jueves, 7 de diciembre de 2017

¿QUÉ ES UNA REVOLUCIÓN? (Parte I)




Primera Parte




¿QUÉ ES UNA
REVOLUCIÓN?
de la Revolución Rusa de 1917
a la revolución en nuestros tiempos


Álvaro García Linera

Índice

I.- La revelación                                                                                 11

II:- La Revolución como momento plebeyo                                      15

El significado de la revolución rusa                                                   19

Las antinomias aparentes de la revolución                                         31

III.- Revolución y Socialismo                                                             57

El socialismo no es la estatización de los medios de producción       67

La base material de la continuidad revolucionaria: la economía        80




Estamos viviendo tiempos salvajes. Es difícil para la gente de nuestra generación adaptarse a la nueva situación. Pero a través de esta revo­lución, nuestras vidas se purificarán y las cosas mejorarán para los jóvenes.
S. Semyonov, primavera de 1917[1]







I.- La revelación:
La revolución soviética de 1917
Su estallido dividió el mundo en dos; más aún, dividió el imaginario social sobre el mundo en dos. Por un lado, el mundo existente con sus desigualdades, explotaciones e injusticias; por otro, un mundo posible, de igualdad, sin explotación, sin injusticias: el socialismo. Sin embargo, eso no significó la creación de un nuevo mundo alternativo al capitalista, sino el surgimiento, en las expectativas colecti­vas de los subalternos del mundo, de la creencia movilizadora que era posible alcanzarlo.
La revolución soviética de 1917 es el acontecimiento político mundial más importante del siglo XX, pues cambia la historia moderna de los Estados, escinde en dos y a escala planetaria las ideas políti­cas dominantes, transforma los imaginarios sociales de los pueblos devolviéndoles su papel de sujetos de la historia, innova los escena­rios de guerra e introduce la idea de otra opción (mundo) posible en el curso de la humanidad.
Con la revolución de 1917, lo que hasta entonces era una idea marginal, una consigna política, una propuesta académica o una expec­tativa guardada en la intimidad del mundo obrero, se convirtió en materia, en realidad visible, en existencia palpable. El impacto de la Revolución de Octubre en las creencias mundiales –que son las que al fin y al cabo cuentan a la hora de la acción política– fue similar al de una revelación religiosa entre los creyentes, a saber, el capitalismo era finito y podía ser sustituido por otra sociedad mejor. Eso significa que había una opción diferente al mundo dominante y, por tanto, había esperanza; en otros términos, había ese punto arquime­diano con el que los revolucionarios se sentían capaces de cambiar el curso de la historia mundial.
La Revolución rusa anunció el nacimiento del siglo XX[2], no solo por el cisma político planetario que engendró, sino sobre todo por la constitución imaginaria de un sentido de la historia, es decir, del socialismo como referente moral de la plebe moderna en acción. Así, el espíritu del siglo XX fue revelado para todos; y, desde ese momento, adeptos, opositores o indiferentes tendrán un lugar en el destino de la historia.
Pero así como sucede con toda “revelación”, la revelación cognitiva del socialismo como opción realizable, vino acompañada por un agente o entidad canalizadora de este des-cubrimiento: la revolución.
Revolución se convertirá en la palabra más reivindicada y satanizada del siglo XX. Sus defensores la enarbolarán para referirse al inminente resarcimiento de los pobres frente a la excesiva opresión vigente; los detractores la descalificarán por ser el símbolo de la destrucción de la civilización occidental; los obreros la convocarán para anunciar la solución a las catástrofes sociales engendradas por los burgueses y, a la espera de su advenimiento, la usarán –al menos como amenaza– para dinamizar la economía de concesiones y tole­rancias con la patronal, lo que dará lugar al Estado de bienestar. En contraparte, los ideólogos del viejo régimen le atribuirán la causa de todos los males, desde el enfrentamiento entre Estados y la diso­lución de la familia, hasta el extravío de la juventud.

En los debates filosóficos y teóricos, la revolución será para unos la antesala de una nueva humanidad por venir, el estruendo que desata la creatividad autoconsciente y autodeterminada de la sociedad. En cambio, para la curia del viejo régimen, será la anulación de la democracia y la encarnación diabólica de las oscuras fuerzas que intentan destruir la libertad individual. Sin embargo, lejos de vislumbrar una degeneración del debate, esta derivación religiosa de los argumentos en pro o en contra de la revolución, refleja el pro­fundo enraizamiento social que desató el antagonismo revolución/contrarrevolución, que incluso llegó a movilizar las fibras morales más íntimas de la sociedad.
En definitiva, la revolución (ese hecho político-militar de las masas que toman por asalto el poder político, esa insurrección armada que demuele el viejo Estado y levanta el nuevo orden político), será la intermediaria privilegiada y portadora de una opción realizable de mundo. Y alrededor de este suceso se construirá toda una narrativa de producción de la historia futura, con tal fuerza que será capaz de movilizar las pasiones, sacrificios e ilusiones de más de la mitad de los habitantes de todos los continentes.
A partir de 1917, la lucha por la revolución, su preparación, realización y defensa, captarán no solo el interés y laboriosidad de millones personas, sino la voluntad y predisposición a esfuerzos y sacrificios pocas veces antes vistos en la historia de la humanidad. Clandestinidad, carencias materiales, torturas, encarcelamientos, destierros, desapariciones, mutilaciones y asesinatos, se constituirán en el costo ilimitado que miles y miles de militantes estarán dispuestos a pagar para alcanzarla. Tal será su capacidad de entrega a la causa revolucionaria, que la mayoría de ellos soportará cada una de las estaciones del suplicio aun a sabiendas que, con mucha probabilidad, no serán capaces de disfrutar de su victoria. Y esa entrega con devoción al sacrificio histórico, con la confianza de que la siguiente o subsiguiente generación pueda presenciar el amane­cer humano producido por la inminente revolución, nos remite a la presencia de un tipo de “gasto heroico” bataillano[3] en torno a ella y a los revolucionarios; de hecho, se trata del derroche y generosidad de esfuerzo humano más planetario (geográficamente) y más universal (moralmente) de la historia social.
En los últimos 100 años morirán más personas en nombre de la revolución que en nombre de cualquier religión, con la diferencia de que en el caso del sacrificio religioso, la entrega se da a favor del propio espíritu del sacrificado; mientras que en la revolución, la inmolación es a favor de la liberación material de todos los seres humanos, lo que hace del hecho revolucionario un tipo de producción de comunidad que adelanta episódicamente a la comunidad universal deseada.

II:- La Revolución como momento plebeyo
En cierta medida, la historia de las sociedades se asemeja al movimiento de las capas tectónicas de los continentes. Internamente, debajo de ellos, hay potentes flujos de lava incandescente que los ponen en movimiento lento pero contínuo. Y allí donde una masa continental empuja a otra, pueden visibilizarse fisuras, sismos y terremotos temporales aunque, en general, la fisonomía continen­tal y la predominante estabilidad de la superficie se mantiene. Sin embargo, existen momentos de la vida terrestre en los que las poderosísimas fuerzas interiores de la lava incandescente estallan, rompen la capa externa de la tierra y brotan intempestivamente como mineral y roca fundidos que arrasan todo a su paso. Esa materia en estado ígneo, ardiente, se desborda por la superficie terráquea como un incontrolable caballo de fuego puro. Pero a medida que su fuerza volcánica se enfría, la lava se solidifica y lo hace modificando drásticamente la fisonomía de la tierra, las características de los con­tinentes y la propia topografía de la superficie terrestre.
Las sociedades también son así. La mayor parte del tiempo se presen­tan como una compleja superficie relativamente tranquila y regulada por las relaciones de dominación. Existen conflictos, tensiones con­tinuas y movimiento, pero son regularizados y subsumidos por las relaciones de poder prevalecientes. Entonces, debajo de estas relacio­nes de poder pre-dominantes, hay intensos flujos de fuerzas, luchas de clases, acumulaciones culturales internas que son los fuegos socia­les que le dan vida a la sociedad, pero que no son visibles, es decir, que permanecen subterráneos o están sumergidos en la profundidad de las estructuras colectivas nacionalitarias y de clases.
No obstante, existen momentos precisos de la historia en los que la superficie externa de la sociedad, la capa superior de las relaciones de dominación, se resquebraja, tiembla. Y no solo se resquebraja, sino que se parte y se quiebra porque las fuerzas interiores emergen como una lava volcánica. Se trata de las luchas sociales y los movimientos sociales emancipativos que, rompiendo décadas o siglos de silencio, se rebelan contra el orden establecido, se reagrupan subterráneamente, vencen dificultades, temores, represalias, prejuicios y se levantan contra todo lo existente. Es el fuego creador de la lava volcánica, la capacidad crea­tiva de la multitud en acción que desborda los dispositivos construidos en décadas y siglos de dominación, los arrasa a su paso desmontando los dispositivos de mando existentes e impone la huella de su presen­cia colectiva como nación, como clase, como colectividad social en estado de fusión, es decir, en estado de democracia absoluta.
Estas explosiones volcánicas de lava social son las revoluciones y emergen desde abajo, desde las fuerzas y capacidades más íntimas teji­das a lo largo de muchos años, que se abren contra todas las “lozas” de sumisión acumuladas en el tiempo, de pronto incapaces de dete­ner la insurgencia social, siendo por tanto rebasadas y arrasadas de la superficie por un flujo de iniciativas, voces y acciones colectivas que se sobreponen a todo. Se trata del momento fluido de la acción colectiva, el momento en que la sociedad no es superficie ni institución ni norma: es flujo colectivo, creatividad ilimitada de las personas. El momento en que la sociedad se construye a sí misma, sin externalidades ni sus­titutos. La revolución es el momento plebeyo de la historia, el momento autopoiético si se quiere, en el que la sociedad en su conjunto se siente con capacidad de auto-crearse y autodeterminarse.
Mientras dura la revolución, la sociedad es movimiento creativo en estado ígneo, es decir, en cuanto sus decisiones comienzan a cosificarse o a institucionalizarse, nuevas iniciativas colectivas se sobre­ponen para mantener el flujo colectivo en acción. Su movimiento es similar al de la lava volcánica que cuando se enfría empieza a solidificarse, aunque el ímpetu de más flujo de lava que continúa su paso puede volver a fundirla. Las instituciones y relaciones domi­nantes son precisamente eso: el resultado de antiguas luchas y flujos sociales en estado ígneo (Marx le llama a esto “trabajo vivo”), que con el tiempo se estabilizan (se enfrían) como relaciones sociales, instituciones, juicios y prejuicios socialmente predominantes. Ese es el momento de la solidificación del flujo social (Marx le llama a esto “trabajo muerto”). La forma estatal es fruto de antiguas luchas, capacidades y limitaciones en estado fluido de la sociedad que, al “enfriarse”, al “solidificarse”, se institucionalizan y dejan, como la huella histórica viva de su potencia y de sus límites, a las estructu­ras estatales y económicas que regirán y regularán la sociedad bajo la forma de relaciones de poder y dominación durante las siguien­tes décadas, hasta un nuevo estallido.
Mientras la revolución está en pie, es como si todo lo sólido se vol­viera líquido, pues en cuanto alguna relación social se instituciona­liza, inmediatamente vuelve a ser rebasada por una nueva acción colectiva en flujo, que vuelve a sobreponer el “trabajo vivo”, el hacer en marcha, por encima del “trabajo muerto”, de las relaciones sociales solidificadas y a la larga enajenadas como relaciones de poder. Solo quien ha vivido una revolución puede entender el desborde humano que ella implica: miles de acciones colectivas que se suman y se sobreponen unas a otras en medio de un caos creador, origi­nando, de manera imprevisible, un torrente que no bien parece enca­minar todo hacia un solo destino, vuelve a interrumpirse para dar lugar a mil nuevas direcciones contrapuestas; creatividad humana que supera cualquier expectativa previa; coyunturas políticas que se modifican de un minuto a otro; asociación y fragmentación social que se combinan y se suceden de manera anteriormente imposible. Es como si el espacio-tiempo se comprimiera y lo que antes reque­ría décadas y extensos territorios dilatados, ahora se condensa en un solo día y en un mismo lugar pero de manera simultánea en toda la geografía social; como si el universo fuera a nacer en cada instante y en cada lugar del país. Y, entonces, a riesgo de ser devorado por el remolino, hay que asirse para establecer una dirección en medio del caos creador, hay que orientarse para poder orientar el despliegue de ese magma en estado ígneo de la acción colectiva.
El momento plebeyo de la sociedad, a saber, la revolución, es pues la sociedad en estado de multitud fluida, autorganizada, que se asume a sí misma como sujeto de su propio destino. Es el momento de conocimiento sobre sí, sobre sus capacidades, posibilidades y hasta cierto punto sus límites; y, a partir de ello, su proyección como destino, sueño compartido, proyecto colectivo. Al final, cuando la revolución hace brotar la energía vital contenida de la sociedad y da paso a la solidificación de las cosas, la institucionalización y la regularidad de las relaciones sociales, lo que queda es la correlación de fuerzas del proceso revolucionario hecha ley y derecho colectivo. Por eso, aunque en comparación al resto de la vida institucional y regular de la sociedad, las revoluciones duren poco tiempo en su explosión vital, ellas son las que en realidad la moldean y diseñan las estructuras sociales y las topografías institucionales.
Así como a medida que los volcanes y las grandes explosiones tectónicas (que son en principio lava fluida que se mueve como monta­ñas) se enfrían y se solidifican, y al hacerlo esculpen el nuevo esce­nario de cordilleras, valles y montañas que caracteriza la superficie por un largo tiempo; igualmente el momento plebeyo, revolucionario, desborda el orden establecido, las leyes y normas del viejo régimen, las disuelve ante la fuerza de la multitud en acción y, luego, una vez pasada la cresta de la ola revolucionaria, comienza a cristalizarse en las relaciones de fuerzas que se manifiestan durante el proceso, dando lugar al nuevo orden social dominante, a las nuevas estructuras sociales. Las audacias y retrocesos, los acuerdos e iniciativas desplegadas en el momento revolucionario, ahora se institucionali­zan, legalizan, materializan y objetivan como normas, procedimien­tos, hábitos, juicios y sentido común colectivo que habrá de regu­lar la vida de la sociedad por una longue dureé (un largo tiempo), hasta que una nueva explosión revolucionaria se lleve por delante lo construido previamente. Estas estructuras sociales constituidas, si bien siguen siendo relaciones y por tanto flujos sociales, ya no tie­nen ni la velocidad de fluidez ni la volatilidad del momento ígneo de la revolución. Son relaciones con fluidez lenta y hasta cierto punto regulable y, en ese sentido, en constante proceso de solidificación.
Ya sea como fluidez ígnea o como solidificación institucional, las revo­luciones marcan la arquitectura duradera de las sociedades. Si triunfan y logran mantenerse por un largo tiempo, o aun cuando se quedan a medias o son derrotadas, lo que queda como relación social visible, estable y dominante es lo que la revolución ha podido lograr, ha tenido que ceder o abdicar. Ese es, por excelencia, el papel creativo que tienen todas las revoluciones en la sociedad. Por ello, no es erróneo señalarlas como momentos fundadores de las estructuras sociales duraderas.
El significado de la revolución rusa
¿En qué consistió esa revolución que logró capturar el imaginario más generoso de los pobres y demostró que no existen límites posibles a la hora del sacrificio por una creencia?

