Que esta
“reseña” sirva de pequeño homenaje a José Saramago, escritor, entre otras
muchas cosas, que de lo diminuto hacía algo ciclópeo
03-01-2018
Jesucristo
es un hombre que siente gran amor y compasión por el prójimo. No entiende cómo
su padre, Dios, permite que haya tanta injusticia, miseria y sufrimiento.
Tampoco comprende por qué Él, que puede cambiarlo todo, se niega a hacer el
milagro para que la tierra se convierta en un paraíso con hombres y mujeres
viviendo felices, en paz y armonía.
Lo anterior podría ser una mini sinopsis de la obra
maestra de José Saramago “El evangelio según Jesucristo”.
El Jesucristo de Saramago es un personaje que (a
pesar de su origen divino) alberga en su corazón todas las dudas e
interrogantes de cualquier ser humano y arrastra -por priorizar la razón y los
sentimientos sobre la fe- el peso de una dolorosa existencia “porque así lo ha
querido su padre”.
Sobre todo se siente culpable (y esa herida no deja
de atormentarle) de la muerte de miles de niños y niñas masacrados por Herodes
para evitar que el Mesías llegase al mundo y se convirtiera en el nuevo rey de
reyes.
Jesucristo se enfada con su omnipotente y
omnipresente papá por no haber impedido esa matanza de inocentes y haberle
dejado con esa insoportable cruz el resto de su vida.
El hijo de Dios sólo halla sosiego -cual
paradisíaco oasis en medio del desierto del dolor y la desesperación- en los
brazos de María de Magdala, con la que comparte lecho y besos. Jesús bebe la
fragancia de sus senos y su piel. Sólo con su amante sale del infierno y vive
los escasos momentos de alegría y placer que le depara su triste destino.
Cuando visita los templos de Jerusalén, Jesucristo
ve como la gente sacrifica a Dios miles de animales. Padece náuseas y vómitos
con tantos charcos de sangre que le salpican los pies y alza sus ojos al cielo
como diciendo: ¿Es esto necesario?
Pero el instante cumbre de la obra (escrita con una
sutil ironía empapada de genio hasta los tuétanos) es el pasaje de la muerte de
El Salvador.
El primogénito de María, ya crucificado, observa
agonizante a los fieles que han venido a llorarle y a darle su último adiós.
Jesucristo mira a su alrededor y hace suyos todos
los sufrimientos e injusticias que padece la humanidad. Luego se dirige a “sus
discípulos”, entre los que se encuentran su amante y su madre y, sintiendo una
pena infinita por todos los seres del planeta, exhala un postrer suspiro con
este sublime mensaje: ¡Hombres y mujeres! “Perdonadle (a Dios) porque no sabe
lo que hace”.
Blog del autor: http://www.nilo-homerico.es/
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