15/12/2017
| Jaime Pastor
En un artículo a propósito del centenario que
estamos conmemorando Álvaro García Linera recordaba que, después de 1917, la Revolución
se convirtió en “la palabra más reivindicada y satanizada del siglo XX” (García
Linera, 2017: 530). Hoy, en esta época llena de turbulencias, vemos sin embargo
cómo esa misma palabra está volviendo al primer plano, incluso sin la carga
peyorativa que le ha acompañado cuando se aplica a la acción política
colectiva.
Es verdad también que persiste el esfuerzo por
vaciarla de su significado disruptivo, pero lo más esperanzador es que a lo
largo de este año se están celebrando en muchos lugares del mundo cantidad de
actos y debates, además de una constante edición y reedición de libros y
artículos que relatan, y en muchos casos reinterpretan repitiendo los errores
del determinismo retrospectivo y del presentismo, ante aquel Acontecimiento 1/.
Ese interés justifica la necesidad de reflexionar en torno al mismo y a su vez
la tarea de repensar el significado que cabe dar a Revolución desde el
marco europeo en que se encuentra el autor de este trabajo 2/.
I
ésa es la gran paradoja: porque es cierto que
estamos en un momento histórico de la mayor crisis sistémica que ha vivido el
capitalismo pero, pese a las protestas populares que se están desarrollando en
muy distintas partes del mundo, no se puede sostener que la revolución esté de
actualidad, al menos tal como estuvo después de 1917 o como pudo estarlo desde
el punto de vista estratégico después de 1968.
Ahora bien, ¿qué entendemos por revolución? Hay una
definición en su sentido fuerte, anticapitalista, que hizo Karl Marx en La
ideología alemana y que conviene recordar: consiste en “la apropiación de
la totalidad de las fuerzas productivas por parte de los individuos asociados
(…) que adquieren al mismo tiempo su libertad asociándose y por medio de la
asociación”. Podemos citar otras definiciones más recientes como, por ejemplo,
la de Enzo Traverso, que apuntaría hacia su sentido de proceso de
transformación radical y alternativa: “es una práctica de lo común exactamente
opuesta al modelo de sociedad de individuos aislados que compiten entre sí
postulado por el liberalismo clásico” (Traverso, 2017: 618).
También podemos hablar de la revolución como
“situación”, “crisis revolucionaria” o “momento”, como se ha propuesto desde el
marxismo “clásico”. En efecto, siguiendo la caracterización de Trotsky, “en los
momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las
masas, estas rompen las barreras que las separan de la palestra política,
derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un
punto de partida para el nuevo régimen” (2017: 21). Desde ese enfoque la
revolución consiste en aquellos procesos que se dan en coyunturas críticas a lo
largo de las cuales se produce un conflicto entre soberanías, una dualidad de
poderes que, si se resuelve a favor de las y los de abajo, mediante la
transferencia de poder al bloque histórico alternativo frente al bloque
dominante, puede dar lugar a resultados revolucionarios de mayor o menor
alcance 3/.
Desde una perspectiva histórica más amplia, es
obligado referirse a la trascendencia de las grandes revoluciones que abrieron
cambios de época, como la Revolución francesa y la Revolución rusa, pese a las
involuciones internas que ellas mismas sufrieron. La primera universalizó la
tríada “libertad, igualdad, fraternidad”, mientras que la segunda
internacionalizó la crítica radical del capitalismo y del imperialismo.
II
Lo importante es que, sea cual sea el significado
que demos al significante de revolución, debemos repensarla en todos esos
términos. También en los de lo que se opone a ella: o sea, en los de la
contrarrevolución que quiere derrotarla con todos los medios a su alcance en el
“momento” de su desarrollo pero también tras la transferencia de poder.
En ese sentido cabe hablar también de la revolución
como “proceso largo, de meses y años, en el que las estructuras osificadas de
la sociedad, las clases sociales y las instituciones se licúan…” (García
Linera, 2017: 537). Porque hablar de la Revolución francesa o de la Revolución
rusa es hablar también de la contrarrevolución política burguesa en Francia o
de la contrarrevolución imperialista en Rusia. Y en este último caso, también
de lo que acabó siendo la contrarrevolución burocrática porque las tensiones y
contradicciones, como recuerda Eric Toussaint (2017), no se dieron sólo entre burguesía,
clase obrera y campesinado; el problema acabó siendo la burocracia: la
sustitución del proletariado por un nuevo grupo social dominante que se apropió
de la gestión de una nueva economía política que acabó bloqueando la transición
hacia otro proyecto de sociedad.
