Primera Parte
¿QUÉ ES UNA
REVOLUCIÓN?
de la Revolución Rusa de 1917
a la revolución en nuestros tiempos
Álvaro García Linera
Índice
I.- La
revelación
11
II:- La
Revolución como momento plebeyo 15
El
significado de la revolución rusa
19
Las
antinomias aparentes de la revolución 31
III.-
Revolución y Socialismo
57
El
socialismo no es la estatización de los medios de producción 67
La base
material de la continuidad revolucionaria: la economía 80
Estamos viviendo tiempos salvajes. Es difícil para la
gente de nuestra generación adaptarse a la nueva situación. Pero a través de
esta revolución, nuestras vidas se purificarán y las cosas mejorarán para los
jóvenes.
S.
Semyonov, primavera de 1917[1]
I.- La
revelación:
La
revolución soviética de 1917
Su estallido
dividió el mundo en dos; más aún, dividió el imaginario social sobre el mundo
en dos. Por un lado, el mundo existente con sus desigualdades, explotaciones e
injusticias; por otro, un mundo posible, de igualdad, sin explotación, sin
injusticias: el socialismo. Sin embargo, eso no significó la creación de un
nuevo mundo alternativo al capitalista, sino el surgimiento, en las
expectativas colectivas de los subalternos del mundo, de la creencia
movilizadora que era posible alcanzarlo.
La
revolución soviética de 1917 es el acontecimiento político mundial más
importante del siglo XX, pues cambia la historia moderna de los Estados,
escinde en dos y a escala planetaria las ideas políticas dominantes,
transforma los imaginarios sociales de los pueblos devolviéndoles su papel de
sujetos de la historia, innova los escenarios de guerra e introduce la idea de
otra opción (mundo) posible en el curso de la humanidad.
Con la
revolución de 1917, lo que hasta entonces era una idea marginal, una consigna
política, una propuesta académica o una expectativa guardada en la intimidad
del mundo obrero, se convirtió en materia, en realidad visible, en existencia
palpable. El impacto de la Revolución de Octubre en las creencias mundiales
–que son las que al fin y al cabo cuentan a la hora de la acción política– fue
similar al de una revelación religiosa entre los creyentes, a saber, el capitalismo
era finito y podía ser sustituido por otra sociedad mejor. Eso significa que
había una opción diferente al mundo dominante y, por tanto, había esperanza; en
otros términos, había ese punto arquimediano con el que los
revolucionarios se sentían capaces de cambiar el curso de la historia mundial.
La
Revolución rusa anunció el nacimiento del siglo XX[2],
no solo por el cisma político planetario que engendró, sino sobre todo por la
constitución imaginaria de un sentido de la historia, es decir, del socialismo
como referente moral de la plebe moderna en acción. Así, el espíritu del siglo
XX fue revelado para todos; y, desde ese momento, adeptos, opositores o
indiferentes tendrán un lugar en el destino de la historia.
Pero así
como sucede con toda “revelación”, la revelación cognitiva del socialismo como
opción realizable, vino acompañada por un agente o entidad canalizadora de este
des-cubrimiento: la revolución.
Revolución
se convertirá en la palabra más reivindicada y satanizada del siglo XX. Sus
defensores la enarbolarán para referirse al inminente resarcimiento de los
pobres frente a la excesiva opresión vigente; los detractores la descalificarán
por ser el símbolo de la destrucción de la civilización occidental; los obreros
la convocarán para anunciar la solución a las catástrofes sociales engendradas
por los burgueses y, a la espera de su advenimiento, la usarán –al menos como
amenaza– para dinamizar la economía de concesiones y tolerancias con la
patronal, lo que dará lugar al Estado de bienestar. En contraparte, los
ideólogos del viejo régimen le atribuirán la causa de todos los males, desde el
enfrentamiento entre Estados y la disolución de la familia, hasta el extravío
de la juventud.
En los
debates filosóficos y teóricos, la revolución será para unos la antesala de una
nueva humanidad por venir, el estruendo que desata la creatividad
autoconsciente y autodeterminada de la sociedad. En cambio, para la curia del
viejo régimen, será la anulación de la democracia y la encarnación diabólica de
las oscuras fuerzas que intentan destruir la libertad individual. Sin embargo,
lejos de vislumbrar una degeneración del debate, esta derivación religiosa de
los argumentos en pro o en contra de la revolución, refleja el profundo
enraizamiento social que desató el antagonismo revolución/contrarrevolución,
que incluso llegó a movilizar las fibras morales más íntimas de la sociedad.
En
definitiva, la revolución (ese hecho político-militar de las masas que toman
por asalto el poder político, esa insurrección armada que demuele el viejo
Estado y levanta el nuevo orden político), será la intermediaria privilegiada y
portadora de una opción realizable de mundo. Y alrededor de este suceso se
construirá toda una narrativa de producción de la historia futura, con tal
fuerza que será capaz de movilizar las pasiones, sacrificios e ilusiones de más
de la mitad de los habitantes de todos los continentes.
A partir de
1917, la lucha por la revolución, su preparación, realización y defensa,
captarán no solo el interés y laboriosidad de millones personas, sino la
voluntad y predisposición a esfuerzos y sacrificios pocas veces antes vistos en
la historia de la humanidad. Clandestinidad, carencias materiales, torturas,
encarcelamientos, destierros, desapariciones, mutilaciones y asesinatos, se
constituirán en el costo ilimitado que miles y miles de militantes estarán
dispuestos a pagar para alcanzarla. Tal será su capacidad de entrega a la causa
revolucionaria, que la mayoría de ellos soportará cada una de las estaciones
del suplicio aun a sabiendas que, con mucha probabilidad, no serán capaces de
disfrutar de su victoria. Y esa entrega con devoción al sacrificio histórico,
con la confianza de que la siguiente o subsiguiente generación pueda presenciar
el amanecer humano producido por la inminente revolución, nos remite a la
presencia de un tipo de “gasto heroico” bataillano[3] en
torno a ella y a los revolucionarios; de hecho, se trata del derroche y
generosidad de esfuerzo humano más planetario (geográficamente) y más universal
(moralmente) de la historia social.
En los
últimos 100 años morirán más personas en nombre de la revolución que en nombre
de cualquier religión, con la diferencia de que en el caso del sacrificio
religioso, la entrega se da a favor del propio espíritu del sacrificado;
mientras que en la revolución, la inmolación es a favor de la liberación
material de todos los seres humanos, lo que hace del hecho revolucionario un
tipo de producción de comunidad que adelanta episódicamente a la comunidad
universal deseada.
II:- La
Revolución como momento plebeyo
En cierta
medida, la historia de las sociedades se asemeja al movimiento de las capas
tectónicas de los continentes. Internamente, debajo de ellos, hay potentes
flujos de lava incandescente que los ponen en movimiento lento pero contínuo. Y
allí donde una masa continental empuja a otra, pueden visibilizarse fisuras,
sismos y terremotos temporales aunque, en general, la fisonomía continental y
la predominante estabilidad de la superficie se mantiene. Sin embargo, existen
momentos de la vida terrestre en los que las poderosísimas fuerzas interiores
de la lava incandescente estallan, rompen la capa externa de la tierra y brotan
intempestivamente como mineral y roca fundidos que arrasan todo a su paso. Esa
materia en estado ígneo, ardiente, se desborda por la superficie terráquea como
un incontrolable caballo de fuego puro. Pero a medida que su fuerza volcánica
se enfría, la lava se solidifica y lo hace modificando drásticamente la
fisonomía de la tierra, las características de los continentes y la propia
topografía de la superficie terrestre.
Las
sociedades también son así. La mayor parte del tiempo se presentan como una
compleja superficie relativamente tranquila y regulada por las relaciones de
dominación. Existen conflictos, tensiones continuas y movimiento, pero son
regularizados y subsumidos por las relaciones
de poder prevalecientes. Entonces, debajo de estas relaciones de poder
pre-dominantes, hay intensos flujos de fuerzas, luchas de clases, acumulaciones
culturales internas que son los fuegos sociales que le dan vida a la sociedad,
pero que no son visibles, es decir, que permanecen subterráneos o están
sumergidos en la profundidad de las estructuras colectivas nacionalitarias y de
clases.
No obstante,
existen momentos precisos de la historia en los que la superficie externa de la
sociedad, la capa superior de las relaciones de dominación, se resquebraja,
tiembla. Y no solo se resquebraja, sino que se parte y se quiebra porque las
fuerzas interiores emergen como una lava volcánica. Se trata de las luchas
sociales y los movimientos sociales emancipativos que, rompiendo décadas o
siglos de silencio, se rebelan contra el orden establecido, se reagrupan
subterráneamente, vencen dificultades, temores, represalias, prejuicios y se
levantan contra todo lo existente. Es el fuego creador de la lava volcánica, la
capacidad creativa de la multitud en acción que desborda los
dispositivos construidos en décadas y siglos de dominación, los arrasa a su
paso desmontando los dispositivos de mando existentes e impone la huella de su
presencia colectiva como nación, como clase, como colectividad social en
estado de fusión, es decir, en estado de democracia absoluta.
Estas
explosiones volcánicas de lava social son las revoluciones y emergen desde
abajo, desde las fuerzas y capacidades más íntimas tejidas a lo largo de
muchos años, que se abren contra todas las “lozas” de sumisión acumuladas en el
tiempo, de pronto incapaces de detener la insurgencia social, siendo por tanto
rebasadas y arrasadas de la superficie por un flujo de iniciativas, voces y
acciones colectivas que se sobreponen a todo. Se trata del momento fluido de la
acción colectiva, el momento en que la sociedad no es superficie ni institución
ni norma: es flujo colectivo, creatividad ilimitada de las personas. El momento
en que la sociedad se construye a sí misma, sin externalidades ni sustitutos.
La revolución es el momento plebeyo de la historia, el momento autopoiético si se quiere, en el que la sociedad en su
conjunto se siente con capacidad de auto-crearse y autodeterminarse.
Mientras
dura la revolución, la sociedad es movimiento creativo en estado ígneo, es
decir, en cuanto sus decisiones comienzan a cosificarse o a
institucionalizarse, nuevas iniciativas colectivas se sobreponen para mantener
el flujo colectivo en acción. Su movimiento es similar al de la lava volcánica
que cuando se enfría empieza a solidificarse, aunque el ímpetu de más flujo de
lava que continúa su paso puede volver a fundirla. Las instituciones y
relaciones dominantes son precisamente eso: el resultado de antiguas luchas y
flujos sociales en estado ígneo (Marx le llama a esto “trabajo vivo”), que con
el tiempo se estabilizan (se enfrían) como relaciones sociales, instituciones,
juicios y prejuicios socialmente predominantes. Ese es el momento de la
solidificación del flujo social (Marx le llama a esto “trabajo muerto”). La forma
estatal es fruto de antiguas luchas, capacidades y limitaciones en estado
fluido de la sociedad que, al “enfriarse”, al “solidificarse”, se
institucionalizan y dejan, como la huella histórica viva de su potencia y de
sus límites, a las estructuras estatales y económicas que regirán y regularán
la sociedad bajo la forma de relaciones de poder y dominación durante las
siguientes décadas, hasta un nuevo estallido.