Por lo general, y de manera errónea, la revolución es reducida a la toma de las instalaciones de gobierno –ni siquiera del Estado– por parte de los revolucionarios. Y, evidentemente, ese es el momento más visible, pero no el más importante ni mucho menos el característico de una revolución. En el caso de octubre de 1917, la Revolu­ción rusa quedó graficada con la toma del Palacio de Invierno del Zar Nicolás II por parte de obreros, campesinos y soldados arma­dos. Ciertamente el que el pueblo ocupara militarmente unas ins­talaciones secularmente vedadas a la presencia de los trabajadores del país fue un momento épico, pero queda claro que esta imagen inmortalizada por el cineasta Sergei Eisenstein[4]  no es la revolución sino tan solo uno de sus efectos infinitesimales.
Una segunda reducción de la revolución, en términos más políticos, es la referida al hecho insurreccional, es decir, al momento político militar de la acción de masas que culmina con la instauración de un nuevo gobierno y nuevas instituciones de decisión estatal. En el caso de 1917, este hecho se remonta a la decisión magistralmente tomada por Lenin para desencadenar la insurrección, al debate contra las corrientes opuestas y los preparativos militares para desplegar el acto revolucionario[5]. Ciertamente, aquí se condensan intensas correlaciones de fuerzas sociales, reacomodos de clases sociales y profundos debates teóricos sobre el poder, el Estado, las vías de la revolución, etc. Sin embargo, el que un partido político se plantee seriamente la toma del poder por la vía insurreccional no es una ocurrencia asumida intempestivamente. En el caso ruso, ¿por qué los bolcheviques y no otro partido? ¿Por qué en octu­bre y no en otro mes o año? ¿Por qué a través de un alzamiento armado y no de elecciones? Porque previamente se requirió de un despliegue sin precedentes de las luchas de clases para sacar a luz las “contradicciones que han madurado a lo largo de décadas y hasta de siglos”[6]; se necesitó la emergencia de una predisposición social, una radicalización colectiva de las clases subalternas que por millones[7]  se lancen a las calles, a las asambleas y a los debates públicos sobre el destino común de la sociedad. Se requirió que la propia sociedad cree, por experiencia propia, formas organizati­vas territoriales que asuman en sus manos la deliberación y con­trol de los asuntos comunes, los soviets, que en los hechos crearon una dualidad de poderes efectiva, sobre la cual los bolcheviques no hicieron más que proponer su realización a escala nacional. Y, por supuesto, también fue necesario un largo y paciente trabajo previo de influencia, presencia y liderazgo político y moral de los bolcheviques en las clases sociales laboriosas, especialmente obre­ras, que permitiera que sus consignas y acciones no solo hallasen el respaldo de las clases laboriosas ya insurrectas sino, sobre todo, que sean asumidas, ejecutadas y enriquecidas por ellas[8]. Todo eso representó la revolución en marcha.

Por tanto, la revolución no constituye un episodio puntual, fechable y fotografiable, sino un proceso largo, de meses y años, en el que las estructuras osificadas de la sociedad, las clases sociales y las instituciones se licúan y todo, absolutamente todo lo que antes era sólido, normal, definido, previsible y ordenado, se diluye en un “torbellino revolucionario”[9]  caótico y creador.
En realidad, la revolución soviética de octubre se inició antes, en febrero, cuando en medio de un descontento generalizado por la escasez de pan en Petrogrado, se suman las grandes marchas de la “gente común” de la ciudad[10], las huelgas de los obreros y, de manera decisiva, el amotinamiento de los soldados recientemente reclutados para engrosar un Ejército golpeado y desmoralizado por las derrotas militares en la guerra en contra de Alemania[11]. La negativa de los soldados a reprimir a la población y, luego, su incorporación misma a la movilización, ayudan a construir la confianza de los movilizados en la efectividad de su movilización, punto decisivo para una arti­culación en cadena de nuevos contingentes que después de muchos años comienzan a experimentar nuevamente la eficacia de su acción colectiva[12]. De pronto, las calles se llenan de gente de distintas clases sociales participando de marchas y protestas: alumnos, comerciantes, funcionarios públicos, taxistas, niños, damas, obreros, soldados, en una mezcla festiva de multitud que ocupa los emblemas geográficos de la ciudad: las avenidas, las calles y los monumentos.
Los residentes alimentan a los revolucionarios en sus cocinas… los propietarios de los restaurantes alimentaron a los soldados y a los trabajadores sin cobrarles nada… Los comerciantes convirtieron sus tiendas en bases para los soldados y en refugios para la gente cuando la policía disparaba en las calles… los taxistas declararon que solo llevarían a los dirigentes de la revolución. Los estudiantes y niños correteaban con recados y los soldados veteranos obedecían sus órde­nes. Toda clase de personas se presentaron para ayudar a los médicos a cuidar a los heridos. Fue como si la gente de la calle, de repente, se hubiera unido a través de una gran red de hilos invisibles, y fue eso los que les aseguro la victoria.[13]
Cayó el Palacio de Invierno, abdicó el Zar y comenzaron a formarse los Consejos de diputados obreros, campesinos y soldados: los soviets, que se expandieron territorialmente a lo largo de todo el país como órganos de deliberación y ejecución política de las masas trabajadoras, es decir, como órganos de poder. Fue la primera fase de lo que Marx denominó las “oleadas” de toda revolución[14].
Si bien desde 1913 Lenin y los bolcheviques estuvieron atentos y teorizaron sobre el surgimiento de una “situación revolucionaria” y una “crisis política nacional” en Rusia[15], la revolución estalló por una combinación excepcional de acontecimientos que tomaron por sorpresa a todos los revolucionarios rusos. Incluso Lenin, un mes antes del estallido de febrero, afirmaba lo siguiente: “nosotros, los de la vieja generación, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura”[16]. Entonces, queda claro que ninguna revolución verdadera está fijada de antemano con fecha ni es el resultado calculado, así sea del más eficiente, perspicaz o inteligente partido o teórico revolucionario.

