundo pertinente exclusivamente
para el capitalismo. Atrapados en el “modelo ideal” que presupone el
capitalismo, es decir, la modernidad, los socialistas piensan que oponerse al
desarrollo es volver a la prehistoria, haciendo gala de un eurocentrismo que
afirmar su colonización mental; creyendo, como dogma de fe, en la
descualificación que produce la modernidad de todo lo que no es ella, para
aparecer siempre, la modernidad, como lo único posible y deseable.
Lo que ponemos a consideración crítica, en este
texto, es que es imposible superar el capitalismo si no se desnuda y desmonta
el “modelo ideal” que lo hace posible y que se encuentran expresados en los
mitos que le legitiman. El fracaso del “socialismo del siglo XX” es producto de
una falta de reflexividad crítica que, entre otras cosa, sucede por una
recepción a-crítica de la obra de Marx. Una recepción crítica debiera de
haber producido el paso metodológico de la teoría del fetichismo a una teoría
de la descolonización. Sólo de ese modo podría haberse emprendido una crítica
al mito del progreso y el desarrollo. Cuando Marx habla de “otras formas de
producción”, se está refiriendo a “otros modelos ideales”. El marxismo
interpretó aquello con pasar la producción, en el mejor de los casos, a manos
obreras, o a la dirección estatal; pero nunca se propuso lo que se colige de “otra
forma de producción”, esto es, la producción de una nueva subjetividad.
Si la subjetividad sigue siendo moderno-capitalista, es imposible esa otra
forma, porque la producción produce, siempre y en primer lugar, sujetos:
qué tipo de sujetos vamos a producir depende de qué tipo de producción vamos a
impulsar.
La tematización del desarrollo, en cuanto mito,
nos descubrió una constante que se advierte en casi todos los teóricos del
socialismo: nadie pone en duda el horizonte de expectativas que promueve el
propio capitalismo y que podría sintetizarse en: la “modernización radical”
(“desarrollo” y “progreso”) como programa de vida. El posmodernismo nunca atinó
a considerar que la verdadera “gran narrativa” había relativizado todo, incluso
la vida, para ser el sacrificio perfecto en el altar del desarrollo. La
“condición posmoderna” no era post sino la modernidad acabada; como
también el socialismo no fue sino, en palabras de Franz Hinkelammert,
“modernidad in extremis”.
Así como la situación “poscolonial” no significa la
superación de la colonialidad, así también, podemos decir, que el socialismo de
los gobiernos “progresistas”, aun cuando se planteen un post-neoliberalismo,
nunca se proponen un post-capitalismo. No saben cómo salir de ese entuerto,
porque no basta con criticar (porque no todo el que critica es crítico)
sino de haber podido trascender existencialmente el paradigma de vida que
presupone el capitalismo.
Entonces, este texto quisiera, a diferencia de
otros tantos que critican al desarrollo, mostrar metodológicamente el cómo es
posible transitar hacia un más allá que el desarrollo para organizar una
efectiva trascendencia de los límites hasta cognitivos que nos ha impuesto el
mundo moderno del desarrollo. Una crítica al desarrollo no concluye con un no
al desarrollo sino con delimitar lo que es: el desarrollo no es un fin en sí
mismo, por lo tanto, no podría ser, ni siquiera, criterio económico,
menos para una nueva economía (porque lo que interesa, en ésta, son sus
finalidades, el para qué).
El “socialismo del siglo XXI” debiera ser
consciente del eurocentrismo que ha preñado a la tradición marxista y que ha
devenido en la colonialidad subjetivada de sus protagonistas. El fracaso
histórico del socialismo tendría incluso que, poner en la mesa de debate, si el
socialismo tiene todavía sentido. Para acabar de desencajar a los ortodoxos:
así como Marx terminó dando la razón a los populistas, en contra de los
bolcheviques; así también, podemos decir que, Marx, daría la razón, hoy en día,
a los “pachamamistas”, en contra de los desarrollistas. Pero ya no se trata de
dilucidar qué pensaría sino de actualizar su pensamiento ante los retos actuales.