Mientras la
revolución está en pie, es como si todo lo sólido se volviera líquido, pues en
cuanto alguna relación social se institucionaliza, inmediatamente vuelve a ser
rebasada por una nueva acción colectiva en flujo, que vuelve a sobreponer el
“trabajo vivo”, el hacer en marcha, por encima del “trabajo muerto”, de las
relaciones sociales solidificadas y a la larga enajenadas como relaciones de
poder. Solo quien ha vivido una revolución puede entender el desborde humano
que ella implica: miles de acciones colectivas que se suman y se sobreponen
unas a otras en medio de un caos creador, originando, de manera imprevisible,
un torrente que no bien parece encaminar todo hacia un solo destino, vuelve a
interrumpirse para dar lugar a mil nuevas direcciones contrapuestas;
creatividad humana que supera cualquier expectativa previa; coyunturas
políticas que se modifican de un minuto a otro; asociación y fragmentación
social que se combinan y se suceden de manera anteriormente imposible. Es como
si el espacio-tiempo se comprimiera y lo que antes requería décadas y extensos
territorios dilatados, ahora se condensa en un solo día y en un mismo lugar
pero de manera simultánea en toda la geografía social; como si el universo
fuera a nacer en cada instante y en cada lugar del país. Y, entonces, a riesgo
de ser devorado por el remolino, hay que asirse para establecer una dirección
en medio del caos creador, hay que orientarse para poder orientar el despliegue
de ese magma en estado ígneo de la acción colectiva.
El momento
plebeyo de la sociedad, a saber, la revolución, es pues la sociedad en
estado de multitud fluida, autorganizada, que se asume a sí misma como
sujeto de su propio destino. Es el momento de conocimiento sobre sí,
sobre sus capacidades, posibilidades y hasta cierto punto sus límites; y, a
partir de ello, su proyección como destino, sueño compartido, proyecto
colectivo. Al final, cuando la revolución hace brotar la energía vital
contenida de la sociedad y da paso a la solidificación de las cosas, la
institucionalización y la regularidad de las relaciones sociales, lo que queda
es la correlación de fuerzas del proceso revolucionario hecha ley y derecho
colectivo. Por eso, aunque en comparación al resto de la vida institucional y
regular de la sociedad, las revoluciones duren poco tiempo en su explosión
vital, ellas son las que en realidad la moldean y diseñan las estructuras
sociales y las topografías institucionales.
Así como a
medida que los volcanes y las grandes explosiones tectónicas (que son en
principio lava fluida que se mueve como montañas) se enfrían y se solidifican,
y al hacerlo esculpen el nuevo escenario de cordilleras, valles y montañas que
caracteriza la superficie por un largo
tiempo; igualmente el momento plebeyo, revolucionario, desborda el orden
establecido, las leyes y normas del viejo régimen, las disuelve ante la fuerza
de la multitud en acción y, luego, una vez pasada la cresta de la ola
revolucionaria, comienza a cristalizarse en las relaciones de fuerzas que se
manifiestan durante el proceso, dando lugar al nuevo orden social dominante, a
las nuevas estructuras sociales. Las audacias y retrocesos, los acuerdos e
iniciativas desplegadas en el momento revolucionario, ahora se institucionalizan,
legalizan, materializan y objetivan como normas, procedimientos, hábitos,
juicios y sentido común colectivo que habrá de regular la vida de la sociedad
por una longue dureé (un largo tiempo), hasta que una nueva explosión
revolucionaria se lleve por delante lo construido previamente. Estas
estructuras sociales constituidas, si bien siguen siendo relaciones y por tanto
flujos sociales, ya no tienen ni la velocidad de fluidez ni la volatilidad del
momento ígneo de la revolución. Son relaciones con fluidez lenta y hasta
cierto punto regulable y, en ese sentido, en constante proceso de
solidificación.
Ya sea como
fluidez ígnea o como solidificación institucional, las revoluciones marcan la
arquitectura duradera de las sociedades. Si triunfan y logran mantenerse por un
largo tiempo, o aun cuando se quedan a medias o son derrotadas, lo que queda
como relación social visible, estable y dominante es lo que la revolución ha
podido lograr, ha tenido que ceder o abdicar. Ese es, por excelencia, el papel
creativo que tienen todas las revoluciones en la sociedad. Por ello, no es
erróneo señalarlas como momentos fundadores de las estructuras sociales
duraderas.
El significado de la revolución rusa
¿En
qué consistió esa revolución que logró capturar el imaginario más generoso de
los pobres y demostró que no existen límites posibles a la hora del sacrificio
por una creencia?
Por lo
general, y de manera errónea, la revolución es reducida a la toma de las
instalaciones de gobierno –ni siquiera del Estado– por parte de los
revolucionarios. Y, evidentemente, ese es el momento más visible, pero no el
más importante ni mucho menos el característico de una revolución. En el caso
de octubre de 1917, la Revolución rusa quedó graficada con la toma del Palacio
de Invierno del Zar Nicolás II por parte de obreros, campesinos y soldados armados.
Ciertamente el que el pueblo ocupara militarmente unas instalaciones
secularmente vedadas a la presencia de los trabajadores del país fue un momento
épico, pero queda claro que esta imagen inmortalizada por el cineasta Sergei
Eisenstein[4] no es la revolución sino tan
solo uno de sus efectos infinitesimales.
Una
segunda reducción de la revolución, en términos más políticos, es la referida
al hecho insurreccional, es decir, al momento político militar de la acción de
masas que culmina con la instauración de un nuevo gobierno y nuevas instituciones
de decisión estatal. En el caso de 1917, este hecho se remonta a la decisión
magistralmente tomada por Lenin para desencadenar la insurrección, al debate
contra las corrientes opuestas y los preparativos militares para desplegar el
acto revolucionario[5].
Ciertamente, aquí se condensan intensas correlaciones de fuerzas sociales,
reacomodos de clases sociales y profundos debates teóricos sobre el poder, el
Estado, las vías de la revolución, etc. Sin embargo, el que un partido político
se plantee seriamente la toma del poder por la vía insurreccional no es una
ocurrencia asumida intempestivamente. En el caso ruso, ¿por qué los
bolcheviques y no otro partido? ¿Por qué en octubre y no en otro mes o año?
¿Por qué a través de un alzamiento armado y no de elecciones? Porque
previamente se requirió de un despliegue sin precedentes de las luchas de
clases para sacar a luz las “contradicciones que han madurado a lo largo de
décadas y hasta de siglos”[6]; se
necesitó la emergencia de una predisposición social, una radicalización
colectiva de las clases subalternas que por millones[7] se lancen a las
calles, a las asambleas y a los debates públicos sobre el destino común de la
sociedad. Se requirió que la propia sociedad cree, por experiencia propia,
formas organizativas territoriales que asuman en sus manos la deliberación y
control de los asuntos comunes, los soviets, que en los hechos crearon una
dualidad de poderes efectiva, sobre la cual los bolcheviques no hicieron más
que proponer su realización a escala nacional. Y, por supuesto, también fue
necesario un largo y paciente trabajo previo de influencia, presencia y
liderazgo político y moral de los bolcheviques en las clases sociales
laboriosas, especialmente obreras, que permitiera que sus consignas y acciones
no solo hallasen el respaldo de las clases laboriosas ya insurrectas sino,
sobre todo, que sean asumidas, ejecutadas y enriquecidas por ellas[8].
Todo eso representó la revolución en marcha.
Por tanto,
la revolución no constituye un episodio puntual, fechable y fotografiable, sino
un proceso largo, de meses y años, en el que las estructuras osificadas de la
sociedad, las clases sociales y las instituciones se licúan y todo,
absolutamente todo lo que antes era sólido, normal, definido, previsible y
ordenado, se diluye en un “torbellino revolucionario”[9] caótico y creador.
En realidad,
la revolución soviética de octubre se inició antes, en febrero, cuando en medio
de un descontento generalizado por la escasez de pan en Petrogrado, se suman
las grandes marchas de la “gente común” de la ciudad[10],
las huelgas de los obreros y, de manera decisiva, el amotinamiento de los
soldados recientemente reclutados para engrosar un Ejército golpeado y
desmoralizado por las derrotas militares en la guerra en contra de Alemania[11].
La negativa de los soldados a reprimir a la población y, luego, su
incorporación misma a la movilización, ayudan a construir la confianza de los
movilizados en la efectividad de su movilización, punto decisivo para una articulación
en cadena de nuevos contingentes que después de muchos años comienzan a
experimentar nuevamente la eficacia de su acción colectiva[12].
De pronto, las calles se llenan de gente de distintas clases sociales
participando de marchas y protestas: alumnos, comerciantes, funcionarios públicos,
taxistas, niños, damas, obreros, soldados, en una mezcla festiva de multitud
que ocupa los emblemas geográficos de la ciudad: las avenidas, las calles y los
monumentos.
Los residentes alimentan a los
revolucionarios en sus cocinas… los propietarios de los restaurantes
alimentaron a los soldados y a los trabajadores sin cobrarles nada… Los
comerciantes convirtieron sus tiendas en bases para los soldados y en refugios
para la gente cuando la policía disparaba en las calles… los taxistas declararon
que solo llevarían a los dirigentes de la revolución. Los estudiantes y niños
correteaban con recados y los soldados veteranos obedecían sus órdenes. Toda
clase de personas se presentaron para ayudar a los médicos a cuidar a los
heridos. Fue como si la gente de la calle, de repente, se hubiera unido a
través de una gran red de hilos invisibles, y fue eso los que les aseguro la
victoria.[13]
Cayó el
Palacio de Invierno, abdicó el Zar y comenzaron a formarse los Consejos de
diputados obreros, campesinos y soldados: los soviets, que se expandieron
territorialmente a lo largo de todo el país como órganos de deliberación y
ejecución política de las masas trabajadoras, es decir, como órganos de poder.
Fue la primera fase de lo que Marx denominó las “oleadas” de toda revolución[14].
Si
bien desde 1913 Lenin y los bolcheviques estuvieron atentos y teorizaron sobre
el surgimiento de una “situación revolucionaria” y una “crisis política
nacional” en Rusia[15],
la revolución estalló por una combinación excepcional de acontecimientos que
tomaron por sorpresa a todos los revolucionarios rusos. Incluso Lenin, un mes
antes del estallido de febrero, afirmaba lo siguiente: “nosotros, los de la
vieja generación, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa
revolución futura”[16].
Entonces, queda claro que ninguna revolución verdadera está fijada de antemano
con fecha ni es el resultado calculado, así sea del más eficiente, perspicaz o
inteligente partido o teórico revolucionario.
Las
revoluciones son acontecimientos excepcionales, rarísimos, que combinan de una
manera jamás pensada corrientes de lo más disímiles y contradictorias, que
lanzan a la sociedad entera, anteriormente indiferente y apática, a la acción
política autónoma. El propio Lenin lo admitirá con sorpresa al señalar que la
revolución surge debido a la “situación histórica en extremo original”, en la
que se unen “en forma asombrosamente ‘armónicaʼ, corrientes
absolutamente diferentes, intereses de clase absolutamente heterogéneos,
aspiraciones políticas y sociales absolutamente opuestas”[17].
Ciertamente, es posible que entre esa multitud de circunstancias que se
entrelazaron de manera original, el trabajo de organización, propaganda,
difusión y debate desplegado por los revolucionarios ayudara a los preparativos
de la revolución. Pero una vez que esta estalló, todo ese paciente y laborioso
trabajo previo de las organizaciones revolucionarias (el viejo topo de Marx[18])
se constituyó en una corriente interna al interior del impetuoso flujo
revolucionario, y el reforzamiento o debilitamiento de ese flujo de lucha de
clases y, en definitiva, la irradiación de ese torrente social desplegado como
fuerza políticamente dirigente y moralmente aceptada, dependía de las acciones
conscientes que desde ese momento desplegaran las distintas organizaciones
político-intelectuales.
En 1921,
Lenin afirma: “triunfamos en Rusia, y además con tanta facilidad porque preparamos
nuestra revolución durante la guerra imperialista. Esa fue la primera
condición”[19]. Y
tiene razón, pues durante la Primera Guerra Mundial (que estalla el 28 de julio
de 1914), los bolcheviques, ya forjados en el exilio zarista y en la revolución
de 1905, despliegan una intensa actividad de propaganda, agitación y labor
clandestina de organización al interior de la tropa del Ejército ruso[20].