Las revoluciones son acontecimientos excepcionales, rarísimos, que combinan de una manera jamás pensada corrientes de lo más disími­les y contradictorias, que lanzan a la sociedad entera, anteriormente indiferente y apática, a la acción política autónoma. El propio Lenin lo admitirá con sorpresa al señalar que la revolución surge debido a la “situación histórica en extremo original”, en la que se unen “en forma asombrosamente ‘armónicaʼ, corrientes absolutamente diferentes, intere­ses de clase absolutamente heterogéneos, aspiraciones políticas y socia­les absolutamente opuestas[17]. Ciertamente, es posible que entre esa multitud de circunstancias que se entrelazaron de manera original, el trabajo de organización, propaganda, difusión y debate desplegado por los revolucionarios ayudara a los preparativos de la revolución. Pero una vez que esta estalló, todo ese paciente y laborioso trabajo previo de las organizaciones revolucionarias (el viejo topo de Marx[18]) se constituyó en una corriente interna al interior del impetuoso flujo revolucionario, y el reforzamiento o debilitamiento de ese flujo de lucha de clases y, en definitiva, la irradiación de ese torrente social desplegado como fuerza políticamente dirigente y moralmente acep­tada, dependía de las acciones conscientes que desde ese momento desplegaran las distintas organizaciones político-intelectuales.
En 1921, Lenin afirma: “triunfamos en Rusia, y además con tanta facilidad porque preparamos nuestra revolución durante la guerra imperialista. Esa fue la primera condición”[19]. Y tiene razón, pues durante la Primera Guerra Mundial (que estalla el 28 de julio de 1914), los bolcheviques, ya forjados en el exilio zarista y en la revolución de 1905, despliegan una intensa actividad de propaganda, agitación y labor clandestina de organización al interior de la tropa del Ejército ruso[20]. Por ello, cuando estas tropas, en retirada a las comunidades rurales o acantonadas en las ciudades, comienzan a tener una participación decisiva en las movilizaciones y amotina­mientos contra sus oficiales, canalizan la influencia bolchevique en la conducción de los acontecimientos, en la participación de los soviets de obreros y soldados, acrecentando la influencia de los comunistas en las fuerzas activas de la sociedad. Pero el definitivo arte político e ingenio de los revolucionarios se pone a prueba una vez que la revolución estalla.
Al interior de las masas plebeyas, obreras, campesinas y barria­les politizadas bullen múltiples tendencias político-ideológicas. Por un lado, están las corrientes conservadoras que una vez que aplauden la destitución del despotismo zarista, ven con enorme preocupación la desestructuración del orden político que anula la estabilidad y previsibilidad del mundo al que están acostumbra­dos, por lo que reclaman “mano dura” para acabar con la “anar­quía” reinante. Por otro lado, están los revolucionarios moderados que centran su mirada en el orden redistributivo de la gran propie­dad agraria y que pretenden acomodar y limitar el mundo a esta democratización de la pequeña propiedad rural allí se encuentran las corrientes de los artesanos, obreros y soldados golpeados por el hambre y la desocupación, que buscan que el nuevo Estado les garantice alimentación y una paga digna para su trabajo. Luego está la corriente de los revolucionarios obreros e intelectuales radicalizados, que ven la oportunidad de tomar, ellos mismos, el mando del país y resolver los problemas de la guerra y el ham­bre, desplazando del poder a los grandes capitalistas. Por último, se encuentra la tendencia de los ultrarevolucionarios que creen posible abolir, de un día para el otro, el mercado, el trabajo asala­riado, el Estado y la autoridad, para instaurar modos de autogo­bierno popular local[21]. En fin, las tendencias, las facciones de clase y los partidos políticos (varios de los cuales representan a parte de estas tendencias), hacen referencia a muchas revoluciones desple­gándose al interior de “la revolución”; por lo que la influencia de cada movimiento táctico, consigna, convocatoria o propuesta en la acción de los soviets, en las orientaciones y acciones de la gente movilizada depende del eco que puedan tener en la multitud en acción.

Aparentemente no es posible predecir el estallido de una revolu­ción; sin embargo, una vez que esta irrumpe, su curso depende de las acciones tácticas, iniciativas y consignas conscientemente planificadas por personas y organizaciones políticas, que tienen la capacidad de catalizar las potencialidades sociales y los estados de ánimo latentes en la inmensa mayoría de la sociedad movilizada. De ahí que se pueda sostener que una revolución es, por excelencia, una intensa guerra de posiciones y una concentrada guerra de movi­mientos[22] ideológico-políticos en las que día a día se va definiendo el curso, la orientación y el desenlace del proceso insurgente.
Lenin afirma que “los bolcheviques triunfaron, en primer lugar, porque estaban respaldados por la inmensa mayoría del proletariado”[23]. Y no se trata de una frase retórica, sino de todo un programa de trabajo partidario de construcción de hegemonía política nacional, que define el curso socialista de la revolución. Los soviets –auténticos órganos de poder político de las clases plebeyas– surgen en febrero de 1917 y se expanden rápidamente a toda Rusia. De representar unas decenas a fines de abril, pasan a ser 900 en octubre de ese año[24]. Igualmente, los Comités de fábrica, órganos de defensa y gestión de las empresas afectadas por el abandono gerencial, se fundan inicialmente en las fábricas estatales, y se expanden a las principales empresas priva­das de las ciudades[25]. Y lo que es más importante, la fuerza vital de la sociedad, principalmente urbana pero también rural, se encuen­tra canalizada a través de esas estructuras revolucionarias creadas autónomamente por las masas populares “por iniciativa directa de las masas desde abajo”, por encima de sindicatos y partidos.
El gobierno provisional (surgido a la caída del Zar) no tiene poder real de ninguna clase, y sus órdenes se aplican solo en la medida en que lo permite el Soviet de diputados de trabajadores y soldados. Este último controla la fuerza más esencial del poder, pues las tropas, los ferrocarriles y los servicios postales y telegráficos están en sus manos. Se puede afirmar con franqueza que el gobierno provisional existe solo en la medida en que se lo permite el Soviet.[26]
Esto significa que el destino de la revolución dependía de los soviets, la criatura más pura y representativa del movimiento. Cuando en sus famosas “Tesis de abril”, Lenin propugna “que todo el poder del Estado pase a los soviets”[27], lo hace a sabiendas de que los bolche­viques constituyen la minoría: conforman menos del 4 por ciento de los delegados en los soviets de Petrogrado y Moscu[28]. Mas todo lo que desde ese instante le propone al partido: las consignas, ini­ciativas y directrices organizativas, están destinadas a convertirlos en la fuerza dirigente y conductora de las acciones e iniciativas de las masas organizadas en soviets y, en general, de las clases sociales laboriosas de todo el país.

Las consignas de terminar con la guerra, de redistribuir las tierras entre los campesinos y ocupar las fábricas (abril); de presionar al gobierno provisional, de resistir la represión interna (junio y julio), de retirar la consigna del poder a los soviets (sometidos entonces al gobierno provisional); de movilizarse desde las fábricas y los soviets contra los intentos de golpe de Estado reaccionarios (agosto), de retomar la consigna de todo el poder a los soviets cuando los bolcheviques se vuelven la mayoría en ellos (septiembre); la adopción por parte de los bolcheviques del programa agrario planteado por el partido “socialista revolucionario” semanas antes de la insurrec­ción[29]; demuestran, en toda su magnitud, una intensa lucha por la hegemonía política al interior de las clases subalternas.
En los hechos, ya en octubre de 1917 los bolcheviques son el poder ideológico-político del proceso revolucionario. En mayo, dirigen la mayoría de los Comités de Fábrica de las principales industrias[30]; para agosto su influencia en las tropas acantonadas en las ciuda­des tiene tal magnitud que es suficiente para impedir la obediencia de la tropa al gobierno provisional y al mando militar oficial[31]. A fines de julio, de no tener ningún órgano de prensa a inicios de la revolución, alcanzan a una tirada, en sus múltiples periódi­cos distribuidos en las fábricas y los cuarteles, de más de 350.000 ejemplares diarios[32]. En septiembre asumen el control del Soviet de Petrogrado, en tanto que sus consignas son propugnadas por la mayoría de los soviets incluso en aquellos que aún están bajo influencia de los partidos centristas; los consejos de soldados los tienen al frente en los principales regimientos militares; y, de facto, las principales guarniciones responden técnicamente al partido bolchevique[33]. Las fábricas se encuentran tomadas y solo los bol­cheviques consideran a ese acto como necesario para garantizar el trabajo de los obreros. Es así que, con la adopción del programa agrario del partido campesino que se niega a aplicar su propio programa, que tiene plena aceptación en las zonas rurales, los bolcheviques ya habían construido un poder ideológico, un lide­razgo moral y una conducción política para la inmensa mayoría de la sociedad movilizada. Figes argumenta:

La polarización social que se produjo durante el verano proporcionó a los bolcheviques su primer apoyo masivo como partido que basaba su principal reclamo en el rechazo plebeyo de toda autoridad superior. (…) Las mayores fábricas de las ciudades importantes, donde el sen­tido de solidaridad de clase de los obreros estaba más desarrollado, fueron las primeras en sumarse en grandes cantidades a los bolchevi­ques. A finales de mayo, el partido ya había obtenido el control de la oficina central de comités de fábrica y, aunque los sindicalistas mencheviques siguieron contando con su ascendencia hasta 1918, también empezaron a conseguir que se aprobaran sus resoluciones en impor­tantes asambleas sindicales. (…) Los bolcheviques obtuvieron impor­tantes avances en las elecciones de la Duma (parlamento) en la ciudad en agosto y septiembre. En Petrogrado aumentaron su porcentaje de voto popular y pasaron de 20 por ciento en mayo al 33 por ciento el 20 de agosto. En Moscú, donde los bolcheviques habían obtenido un simple 11 por ciento en junio, llegaron a la victoria el 24 de septiem­bre, con el 51 por ciento de los votos.[34]

En realidad, la insurrección de octubre simplemente consagró el poder real alcanzado previamente por los bolcheviques en todas las redes activas de la sociedad laboriosa. Más que conquistar el poder que ya habían alcanzado en toda la estructura reticular de la sociedad subalterna rusa, la insurrección anuló el cuerpo zombi del viejo poder burgués que se encontraba registrado en las viejas instituciones estatales. La insurrección culminó un largo proceso de construcción fundamentalmente ideológica-política de poder desde la sociedad, en desconocimiento y sustitución del viejo poder del Estado; e inició la concentración monopólica de ese poder construido desde la sociedad bajo la forma de Estado, de poder de Estado institucionalizado. Dado el carácter plebeyo de la Revolu­ción rusa, y en general de cualquier revolución, esta construcción social de poder desde abajo necesariamente se presenta más que como “dualidad de poderes”[35], como “multitud de poderes loca­les”[36]. En 1918, V. Tijomirnov comenta:
Había soviets de ciudad, soviets de pueblo, soviets del selo y soviets suburbanos. Esas entidades no reconocían a nadie más que a sí mis­mas y, si llegaban a reconocer a alguien, era solo hasta “el grado” de que pudiera serles casualmente ventajoso. Cada soviet vivía y luchaba según lo que le permitían las condiciones circundantes, como podía y quería hacerlo.[37]
En los siguientes meses, el proceso de centralización de esos múltiples poderes plebeyos representa el proceso de estatalización del poder político disperso en la sociedad.
Las antinomias aparentes de la revolución
En síntesis, y en primer lugar, las revoluciones son por tanto largos procesos históricos de semanas, meses o años, que licúan las relaciones de poder prevalecientes para instaurar un nuevo orden de mandos, influencias y propiedades, inicialmente fragmentadas, sobre los bienes de la sociedad. Dentro del movimiento de la historia interna de las clases sociales, una revolución modifica drásticamente la arquitectura de las relaciones entre ellas, al expropiar los bienes y las influencias poseídas por unas, para redistribuirlas parcial o totalmente entre otras clases o bloques de clases que en ese momento ocu­pan posiciones de decisión o influencia sobre esos bienes.
En segundo lugar, una revolución es un desmoronamiento de las estruc­turas de poder moral de las antiguas clases dirigentes, una disolución de las ideas dominantes y de las influencias políticas que consagran la pasividad de las clases subalternas[38]. Las tolerancias morales entre gobernantes y gobernados se licúan dando lugar a iniciativas políti­cas directas de las clases laboriosas que van produciendo, armando o aceptando nuevos esquemas discursivos, nuevas estructuras morales ordenadoras del papel de los individuos en la sociedad. Esta lucha es el motor de toda revolución, y de sus resultados emerge una instituciona­lidad capaz de objetivar esa magma social, esto es, de organizar y regu­larizar esas influencias modificadas, ya sea sobre los bienes comunes de la sociedad o sobre los bienes privados, dando lugar a una nueva estructura estatal adecuada a la estructura de propiedad e influencias de clase. Esto significa que las revoluciones primero se las gana en la propia sociedad, en el liderazgo político y organizativo activo de las clases subalternas; y solo después, esto puede devenir inicialmente en estructura estatal y luego en monopolización y unicidad de poder. Todas las historias de las revoluciones políticas y sociales del siglo XX y XXI tienen, e inevitablemente tendrán, estas características.