Así pues, se trata de ir repensando siendo
conscientes de la especificidad de la revolución anticapitalista frente a las
anteriores, como insistieron Marx y Lenin, ya que la clase obrera parte de un
lugar subalterno en las relaciones de producción capitalistas y en el plano
cultural muy diferente de aquéllas.
El problema que tenemos, además, es que hemos
entrado en la crisis más profunda del capitalismo, pero ésta se desarrolla
después de la derrota histórica sufrida por el movimiento obrero durante las
pasadas décadas. Ese es el enorme desfase que tenemos que superar en el próximo
período: cómo ir reconstruyendo nuevos sujetos potenciales que sean realmente
capaces de poner de actualidad no solo la necesidad de la revolución, sino
también la posibilidad de la revolución. Por eso las tareas previas de lucha
contrahegemónica que permitan ir avanzando en la autoorganización,
empoderamiento popular y prácticas de desobediencia civil colectiva y
destituyente son más necesarias si cabe que en el pasado.
Empero, estamos viendo cómo, incluso a pesar de ese
debilitamiento estructural –con una precarización, feminización y racialización
creciente de las clases subalternas que coincide con el fin del sueño de la
“clase media”- y asociativo –con unos sindicatos desarmados frente al fin de la
“cultura pactista”- del movimiento obrero, está surgiendo un nuevo “gran
miedo”, como el que surgió después de la Revolución francesa o después de la
Revolución rusa. Es todo un bloque reaccionario transnacional el que se ha
puesto en pie de guerra ante la desestabilización de sus regímenes políticos –y
de sus sistemas de partidos en muchos casos- y la consiguiente crisis de la
“gobernanza global”, facilitando así el ascenso de los populismos autoritarios,
de la nueva ola de racismo, del militarismo y, en suma, de un neoliberalismo
mucho más austeritario y antidemocrático que en el pasado.
Ante ese panorama, las resistencias y las
alternativas emergen todavía de forma fragmentaria en general, salvo en
determinados lugares y movimientos. Mención especial merece una nueva ola de un
movimiento feminista que está adquiriendo un protagonismo y una dimensión
transnacional crecientes aportando, además, innovaciones enormemente ricas no
sólo en el plano teórico y cultural, sino también en el repertorio de las
protestas.
Todo ello en un contexto en el que el
neoliberalismo como “razón del mundo” sigue siendo dominante, pero ya no es
capaz de ofrecer un relato de mejora colectiva a las grandes mayorías una vez
frustrada la ilusión en el desarrollo y la extensión del “modelo” del Estado de
bienestar. Le sustituye un “darwinismo” cada vez más competitivo en todas las
dimensiones de la crisis global: social, climática, energética, de los cuidados
o ética, con las personas inmigrantes y refugiadas como sus principales
víctimas, condenadas a espacios sin derechos. Por consiguiente, hay que
situarse en ese contexto de desafección y crisis de legitimidad de los
regímenes imperantes, pero también de ventana de oportunidad para “monstruos” salvadores
que no tardan, sin embargo, en decepcionar a muchos de sus seguidores para
adaptarse al establishment correspondiente.
Nos hallamos, en suma, en un periodo de procesos de
confrontación duraderos sin alternativas anticapitalistas creíbles, pese a que
desde el ecologismo se nos alerta con razón de que se acaba el tiempo para
frenar el cambio climático y el consiguiente colapso civilizatorio que amenaza
a toda la humanidad. Así pues, nos vamos a mover entre lo urgente y lo
importante a la hora de las propuestas programáticas, con la obligación de
tomar conciencia de que la necesidad de la revolución tiene su razón más
poderosa en el deber de garantizar la sostenibilidad de la vida en el planeta.
III
Nos encontramos, por tanto, con la enorme tarea de ir
construyendo nuevas subjetividades individuales y colectivas y nuevos bloques
históricos alternativos, siendo conscientes de la pluralidad de contradicciones
y dominaciones a superar, sin jerarquías entre ellas pero a la vez buscando
articularlas en un proyecto estratégico común. Porque es evidente que ese
bloque histórico tiene que apoyarse en las clases subalternas, pero sin poner
por encima la cuestión de clase frente a la cuestión de género, la ambiental,
la nacional o la lucha contra el racismo. Un racismo que ha sido rasgo
estructural del capitalismo histórico y que busca reafirmarse hoy con el
discurso del choque de civilizaciones y la retroalimentación de
fundamentalismos de uno u otro lado. Todo ello con el coste que está suponiendo
en el terreno de la securitización y el ataque cada vez más intenso contra las
libertades democráticas y la misma democracia –vulnerando su propia legalidad-
mediante la instauración de verdaderos estados de excepción en el corazón de
Occidente.