Por ello, cuando estas tropas, en retirada a las comunidades rurales o
acantonadas en las ciudades, comienzan a tener una participación decisiva en
las movilizaciones y amotinamientos contra sus oficiales, canalizan la
influencia bolchevique en la conducción de los acontecimientos, en la
participación de los soviets de obreros y soldados, acrecentando la influencia de
los comunistas en las fuerzas activas de la sociedad. Pero el definitivo arte
político e ingenio de los revolucionarios se pone a prueba una vez que la
revolución estalla.
Al
interior de las masas plebeyas, obreras, campesinas y barriales politizadas bullen
múltiples tendencias político-ideológicas. Por un lado, están las corrientes
conservadoras que una vez que aplauden la destitución del despotismo zarista,
ven con enorme preocupación la desestructuración del orden político que anula
la estabilidad y previsibilidad del mundo al que están acostumbrados, por lo
que reclaman “mano dura” para acabar con la “anarquía” reinante. Por otro
lado, están los revolucionarios moderados que centran su mirada en el orden
redistributivo de la gran propiedad agraria y que pretenden acomodar y limitar
el mundo a esta democratización de la pequeña propiedad rural allí se
encuentran las corrientes de los artesanos, obreros y soldados golpeados por el
hambre y la desocupación, que buscan que el nuevo Estado les garantice
alimentación y una paga digna para su trabajo. Luego está la corriente de los
revolucionarios obreros e intelectuales radicalizados, que ven la oportunidad
de tomar, ellos mismos, el mando del país y resolver los problemas de la guerra
y el hambre, desplazando del poder a los grandes capitalistas. Por último, se
encuentra la tendencia de los ultrarevolucionarios que creen posible abolir, de
un día para el otro, el mercado, el trabajo asalariado, el Estado y la
autoridad, para instaurar modos de autogobierno popular local[21].
En fin, las tendencias, las facciones de clase y los partidos políticos (varios
de los cuales representan a parte de estas tendencias), hacen referencia a
muchas revoluciones desplegándose al interior de “la revolución”; por lo que la
influencia de cada movimiento táctico, consigna, convocatoria o propuesta en la
acción de los soviets, en las orientaciones y acciones de la gente movilizada
depende del eco que puedan tener en la multitud en acción.
Aparentemente
no es posible predecir el estallido de una revolución; sin embargo, una vez
que esta irrumpe, su curso depende de las acciones tácticas, iniciativas y
consignas conscientemente planificadas por personas y organizaciones políticas,
que tienen la capacidad de catalizar las potencialidades sociales y los estados
de ánimo latentes en la inmensa mayoría de la sociedad movilizada. De ahí que
se pueda sostener que una revolución es, por excelencia, una intensa guerra
de posiciones y una concentrada guerra de movimientos[22] ideológico-políticos
en las que día a día se va definiendo el curso, la orientación y el desenlace
del proceso insurgente.
Lenin afirma
que “los bolcheviques triunfaron, en primer lugar, porque estaban respaldados
por la inmensa mayoría del proletariado”[23].
Y no se trata de una frase retórica, sino de todo un programa de trabajo
partidario de construcción de hegemonía política nacional, que define el curso
socialista de la revolución. Los soviets –auténticos órganos de poder político
de las clases plebeyas– surgen en febrero de 1917 y se expanden rápidamente a
toda Rusia. De representar unas decenas a fines de abril, pasan a ser 900 en
octubre de ese año[24].
Igualmente, los Comités de fábrica, órganos de defensa y gestión de las
empresas afectadas por el abandono gerencial, se fundan inicialmente en las
fábricas estatales, y se expanden a las principales empresas privadas de las
ciudades[25]. Y lo
que es más importante, la fuerza vital de la sociedad, principalmente urbana
pero también rural, se encuentra canalizada a través de esas estructuras
revolucionarias creadas autónomamente por las masas populares “por iniciativa
directa de las masas desde abajo”, por encima de sindicatos y partidos.
El gobierno provisional (surgido a
la caída del Zar) no tiene poder real de ninguna clase, y sus órdenes se
aplican solo en la medida en que lo permite el Soviet de diputados de
trabajadores y soldados. Este último controla la fuerza más esencial del poder,
pues las tropas, los ferrocarriles y los servicios postales y telegráficos están
en sus manos. Se puede afirmar con franqueza que el gobierno provisional existe
solo en la medida en que se lo permite el Soviet.[26]
Esto
significa que el destino de la revolución dependía de los soviets, la criatura
más pura y representativa del movimiento. Cuando en sus famosas “Tesis
de abril”, Lenin propugna “que todo el poder del Estado pase a los soviets”[27], lo
hace a sabiendas de que los bolcheviques constituyen la minoría: conforman
menos del 4 por ciento de los delegados en los soviets de Petrogrado y Moscu[28].
Mas todo lo que desde ese instante le propone al partido: las consignas, iniciativas
y directrices organizativas, están destinadas a convertirlos en la fuerza
dirigente y conductora de las acciones e iniciativas de las masas organizadas
en soviets y, en general, de las clases sociales laboriosas de todo el país.
Las
consignas de terminar con la guerra, de redistribuir las tierras entre los
campesinos y ocupar las fábricas (abril); de presionar al gobierno provisional,
de resistir la represión interna (junio y julio), de retirar la consigna del
poder a los soviets (sometidos entonces al gobierno provisional); de
movilizarse desde las fábricas y los soviets contra los intentos de golpe de
Estado reaccionarios (agosto), de retomar la consigna de todo el poder a los
soviets cuando los bolcheviques se vuelven la mayoría en ellos (septiembre); la
adopción por parte de los bolcheviques del programa agrario planteado por el
partido “socialista revolucionario” semanas antes de la insurrección[29];
demuestran, en toda su magnitud, una intensa lucha por la hegemonía política al
interior de las clases subalternas.
En
los hechos, ya en octubre de 1917 los bolcheviques son el poder
ideológico-político del proceso revolucionario. En mayo, dirigen la mayoría de
los Comités de Fábrica de las principales industrias[30];
para agosto su influencia en las tropas acantonadas en las ciudades tiene tal
magnitud que es suficiente para impedir la obediencia de la tropa al
gobierno provisional y al mando militar oficial[31]. A fines
de julio, de no tener ningún órgano de prensa a inicios de la revolución,
alcanzan a una tirada, en sus múltiples periódicos distribuidos en las
fábricas y los cuarteles, de más de 350.000 ejemplares diarios[32]. En
septiembre asumen el control del Soviet de Petrogrado, en tanto que sus
consignas son propugnadas por la mayoría de los soviets ‒incluso en aquellos que aún están bajo
influencia de los partidos centristas‒; los consejos de soldados los tienen
al frente en los principales regimientos militares; y, de facto, las
principales guarniciones responden técnicamente al partido bolchevique[33]. Las fábricas se encuentran tomadas y
solo los bolcheviques consideran a ese acto como necesario para garantizar el
trabajo de los obreros. Es así que, con la adopción del programa agrario del
partido campesino ‒que se niega a aplicar su propio programa, que tiene
plena aceptación en las zonas rurales‒, los bolcheviques ya habían construido
un poder ideológico, un liderazgo moral y una conducción política para la
inmensa mayoría de la sociedad movilizada. Figes argumenta:
La polarización social que se produjo durante el
verano proporcionó a los bolcheviques su primer apoyo masivo como partido que
basaba su principal reclamo en el rechazo plebeyo de toda autoridad superior.
(…) Las mayores fábricas de las ciudades importantes, donde el sentido de
solidaridad de clase de los obreros estaba más desarrollado, fueron las
primeras en sumarse en grandes cantidades a los bolcheviques. A finales de
mayo, el partido ya había obtenido el control de la oficina central de comités
de fábrica y, aunque los sindicalistas mencheviques siguieron contando con su
ascendencia hasta 1918, también empezaron a conseguir que se aprobaran sus
resoluciones en importantes asambleas sindicales. (…) Los bolcheviques
obtuvieron importantes avances en las elecciones de la Duma (parlamento) en la
ciudad en agosto y septiembre. En Petrogrado aumentaron su porcentaje de voto
popular y pasaron de 20 por ciento en mayo al 33 por ciento el 20 de agosto. En
Moscú, donde los bolcheviques habían obtenido un simple 11 por ciento en junio,
llegaron a la victoria el 24 de septiembre, con el 51 por ciento de los votos.[34]
En realidad,
la insurrección de octubre simplemente consagró el poder real alcanzado
previamente por los bolcheviques en todas las redes activas de la sociedad
laboriosa. Más que conquistar el poder ‒que ya
habían alcanzado en toda la estructura reticular de la sociedad subalterna rusa‒, la
insurrección anuló el cuerpo zombi del viejo poder burgués que se encontraba
registrado en las viejas instituciones estatales. La insurrección culminó un
largo proceso de construcción fundamentalmente ideológica-política de poder
desde la sociedad, en desconocimiento y sustitución del viejo poder del Estado‒; e inició
la concentración monopólica de ese poder construido desde la sociedad bajo la
forma de Estado, de poder de Estado institucionalizado. Dado el carácter
plebeyo de la Revolución rusa, y en general de cualquier revolución, esta
construcción social de poder desde abajo necesariamente se presenta más que
como “dualidad de poderes”[35],
como “multitud de poderes locales”[36].
En 1918, V. Tijomirnov comenta:
Había soviets de ciudad, soviets de
pueblo, soviets del selo y soviets suburbanos. Esas entidades no reconocían a
nadie más que a sí mismas y, si llegaban a reconocer a alguien, era solo hasta
“el grado” de que pudiera serles casualmente ventajoso. Cada soviet vivía y
luchaba según lo que le permitían las condiciones circundantes, como podía y
quería hacerlo.[37]
En los
siguientes meses, el proceso de centralización de esos múltiples poderes
plebeyos representa el proceso de estatalización del poder político disperso en
la sociedad.
Las antinomias aparentes de la
revolución
En síntesis,
y en primer lugar, las revoluciones son por tanto largos procesos históricos de
semanas, meses o años, que licúan las relaciones de poder prevalecientes para
instaurar un nuevo orden de mandos, influencias y propiedades, inicialmente
fragmentadas, sobre los bienes de la sociedad. Dentro del movimiento de la
historia interna de las clases sociales, una revolución modifica drásticamente
la arquitectura de las relaciones entre ellas, al expropiar los bienes y las
influencias poseídas por unas, para redistribuirlas parcial o totalmente entre
otras clases o bloques de clases que en ese momento ocupan posiciones de
decisión o influencia sobre esos bienes.
En
segundo lugar, una revolución es un desmoronamiento de las estructuras de
poder moral de las antiguas clases dirigentes, una disolución de las ideas
dominantes y de las influencias políticas que consagran la pasividad de las clases
subalternas[38]. Las
tolerancias morales entre gobernantes y gobernados se licúan dando lugar a
iniciativas políticas directas de las clases laboriosas que van produciendo,
armando o aceptando nuevos esquemas discursivos, nuevas estructuras morales
ordenadoras del papel de los individuos en la sociedad. Esta lucha es el motor
de toda revolución, y de sus resultados emerge una institucionalidad capaz de
objetivar esa magma social, esto es, de organizar y regularizar esas
influencias modificadas, ya sea sobre los bienes comunes de la sociedad o
sobre los bienes privados, dando lugar a una nueva estructura estatal adecuada
a la estructura de propiedad e influencias de clase. Esto significa que las
revoluciones primero se las gana en la propia sociedad, en el liderazgo
político y organizativo activo de las clases subalternas; y solo después, esto
puede devenir inicialmente en estructura estatal y luego en monopolización y
unicidad de poder. Todas las historias de las revoluciones políticas y sociales
del siglo XX y XXI tienen, e inevitablemente tendrán, estas características.