En realidad, una revolución son múltiples y contradictorias revoluciones en paralelo, en concordancia con las múltiples iniciativas desplegadas por las diversas clases y fracciones de clase que concu­rren y se construyen en el transcurso de la propia revolución. Una revolución es la destrucción de antiguas relaciones de propiedad y de influencia, para dar lugar a nuevas relaciones de propiedad material e influencia estatal. Una revolución es, en definitiva, la lucha encarnizada por el nuevo monopolio duradero de las influen­cias ideológico-políticas de la sociedad, por nuevas hegemonías de largo plazo. De ahí que toda revolución sea también una manera de nacionalización de la sociedad[39].
1. Participación revolucionaria armada o participación democrática electoral
Por ello, la contraposición entre revolución y democracia es un falso debate. Se afirma que la democracia es un régimen de participación pacífica de la sociedad en los asuntos políticos, que garantiza los derechos de las personas; mientras que la revolución es un hecho violento que desconoce esos derechos[40]. Como se puede constatar al estudiar cualquier revolución, si algo caracteriza a un proceso revolucionario es la incorporación rápida y creciente de personas de dis­tintas clases sociales a la participación en los asuntos públicos de una sociedad. Personas apáticas, que anteriormente eran convocadas a elegir cada 4 o 5 años a unos representantes para que tomaran decisiones a su nombre, rompen, con la revolución, esa complacen­cia frente a las élites gobernantes y se involucran, discuten y par­ticipan en la definición de los asuntos comunes de la sociedad. De pronto, todos se convierten en especialistas en todo; todos se creen con derecho a opinar y a decidir sobre los asuntos que les afectan.

Un periodista norteamericano que estaba en Rusia durante los meses iniciales de la revolución, realizaba los siguientes comentarios:
Los siervos y los porteros de las casas piden consejos respecto a qué partido deben votar en las elecciones de distrito. Todas las paredes de la ciudad están llenas de carteles de reuniones y conferencias, congre­sos, propaganda electoral y anuncios (…) Dos hombres discuten en una esquina de la calle e inmediatamente se ven rodeados por una emocionada multitud. Incluso en los conciertos, la música ya se ve diluida por los discursos políticos de oradores famosos. La perspec­tiva Nevsky se ha convertido en una especie de Quartier Latin. Los vendedores de libros llenan las aceras y anuncian a gritos folletos sen­sacionales acerca de Rasputín y Nicolás, de quién es Lenin y de cuánta tierra van a recibir los campesinos.[41]
Parafraseando a Rancière, una revolución es una “viralización” de “partes que no tienen parte”[42], de sujetos políticos constituidos sobre la acción en marcha que visualizan carencias, necesidades o derechos y que asumen directamente la solución de dichas “partes”. En verdad, una revolución es la realización absoluta de la democracia porque la gente del pueblo, que anteriormente depositaba en los “especialistas” la gestión de los comunes que le involucran, ahora asume ese involucramiento directo en los asuntos comunes como una necesidad propia. Y así, de pronto lo común se convierte en un asunto de los comunes; todos se transforman en diputados, se sienten ministros y se ven moralmente compelidos a hablar por sí mismos, a definir ellos mismos las cosas que les afectan. Es la democracia absoluta en acción que eleva la participación de la sociedad en los asuntos políticos a niveles jamás alcanzados por ninguna elección electoral.

De cierta manera, una revolución, con sus asambleas multiplica­das por todas partes debatiendo los temas de interés público, con sus concejos deliberantes en centros de trabajo, barrios, oficinas o comunidades, definiendo en base a razones la conducción de sus vínculos compartidos, es el horizonte límite alcanzado por las propuestas sobre la “democracia deliberativa”[43]; con el añadido de que, en el caso del proceso revolucionario, la desigualdad en la influen­cia deliberativa, resultante de la desigualdad en el acceso a bienes culturales, académicos o informacionales que da lugar a la manipu­lación o elitización de la deliberación, queda neutralizada porque está fusionada a la ejecución conjunta de lo deliberado. Claro, si la deliberación es inmediatamente la ejecución conjunta por parte de los deliberantes, para poder realizarse tiene que haberse producido previamente una neutralización de las desigualdades comunicati­vas a fin de garantizar una adhesión comprensiva de efectos prácti­cos. De esta manera, la deliberación deviene en una actividad social irradiante y además sin los límites de la micro-territorialidad local a la que hacen referencia los filósofos.

Por otra parte, en la medida en que las revoluciones son momentos constituyentes de hegemonía, es decir de dirección y de dominación[44], estas luchas se resuelven fundamentalmente en las ideas, en los pre-conceptos e inclinaciones morales dominantes de las perso­nas. Por eso, las revoluciones son, por excelencia, luchas y cambios drásticos en el orden y los esquemas mentales con los que las perso­nas interpretan, conocen y actúan en el mundo. De ahí su cualidad democrática y deliberativa, pero además, su carácter fundamental­mente pacífico. Si la revolución quiebra la tolerancia moral entre gobernantes y gobernados para sustituirla por una nueva estruc­tura de afectos morales y esquemas cognitivos de la realidad, dicha transformación del mundo simbólico de las personas se realiza principalmente por medio del conocimiento, la disuasión, la con­vicción lógica, la adhesión moral y el ejemplo práctico; es decir, a través de métodos pacíficos de convencimiento.
Cuando en la Rusia revolucionaria, los soldados vuelcan sus gorras en desconocimiento de la vieja jerarquía militar; cuando las muje­res que salen a las calles optan por usar pantalones y botas milita­res invirtiendo el viejo orden social y sexual; cuando los meseros (camareros) marchan rechazando las propinas y reclamando un trato digno por su trabajo; cuando las trabajadoras del hogar reclaman que se las trate de “usted” y ya no del “tú” utilizado anterior­mente con los siervos; en fin, cuando los campesinos queman las casas de los terratenientes que habían gobernado sus vidas durante siglos, o cuando los obreros ocupan las fábricas para hacerlas traba­jar por su cuenta y mando, todo el orden lógico de la vieja sociedad queda literalmente invertido por la fuerza de una decisión moral de los subalternos, que al tomarla, automáticamente dejan de serlo[45]. Así, la revolución se muestra fundamentalmente como una revolu­ción cultural, una revolución cognitiva que vuelve lo imposible y lo impensado en realidad. Los preceptos lógicos, normas morales, conocimientos y tradiciones que anteriormente cohesionaban todas las dominaciones, estallaban ahora en mil pedazos y habilitan otros criterios morales y otras maneras de conocer, otras razones lógicas que colocan a los dominados, es decir, a la inmensa mayoría del pueblo, como seres constructores de un orden en el que ellos man­dan, deciden y dominan.

En todo ello, la pluralidad de ideas, los medios de comunicación plurales, la libertad de asociación; esto es, el conjunto de derechos democráticos propios de las sociedades modernas, juega un papel decisivo e insustituible. Sin libertad de asociación, ¿de qué tipo de asambleas o consejos se puede hablar? Sin pluralismo, ¿cuál es el tipo de deliberación, de liderazgo intelectual y moral que se puede construir? ¡Ninguno! De ahí que las libertades y garantías democráticas se presenten como el único terreno húmedo y fértil en el que cualquier proceso revolucionario puede crecer; e incluso a veces el punto de inicio de las revoluciones es la conquista de esos derechos.
Esto hace de toda revolución y las revoluciones latinoamerica­nas de principios de siglo XXI no son una excepción un hecho democrático por excelencia y pacífico por naturaleza. Únicamente circunstancias excepcionales, de violencia armada contrarrevolucionaria que bloquean la conversión de la convicción socialmente constituida en institución estatal regularizada, llevan a la necesidad de una acción de fuerza, armada, para desbloquear el flujo revolu­cionario. En el caso de la revolución soviética, las acciones violentas
del gobierno conservador que en julio de 1917 ilegalizan al partido bolchevique, buscan reprimirlo violentamente y luego eliminarlo físicamente mediante un golpe de Estado, le llevan a Lenin a abandonar la convicción de que ésta iba a triunfar pacíficamente: “la vía pacífica de desarrollo se ha vuelto imposible (…) todas las esperan­zas de un desarrollo pacífico de la revolución rusa se han desvane­cido para siempre”[46], afirma, obligado a refugiarse en Finlandia y preparar desde entonces la vía de la insurrección.

Por tanto, en la medida en que se presenta un curso revolucionario bloqueado, es decir, un proceso de constitución de una nueva hegemonía cultural revolucionaria sitiado o acorralado por métodos violentos contrarrevolucionarios que cercenan la capacidad organizativa y deliberativa de la sociedad, lo que obliga a las fuerzas y clases insurgentes a defender y liberar el torrente emancipativo que ha emergido previamente, cabe hablar del carácter revolucionario del método de la lucha armada, guerrilla, insurrección o guerra prolongada. Así pues, la lucha armada se presenta enton­ces como un habilitador del despliegue de las capacidades demo­cráticas de la propia sociedad y, solo en estos términos, como un hecho revolucionario.
2. Guerra de movimiento o guerra de posiciones
Una segunda interpretación equívoca de la revolución soviética, ligada a la anterior, es la referida a que las revoluciones son un tipo de “guerra de movimientos”, de estrategia de asalto rápido susceptible de llevarse adelante en presencia de países con una sociedad civil débil, “gelatinosa”, propia de las sociedades “asiáticas” carac­terizadas por Estados que lo absorben todo, pero con hegemonías políticas débiles; en tanto que en las sociedades de “occidente”, por la presencia de un Estado sustentado en una sociedad civil robusta con innumerables trincheras y fortificaciones construidas por el propio poder de Estado, que sostienen el poder de clase pese al debilitamiento del aparato estatal, necesariamente hay que emplear una estrategia de larga “guerra de posiciones”, de pacientes ase­dios a esa estructura de fortalezas y casamatas de la sociedad civil. Gramsci introduce esta diferenciación para explicar el concepto de “frente único”, propuesto por Lenin en los debates de la Internacio­nal Comunista.

En Oriente el Estado era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil, existía una justa relación y bajo el temblor del Estado se evidenciaba una robusta estructura de la sociedad civil. El Estado sólo era una trinchera avanzada, detrás de la cual existía una robusta cadena de fortalezas y casamatas; en mayor o menor medida de un Estado a otro, se entiende, pero esto precisamente exigía un reconocimiento exacto de carácter nacional[47].
A lo largo de la historia moderna es posible que sea más difícil encontrar en los Estados europeos, acciones destinadas a “sofo­car” las aspiraciones populares, porque se trata de países “en los que no se ve pisotear las leyes fundamentales del Estado ni se ve cómo domina la arbitrariedad”[48], lo que llevaría, según Gramsci, a un debilitamiento de la lucha de clases en ellos. Sin embargo, el fenómeno del fascismo europeo en la primera mitad del siglo XX muestra que la imposición, el pisoteo de las leyes, la arbitrariedad y la desenfrenada violencia estatal, en su excepcionalidad, no son ajenas a la cultura política occidental. El porqué esas circunstancias no dan lugar a un victorioso movimiento revolucionario, es tema de otro debate. Con todo, existe una verdad irrefutable en esto: para un observador extranjero que visita Europa o Estados Unidos, una de las primeras experiencias impactantes es ver que paralelamente al funcionamiento regular de las instituciones gubernamentales y a las condiciones de satisfacción de necesidades básicas de la mayoría de la población, se tiene una apodíctica interiorización de los precep­tos del orden social por parte de los ciudadanos; como si la lógica estatal estuviera adherida a la piel de las personas, en una especie de Estado individuado, que no requiere de aparatos estatales visi­bles para la reproducción del orden. Así, cuando alguien rompe la norma, la presencia rápida, oportuna, puntual y brutal de los cuerpos de seguridad, infunde una mayor indolencia frente al destino de los demás. Como Gramsci afirma, allí donde existe un orden que funciona, se vuelve más difícil pelear porque éste sea sustituido por uno nuevo. En todo caso, más que de una sociedad civil sólida y “equilibrada” frente al Estado, se trata de un Estado muy fuerte y ramificado en los poros más íntimos de la sociedad civil algo así como una sociedad civil estatalizada, lo que ciertamente hace que el aparto gubernamental, pese a las fisuras que pueda llegar a presentar en algún momento, encuentre una infinidad de trinche­ras, aprovisionamientos, reemplazos y apoyos en la sociedad civil, que lo hacen resistente y mucho más sólido que los Estados menos adheridos a ella. Quizá la obsesión de la academia norteamericana por el estudio de los “roles”[49] sea la sombra de esta omnipresencia reticular del orden estatal en el orden individual de los ciudadanos.