A propósito de este “volver a empezar”, me parece
oportuna la observación de Stéfanie Prezioso (2017) cuando, apoyándose en Marco
Revelli y a otros intelectuales italianos, escribe: "¿Cuál es nuestra
tarea? Reconstruir la trama rota del pasado para intentar descubrir en medio de
los escombros ‘la apertura de líneas de fractura que movilicen’, las formas de
resistencia y rechazo a obedecer a los dispositivos de sumisión y
expropiación”. Esa es la tarea que tenemos en los próximos tiempos. No
inventarnos las líneas de fractura sino partir de las que se están produciendo
realmente; no inventarnos los conflictos sino partir de los conflictos que se
están desarrollando en la sociedad para ir construyendo esos nuevos actores
colectivos que pueden ir emergiendo desde las clases subalternas.
Y ahí sí tenemos que aprender y desaprender del
pasado. Porque a lo largo de la experiencia de la Revolución rusa y de las
sucesivas revoluciones posteriores hemos visto los límites y el fracaso de las
estrategias estatalistas, pero también hemos comprobado los límites de las
estrategias antiestatalistas o de las que han ignorado el problema del Estado.
Podemos hablar, por ejemplo, de la experiencia de la Revolución española: cómo
dentro del movimiento anarquista la subestimación de la necesidad de sentar las
bases de un nuevo poder estatal les lleva finalmente a participar en gobiernos
que acabarían con las conquistas sociales que se fueron extendiendo a partir de
julio de 1936.
Así pues, tenemos que ir buscando fórmulas que
eviten esos dos extremos. Es un viejo debate que de alguna manera reapareció en
el movimiento antiglobalización con el reto reflexivo que nos planteó John
Holloway con su tesis de “cambiar el mundo sin tomar el poder”. Porque es
cierto que muchas veces se ha tomado el poder y no se ha cambiado el mundo,
sino que han cambiado los que han tomado el poder. Empero, la propuesta de
Holloway tampoco se ha demostrado exitosa más que a una escala local o regional
y siempre bajo el acecho y el cerco del Estado…burgués.
Debemos, en resumen, buscar sinergias entre ambos
campos de lucha, el político-institucional y el socio-cultural, con anclaje
necesario en el territorio y en los centros de trabajo: o sea, entre el poder
político-electoral y el poder social y popular, con el fin de ir creando la mejor
correlación de fuerzas posible cuando llegue el “momento” revolucionario.
IV
Asimismo, hay que persistir en el esfuerzo por
liberarnos de la “hipoteca comunista” (Laval, 2017) que significó el
estalinismo si queremos resignificar la idea de comunismo: recuperando
la reivindicación de un comunismo del común, de los comunes y enlazando
así con la experiencia de la Comuna de París y la aspiración a una democracia
revolucionaria 4/ frente
a la democracia liberal, ahora convertida ya en despotismo oligárquico.
La idea de comunismo ahora tiene que ir mucho más
ligada a la socialización de los bienes comunes y a la soberanía de los
pueblos. Soberanía de los pueblos que, obviamente, ha de tener un contenido
social e incluyente de una idea de ciudadanía basada en la vecindad y no en la
nacionalidad; distinto, por tanto, de la aspiración a una soberanía
nacional-estatal chauvinista y xenófoba que hoy se extiende por muchos países de
Occidente y especialmente en EE UU y Europa.
En ese camino la actualización de aportaciones
procedentes de lo mejor del marxismo clásico, como la de Gramsci, y de otras
corrientes críticas, al igual que el aprendizaje –de lo positivo y lo negativo-
de experiencias posteriores que se han producido en Latinoamérica, son muy
necesarias. Con ellas hemos podido comprobar el retorno de los debates en torno
a la necesidad de promover, frente a la crisis de regímenes que habían perdido
toda legitimidad, nuevas bases para un poder constituyente. Salvando las
distancias y las diferencias, la apuesta por procesos constituyentes populares
–que recuperen experiencias que vienen incluso de la Revolución francesa como
los Cahiers des doléances (cuadernos de agravios y reivindicativos)-
puede ser el horizonte hacia el que caminar con programas de ruptura con los
regímenes neoliberales y autoritarios que permitan ir poniendo en pie una nueva
economía política al servicio de las mayorías sociales.
Procesos de participación popular que permitan ir
construyendo poder popular y que vayan confluyendo en torno a programas de
transición que tengan como ejes los bienes comunes, los derechos sociales, las
libertades políticas fundamentales, la superación de las distintas formas de opresión.
Y, en el marco europeo, un programa ecosocial de ruptura con la Constitución
material de la eurozona, con el rechazo al pago de la deuda 5/
como una cuestión central.