En realidad,
una revolución son múltiples y contradictorias revoluciones en paralelo, en
concordancia con las múltiples iniciativas desplegadas por las diversas clases
y fracciones de clase que concurren y se construyen en el transcurso de la
propia revolución. Una revolución es la destrucción de antiguas relaciones de
propiedad y de influencia, para dar lugar a nuevas relaciones de propiedad
material e influencia estatal. Una revolución es, en definitiva, la lucha
encarnizada por el nuevo monopolio duradero de las influencias
ideológico-políticas de la sociedad, por nuevas hegemonías de largo plazo. De
ahí que toda revolución sea también una manera de nacionalización de la
sociedad[39].
1.
Participación revolucionaria armada o participación democrática
electoral
Por
ello, la contraposición entre revolución y democracia es un falso debate. Se
afirma que la democracia es un régimen de participación pacífica de la sociedad
en los asuntos políticos, que garantiza los derechos de las personas; mientras
que la revolución es un hecho violento que desconoce esos derechos[40].
Como se puede constatar al estudiar cualquier revolución, si algo caracteriza a
un proceso revolucionario es la incorporación rápida y creciente de personas de
distintas clases sociales a la participación en los asuntos públicos de una
sociedad. Personas apáticas, que anteriormente eran convocadas a elegir cada 4
o 5 años a unos representantes para que tomaran decisiones a su nombre, rompen,
con la revolución, esa complacencia frente a las élites gobernantes y se
involucran, discuten y participan en la definición de los asuntos comunes de
la sociedad. De pronto, todos se convierten en especialistas en todo; todos se
creen con derecho a opinar y a decidir sobre los asuntos que les afectan.
Un
periodista norteamericano que estaba en Rusia durante los meses iniciales de la
revolución, realizaba los siguientes comentarios:
Los siervos y los porteros de las
casas piden consejos respecto a qué partido deben votar en las elecciones de
distrito. Todas las paredes de la ciudad están llenas de carteles de reuniones
y conferencias, congresos, propaganda electoral y anuncios (…) Dos hombres
discuten en una esquina de la calle e inmediatamente se ven rodeados por una
emocionada multitud. Incluso en los conciertos, la música ya se ve diluida por
los discursos políticos de oradores famosos. La perspectiva Nevsky se ha
convertido en una especie de Quartier Latin. Los vendedores de libros llenan
las aceras y anuncian a gritos folletos sensacionales acerca de Rasputín y
Nicolás, de quién es Lenin y de cuánta tierra van a recibir los campesinos.[41]
Parafraseando
a Rancière, una revolución es una “viralización” de “partes que no tienen
parte”[42],
de sujetos políticos constituidos sobre la acción en marcha que visualizan
carencias, necesidades o derechos y que asumen directamente la solución de
dichas “partes”. En verdad, una revolución es la realización absoluta de la
democracia porque la gente del pueblo, que anteriormente depositaba en los
“especialistas” la gestión de los comunes que le involucran, ahora asume ese
involucramiento directo en los asuntos comunes como una necesidad propia. Y
así, de pronto lo común se convierte en un asunto de los comunes; todos se
transforman en diputados, se sienten ministros y se ven moralmente compelidos a
hablar por sí mismos, a definir ellos mismos las cosas que les afectan. Es la
democracia absoluta en acción que eleva la participación de la sociedad en los
asuntos políticos a niveles jamás alcanzados por ninguna elección electoral.
De
cierta manera, una revolución, con sus asambleas multiplicadas por todas
partes debatiendo los temas de interés público, con sus concejos deliberantes
en centros de trabajo, barrios, oficinas o comunidades, definiendo en base a
razones la conducción de sus vínculos compartidos, es el horizonte límite
alcanzado por las propuestas sobre la “democracia deliberativa”[43];
con el añadido de que, en el caso del proceso revolucionario, la desigualdad en
la influencia deliberativa, resultante de la desigualdad en el acceso a bienes
culturales, académicos o informacionales que da lugar a la manipulación o
elitización de la deliberación, queda neutralizada porque está fusionada a la
ejecución conjunta de lo deliberado. Claro, si la deliberación es
inmediatamente la ejecución conjunta por parte de los deliberantes, para poder
realizarse tiene que haberse producido previamente una neutralización de las
desigualdades comunicativas a fin de garantizar una adhesión comprensiva de
efectos prácticos. De esta manera, la deliberación deviene en una actividad
social irradiante y además sin los límites de la micro-territorialidad local a
la que hacen referencia los filósofos.
Por otra
parte, en la medida en que las revoluciones son momentos constituyentes de
hegemonía, es decir de dirección y de dominación[44],
estas luchas se resuelven fundamentalmente en las ideas, en los pre-conceptos e
inclinaciones morales dominantes de las personas. Por eso, las revoluciones
son, por excelencia, luchas y cambios drásticos en el orden y los esquemas
mentales con los que las personas interpretan, conocen y actúan en el mundo.
De ahí su cualidad democrática y deliberativa, pero además, su carácter
fundamentalmente pacífico. Si la revolución quiebra la tolerancia moral entre
gobernantes y gobernados para sustituirla por una nueva estructura de afectos
morales y esquemas cognitivos de la realidad, dicha transformación del mundo
simbólico de las personas se realiza principalmente por medio del conocimiento,
la disuasión, la convicción lógica, la adhesión moral y el ejemplo práctico;
es decir, a través de métodos pacíficos de convencimiento.
Cuando
en la Rusia revolucionaria, los soldados vuelcan sus gorras en desconocimiento
de la vieja jerarquía militar; cuando las mujeres que salen a las calles optan
por usar pantalones y botas militares invirtiendo el viejo orden social y
sexual; cuando los meseros (camareros) marchan rechazando las propinas y
reclamando un trato digno por su trabajo; cuando las trabajadoras del hogar
reclaman que se las trate de “usted” y ya no del “tú” utilizado anteriormente
con los siervos; en fin, cuando los campesinos queman las casas de los
terratenientes que habían gobernado sus vidas durante siglos, o cuando los
obreros ocupan las fábricas para hacerlas trabajar por su cuenta y mando, todo
el orden lógico de la vieja sociedad queda literalmente invertido por la fuerza de
una decisión moral de los subalternos, que al tomarla, automáticamente dejan de
serlo[45].
Así, la revolución se muestra fundamentalmente como una revolución cultural,
una revolución cognitiva que vuelve lo imposible y lo impensado en realidad.
Los preceptos lógicos, normas morales, conocimientos y tradiciones que anteriormente
cohesionaban todas las dominaciones, estallaban ahora en mil pedazos y
habilitan otros criterios morales y otras maneras de conocer, otras razones
lógicas que colocan a los dominados, es decir, a la inmensa mayoría del pueblo,
como seres constructores de un orden en el que ellos mandan, deciden y
dominan.
En todo
ello, la pluralidad de ideas, los medios de comunicación plurales, la libertad
de asociación; esto es, el conjunto de derechos democráticos propios de las
sociedades modernas, juega un papel decisivo e insustituible. Sin libertad de
asociación, ¿de qué tipo de asambleas o consejos se puede hablar? Sin
pluralismo, ¿cuál es el tipo de deliberación, de liderazgo intelectual y moral
que se puede construir? ¡Ninguno! De ahí que las libertades y garantías democráticas
se presenten como el único terreno húmedo y fértil en el que cualquier proceso
revolucionario puede crecer; e incluso a veces el punto de inicio de las
revoluciones es la conquista de esos derechos.
Esto hace de
toda revolución ‒y las revoluciones latinoamericanas de principios de siglo XXI no
son una excepción‒ un hecho democrático por excelencia y pacífico por naturaleza.
Únicamente circunstancias excepcionales, de violencia armada contrarrevolucionaria
que bloquean la conversión de la convicción socialmente constituida en
institución estatal regularizada, llevan a la necesidad de una acción de
fuerza, armada, para desbloquear el flujo revolucionario. En el caso de la
revolución soviética, las acciones violentas
del gobierno conservador que en julio de 1917
ilegalizan al partido bolchevique, buscan reprimirlo violentamente y luego
eliminarlo físicamente mediante un golpe de Estado, le llevan a Lenin a abandonar
la convicción de que ésta iba a triunfar pacíficamente: “la vía pacífica de
desarrollo se ha vuelto imposible (…) todas las esperanzas de un desarrollo
pacífico de la revolución rusa se han desvanecido para siempre”[46], afirma, obligado a refugiarse en
Finlandia y preparar desde entonces la vía de la insurrección.
Por tanto,
en la medida en que se presenta un curso revolucionario bloqueado, es
decir, un proceso de constitución de una nueva hegemonía cultural
revolucionaria sitiado o acorralado por métodos violentos
contrarrevolucionarios que cercenan la capacidad organizativa y deliberativa de
la sociedad, lo que obliga a las fuerzas y clases insurgentes a defender y
liberar el torrente emancipativo que ha emergido previamente, cabe hablar del
carácter revolucionario del método de la lucha armada, guerrilla, insurrección
o guerra prolongada. Así pues, la lucha armada se presenta entonces como un
habilitador del despliegue de las capacidades democráticas de la propia
sociedad y, solo en estos términos, como un hecho revolucionario.
2.
Guerra de movimiento o guerra de posiciones
Una
segunda interpretación equívoca de la revolución soviética, ligada a la
anterior, es la referida a que las revoluciones son un tipo de “guerra de
movimientos”, de estrategia de asalto rápido susceptible de llevarse adelante
en presencia de países con una sociedad civil débil, “gelatinosa”, propia de
las sociedades “asiáticas” caracterizadas por Estados que lo absorben todo,
pero con hegemonías políticas débiles; en tanto que en las sociedades de
“occidente”, por la presencia de un Estado sustentado en una sociedad civil
robusta con innumerables trincheras y fortificaciones construidas por el propio
poder de Estado, que sostienen el poder de clase pese al debilitamiento del
aparato estatal, necesariamente hay que emplear una estrategia de larga “guerra
de posiciones”, de pacientes asedios a esa estructura de fortalezas y
casamatas de la sociedad civil. Gramsci introduce esta diferenciación para
explicar el concepto de “frente único”, propuesto por Lenin en los debates de
la Internacional Comunista.
En Oriente el Estado era todo, la
sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y
sociedad civil, existía una justa relación y bajo el temblor del Estado se
evidenciaba una robusta estructura de la sociedad civil. El Estado sólo era una
trinchera avanzada, detrás de la cual existía una robusta cadena de fortalezas
y casamatas; en mayor o menor medida de un Estado a otro, se entiende, pero
esto precisamente exigía un reconocimiento exacto de carácter nacional[47].
A lo
largo de la historia moderna es posible que sea más difícil encontrar en los
Estados europeos, acciones destinadas a “sofocar” las aspiraciones populares,
porque se trata de países “en los que no se ve pisotear las leyes fundamentales
del Estado ni se ve cómo domina la arbitrariedad”[48],
lo que llevaría, según Gramsci, a un debilitamiento de la lucha de clases en
ellos. Sin embargo, el fenómeno del fascismo europeo en la primera mitad del
siglo XX muestra que la imposición, el pisoteo de las leyes, la arbitrariedad y
la desenfrenada violencia estatal, en su excepcionalidad, no son ajenas a la
cultura política occidental. El porqué esas circunstancias no dan lugar a un
victorioso movimiento revolucionario, es tema de otro debate. Con
todo, existe una verdad irrefutable en esto: para un observador extranjero que
visita Europa o Estados Unidos, una de las primeras experiencias impactantes es
ver que paralelamente al funcionamiento regular de las instituciones
gubernamentales y a las condiciones de satisfacción de necesidades básicas de
la mayoría de la población, se tiene una apodíctica interiorización de los
preceptos del orden social por parte de los ciudadanos; como si la lógica
estatal estuviera adherida a la piel de las personas, en una especie de Estado
individuado, que no requiere de aparatos estatales visibles para la
reproducción del orden. Así, cuando alguien rompe la norma, la presencia
rápida, oportuna, puntual y brutal de los cuerpos de seguridad, infunde una
mayor indolencia frente al destino de los demás. Como Gramsci afirma, allí
donde existe un orden que funciona, se vuelve más difícil pelear porque éste
sea sustituido por uno nuevo. En todo caso, más que de una sociedad civil
sólida y “equilibrada” frente al Estado, se trata de un Estado muy fuerte y
ramificado en los poros más íntimos de la sociedad civil ‒algo así como una sociedad civil
estatalizada‒, lo que ciertamente hace que el aparto gubernamental,
pese a las fisuras que pueda llegar a presentar en algún momento, encuentre una
infinidad de trincheras, aprovisionamientos, reemplazos y apoyos en la sociedad
civil, que lo hacen resistente y mucho más sólido que los Estados menos
adheridos a ella. Quizá la obsesión de la academia norteamericana por el
estudio de los “roles”[49] sea la sombra de esta omnipresencia reticular del
orden estatal en el orden individual de los ciudadanos.