Vistas así las cosas, la lógica gramsciana podría invertirse: las sociedades “orientales” tienen una sociedad civil más vigorosa y activa y un Estado más gelatinoso y frágil, a pesar de su arbitrariedad de hecho, la arbitrariedad viene a sustituir la falta de adherencia social o sustento estructural; mientras que las sociedades “occidentales” tienen un Estado omnipresente por estar enraizado profundamente en la propia sociedad civil y, a la vez, sus sociedades civiles son más plurales y diversas aunque políticamente menos activas e inmersas en un tipo de conformismo civil generalizado.
3. Excepcionalidad histórica o disponibilidad social universal
Pero independientemente del modo de composición política de la sociedad contemporánea[50], la universalidad de la revolución soviética radica precisamente en la victoria cultural, ideológica, política y moral de las corrientes bolcheviques en la sociedad civil, en sus organizacio­nes plebeyas más activas, antes y como condición de la propia insu­rrección. Lenin se refiere a esto cuando afirma categóricamente que los bolcheviques triunfan porque se encuentran “respaldados por la inmensa mayoría del proletariado”. Y ese respaldo, apoyo, influencia y liderazgo en los sectores movilizados de las clases plebeyas hasta el punto de que “están dispuestas a morir” por la revolución, refleja la profunda transformación ideológico moral que se había producido entre abril y octubre de 1917, en la mentalidad de las clases subalter­nas; en términos gramscianos, muestra el exitoso despliegue de una “guerra de posiciones” fulminante contra las casamatas y trincheras de la vieja sociedad civil. En síntesis, la batalla por el liderazgo y con­ducción política de las clases populares movilizadas es la clave de la revolución; mientras que la audacia insurreccional que derrumba definitivamente el viejo poder estatal es una contingencia emergente del curso de esa lucha previa por la hegemonía.
Toda revolución es fundamentalmente una transformación radical de los esquemas de sentido común de la sociedad, del orden moral y del orden lógico que monopoliza el poder político centralizado. El asalto armado al Palacio de Invierno representa la eventuali­dad de un proceso de profundas transformaciones ideológico-po­líticas que construyen el poder político soviético, antes que este quede refrendado por un hecho de ocupación institucional de los símbolos del poder. En este sentido, se puede hablar de un “Lenin gramsciano” que deposita en la hegemonía cultural y política la llave del momento revolucionario.

No obstante, lo que sí puede ser asumido como una excepcionali­dad rusa más que “oriental”, es la compresión de los tiempos de esa “guerra de posiciones”. Normalmente, la construcción de un nuevo sentido común[51] y del monopolio de los esquemas de orden que guían los comportamientos cotidianos de las personas, son proce­sos de construcción hegemónica a largo plazo. Pueden transcurrir décadas, incluso siglos, durante los cuales se va sedimentando en las estructuras mentales de las personas, de las clases y de los subalternos, el conformismo moral y lógico con la dominación[52]. Por lo general, romper estas baldosas que comprimen el cerebro de las personas es una tarea titánica, también de décadas, que requiere, a decir de Gramsci, “tácticas más complejas” y “cualidades excepcionales de paciencia y de espíritu inventivo”[53]. En Rusia, esto acon­tece extraordinariamente más rápido. Pero no hay que dejar de lado el hecho de que en medio había una guerra mundial que estaba llevando a la muerte a millones de jóvenes del imperio ruso; que se tenía un país económicamente quebrado que había arrastrado a su población hacia condiciones de consumo inferiores a las existentes años atrás; que se tenía una estructura mundial imperial estallando en crisis y en reconfiguración, etc.

Esta excepcionalidad de circunstancias irrepetibles para cualquier otro país en cualquier otro momento, comprime los tiempos, acorta los plazos y lleva a la sociedad rusa a una crisis de hegemonía, a una disponibilidad social general de nuevas certidumbres y a una porosidad y predisposición de las clases populares a recepcionar nuevas emisiones discursivas capaces de ordenar el mundo incorporándolos a ellos como sujetos activos e influyentes de ese nuevo mundo a erigir. Lo que en otros tiempos habría requerido décadas e incluso siglos, se puede alcanzar en meses, y está claro que algo así difícilmente podrá volver a suceder en mucho tiempo. Excepcionalidades como estas, únicas e irrepetibles en la historia, suelen acon­tecer en la vida de todas las naciones y, por lo general, quedan regis­tradas en la historia como un extraño, pasajero y confuso tiempo turbulento. Y cuando esta excepcionalidad tumultuosa de la histo­ria viene acompañada de una férrea voluntad política organizada para buscar gatillar todas las potencialidades creativas contenidas en ese excepcional tiempo turbulento, las revoluciones que cambian la historia del mundo, estallan. Eso pasó con la Revolución rusa: la excepcionalidad devino regla, la potencia se convirtió en flujo crea­tivo y la lucha por el nuevo sentido común se hizo institución.
La convergencia de contradicciones y disponibilidades sociales que paralizan la institucionalidad estatal, como sucedió en Rusia el año 1917, constituye una excepcionalidad histórica. Sin embargo, el que en algún momento de su historia un país presente alguna grieta o un quiebre en su reforzada coraza estatal, algún estupor en su perfecta maquinaria social de letargo colectivo, de tal forma que se habilite un régimen de nuevas apetencias discursivas, es un hecho universal. El que una hegemonía estatal se derrumbe tan rápidamente es una excepcionalidad histórica. Pero la existencia de poten­cialidades emancipativas, democratizadoras del poder en las for­mas organizativas propias de las clases subalternas, es un hecho universal. Y, entonces, el papel de las asociaciones, ligas o partidos revolucionarios radica en sitiar, en horadar pacientemente como el viejo topo la fortaleza estatal y cultural del régimen dominante. Y si la excepcionalidad histórica imprevisible toca la puerta cuando uno está vivo, hay que aprovechar con indoblegable voluntad de poder cada resquicio, fisura u oportunidad a fin de apuntalar las potencialidades democratizadoras acumuladas e inventadas por las clases plebeyas. Así es como debemos entender la labor de los comunistas revolucionarios que, de acuerdo al joven Marx:
No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento [y] en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto[54].
4. Momento jacobino leninista o momento gramsciano hegemónico
Existe un momento puntual pero decisivo que toda revolución en marcha no puede obviar pues, dependiendo de la actitud que se tome frente a ella, el curso de la revolución o bien continuará o terminará para dar lugar a una terrible etapa contrarrevolu­cionaria. Nos referimos al momento jacobino o punto de bifurca­ción de la revolución[55], que no tiene que ver con la ocupación de las instalaciones y símbolos del viejo poder que pasan a ser reemplazados en sus funciones y en la condición de clase de sus ocupantes. Tampoco se trata del desplazamiento y sustitución de las autoridades gubernamentales, legislativas y ejecutivas del viejo Estado. Las revoluciones del siglo XXI muestran que esto último llega a realizarse por la vía de elecciones democráticas. Ambos son momentos derivados del poder político-cultural pre­viamente alcanzado por las fuerzas insurgentes y, dependiendo de las circunstancias, pueden ser realizados por la vía pacífica, electoral o, excepcionalmente como en el caso de la revolución rusa, por la vía armada.

A pesar de ello, lo que inevitablemente requiere de un hecho de fuerza, de un despliegue de coerción, es la derrota del proyecto de poder de las clases desplazadas del gobierno. Las viejas clases dominantes pueden perder la dirección cultural de la sociedad por un tiempo, a la espera de retomar la iniciativa, una vez que pase el “torbellino social”, mediante la propiedad de los medios de comunicación, las universidades y el peso de las creencias impresas durante décadas en las mentes de las personas; pueden perder el control del gobierno, del Parlamento y de parte de sus propiedades, pero preservan los resortes financieros, los conoci­mientos administrativos, el acceso a mercados, las propiedades en otras áreas de la economía, las influencias y los negocios externos que temporalmente les permiten mantener un poder económico capilarizado en la sociedad. Los bolcheviques tomaron el poder en octubre del 1917, pero el Banco Central seguía entregando dinero a los representas del antiguo gobierno provisional incluso hasta fines de noviembre. En enero de 1918, los funcionarios de los ministerios aún se mantenían en huelga en desconocimiento a los nuevos ministros[56]; en tanto que administrativos de gobiernos locales seguían sin obedecer al nuevo gobierno aun entrados los primeros meses de 1919.
Por tanto, lo que las viejas clases dominantes nunca aceptan de manera dialogada, es la anulación de su proyecto de poder, esto es, el sistema de influencias, acciones y medios mediante los cua­les articulan su persistencia y su proyección histórica como clase dominante. En la Revolución rusa, ni el gobierno provisional ni la asamblea constituyente, ni siquiera la toma de las instalaciones del Estado por parte de los bolcheviques, fueron el escenario de con­densación de la derrota del proyecto político conservador; lo fue la guerra civil. La mayor cantidad de muertes, los mayores horrores de la lucha de clases, la movilización más extensa de las fuerzas contrarrevolucionarias internas y extranjeras, los discursos más anticomunistas y la verdadera confrontación armada entre los dos proyectos de poder se dieron durante la guerra civil[57], y ahí se definió también la victoria de la revolución además de las característi­cas del nuevo Estado. Lenin describirá este momento decisorio de manera muy precisa:
A fines de 1917… la burguesía…. lo que dijo fue: “ante todo lucharemos por el problema fundamental: determinar si ustedes son realmente el poder de Estado o solo creen serlo; el problema, desde luego, no será resuelto con decretos, sino por medio de la violencia y la guerra”…[58].
El punto de bifurcación o momento jacobino es este epítome de las luchas de clases que desata una revolución. Y puesto que toda clase o bloques de clases con voluntad de poder han de reclamar la unicidad y monopolio del poder de Estado, el cuerpo estatal en pugna emerge en su realidad desolada y arcaica: como “violencia organi­zada”[59]. Es en ese terreno donde se define la naturaleza del nuevo o viejo Estado, el monopolio del poder político y la dirección gene­ral de la sociedad para todo un largo ciclo estatal. Por lo general, esto sucede después del desplazamiento del gobierno de las fuerzas conservadoras, pero no del poder real. En un extraordinario texto, Marx describe este momento al afirmar que la conquista del poder gubernamental por parte del proletariado “no hará desaparecer a sus enemigos ni a la vieja organización de la sociedad” y por tanto, “deberá emplear medios violentos y por consiguiente, recursos de gobierno”[60]. Por ello, el momento jacobino es un tiempo donde los discursos enmudecen, las habilidades de convencimiento se replie­gan y la querella por los símbolos unificadores se opacan. Lo único que queda en el campo de batalla llano es el despliegue desnudo de fuerza para dirimir, de una vez por todas, el monopolio territorial de la coerción y el monopolio nacional de la legitimidad.