Apuntando elementos para esa estrategia de
"repensar la revolución", debemos seguir profundizando las grietas y
las distintas líneas de fractura que existen en la sociedad en los distintos
espacios de construcción de un bloque histórico contrahegemónico. Jugando, eso
sí, con una “escala móvil de espacios”, como nos proponía Daniel Bensaïd, para
ir avanzando hacia cambios sustanciales en las relaciones de fuerzas frente al
bloque reaccionario transnacional.
Los espacios local, nacional sub-estatal (como en
el caso de Catalunya hoy) y estatal son campos de lucha fundamentales pero, hoy
más que nunca, dado el capitalismo globalizado y financiarizado que tenemos, el
espacio internacional es mucho más central que hace cien años. Porque ahora no
necesitan el ejército para dar un golpe de Estado. Les basta con el BCE, como
lo vimos en Grecia. Por lo tanto, si bien esto depende también de la ubicación
geopolítica concreta, no hay que hacer de la necesidad virtud porque la
extensión de todo proceso constituyente democratizador y rupturista más allá
del ámbito territorial en el que pueda comenzar es imprescindible si queremos
evitar que se vea frustrado por la contrarrevolución interior y exterior.
Hay que situarse asimismo en esa tarea permanente
de ir aprendiendo de los procesos reales, de ir buscando cómo reconstruir un
sindicalismo social y solidario, anclado en el territorio, y cómo apoyarse en
palancas de apoyo que la izquierda más politicista ha tendido a subestimar: por
ejemplo, el papel de la economía social y solidaria, de las redes alternativas
que ya en la sociedad actual aspiran a prefigurar el otro mundo posible. Como,
en efecto, se nos reclama si queremos recuperar la credibilidad de un nuevo
“comunismo”, no podemos esperar a “cambiar el mundo” para, con todas las
contradicciones, ir cambiando la vida diariamente en los espacios en los que
con-vivimos. Así también podremos hacer más visible cada vez la contradicción
entre capital y sostenibilidad de la vida. Por eso sigue siendo muy actual un
grito que tuvo ya mucho eco en la Revolución rusa: “el derecho a la vida está
por encima del derecho a la propiedad”.
Jaime Pastor es politólogo y editor de viento sur
Referencias
Anderson, P. (1979) El Estado absolutista.
Madrid: Siglo XXI
Blanc, E. (2017) “¿Defendieron los bolcheviques la
revolución socialista en 1917?”, viento sur, 14 de octubre, www.vientosur.info/spip.php?article13104
García Linera, A. (2017) “Tiempos salvajes. A cien
años de la Revolución soviética”, en J. Andrade y F. Hernández (eds.), 1917.
La Revolución rusa cien años después, Madrid, Akal, pp. 529-612.
Laval, Ch. (2017) “La revolución de Octubre y el
superpoder comunista”, viento sur, 7 de marzo, www.vientosur.info/spip.php?article12293
Pastor, J. (2016) “El concepto de ‘revolución’
durante el periodo de abril de 1931 a mayo de 1937 en Catalunya”, SÉMATA, vol.
28, pp. 289-297.
Prezioso, S. (2017) “Sobre los escombros”, viento
sur, 16 de agosto, www.vientosur.info/spip.php?article12917
Toussaint, E. (2017) “Lenin y Trotsky frente a la
burocracia y Stalin”, viento sur, 25 de enero, www.vientosur.info/spip.php?article12143
Traverso, E. (2017) “Historizando el comunismo”, en
J. Andrade y F. Hernández (eds.), op. cit., pp. 613-634.
Trotsky, L. (2017) Historia de la Revolución
rusa. Tafalla y Santiago de Chile: Txalaparta y Lom.
[1] Para un resumen del contexto y del proceso
revolucionario de febrero a octubre de 1917 me remito a mi Prólogo a Historia
de la Revolución rusa, de L. Trotsky (2017). Disponible en www.vientosur.info/spip.php?article13157
3/ Con el bagaje metodológico de Charles Tilly he
tratado de aplicar la definición de “revolución” y “resultados revolucionarios”
al periodo de los años 30 en la Catalunya del siglo pasado en otro artículo
(Pastor, 2016).
4/ Eric Blanc (2017) recuerda oportunamente cómo entre
los bolcheviques la “democracia revolucionaria” fue una idea fuerza que giró en
torno a la articulación, finalmente fallida, entre soviets y Asamblea
Constituyente.
5/ Eric Toussaint nos ha recordado en varios artículos
publicados en www.vientosur.info a lo
largo de este año la importancia que tuvo el repudio del pago de la deuda por
parte del nuevo gobierno surgido de la Revolución de octubre en su conflicto
con las potencias imperialistas.
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