Vistas
así las cosas, la lógica gramsciana podría invertirse: las sociedades
“orientales” tienen una sociedad civil más vigorosa y activa y un Estado más
gelatinoso y frágil, a pesar de su arbitrariedad ‒de hecho, la arbitrariedad viene a sustituir la falta de adherencia
social o sustento estructural‒; mientras
que las sociedades “occidentales” tienen un Estado omnipresente por estar
enraizado profundamente en la propia sociedad civil y, a la vez, sus sociedades
civiles son más plurales y diversas aunque políticamente menos activas e
inmersas en un tipo de conformismo civil generalizado.
3.
Excepcionalidad histórica o disponibilidad social universal
Pero
independientemente del modo de composición política de la sociedad
contemporánea[50], la
universalidad de la revolución soviética radica precisamente en la victoria
cultural, ideológica, política y moral de las corrientes bolcheviques en la
sociedad civil, en sus organizaciones plebeyas más activas, antes y como
condición de la propia insurrección. Lenin se refiere a esto cuando afirma
categóricamente que los bolcheviques triunfan porque se encuentran “respaldados
por la inmensa mayoría del proletariado”. Y ese respaldo, apoyo, influencia y
liderazgo en los sectores movilizados de las clases plebeyas hasta el punto de
que “están dispuestas a morir” por la revolución, refleja la profunda
transformación ideológico moral que se había producido entre abril y octubre de
1917, en la mentalidad de las clases subalternas; en términos gramscianos,
muestra el exitoso despliegue de una “guerra de posiciones” fulminante contra
las casamatas y trincheras de la vieja sociedad civil. En síntesis, la batalla
por el liderazgo y conducción política de las clases populares movilizadas es
la clave de la revolución; mientras que la audacia insurreccional que derrumba
definitivamente el viejo poder estatal es una contingencia emergente del curso
de esa lucha previa por la hegemonía.
Toda
revolución es fundamentalmente una transformación radical de los esquemas de
sentido común de la sociedad, del orden moral y del orden lógico
que monopoliza el poder político centralizado. El asalto armado al Palacio de
Invierno representa la eventualidad de un proceso de profundas transformaciones
ideológico-políticas que construyen el poder político soviético, antes que
este quede refrendado por un hecho de ocupación institucional de los símbolos
del poder. En este sentido, se puede hablar de un “Lenin gramsciano” que
deposita en la hegemonía cultural y política la llave del momento
revolucionario.
No
obstante, lo que sí puede ser asumido como una excepcionalidad rusa más que
“oriental”, es la compresión de los tiempos de esa “guerra de posiciones”.
Normalmente, la construcción de un nuevo sentido común[51] y
del monopolio de los esquemas de orden que guían los comportamientos cotidianos
de las personas, son procesos de construcción hegemónica a largo plazo. Pueden
transcurrir décadas, incluso siglos, durante los cuales se va sedimentando en
las estructuras mentales de las personas, de las clases y de los subalternos,
el conformismo moral y lógico con la dominación[52].
Por lo general, romper estas baldosas que comprimen el cerebro de las personas
es una tarea titánica, también de décadas, que requiere, a decir de Gramsci,
“tácticas más complejas” y “cualidades excepcionales de paciencia y de espíritu
inventivo”[53]. En
Rusia, esto acontece extraordinariamente más rápido. Pero no hay que dejar de
lado el hecho de que en medio había una guerra mundial que estaba llevando
a la muerte a millones de jóvenes del imperio ruso; que se tenía un país
económicamente quebrado que había arrastrado a su población hacia condiciones
de consumo inferiores a las existentes años atrás; que se tenía una estructura
mundial imperial estallando en crisis y en reconfiguración, etc.
Esta
excepcionalidad de circunstancias irrepetibles para cualquier otro país en
cualquier otro momento, comprime los tiempos, acorta los plazos y lleva a la
sociedad rusa a una crisis de hegemonía, a una disponibilidad social general de
nuevas certidumbres y a una porosidad y predisposición de las clases populares
a recepcionar nuevas emisiones discursivas capaces de ordenar el mundo incorporándolos
a ellos como sujetos activos e influyentes de ese nuevo mundo a erigir. Lo que
en otros tiempos habría requerido décadas e incluso siglos, se puede alcanzar
en meses, y está claro que algo así difícilmente podrá volver a suceder en
mucho tiempo. Excepcionalidades como estas, únicas e irrepetibles en la
historia, suelen acontecer en la vida de todas las naciones y, por lo general,
quedan registradas en la historia como un extraño, pasajero y confuso tiempo
turbulento. Y cuando esta excepcionalidad tumultuosa de la historia viene
acompañada de una férrea voluntad política organizada para buscar gatillar
todas las potencialidades creativas contenidas en ese excepcional tiempo
turbulento, las revoluciones que cambian la historia del mundo, estallan. Eso
pasó con la Revolución rusa: la excepcionalidad devino regla, la potencia se
convirtió en flujo creativo y la lucha por el nuevo sentido común se hizo
institución.
La
convergencia de contradicciones y disponibilidades sociales que paralizan la
institucionalidad estatal, como sucedió en Rusia el año 1917, constituye una
excepcionalidad histórica. Sin embargo, el que en algún momento de su historia
un país presente alguna grieta o un quiebre en su reforzada coraza estatal,
algún estupor en su perfecta maquinaria social de letargo colectivo, de tal
forma que se habilite un régimen de nuevas apetencias discursivas, es un hecho
universal. El que una hegemonía estatal se derrumbe tan rápidamente es una
excepcionalidad histórica. Pero la existencia de potencialidades
emancipativas, democratizadoras del poder en las formas organizativas propias
de las clases subalternas, es un hecho universal. Y, entonces, el papel de las
asociaciones, ligas o partidos revolucionarios radica en sitiar, en horadar
pacientemente ‒como el viejo topo‒ la fortaleza estatal y cultural del
régimen dominante. Y si la excepcionalidad histórica imprevisible toca la
puerta cuando uno está vivo, hay que aprovechar con indoblegable voluntad de
poder cada resquicio, fisura u oportunidad a fin de apuntalar las
potencialidades democratizadoras acumuladas e inventadas por las clases
plebeyas. Así es como debemos entender la labor de los comunistas
revolucionarios que, de acuerdo al joven Marx:
No proclaman principios especiales a
los que quisieran amoldar el movimiento [y] en las diferentes fases de
desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía,
representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto[54].
4.
Momento jacobino leninista o momento gramsciano hegemónico
Existe
un momento puntual pero decisivo que toda revolución en marcha no puede obviar
pues, dependiendo de la actitud que se tome frente a ella, el curso de la
revolución o bien continuará o terminará para dar lugar a una terrible etapa
contrarrevolucionaria. Nos referimos al momento jacobino o punto de
bifurcación de la revolución[55],
que no tiene que ver con la ocupación de las instalaciones y símbolos del viejo
poder que pasan a ser reemplazados en sus funciones y en la condición de
clase de sus ocupantes. Tampoco se trata del desplazamiento y sustitución de
las autoridades gubernamentales, legislativas y ejecutivas del viejo Estado.
Las revoluciones del siglo XXI muestran que esto último llega a realizarse por
la vía de elecciones democráticas. Ambos son momentos derivados del poder
político-cultural previamente alcanzado por las fuerzas insurgentes y,
dependiendo de las circunstancias, pueden ser realizados por la vía pacífica,
electoral o, excepcionalmente como en el caso de la revolución rusa, por la vía
armada.
A pesar de
ello, lo que inevitablemente requiere de un hecho de fuerza, de un despliegue
de coerción, es la derrota del proyecto de poder de las clases
desplazadas del gobierno. Las viejas clases dominantes pueden perder la
dirección cultural de la sociedad por un tiempo, a la espera de retomar la
iniciativa, una vez que pase el “torbellino social”, mediante la propiedad de
los medios de comunicación, las universidades y el peso de las creencias
impresas durante décadas en las mentes de las personas; pueden perder el
control del gobierno, del Parlamento y de parte de sus propiedades, pero
preservan los resortes financieros, los conocimientos administrativos, el
acceso a mercados, las propiedades en otras áreas de la economía, las
influencias y los negocios externos que temporalmente les permiten mantener un
poder económico capilarizado en la sociedad. Los bolcheviques tomaron el poder
en octubre del 1917, pero el Banco Central seguía entregando dinero a los
representas del antiguo gobierno provisional incluso hasta fines de noviembre.
En enero de 1918, los funcionarios de los ministerios aún se mantenían en
huelga en desconocimiento a los nuevos ministros[56];
en tanto que administrativos de gobiernos locales seguían sin obedecer al nuevo
gobierno aun entrados los primeros meses de 1919.
Por tanto,
lo que las viejas clases dominantes nunca aceptan de manera dialogada, es la
anulación de su proyecto de poder, esto es, el sistema de influencias, acciones
y medios mediante los cuales articulan su persistencia y su proyección
histórica como clase dominante. En la Revolución rusa, ni el gobierno
provisional ni la asamblea constituyente, ni siquiera la toma de las
instalaciones del Estado por parte de los bolcheviques, fueron el escenario de
condensación de la derrota del proyecto político conservador; lo fue la guerra
civil. La mayor cantidad de muertes, los mayores horrores de la lucha de
clases, la movilización más extensa de las fuerzas contrarrevolucionarias
internas y extranjeras, los discursos más anticomunistas y la verdadera
confrontación armada entre los dos proyectos de poder se dieron durante la
guerra civil[57], y ahí
se definió también la victoria de la revolución además de las características
del nuevo Estado. Lenin describirá este momento decisorio de manera muy
precisa:
A fines de 1917… la burguesía…. lo
que dijo fue: “ante todo lucharemos por el problema fundamental: determinar si
ustedes son realmente el poder de Estado o solo creen serlo; el problema, desde
luego, no será resuelto con decretos, sino por medio de la violencia y la
guerra”…[58].
El punto
de bifurcación o momento jacobino es este epítome de las luchas de
clases que desata una revolución. Y puesto que toda clase o bloques de clases
con voluntad de poder han de reclamar la unicidad y monopolio del poder de
Estado, el cuerpo estatal en pugna emerge en su realidad desolada y arcaica:
como “violencia organizada”[59].
Es en ese terreno donde se define la naturaleza del nuevo o viejo Estado, el
monopolio del poder político y la dirección general de la sociedad
para todo un largo ciclo estatal. Por lo general, esto sucede después del
desplazamiento del gobierno de las fuerzas conservadoras, pero no del poder
real. En un extraordinario texto, Marx describe este momento al afirmar que la
conquista del poder gubernamental por parte del proletariado “no hará
desaparecer a sus enemigos ni a la vieja organización de la sociedad” y por
tanto, “deberá emplear medios violentos y por consiguiente, recursos de
gobierno”[60].