El momento jacobino en la revolución cubana fue la batalla de Girón (invasión de la Bahía de Cochinos); en el gobierno de Salvador Allende, el golpe de Estado de Pinochet; en la revolución bolivariana de Venezuela, el paro de actividades de PDVSA y el golpe de Estado en 2002; y en el caso de Bolivia, el golpe de Estado cívi­co-prefectural de septiembre de 2008. En todas estas revoluciones, el gobierno ya estaba en manos de los revolucionarios y se presen­taban distintos tipos de “gobierno dividido”[61], con alguna de las cámaras legislativas o de los gobiernos regionales en poder del blo­que conservador. Pero, lo que es más importante, la fuerza belige­rante tenía aún un proyecto de poder, una voluntad de dominio y unas estructuras reticulares de poder político, a partir de las cuales buscaba reorganizar una base social de apoyo, la defensa de sus estructuras de propiedad económica y el apoyo de medios arma­dos (legales o ilegales, internos o externos) para retomar lo antes posible la lucha por el poder de Estado. Entonces, inevitablemente emerge un choque desnudo de fuerzas, o, al menos, de medición de fuerzas de coerción, del que solo puede resultar la derrota militar o la abdicación de una de las fuerzas sociales beligerantes, es decir, la unicidad o el monopolio final de la coerción del Estado.

El momento jacobino o también “leninista” porque Lenin fue un maestro en este tipo de operación política es, en última instancia, el momento dirimidor de la unicidad del poder de Estado, a par­tir del cual se tendrá, en los cerebros de las personas, en las ins­tituciones de gobierno y en las propias clases derrotadas, un solo proyecto estatal. Por tanto, la fuerza derrotada entra en situación de desbande o de desorganización y, lo peor, de pérdida de fe en sí misma. No es que las clases sociales derrotadas desaparezcan; lo que desaparece, por un buen tiempo, es su organización, su fuerza moral, su propuesta de país ante la sociedad. Materialmente son cla­ses en proceso de dominación, pero fundamentalmente dejan de ser sujeto político. Consolidar esta derrota depende de que las fuerzas sociales victoriosas den golpes puntuales al régimen de propiedad de los grandes medios de producción, debilitando sus estructuras organizativas en la sociedad civil, incorporando banderas suyas en el proyecto victorioso, reclutando cuadros administrativos, impulsando los diversos tipos de transformismo político[62] de la antigua intelligentsia, etc., dando lugar a una nueva fase de irradiación de la hegemonía correspondiente al periodo de estabilización del nuevo poder.
La importancia de este momento “jacobino-leninista” radica en instituir, de forma duradera, el monopolio de la coerción, de los impuestos, de la educación pública, de la liturgia del poder y de la legitimidad político-cultural. La contraparte de esta victoria sobre las fuerzas con­servadoras es la concentración del poder que, de no ser continuamente regulada, afecta a las estructuras sociales de poder plebeyas que inicial­mente habían dado inicio al proceso revolucionario. La concentración y unicidad real del poder significa que el poder político de las viejas clases pudientes ha sido derrotado. Sin embargo, la contrafinalidad de todo esto es que la democratización del poder en las estructuras popu­lares, obreras, campesinas, juveniles o barriales que dan inicio al pro­ceso revolucionario también sean afectadas por este destino maquinal del Estado (de cualquier Estado) de concentrar e imponer su unicidad. La importancia de concentrar el poder frente a las viejas clases domi­nantes, y simultáneamente desconcentrarlo frente a las clases laborio­sas, a la larga define el curso de la revolución.

En todo caso, al momento gramsciano de construcción de hegemonía político-cultural que erige el poder político de las clases insurgentes de la revolución una vez conquistado el gobierno, por la vía democrática, sobreviene una batalla desnuda de fuerzas, el momento jacobino-leninista, que dirime de manera duradera la unicidad del poder de Estado. Sin este momento imprescindible, la estrategia gramsciana podrá ser cercada internamente y, más temprano que tarde, expulsada del poder político bajo la forma de una contrarrevolución exitosa que arrasará despóticamente con todo el avance organizativo y democratizador logrado por las clases sociales ple­beyas. De ahí que toda revolución con un momento gramsciano sin un momento leninista sea una revolución trunca, fallida. No existe revolución verdadera sin momento gramsciano de triunfo político, cultural y moral, previo a la toma del poder estatal. Pero tampoco se tiene unicidad de poder de Estado ni disolución de las antiguas cla­ses gobernantes como sujetos portadores de un proyecto de poder beligerante, sin un momento leninista dirimidor.
La revolución soviética será el laboratorio más extraordinario y dramático de esta contradicción viva entre centralización y democratización que define el destino de esta y de cualquier revolución contemporánea.

5. Democracia local o democracia general. Democratización o mono­polización de decisiones
El estallido de la revolución hace explotar las jerarquías del viejo sistema social, incluyendo las militares. Los soviets de soldados y campesinos y los Comités Militares en los cuarteles, que descono­cen la autoridad militar para sustituirla por asambleas, muestran la radicalidad y extensión del derrumbe del viejo poder estatal, constituyéndose en el punto de apoyo para el fortalecimiento de las huelgas y consejos de obreros en las fábricas. Cada cuartel, región y ciudad se desenvuelven como un mini-Estado con su propia y autónoma fuerza de coerción. A pesar de ello, durante la guerra civil desatada inmediatamente, frente a los regimientos disciplina­dos y jerarquizados de la contrarrevolución, apoyados por tropas extranjeras invasoras, las tropas revolucionarias se muestran tácticamente inferiores, débiles ante la fuerza antagónica y presa fácil de la desbandada ante las primeras derrotas[63]. La excesiva democracia al interior del instrumento de coerción armada, inicialmente nece­saria para desmoronar la autoridad del viejo Estado, ahora lo arras­tra ante la inminente derrota frente a la contrarrevolución. La necesidad de imponer la disciplina militar y de restablecer jerarquías (acompañadas, por supuesto, de comisarios políticos a la cabeza de la formación política de la tropa), hace que el Ejército Rojo retome la iniciativa y derrote la invasión extranjera y a los ejércitos contra­rrevolucionarios. La defensa de la revolución triunfa, pero a costa de reducir la democracia en los cuarteles. Algo similar sucede en los soviets campesinos, en los soviets y sindicatos obreros. El núcleo de la revolución se constituye cuando los productores directos, obreros y campesinos, inician el desmontamiento de las antiguas relaciones de poder productivo. Eso acontece cuando los terratenientes son desplazados y los soviets de campesinos ocupan las tierras y las dis­tribuyen internamente entre los miembros de la comunidad agraria. Igualmente, la cualidad obrera de la revolución despunta cuando los Comités de fábrica asumen el control del funcionamiento de las empresas para impedir el despido obrero, el cierre de la empresa o la pérdida de derechos laborales.

Sin embargo, en el momento en que cada fábrica comienza a actuar por su cuenta, a fijarse solo en el bienestar de sus trabajadores sin considerar el bienestar del resto de los trabajadores de otras fábricas y de los habitantes de las ciudades o de los campesinos; el momento en que los soviets de campesinos solo se preocupan del abastecimiento de sus afiliados, dejando de lado a los trabajadores de las ciudades que están sin alimento; es decir, el momento en el que cada institución democrática obrera solo se fija en sí misma sin tomar en cuenta el conjunto de los trabajadores y ciudadanos del país, se produce una hecatombe económica que paraliza el intercambio de productos y potencia los egoísmos entre sectores que se desentien­den de los demás llevando a la disminución de la producción, el cierre de empresas, la pérdida de trabajo, la escasez, el hambre y el malestar en contra del propio curso revolucionario.
Entonces, a corto plazo, la democracia local, desentendida de la democracia global (general) en todo el país, conduce a una parálisis productiva que empuja a los mismos trabajadores a ver como enemiga la revolución que todos, en su conjunto, ayudaron a crear. Más que el exceso de democracia en cada comunidad o fábrica, se trata de la ausencia de una democracia general, articuladora de todos los centros de trabajo, capaz de guiar las iniciativas y necesidades de cada uno de ellos, de cada comunidad agraria o fábrica, con las necesidades e iniciativas del resto de los centros de trabajo de todo el país. Este desencuentro entre dimensiones territoriales de la demo­cracia laboral es lo que provoca, entre los propios trabajadores a nivel local, el surgimiento de malestar, molestia y enemistad contra la propia revolución que logran construir. ¿Hasta dónde ampliar o restringir la democracia local? ¿Cómo crear modos de participación democrática general que permita una experiencia obrera y campe­sina de articulación de iniciativas de todas las fábricas, las comuni­dades rurales y barrios? Allí radica el núcleo de la continuidad de la revolución y del socialismo. De hecho, el comunismo representa la posibilidad de una articulación general desde lo local sin ningún tipo de mediación; la extinción del Estado que, a la larga, no es más que la realización final de la revolución.
La imposibilidad temporal o lentitud de articulación nacional, general y rápida entre todos los centros de trabajo obrero y las comuni­dades rurales, está presente en todas las revoluciones sin excepción. Es como si en los momentos iniciales de la revolución, la capacidad de auto-organización directa de los trabajadores solo alcanzara a los centros de trabajo y a las comunidades por separado, aisladas e incluso confrontadas entre ellas, develando así los límites de la experiencia social y el peso del pasado localista en la acción revolucionaria de los trabajadores. Al parecer aún no existen las con­diciones materiales para una auto-unificación política directa sin mediación de los trabajadores, capaz de habilitar una planificación general y directa entre ellos. Entonces, ante el riesgo de que su pro­pia obra revolucionaria los devore o los lleve a una confrontación encadenada de egoísmos y localismos autodestructivos, cerrando las puertas de una entrada victoriosa, militar y moral, la constitu­ción de una organización que asuma la gestión de lo general, que unifique las acciones locales hacia un camino, que impulse a que las fábricas y comunidades se ayuden una a otras y que, al hacerlo, mantengan la revolución, se vuelve necesaria.
La presencia de esta organización especializada en lo universal, en la administración de lo general, es el Estado. Y, en el caso de la organización que administra los asuntos comunes y generales de las acciones de los trabajadores, es el Estado revolucionario que, al final, mediante su centralización, protege la revolución del colapso económico y de los egoísmos localistas, aunque a costa de susti­tuir la auto-unificación de los trabajadores por la administración monopólica de esta, que si bien está compuesta por los mismos trabajadores, nace de sus propias luchas y tiene la mirada puesta en defenderlos, también se constituye en un organismo especializado de concentración de decisiones.
La paradoja de toda revolución es que ella existe porque los trabajado­res rompen jerarquías, mandos y asumen la gestión de su vida; mas no logran hacerlo a escala nacional, general. Y una revolución se defiende solo si puede actuar a nivel nacional, tanto en contra de la conspiración interna de las antiguas clases dominantes, como de la guerra externa de los poderes mundiales. Pero eso solo se logra mediante un orga­nismo que comienza a monopolizar las decisiones (el Estado), en detri­mento de la democracia local de la propia revolución. Este fetichismo del Estado revolucionario y, en general, de todo Estado, no se supera proclamando su “supresión”, el reino de la anarquía o lo que fuere. La fuerza de los hechos impone una derrota de la revolución debido a los faccionalismos internos de los trabajadores y el asedio unificado de la contrarrevolución, o la constitución de un Estado revolucionario que vaya monopolizando las decisiones en detrimento del disperso y debilitante democratismo local.
Si la defensa de la revolución debilita en exceso la democracia local, su energía íntima se pierde por la asfixia centralizadora; y si debilita la centralización nacional, el asedio centralizado de la contrarrevolución la ahoga. Por tanto, la administración de esta lógica parado­jal se debe dar reforzando, según la correlación de fuerzas, uno de los polos frente a otro, sin anularlo, pues esa es la única manera de mantener vivo el curso de la revolución frente al asedio contrarrevo­lucionario, pero también frente a la fragmentación autocentrada del pluralismo local. Mientras no se modifiquen las condiciones mate­riales de la producción del vínculo político entre las personas, en tanto partícipes de una comunidad real que asuman directamente la gestión de los asuntos comunes de toda la sociedad, la mediación estatal será necesaria. Sin embargo, la constitución de esa comuni­dad real general, en sustitución de la “comunidad ilusoria”[64] estatal, depende de la construcción de una comunidad real de productores libremente asociados que gestionen a escala social universal sus medios de vida materiales, es decir, depende de la superación de la ley del valor que unifica a los productores no de manera directa, sino abstracta, por medio del trabajo humano abstracto. Al final, la necesidad temporal de un Estado revolucionario está anclada en la persistencia de la lógica del valor de cambio en la vida económica de las personas. Y la existencia de un Estado revolucionario, que en sí mismo es una antinomia, es a la vez el camino necesario y obligado para dar curso a la revolución, hasta el momento en que la contradicción se disuelva en una nueva sociedad.