Se trata de pensar con Marx, más allá de Marx. Y eso tiene que ver con
recuperar y restaurar formas de vida negadas y excluidas, que puedan
proporcionarnos nuevas alternativas, ante la orfandad utópica en la que nos ha
hundido el mundo moderno.
Por último, debo señalar que estas reflexiones no
podrían ser posibles sin una comunidad de argumentación; en ese sentido,
quisiera manifestar mi agradecimiento a nuestra comunidad de
argumentación que, como comunidad de vida, hace posible que
despleguemos estas ideas y las vayamos afinando y puliendo siempre, para su
mejor comprensión. Entonces, a los y las integrantes de “el taller de la
descolonización”, a la “comunidad del águila y el cóndor”, mi más sincero
agradecimiento. Y, con el permiso de nuestras Huacas, Achachilas, Uywiris,
nuestra PachaMama y nuestro AlajPacha, a nuestros abuelos y abuelas, a nuestros
ancestros y nuestros muertos, a todos ellos va dedicado este libro.
La Paz, Chuquiapu Marka, 8 de abril de 2017
Notas
[2] A qué nos referimos cuando
hablamos de ciencia, lo exponemos en la Introducción de este trabajo.
[3] La obra de Hugo Zemelman nos
sirve precisamente para advertir que no basta tener ante sí, una teoría
crítica, porque se puede hacer una recepción a-crítica hasta de una
teoría crítica. Cfr. Zemelman, Hugo: Uso crítico de la teoría, IPN,
México, 1987.
[4] A diferencia de los “marcos
teóricos”, que delimitan recortes cognitivos de la realidad, los “marcos
categoriales” configuran relaciones de sentido con la realidad; de modo
que fundan el sentido de la praxis (o el tipo de intervención en la
realidad) que impulso. El sentido es lo que establece las condiciones de
posibilidad de la praxis, o sea, la factibilidad de un proyecto no es algo
privativo o el apriori que impone lo dado (de los “realistas”) sino que,
también se enmarca en la apertura de objetividad de la perspectiva
asumida. Cfr. Hinkelammert, Franz: Las armas ideológicas de la muerte,
DEI, San José, Costa Rica, 1977; también: Zemelman, Hugo: op. cit.
[6] Cita proveniente del capítulo
I de El Capital: El carácter fetichista de la mercancía y su secreto.
Amplifiquemos la cita, dice: “como la economía política es afecta a las
robinsonadas, hagamos primeramente que Robinson comparezca en su isla”;
o sea, Marx dice que la economía burguesa es afecta a las “robinsonadas”
y no es consciente de ello, es decir, parte de una situación hipotética
inventada y pretende, mediante aquello, explicar la realidad, pero si Robinson
comparece en su isla, resulta que la situación (o “modelo ideal”) de la
cual parte la economía burguesa, el capitalismo, nunca existió y, por lo
tanto, no puede ser punto de partida; por eso dice después: “trasladémonos
ahora de la radiante ínsula de Robinson a la tenebrosa Edad Media
europea”, o sea, realicemos un tránsito, trascendamos el “modelo
ideal” que presupone el capitalismo y lo que encontramos, ya no es la “tenebrosa
edad media”, porque desde el capitalismo y el mundo moderno, todo lo
anterior aparece como “inferior”, “salvaje”, devaluado, pero, si ya no vemos
con los ojos del capitalismo, lo que encontramos es que, “en lugar del hombre
independiente nos encontramos con que aquí todos están ligados por lazos
de dependencia”, es decir, la libertad liberal, lo que hace, es romper con
los lazos de solidaridad que poseían los mundos anteriores, que no eran tan
malos como dice la modernidad; por eso remata con la necesidad de partir, de
modo consciente, de otro “modelo ideal”, porque la praxis humana se impulsa
desde un horizonte de creencias que no se funda en la razón, por eso dice: “imaginémonos
finalmente, para variar, una comunidad de hombres libres que trabajen con
medios de producción colectivos y empleen, conscientemente, sus muchas fuerzas
de trabajo individuales como una fuerza de trabajo común”. Cursivas nuestras.
[7] Prólogo de Eric Hobsbawn, en:
Marx, Karl y Hobsbawn, Eric: Formaciones económicas precapitalistas,
México, Siglo XXI, 1978, p. 36.
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