Por ello, el momento jacobino es un tiempo donde los discursos
enmudecen, las habilidades de convencimiento se repliegan y la querella por
los símbolos unificadores se opacan. Lo único que queda en el campo de batalla
llano es el despliegue desnudo de fuerza para dirimir, de una vez por todas, el
monopolio territorial de la coerción y el monopolio nacional de la legitimidad.
El momento
jacobino en la revolución cubana fue la batalla de Girón (invasión de la
Bahía de Cochinos); en el gobierno de Salvador Allende, el golpe de Estado de
Pinochet; en la revolución bolivariana de Venezuela, el paro de actividades de
PDVSA y el golpe de Estado en 2002; y en el caso de Bolivia, el golpe de Estado
cívico-prefectural de septiembre de 2008. En todas estas revoluciones, el
gobierno ya estaba en manos de los revolucionarios y se presentaban distintos
tipos de “gobierno dividido”[61],
con alguna de las cámaras legislativas o de los gobiernos regionales en poder
del bloque conservador. Pero, lo que es más importante, la fuerza beligerante
tenía aún un proyecto de poder, una voluntad de dominio y unas estructuras
reticulares de poder político, a partir de las cuales buscaba reorganizar una
base social de apoyo, la defensa de sus estructuras de propiedad económica y el
apoyo de medios armados (legales o ilegales, internos o externos) para retomar
lo antes posible la lucha por el poder de Estado. Entonces, inevitablemente emerge
un choque desnudo de fuerzas, o, al menos, de medición de fuerzas de coerción,
del que solo puede resultar la derrota militar o la abdicación de una de las
fuerzas sociales beligerantes, es decir, la unicidad o el monopolio final de la
coerción del Estado.
El momento
jacobino o también “leninista” ‒porque Lenin
fue un maestro en este tipo de operación política‒ es, en
última instancia, el momento dirimidor de la unicidad del poder de Estado, a
partir del cual se tendrá, en los cerebros de las personas, en las instituciones
de gobierno y en las propias clases derrotadas, un solo proyecto estatal. Por
tanto, la fuerza derrotada entra en situación de desbande o de desorganización
y, lo peor, de pérdida de fe en sí misma. No es que las clases sociales
derrotadas desaparezcan; lo que desaparece, por un buen tiempo, es su
organización, su fuerza moral, su propuesta de país ante la sociedad.
Materialmente son clases en proceso de dominación, pero fundamentalmente dejan
de ser sujeto político. Consolidar esta derrota depende de que las fuerzas
sociales victoriosas den golpes puntuales al régimen de propiedad de los
grandes medios de producción, debilitando sus estructuras organizativas en la
sociedad civil, incorporando banderas suyas en el proyecto victorioso,
reclutando cuadros administrativos, impulsando los diversos tipos de
transformismo político[62] de
la antigua intelligentsia, etc., dando lugar a una nueva fase de irradiación de
la hegemonía correspondiente al periodo de estabilización del nuevo poder.
La
importancia de este momento “jacobino-leninista” radica en instituir, de forma
duradera, el monopolio de la coerción, de los impuestos, de la educación
pública, de la liturgia del poder y de la legitimidad político-cultural. La
contraparte de esta victoria sobre las fuerzas conservadoras es la
concentración del poder que, de no ser continuamente regulada, afecta a las
estructuras sociales de poder plebeyas que inicialmente habían dado
inicio al proceso revolucionario. La concentración y unicidad real del poder
significa que el poder político de las viejas clases pudientes ha sido
derrotado. Sin embargo, la contrafinalidad de todo esto es que la
democratización del poder en las estructuras populares, obreras, campesinas,
juveniles o barriales que dan inicio al proceso revolucionario también sean
afectadas por este destino maquinal del Estado (de cualquier Estado) de
concentrar e imponer su unicidad. La importancia de concentrar el poder frente
a las viejas clases dominantes, y simultáneamente desconcentrarlo frente a las
clases laboriosas, a la larga define el curso de la revolución.
En todo
caso, al momento gramsciano de construcción de hegemonía
político-cultural que erige el poder político de las clases insurgentes de la
revolución ‒una vez conquistado el gobierno, por la vía democrática‒, sobreviene
una batalla desnuda de fuerzas, el momento jacobino-leninista, que
dirime de manera duradera la unicidad del poder de Estado. Sin este momento
imprescindible, la estrategia gramsciana podrá ser cercada internamente y, más
temprano que tarde, expulsada del poder político bajo la forma de una contrarrevolución
exitosa que arrasará despóticamente con todo el avance organizativo y
democratizador logrado por las clases sociales plebeyas. De ahí que toda
revolución con un momento gramsciano sin un momento leninista sea
una revolución trunca, fallida. No existe revolución verdadera sin momento
gramsciano de triunfo político, cultural y moral, previo a la toma del
poder estatal. Pero tampoco se tiene unicidad de poder de Estado ni disolución
de las antiguas clases gobernantes como sujetos portadores de un proyecto de
poder beligerante, sin un momento leninista dirimidor.
La
revolución soviética será el laboratorio más extraordinario y dramático de esta
contradicción viva entre centralización y democratización que define el destino
de esta y de cualquier revolución contemporánea.
5.
Democracia local o democracia
general. Democratización o monopolización de decisiones
El
estallido de la revolución hace explotar las jerarquías del viejo sistema
social, incluyendo las militares. Los soviets de soldados y campesinos y los
Comités Militares en los cuarteles, que desconocen la autoridad militar para
sustituirla por asambleas, muestran la radicalidad y extensión del derrumbe del
viejo poder estatal, constituyéndose en el punto de apoyo para el
fortalecimiento de las huelgas y consejos de obreros en las fábricas. Cada
cuartel, región y ciudad se desenvuelven como un mini-Estado con su propia y
autónoma fuerza de coerción. A pesar de ello, durante la guerra civil desatada
inmediatamente, frente a los regimientos disciplinados y jerarquizados de la
contrarrevolución, apoyados por tropas extranjeras invasoras, las tropas
revolucionarias se muestran tácticamente inferiores, débiles ante la fuerza
antagónica y presa fácil de la desbandada ante las primeras derrotas[63].
La excesiva democracia al interior del instrumento de coerción armada,
inicialmente necesaria para desmoronar la autoridad del viejo Estado, ahora lo
arrastra ante la inminente derrota frente a la contrarrevolución. La necesidad
de imponer la disciplina militar y de restablecer jerarquías (acompañadas, por
supuesto, de comisarios políticos a la cabeza de la formación política de la
tropa), hace que el Ejército Rojo retome la iniciativa y derrote la invasión
extranjera y a los ejércitos contrarrevolucionarios. La defensa de la
revolución triunfa, pero a costa de reducir la democracia en los cuarteles.
Algo similar sucede en los soviets campesinos, en los soviets y sindicatos
obreros. El núcleo de la revolución se constituye cuando los productores
directos, obreros y campesinos, inician el desmontamiento de las antiguas
relaciones de poder productivo. Eso acontece cuando los terratenientes son desplazados
y los soviets de campesinos ocupan las tierras y las distribuyen internamente
entre los miembros de la comunidad agraria. Igualmente, la
cualidad obrera de la revolución despunta cuando los Comités de fábrica asumen
el control del funcionamiento de las empresas para impedir el despido obrero,
el cierre de la empresa o la pérdida de derechos laborales.
Sin embargo,
en el momento en que cada fábrica comienza a actuar por su cuenta, a fijarse
solo en el bienestar de sus trabajadores sin considerar el bienestar del resto
de los trabajadores de otras fábricas y de los habitantes de las ciudades o de
los campesinos; el momento en que los soviets de campesinos solo se preocupan
del abastecimiento de sus afiliados, dejando de lado a los trabajadores de las
ciudades que están sin alimento; es decir, el momento en el que cada
institución democrática obrera solo se fija en sí misma sin tomar en cuenta el
conjunto de los trabajadores y ciudadanos del país, se produce una hecatombe
económica que paraliza el intercambio de productos y potencia los egoísmos
entre sectores que se desentienden de los demás llevando a la disminución de
la producción, el cierre de empresas, la pérdida de trabajo, la escasez, el
hambre y el malestar en contra del propio curso revolucionario.
Entonces, a
corto plazo, la democracia local, desentendida de la democracia global
(general) en todo el país, conduce a una parálisis productiva que empuja a los
mismos trabajadores a ver como enemiga la revolución que todos, en su conjunto,
ayudaron a crear. Más que el exceso de democracia en cada comunidad o fábrica,
se trata de la ausencia de una democracia general, articuladora de todos los
centros de trabajo, capaz de guiar las iniciativas y necesidades de cada uno de
ellos, de cada comunidad agraria o fábrica, con las necesidades e iniciativas
del resto de los centros de trabajo de todo el país. Este desencuentro entre
dimensiones territoriales de la democracia laboral es lo que provoca, entre
los propios trabajadores a nivel local, el surgimiento de malestar, molestia y
enemistad contra la propia revolución que logran construir. ¿Hasta dónde
ampliar o restringir la democracia local? ¿Cómo crear modos de participación
democrática general que permita una experiencia obrera y campesina de articulación
de iniciativas de todas las fábricas, las comunidades rurales y barrios? Allí
radica el núcleo de la continuidad de la revolución y del socialismo. De hecho,
el comunismo representa la posibilidad de una articulación general desde lo
local sin ningún tipo de mediación; la extinción del Estado que, a la larga, no
es más que la realización final de la revolución.
La
imposibilidad temporal o lentitud de articulación nacional, general y rápida
entre todos los centros de trabajo obrero y las comunidades rurales, está
presente en todas las revoluciones sin excepción. Es como si en los momentos
iniciales de la revolución, la capacidad de auto-organización directa de los
trabajadores solo alcanzara a los centros de trabajo y a las comunidades por separado,
aisladas e incluso confrontadas entre ellas, develando así los límites de la
experiencia social y el peso del pasado localista en la acción revolucionaria
de los trabajadores. Al parecer aún no existen las condiciones materiales para
una auto-unificación política directa ‒sin
mediación‒ de los trabajadores, capaz de habilitar una planificación general
y directa entre ellos. Entonces, ante el riesgo de que su propia obra
revolucionaria los devore o los lleve a una confrontación encadenada de egoísmos
y localismos autodestructivos, cerrando las puertas de una entrada victoriosa,
militar y moral, la constitución de una organización que asuma la gestión de
lo general, que unifique las acciones locales hacia un camino, que impulse a
que las fábricas y comunidades se ayuden una a otras y que, al hacerlo,
mantengan la revolución, se vuelve necesaria.
La presencia
de esta organización especializada en lo universal, en la administración de lo
general, es el Estado. Y, en el caso de la organización que administra los
asuntos comunes y generales de las acciones de los trabajadores, es el Estado
revolucionario que, al final, mediante su centralización, protege la revolución
del colapso económico y de los egoísmos localistas, aunque a costa de sustituir
la auto-unificación de los trabajadores por la administración monopólica de
esta, que si bien está compuesta por los mismos trabajadores, nace de sus
propias luchas y tiene la mirada puesta en defenderlos, también se constituye
en un organismo especializado de concentración de decisiones.
La paradoja
de toda revolución es que ella existe porque los trabajadores rompen
jerarquías, mandos y asumen la gestión de su vida; mas no logran hacerlo a
escala nacional, general. Y una revolución se defiende solo si puede actuar a
nivel nacional, tanto en contra de la conspiración interna de las antiguas
clases dominantes, como de la guerra externa de los poderes mundiales. Pero eso
solo se logra mediante un organismo que comienza a monopolizar las decisiones
(el Estado), en detrimento de la democracia local de la propia revolución.