6. Forma dinero y forma Estado

La forma dinero tiene la misma lógica constitutiva que la forma Estado, e históricamente ambas corren paralelas alimentándose mutuamente. Tanto el dinero como el Estado recrean ámbitos de universa­lidad o espacios de socialidad humanas. En el caso del dinero, este permite el intercambio de productos a escala universal y, con ello, facilita la realización del valor de uso de los productos concretos del trabajo humano, que se plasma en el consumo (satisfacción de necesidades) de otros seres humanos. Sin duda esta es una función de socialidad, de comunidad. No obstante, se cumple a partir de una abstracción de la acción concreta de los productores, validando y consagrando la separación entre ellos, que concurren a sus actividades como productores privados. La función del dinero emerge de esta fragmentación material entre los productores/poseedores, la reafirma, se sobrepone a ellos y, a la larga, los domina en su pro­pia atomización/separación como productores/poseedores pri­vados; aunque únicamente logra hacer todo ello y reproducir este fetichismo, porque simultáneamente recrea socialidad y sedimenta comunidad, aun cuando se trata de una socialidad abstracta, de una “comunidad ilusoria” fallida, que funciona en la acción mate­rial y mental de cada miembro de la sociedad. De la misma forma, el Estado cohesiona a los miembros de una sociedad, reafirma una pertenencia y unos recursos comunes a todos ellos, pero lo hace a partir de una monopolización (privatización) del uso, gestión y usufructo de esos bienes comunes.

En el caso del dinero, este proceso acontece porque los producto­res no son partícipes de una producción directamente social que les permitiría acceder a los productos del trabajo social sin su mediación, sino como simpe satisfacción de las necesidades humanas. En el caso del Estado, se da porque los ciudadanos no son miembros de una comunidad real de productores que producen sus medios de existencia y de convivencia de manera asociada, vinculándose entre sí de manera directa, sino a través del Estado. Por ello, es posible afirmar que la lógica de las formas del valor y del fetichismo de la mercancía, descrita magistralmente por Marx en el primer tomo de El capital[65] es, indudablemente, la profunda lógica que también da lugar a la forma Estado y a su fetichización[66].
En síntesis, la protección de la revolución frente al asedio de las clases pudientes necesita del Estado revolucionario para asumir, temporal y solo temporalmente, esta articulación nacional, esta unificación general y esta mirada de conjunto del movimiento entre los distintos sectores sociales; para garantizar el funcionamiento de las fuentes de trabajo, la circulación de bienes materiales y, con ello, la protección y defensa de la revolución en contra de sus detractores, pero, fundamentalmente, del pasado que se agolpa en la cabeza de los revolucionarios que “recuerdan” que antes vivían mejor. Lo que los bolcheviques hicieron al asumir el control de los soviets después de octubre de 1917, al comenzar a fusionarlos con el Estado, al desplazar “el centro del poder industrial de los comités de fábrica y los sindicatos al aparato administrativo del Estado”[67], fue precisamente eso. La frenética preocupación posterior de Lenin, en su debate con­tra Stalin y Trosky, acerca de los límites de la centralización estatal en detrimento de la democracia local, en el caso de las nacionalida­des[68], de la federación o de los sindicatos[69] en las empresas, definirá el futuro de la revolución soviética y lo que habrá de entenderse por socialismo a raíz de la experiencia práctica de las clases laboriosas.
Al final, pareciera ser una regla universal que los procesos revolucionarios son excepcionalidades presentes en la historia larga de todas las naciones modernas. Y ello obliga a un trabajo paciente e imaginativo de “guerra de posiciones” ideológico-cultural a fin de abrir fisuras en el armazón de la sociedad civil y del Estado, que puedan contribuir a la emergencia excepcional de una época revolucionaria. También es una regla universal que el liderazgo ideo­lógico-político se constituya en la victoria inicial y fundamental a ser alcanzada en el proceso revolucionario antes de la “toma del poder”, característica que justamente le brinda la cualidad de ser una construcción del poder político de abajo hacia arriba. Ahí está Gramsci y el alcance de su pensamiento. Sin embargo, una vez conquistada, democráticamente, la institucionalidad del Estado, esta será efímera y materialmente impotente ante la contrarrevolución despótica, si no garantiza la unicidad del nuevo poder y la derrota plena del poder conservador. Ese es Lenin y la influencia de su pensamiento. Y de ahí, nuevamente a construir, expandir, reactualizar y sedimentar las nuevas estructuras mentales de tolerancia lógica y moral de la sociedad emergente de la revolución. Pero eso, más que Gramsci otra vez, es Durkheim.


[1]  En Figes, O., La Revolución rusa 1891-1924.La tragedia de un pueblo, Edhasa, España, 1990.
[2] Hobsbawm sostiene que el “corto siglo XX” se habría iniciado con la Primera Guerra Mun­dial y finalizado con la caída de la Unión Soviética en 1989. Preferimos hablar de la Re­volución rusa como punto del inicio de siglo porque, a diferencia de la Primera Guerra Mundial, que significó una nueva fase de la ininterrumpida mutación de la geografía estatal continental, los efectos de la revolución polarizaron, como nunca antes había sucedido, la lucha política a escala mundial. Véase Hobsbawm, Eric J., Historia del siglo XX. 1914-1991, Editorial Crítica (Grijalbo Mandadori), Barcelona, 1995.
[3] Véase Bataille, George, La parte maldita, Editorial Icaria, Barcelona, 1987
[4] Eisenstein dirigió la película “Oktyabr” (Octubre) en 1928, con la que se consagró como un importante director de cine a nivel mundial, en la cual se narran los acontecimientos ocurri­dos desde febrero hasta octubre de 1917
[5]  Lenin, V. I., Obras Completas, T. 18: marzo de 1912 – noviembre 1912, Ediciones Salvador Allende, México, 1978. En adelante, para hacer referencia a los artículos incluidos en esta colección, se utilizará la abreviación OC, seguida del número del tomo correspondiente
[6] Lenin, V. I. “Jornadas revolucionarias” (31 de enero de 1905), en OC, T. 8, p. 100
[7] “…es síntoma de toda revolución verdadera, la rápida decuplicación o centuplicación del número de hombres capaces de librar una lucha política, pertenecientes a la masa trabaja­dora y oprimida, antes apática”. Lenin, V. I., “El ‘izquierdismoʼ, enfermedad infantil del comunismo” (27 de abril de 1920), en OC, T. 33, p. 191
[8] “Para que tenga lugar una revolución, es indispensable, primero, que la mayoría de los obreros (o por lo menos la mayoría de los obreros con conciencia de clase, que piensan, políticamente activos) comprenda plenamente que la revolución es necesaria y que esté dispuesta a morir por ella”. Ibíd.
[9] Lenin V. I., “El triunfo de los Kadetes y tareas del Partido Obrero” (24-28 de marzo de 1906), en OC, T. 10, p. 249
[10] Figes, O., op. cit.
[11] Véase Pipes, R., La Revolución rusa, Debate, España, 1916, pp. 302-305; Bettelheim, Ch., Las luchas de clases en la URSS, Primer Periodo, 1917-1923, Siglo XXI Editores, México, 1980.
[12] Ibid
[13] Figes, O., op. cit., p. 367
[14] “Pero el país que convierte a naciones enteras en obreros asalariados suyos, que con sus brazos gigantescos abraza el mundo entero, el país que ya se hizo cargo en una oportunidad de los gas­tos de la Restauración europea; el país en cuyas entrañas se han desatado las contradicciones de clase en la forma más violenta y desvergonzada -Inglaterra- se asemeja a una roca contra la cual rompen las olas revolucionarias y que quiere matar de hambre a la nueva sociedad todavía en el seno materno”. Marx, C., “El movimiento revolucionario” (1 de enero de 1849), en K. Marx y Engels, F., Sobre la Revolución de 1848-1849, Editorial Progreso, Moscú, 1981. “Paralizada durante un momento por la agonía que siguió a las jornadas de Junio, la República Francesa pasó desde el levantamiento del estado de sitio, desde el 19 de octubre, por una serie ininterrumpida de emociones febriles: primero, la lucha en torno a la presidencia; luego, la lucha del presidente con la Constituyente; la lucha en torno a los clubs; el proceso de Bourges en el que, frente a las figuri­llas del presidente, de los monárquicos coligados, de los republicanos ‘honestos’, de la Montaña democrática y de los doctrinarios socialistas del proletariado, sus verdaderos revolucionarios aparecían como gigantes antediluvianos que sólo un diluvio puede dejar sobre la superficie de la sociedad o que sólo pueden preceder a un diluvio social; la agitación electoral; la ejecución de los asesinos de Bréa; los continuos procesos de prensa; las violentas intromisiones policíacas del Gobierno en los banquetes; las insolentes provocaciones monárquicas; la colocación en la picota de los retratos de Luis Blanc y Caussidière; la lucha ininterrumpida entre la república consti­tuida y la Asamblea Constituyente, lucha que a cada momento hacía retroceder a la revolución a su punto de partida, que convertía a cada momento al vencedor en vencido y al vencido en vencedor y trastrocaba en un abrir y cerrar de ojos la posición de los partidos y las clases, sus divorcios y sus alianzas; la rápida marcha de la contrarrevolución europea, la gloriosa lucha de Hungría, los levantamientos armados alemanes; la expedición romana, la derrota ignominiosa del ejército francés delante de Roma. En este torbellino, en este agobio de la inquietud histórica, en este dramático flujo y reflujo de las pasiones revolucionarias, de las esperanzas, de los desen­gaños, las diferentes clases de la sociedad francesa tenían necesariamente que contar sus etapas de desarrollo por semanas, como antes las habían contado por medios siglos”. Marx, K., “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850”; en Marx, C. y Engels, F., Obras Escogidas, T. I., Edito­rial Progreso, Moscú, 1974, p. 259. “…las tres crisis revelaron una forma de demostración nueva en la historia de nuestra revolución, una demostración de un tipo más complejo, en la cual el movimiento se desarrolla por oleadas que suben velozmente y descienden de modo súbito, la revolución y la contrarrevolución se exacerban, y los elementos moderados son eliminados por un periodo más o menos largo”. Lenin, V. I., “Tres Crisis” (7 de julio de 1917), en OC, T. 26, p. 248
[15] Lenin V. I., “La celebración del primero de mayo por el proletariado revolucionario” (15 de junio de 1913) y “El receso de la Duma y los desconcertados liberales” (5 de julio de 1913), en OC, T. 19, pp. 465, 507-509.
[16] Lenin, V. I., “Informe sobre la revolución de 1905” (enero de 1917), en OC, T. 24, p. 274
[17] Lenin V. I., “Cartas desde lejos” (Primera carta, 7 de marzo de 1917), en OC, T. 24, p. 340
[18] “Y cuando la revolución haya llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar, Eu­ropa se levantará y gritará jubilosa: ¡bien has hozado viejo topo!”. Marx, C., El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Fundación Federico Engels, Madrid, 2003, p. 104.
[19] Lenin, V. I., “III Congreso de la Internacional Comunista” (22 de junio al 12 de julio de 1921), en OC, T. 35, p. 376
[20] Véase Lenin, V. I., “Las elecciones de la asamblea constituyente y la dictadura del proletariado (diciembre de 1919), en OC, T. 32.
[21] Véase la Tercera Parte: Rusia bajo la revolución (febrero de 1917-marzo de 1918), en Figes, O., op. cit.
[22] “En el arte político ocurre lo mismo que en el arte militar: la guerra de movimiento se con­vierte cada vez más en guerra, en la medida en que la prepara minuciosa y técnicamente en tiempos de paz. Las estructuras macizas de las democracias modernas, consideradas ya sea como organizaciones estatales o bien como complejo de asociaciones operantes en la vida civil, representan en el dominio del arte político lo mismo que las ‘trincherasʼ y las fortifica­ciones permanentes del frente en la guerra de posición: tornan sólo ‘parcialʼ el elemento del movimiento que antes constituía ‘todoʼ en la guerra, etc.”. Gramsci, A., Notas sobre Maquia­velo, sobre la política y sobre el Estado Moderno, Ediciones Nueva Visión, Madrid, 1980, p. 101.
[23] Lenin, V.I. “Las lecciones de la asamblea constituyente y la dictadura del proletariado” (di­ciembre de 1919), en OC, T. 32, p. 246
[24] Véase Bettelheim, Ch., op. cit., pp. 59-60
[25] Véase Pipes, R., op. cit., p. 442.
[26] “Carta de A. Guchkov, ministro de Defensa del Gobierno Provisional, a M. Alexeev, Co­mandante en Jefe del Ejército Ruso, 9 de marzo de 1917”, en Figes, O., op. cit, p. 407. Véase también Pipes, R., op. cit., p. 350
[27] Lenin, V. I. “Las tareas del proletariado en la actual revolución” (7 de abril de 1917; artículo que contiene las célebres Tesis de abril), en OC, T. 24, p. 438
[28] Véase Bettelheim, Ch., op.cit
[29] Lenin, V. I., “III Congreso de la Internacional Comunista” (junio-julio de 1921), en OC, T. 35, p. 360.
[30] Pipes, R., op. cit., p. 442
[31] Ibíd., p. 443.
[32] Ibíd., p. 444
[33] “La agonía del Gobierno Provisional”, en Figes, O., op. cit
[34] Ibíd., pp. 509-511.
[35] Véase el Capítulo XI. “La dualidad de poderes”, en Trotsky, L. Historia de la revolución rusa, T. I., Marxists Internet Archive, s.l., diciembre de 2002
[36] Figes, O., op. cit., pp. 407, 408, 516 y 746
[37] Pipes, R., op. cit., p. 555. Según este autor, de cada 5 empresas nacionalizadas, solo una es re­sultado de la decisión del gobierno central, mientras que el resto, 80 por ciento, es producto de la decisión de los soviets y las autoridades locales. Pipes, R., op. cit. p. 750.
[38] “La revolución de 1917 debería considerarse como una verdadera crisis general de autori­dad. Se produjo un rechazo no solo del Estado, sino también de todos los representantes de la autoridad: jueces, policías, funcionarios, oficiales del Ejército y de la Marina, sacerdotes, profesores, patrones, capataces, terratenientes, ancianos del pueblo, padres patriarcales y maridos”. Figes, O., op. cit., pp. 407 y 367
[39] Véase García Linera, A. Identidad boliviana. Nación, mestizaje y plurinacionalidad, Vicepresi­dencia del Estado, La Paz, 2014
[40] Véase Aron, R., Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución, Editorial Página Indómita, España, 2015
[41] Harold Williams, citado en Figes, O., op. cit., p. 417
[42] “La noción de ‘sin parteʼ […] es la figura de un sujeto político, y un sujeto político nunca puede identificarse de golpe con un grupo social. Por esta razón, […] el pueblo político es el sujeto que encarna la parte de los sin parte –lo cual no significa ‘la parte de los excluidosʼ, ni que la política sea la irrupción de los excluidos, sino que la política es […] la acción de suje­tos que sobrevienen independientemente de la distribución de los repartos y las partes so­ciales. [‘La parte de los sin parteʼ] define […] la relación entre una exclusión y una inclusión [esto es…,] designa a aquellos que no tienen parte, a aquellos que viven sin más, y al mismo tiempo designa, políticamente, a aquellos que no solo son seres vivos que producen, sino también sujetos capaces de discutir y decidir los asuntos de la comunidad [….] El corazón de la subjetivación histórica [de ‘los sin parteʼ] ha sido la capacidad, no de representar el poder colectivo, productivo, obrero, sino de representar la capacidad de cualquiera. Ran­cière, J., Universalizar la capacidad de cualquiera” en El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética, Herder, Barcelona, 2011, pp. 233-4.
[43] Véase Habermas, J., Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 2008
[44] Lenin, V. I., “El impuesto en especie” (21 de abril de 1921), en OC, T. 35, pp. 200-239
[45] Véase la Tercera Parte: Rusia bajo la revolución (febrero de 1917-marzo de 1918), en Figes, O., op. cit.
[46] Lenin, V. I., “Sobre las consignas” (julio de 1917), y “La situación política (Cuatro tesis)” (10 de julio de 1917), en Obras completas, Tomo 26, op. cit., pp. 266 y 254
[47] Gramsci, A., Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, Ediciones Nue­va Visión, Madrid, 1980, p. 83
[48] Gramsci, A. “Tres principios, tres órdenes” (11 de febrero de 1917), en Antología, Siglo XXI Editores, Argentina, 2004, p. 22
[49] Véase Erving Goffman, Encounters: Two Studies in the Sociology of Interaction, Bobbs-Merril Company, Inc., Indianapolis, 1961; también se puede revisar Linton, R., The Study of Man. An introduction, Applèton-Century-Crofts, Inc., Nueva York, 1936.
[50] Sobre el modo de composición política de la sociedad, véase Álvaro García Linera, “La nueva composición orgánica plebeya de la vida política en Bolivia”, discurso en la Solemne Sesión de Honor en conmemoración a los 191 años de independencia de Bolivia, Tarija, 6 de agosto de 2016.
[51] Entendido como “creencias populares”, convicciones y, en general, cultura, mediante las cuales las personas “conocen” y actúan en el mundo sin necesidad de reflexionar sobre él. Véase Gramsci, A., Cuadernos de la Cárcel, T. 3, Ediciones ERA, México, 1984, p. 305
[52] “Pues si, en cualquier coyuntura, los hombres no se entendieran sobre estas ideas esencia­les, si no tuvieran una concepción homogénea del tiempo, del espacio, de la causalidad, de la cantidad, etc., todo acuerdo entre las inteligencias se haría imposible y, con ello toda vida común. Además las sociedades no pueden abandonar al arbitrio de los particulares las categorías sin abandonarse a sí misma. Para poder vivir, no sólo tiene necesidad de un conformismo moral suficiente; hay un mínimo de conformismo lógico del que tampoco puede prescindir. Por esta razón ejerce el peso de toda su autoridad sobre sus miembros para prevenir las disidencias”. Durkheim, E., Las formas elementales de la vida religiosa, Akal Editor, Madrid, 1982, p. 15
[53] Véase Gramsci, A., “Democracia obrera y socialismo”, en Pasado y presente (Revista trimes­tral), Año IV, nueva serie, Edigraf, Argentina, 1973, p. 103ss
[54] Marx, C. y Engels F., “Manifiesto del Partido Comunista”, en Obras escogidas, T. I, Editorial Progreso, Moscú (URSS), 1974, p. 122.
[55] Véase García Linera, Á., Las tensiones creativas de la revolución. La quinta fase del Proceso de Cambio, Vicepresidencia del Estado, La Paz, 2011
[56] Pipes, R., op. cit., pp. 569-572
[57] Véase la Cuarta Parte: La guerra civil y la formación del sistema soviético (1918-1924), en Figes, O., op.cit.
[58] Lenin, V. I., “VII Conferencia del partido de la provincia de Moscú” (octubre de 1921), en OC, T. 35, p. 537.
[59] Marx, C. y Engels F., “Manifiesto del Partido Comunista”, op. cit., p. 130
[60] Marx, C., “Resumen del libro de Bakunin Estatalidad y anarquía”, en Marx, C., y Engels, F., Obras Fundamentales, T. 16, p. 481. FCE, México, 1988
[61] Véase Jones, M., Electoral Laws and the survival of presidential democracies, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 1995.
[62] Véase Gramsci, A., Cuadernos de la cárcel, T. 5, Ediciones ERA, México, 1999.
[63] Figes, O., op. cit.
[64] “…por virtud de esta contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra este último, en cuanto Estado una forma propia e independiente, separada de los reales intere­ses particulares y colectivos y, al mismo tiempo, una forma de comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los vínculos existentes, dentro de cada conglomerado familiar y tribal, tales como la carne y la sangre, la lengua, la división del trabajo en mayor escala y otros intereses y, sobre todo, como más tarde habremos de desarrollar, a base de los inte­reses de las clases…”. Marx, C. y F. Engels, “Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialistas e idealistas” (I capítulo de La ideología alemana), en Marx, C. y F. Engels, Obras escogidas, T. I, Editorial Progreso, Moscú, 1974, p. 31
[65] Véase el Capítulo I: La mercancía, en Marx, K., El capital, T. I, Vol. 1, Siglo XXI Editores, México, 1987, pp. 43-102.
[66] Es posible afirmar, de manera categórica, que el núcleo de la teoría marxista sobre el Estado y el poder, es la teoría de las formas del valor tratada en el capítulo primero de El capital.
[67] Figes, O., op. cit., p. 685
[68] Lenin, V. I., “Últimas cartas y artículos de V. I. Lenin” (22 de diciembre de 1922 - 2 de marzo de 1923), en OC, T 36, pp. 471-490. También, Pipes, R., op.cit., p. 554
[69] Lenin, V. I., “Los sindicatos, la situación y los errores del camarada Trotsky” (30 de diciem­bre de 1920), en OC, T 34, pp. 288-289

Continuará...


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