Este fetichismo del Estado revolucionario y, en general, de todo Estado, no se
supera proclamando su “supresión”, el reino de la anarquía o lo que fuere. La
fuerza de los hechos impone una derrota de la revolución debido a los
faccionalismos internos de los trabajadores y el asedio unificado de la
contrarrevolución, o la constitución de un Estado revolucionario que vaya
monopolizando las decisiones en detrimento del disperso y debilitante democratismo
local.
Si la
defensa de la revolución debilita en exceso la democracia local, su energía
íntima se pierde por la asfixia centralizadora; y si debilita la centralización
nacional, el asedio centralizado de la contrarrevolución la ahoga. Por tanto, la
administración de esta lógica paradojal se debe dar reforzando, según la
correlación de fuerzas, uno de los polos frente a otro, sin anularlo, pues esa
es la única manera de mantener vivo el curso de la revolución frente al asedio
contrarrevolucionario, pero también frente a la fragmentación autocentrada del
pluralismo local. Mientras no se modifiquen las condiciones materiales de la
producción del vínculo político entre las personas, en tanto partícipes de una
comunidad real que asuman directamente la gestión de los asuntos comunes de
toda la sociedad, la mediación estatal será necesaria. Sin embargo, la
constitución de esa comunidad real general, en sustitución de la “comunidad
ilusoria”[64] estatal,
depende de la construcción de una comunidad real de productores libremente
asociados que gestionen a escala social universal sus medios de vida
materiales, es decir, depende de la superación de la ley del valor que unifica
a los productores no de manera directa, sino abstracta, por medio del trabajo
humano abstracto. Al final, la necesidad temporal de un Estado revolucionario
está anclada en la persistencia de la lógica del valor de cambio en la vida
económica de las personas. Y la existencia de un Estado revolucionario, que en
sí mismo es una antinomia, es a la vez el camino necesario y obligado para dar
curso a la revolución, hasta el momento en que la contradicción se disuelva en
una nueva sociedad.
6.
Forma dinero y forma Estado
La forma
dinero tiene la misma lógica constitutiva que la forma Estado, e históricamente
ambas corren paralelas alimentándose mutuamente. Tanto el dinero como el Estado
recrean ámbitos de universalidad o espacios de socialidad humanas. En el caso
del dinero, este permite el intercambio de productos a escala universal y, con
ello, facilita la realización del valor de uso de los productos concretos del
trabajo humano, que se plasma en el consumo (satisfacción de necesidades) de
otros seres humanos. Sin duda esta es una función de socialidad, de comunidad.
No obstante, se cumple a partir de una abstracción de la acción concreta de los
productores, validando y consagrando la separación entre ellos, que concurren a
sus actividades como productores privados. La función del dinero emerge de esta
fragmentación material entre los productores/poseedores, la reafirma, se
sobrepone a ellos y, a la larga, los domina en su propia
atomización/separación como productores/poseedores privados; aunque únicamente
logra hacer todo ello y reproducir este fetichismo, porque simultáneamente
recrea socialidad y sedimenta comunidad, aun cuando se trata de una socialidad
abstracta, de una “comunidad ilusoria” fallida, que funciona en la acción material
y mental de cada miembro de la sociedad. De la misma forma, el Estado cohesiona
a los miembros de una sociedad, reafirma una pertenencia y unos recursos
comunes a todos ellos, pero lo hace a partir de una monopolización
(privatización) del uso, gestión y usufructo de esos bienes comunes.
En el caso
del dinero, este proceso acontece porque los productores no son partícipes de
una producción directamente social que les permitiría acceder a los productos del
trabajo social sin su mediación, sino como simpe satisfacción de las
necesidades humanas. En el caso del Estado, se da porque los ciudadanos no son
miembros de una comunidad real de productores que producen sus medios de
existencia y de convivencia de manera asociada, vinculándose entre sí de manera
directa, sino a través del Estado. Por ello, es posible afirmar que la lógica
de las formas del valor y del fetichismo de la mercancía, descrita
magistralmente por Marx en el primer tomo de El capital[65] es,
indudablemente, la profunda lógica que también da lugar a la forma Estado y
a su fetichización[66].
En síntesis,
la protección de la revolución frente al asedio de las clases pudientes
necesita del Estado revolucionario para asumir, temporal y solo temporalmente,
esta articulación nacional, esta unificación general y esta mirada de conjunto
del movimiento entre los distintos sectores sociales; para garantizar el
funcionamiento de las fuentes de trabajo, la circulación de bienes materiales
y, con ello, la protección y defensa de la revolución en contra de sus
detractores, pero, fundamentalmente, del pasado que se agolpa en la cabeza de
los revolucionarios que “recuerdan” que antes vivían mejor. Lo que los
bolcheviques hicieron al asumir el control de los soviets después de octubre de
1917, al comenzar a fusionarlos con el Estado, al desplazar “el centro del
poder industrial de los comités de fábrica y los sindicatos al aparato
administrativo del Estado”[67],
fue precisamente eso. La frenética preocupación posterior de Lenin, en su
debate contra Stalin y Trosky, acerca de los límites de la centralización
estatal en detrimento de la democracia local, en el caso de las nacionalidades[68],
de la federación o de los sindicatos[69] en
las empresas, definirá el futuro de la revolución soviética y lo que habrá de
entenderse por socialismo a raíz de la experiencia práctica de las clases
laboriosas.
Al final,
pareciera ser una regla universal que los procesos revolucionarios son
excepcionalidades presentes en la historia larga de todas las naciones
modernas. Y ello obliga a un trabajo paciente e imaginativo de “guerra de
posiciones” ideológico-cultural a fin de abrir fisuras en el armazón de la
sociedad civil y del Estado, que puedan contribuir a la emergencia excepcional
de una época revolucionaria. También es una regla universal que el liderazgo
ideológico-político se constituya en la victoria inicial y fundamental a ser
alcanzada en el proceso revolucionario antes de la “toma del poder”,
característica que justamente le brinda la cualidad de ser una construcción del
poder político de abajo hacia arriba. Ahí está Gramsci y el alcance de su
pensamiento. Sin embargo, una vez conquistada, democráticamente, la
institucionalidad del Estado, esta será efímera y materialmente impotente ante
la contrarrevolución despótica, si no garantiza la unicidad del nuevo poder y
la derrota plena del poder conservador. Ese es Lenin y la influencia de su pensamiento.
Y de ahí, nuevamente a construir, expandir, reactualizar y sedimentar las
nuevas estructuras mentales de tolerancia lógica y moral de la sociedad
emergente de la revolución. Pero eso, más que Gramsci otra vez, es Durkheim.
[2]
Hobsbawm sostiene que
el “corto siglo XX” se habría iniciado con la Primera Guerra Mundial y
finalizado con la caída de la Unión Soviética en 1989. Preferimos hablar de la
Revolución rusa como punto del inicio de siglo porque, a diferencia de la
Primera Guerra Mundial, que significó una nueva fase de la ininterrumpida
mutación de la geografía estatal continental, los efectos de la revolución
polarizaron, como nunca antes había sucedido, la lucha política a escala
mundial. Véase Hobsbawm, Eric J., Historia del siglo XX. 1914-1991,
Editorial Crítica (Grijalbo Mandadori), Barcelona, 1995.
[3]
Véase Bataille, George,
La parte maldita, Editorial Icaria, Barcelona, 1987
[4]
Eisenstein dirigió la
película “Oktyabr” (Octubre) en 1928, con la que se consagró como un importante
director de cine a nivel mundial, en la cual se narran los acontecimientos
ocurridos desde febrero hasta octubre de 1917
[5]
Lenin, V. I., Obras Completas, T. 18:
marzo de 1912 – noviembre 1912, Ediciones Salvador Allende, México, 1978. En
adelante, para hacer referencia a los artículos incluidos en esta colección, se
utilizará la abreviación OC, seguida del número del tomo correspondiente
[6]
Lenin, V. I. “Jornadas
revolucionarias” (31 de enero de 1905), en OC, T. 8, p. 100
[7]
“…es síntoma de toda
revolución verdadera, la rápida decuplicación o centuplicación del número de
hombres capaces de librar una lucha política, pertenecientes a la masa trabajadora
y oprimida, antes apática”. Lenin, V. I., “El ‘izquierdismoʼ, enfermedad infantil del
comunismo” (27 de abril de 1920), en OC, T. 33, p. 191
[8]
“Para que tenga lugar
una revolución, es indispensable, primero, que la mayoría de los obreros (o por
lo menos la mayoría de los obreros con conciencia de clase, que piensan,
políticamente activos) comprenda plenamente que la revolución es necesaria y
que esté dispuesta a morir por ella”. Ibíd.
[9]
Lenin V. I., “El
triunfo de los Kadetes y tareas del Partido Obrero” (24-28 de marzo de 1906),
en OC, T. 10, p. 249
[10]
Figes, O., op. cit.
[11]
Véase Pipes, R., La
Revolución rusa, Debate, España, 1916, pp. 302-305; Bettelheim, Ch., Las
luchas de clases en la URSS, Primer Periodo, 1917-1923, Siglo XXI Editores,
México, 1980.
[12]
Ibid
[13]
Figes, O., op. cit.,
p. 367
[14]
“Pero el país que
convierte a naciones enteras en obreros asalariados suyos, que con sus brazos
gigantescos abraza el mundo entero, el país que ya se hizo cargo en una
oportunidad de los gastos de la Restauración europea; el país en cuyas
entrañas se han desatado las contradicciones de clase en la forma más violenta
y desvergonzada -Inglaterra- se asemeja a una roca contra la cual rompen las
olas revolucionarias y que quiere matar de hambre a la nueva sociedad todavía
en el seno materno”. Marx, C., “El movimiento revolucionario” (1 de enero de
1849), en K. Marx y Engels, F., Sobre la Revolución de 1848-1849,
Editorial Progreso, Moscú, 1981. “Paralizada durante un momento por la agonía
que siguió a las jornadas de Junio, la República Francesa pasó desde el
levantamiento del estado de sitio, desde el 19 de octubre, por una serie
ininterrumpida de emociones febriles: primero, la lucha en torno a la
presidencia; luego, la lucha del presidente con la Constituyente; la lucha en
torno a los clubs; el proceso de Bourges en el que, frente a las figurillas
del presidente, de los monárquicos coligados, de los republicanos ‘honestos’,
de la Montaña democrática y de los doctrinarios socialistas del proletariado,
sus verdaderos revolucionarios aparecían como gigantes antediluvianos que sólo
un diluvio puede dejar sobre la superficie de la sociedad o que sólo pueden
preceder a un diluvio social; la agitación electoral; la ejecución de los
asesinos de Bréa; los continuos procesos de prensa; las violentas intromisiones
policíacas del Gobierno en los banquetes; las insolentes provocaciones
monárquicas; la colocación en la picota de los retratos de Luis Blanc y
Caussidière; la lucha ininterrumpida entre la república constituida y la
Asamblea Constituyente, lucha que a cada momento hacía retroceder a la
revolución a su punto de partida, que convertía a cada momento al vencedor en
vencido y al vencido en vencedor y trastrocaba en un abrir y cerrar de ojos la
posición de los partidos y las clases, sus divorcios y sus alianzas; la rápida
marcha de la contrarrevolución europea, la gloriosa lucha de Hungría, los
levantamientos armados alemanes; la expedición romana, la derrota ignominiosa
del ejército francés delante de Roma. En este torbellino, en este agobio de la
inquietud histórica, en este dramático flujo y reflujo de las pasiones
revolucionarias, de las esperanzas, de los desengaños, las diferentes clases
de la sociedad francesa tenían necesariamente que contar sus etapas de
desarrollo por semanas, como antes las habían contado por medios siglos”. Marx,
K., “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850”; en Marx, C. y Engels, F.,
Obras Escogidas, T. I., Editorial Progreso, Moscú, 1974, p. 259. “…las
tres crisis revelaron una forma de demostración nueva en la historia de nuestra
revolución, una demostración de un tipo más complejo, en la cual el movimiento
se desarrolla por oleadas que suben velozmente y descienden de modo súbito, la
revolución y la contrarrevolución se exacerban, y los elementos moderados son
eliminados por un periodo más o menos largo”. Lenin, V. I., “Tres Crisis” (7 de
julio de 1917), en OC, T. 26, p. 248
[15]
Lenin V. I., “La
celebración del primero de mayo por el proletariado revolucionario” (15 de
junio de 1913) y “El receso de la Duma y los desconcertados liberales” (5 de
julio de 1913), en OC, T. 19, pp. 465, 507-509.
[16]
Lenin, V. I., “Informe
sobre la revolución de 1905” (enero de 1917), en OC, T. 24, p. 274
[17]
Lenin V. I., “Cartas
desde lejos” (Primera carta, 7 de marzo de 1917), en OC, T. 24, p. 340
[18]
“Y cuando la revolución
haya llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar, Europa se
levantará y gritará jubilosa: ¡bien has hozado viejo topo!”. Marx, C., El 18
Brumario de Luis Bonaparte, Fundación Federico Engels, Madrid, 2003, p.
104.
[19]
Lenin, V. I., “III
Congreso de la Internacional Comunista” (22 de junio al 12 de julio de 1921),
en OC, T. 35, p. 376
[20]
Véase Lenin, V. I.,
“Las elecciones de la asamblea constituyente y la dictadura del proletariado
(diciembre de 1919), en OC, T. 32.
[21]
Véase la Tercera Parte: Rusia bajo la revolución (febrero de
1917-marzo de 1918), en Figes, O., op. cit.
[22]
“En el arte político
ocurre lo mismo que en el arte militar: la guerra de movimiento se convierte
cada vez más en guerra, en la medida en que la prepara minuciosa y técnicamente
en tiempos de paz. Las estructuras macizas de las democracias modernas,
consideradas ya sea como organizaciones estatales o bien como complejo de
asociaciones operantes en la vida civil, representan en el dominio del arte
político lo mismo que las ‘trincherasʼ y
las fortificaciones permanentes del frente en la guerra de posición: tornan
sólo ‘parcialʼ
el elemento del movimiento que antes constituía
‘todoʼ en la guerra, etc.”. Gramsci, A., Notas sobre Maquiavelo, sobre la
política y sobre el Estado Moderno, Ediciones Nueva Visión, Madrid, 1980,
p. 101.
[23]
Lenin, V.I. “Las
lecciones de la asamblea constituyente y la dictadura del proletariado” (diciembre
de 1919), en OC, T. 32, p. 246
[24]
Véase Bettelheim, Ch., op.
cit., pp. 59-60
[25]
Véase Pipes, R., op.
cit., p. 442.
[26]
“Carta de A. Guchkov,
ministro de Defensa del Gobierno Provisional, a M. Alexeev, Comandante en Jefe
del Ejército Ruso, 9 de marzo de 1917”, en Figes, O., op. cit, p. 407.
Véase también Pipes, R., op. cit., p. 350
[27]
Lenin, V. I. “Las
tareas del proletariado en la actual revolución” (7 de abril de 1917; artículo
que contiene las célebres Tesis de abril), en OC, T. 24, p. 438
[28]
Véase Bettelheim, Ch., op.cit
[29]
Lenin, V. I., “III
Congreso de la Internacional Comunista” (junio-julio de 1921), en OC, T.
35, p. 360.
[30]
Pipes, R., op. cit.,
p. 442
[33] “La agonía del Gobierno
Provisional”, en Figes, O., op. cit
[35]
Véase el Capítulo XI.
“La dualidad de poderes”, en Trotsky, L. Historia de la revolución rusa,
T. I., Marxists Internet Archive, s.l., diciembre de 2002
[36]
Figes, O., op. cit.,
pp. 407, 408, 516 y 746
[37]
Pipes, R., op. cit.,
p. 555. Según este autor, de cada 5 empresas nacionalizadas, solo una es resultado
de la decisión del gobierno central, mientras que el resto, 80 por ciento, es
producto de la decisión de los soviets y las
autoridades locales. Pipes, R., op. cit. p. 750.
[38]
“La revolución de 1917
debería considerarse como una verdadera crisis general de autoridad. Se
produjo un rechazo no solo del Estado, sino también de todos los representantes
de la autoridad: jueces, policías, funcionarios, oficiales del Ejército y de la
Marina, sacerdotes, profesores, patrones, capataces, terratenientes, ancianos
del pueblo, padres patriarcales y maridos”. Figes, O., op. cit., pp.
407 y 367
[39]
Véase García Linera, A.
Identidad boliviana. Nación, mestizaje y plurinacionalidad, Vicepresidencia
del Estado, La Paz, 2014
[40]
Véase Aron, R., Introducción
a la filosofía política. Democracia y revolución, Editorial Página
Indómita, España, 2015
[41]
Harold Williams, citado
en Figes, O., op. cit., p. 417
[42] “La noción de ‘sin parteʼ […] es la
figura de un sujeto político, y un sujeto político nunca puede identificarse de
golpe con un grupo social. Por esta razón, […] el pueblo político es el sujeto
que encarna la parte de los sin parte –lo cual no significa ‘la parte de los
excluidosʼ, ni que la política sea la irrupción de los excluidos, sino que
la política es […] la acción de sujetos que sobrevienen independientemente de
la distribución de los repartos y las partes sociales. [‘La parte de los sin
parteʼ] define […] la relación entre una exclusión y una inclusión [esto
es…,] designa a aquellos que no tienen parte, a aquellos que viven sin más, y
al mismo tiempo designa, políticamente, a aquellos que no solo son seres vivos
que producen, sino también sujetos capaces de discutir y decidir los asuntos de
la comunidad [….] El corazón de la subjetivación histórica [de ‘los sin parteʼ…] ha sido la capacidad, no de representar el poder
colectivo, productivo, obrero, sino de representar la capacidad de cualquiera.
Rancière, J., “Universalizar
la capacidad de cualquiera” en El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre
política y estética, Herder, Barcelona, 2011, pp. 233-4.
[43]
Véase Habermas, J., Facticidad
y validez, Trotta, Madrid, 2008
[44]
Lenin, V. I., “El
impuesto en especie” (21 de abril de 1921), en OC, T. 35, pp. 200-239
[45]
Véase la Tercera Parte:
Rusia bajo la revolución (febrero de 1917-marzo de 1918), en Figes, O., op.
cit.
[46]
Lenin, V. I., “Sobre las
consignas” (julio de 1917), y “La situación política (Cuatro tesis)” (10 de
julio de 1917), en Obras completas, Tomo 26, op. cit., pp. 266 y
254
[47]
Gramsci, A., Notas
sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, Ediciones
Nueva Visión, Madrid, 1980, p. 83
[48]
Gramsci, A. “Tres
principios, tres órdenes” (11 de febrero de 1917), en Antología, Siglo
XXI Editores, Argentina, 2004, p. 22
[49]
Véase Erving Goffman, Encounters:
Two Studies in the Sociology of Interaction, Bobbs-Merril Company, Inc.,
Indianapolis, 1961; también se puede revisar Linton, R., The Study of Man.
An introduction, Applèton-Century-Crofts, Inc., Nueva York, 1936.
[50]
Sobre el modo de
composición política de la sociedad, véase Álvaro García Linera, “La nueva
composición orgánica plebeya de la vida política en Bolivia”, discurso en la
Solemne Sesión de Honor en conmemoración a los 191 años de independencia de
Bolivia, Tarija, 6 de agosto de 2016.
[51]
Entendido como
“creencias populares”, convicciones y, en general, cultura, mediante las cuales
las personas “conocen” y actúan en el mundo sin necesidad de reflexionar sobre
él. Véase Gramsci, A., Cuadernos de la Cárcel, T. 3, Ediciones ERA,
México, 1984, p. 305
[52]
“Pues si, en cualquier
coyuntura, los hombres no se entendieran sobre estas ideas esenciales, si no
tuvieran una concepción homogénea del tiempo, del espacio, de la causalidad, de
la cantidad, etc., todo acuerdo entre las inteligencias se haría imposible y,
con ello toda vida común. Además las sociedades no pueden abandonar al arbitrio
de los particulares las categorías sin abandonarse a sí misma. Para poder
vivir, no sólo tiene necesidad de un conformismo moral suficiente; hay un
mínimo de conformismo lógico del que tampoco puede prescindir. Por esta razón
ejerce el peso de toda su autoridad sobre sus miembros para prevenir las
disidencias”. Durkheim, E., Las formas elementales de la vida religiosa, Akal
Editor, Madrid, 1982, p. 15
[53]
Véase Gramsci, A.,
“Democracia obrera y socialismo”, en Pasado y presente (Revista trimestral),
Año IV, nueva serie, Edigraf, Argentina, 1973, p. 103ss
[54]
Marx, C. y Engels F.,
“Manifiesto del Partido Comunista”, en Obras escogidas, T. I, Editorial
Progreso, Moscú (URSS), 1974, p. 122.
[55]
Véase García Linera,
Á., Las tensiones creativas de la revolución. La quinta fase del Proceso de
Cambio, Vicepresidencia del Estado, La Paz, 2011
[56]
Pipes, R., op. cit.,
pp. 569-572
[57]
Véase la Cuarta Parte:
La guerra civil y la formación del sistema soviético (1918-1924), en Figes, O.,
op.cit.
[58]
Lenin, V. I., “VII Conferencia
del partido de la provincia de Moscú” (octubre de 1921), en OC, T. 35,
p. 537.
[59]
Marx, C. y Engels F.,
“Manifiesto del Partido Comunista”, op. cit., p. 130
[60]
Marx, C., “Resumen del
libro de Bakunin Estatalidad y anarquía”, en Marx, C., y Engels, F., Obras
Fundamentales, T. 16, p. 481. FCE, México, 1988
[61]
Véase Jones, M., Electoral
Laws and the survival of presidential democracies, University of Notre Dame
Press, Notre Dame, 1995.
[62]
Véase Gramsci, A., Cuadernos
de la cárcel, T. 5, Ediciones ERA, México, 1999.
[63]
Figes, O., op. cit.
[64]
“…por virtud de esta
contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra este
último, en cuanto Estado una forma propia e independiente, separada de
los reales intereses particulares y colectivos y, al mismo tiempo, una forma
de comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los vínculos
existentes, dentro de cada conglomerado familiar y tribal, tales como la carne
y la sangre, la lengua, la división del trabajo en mayor escala y otros
intereses y, sobre todo, como más tarde habremos de desarrollar, a base de los
intereses de las clases…”. Marx, C. y F. Engels, “Feuerbach. Oposición entre
las concepciones materialistas e idealistas” (I capítulo de La ideología
alemana), en Marx, C. y F. Engels, Obras escogidas, T. I,
Editorial Progreso, Moscú, 1974, p. 31
[65]
Véase el Capítulo I: La
mercancía, en Marx, K., El capital, T. I, Vol. 1, Siglo XXI Editores,
México, 1987, pp. 43-102.
[66]
Es posible afirmar, de
manera categórica, que el núcleo de la teoría marxista sobre el Estado y el
poder, es la teoría de las formas del valor tratada en el capítulo primero de El
capital.
[67]
Figes, O., op. cit.,
p. 685
[68]
Lenin, V. I., “Últimas
cartas y artículos de V. I. Lenin” (22 de diciembre de 1922 - 2 de marzo de
1923), en OC, T 36, pp. 471-490. También, Pipes, R., op.cit., p. 554
[69]
Lenin, V. I., “Los
sindicatos, la situación y los errores del camarada Trotsky” (30 de diciembre
de 1920), en OC, T 34, pp. 288-289
Continuará...
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