10/01/2018
| Samuel Johsua
En 1927, Bujarin escribe: “En la dictadura del
proletariado, puede haber dos, tres o cuatro partidos, pero con una única
condición: uno, en el poder, y los otros, en prisión”. Un análisis
transformado en siniestro dogma. Sin embargo, el proceso que llevó a ello no
sólo fue lento, sino que contradecía completamente la práctica histórica del
partido bolchevique y, más aún, su teorización. ¿Fue el resultado de
circunstancias incontrolables o algo con profundas raíces ?
Lo que es verdad es que la trágica ocurrencia de
Bujarin representa muy bien la línea oficial de los bolcheviques en las
deliberaciones del catastrófico X Congreso del Partido Comunista de 1921. Este
es generalmente conocido por tres circunstancias cuya coincidencia fue muy
criticada. Se dió en un momento en el que la guerra civil estaba ganada en su
mayor parte, pero en el que el país estaba exhausto y estalla la revuelta de
Kronstadt. Una revuelta deformada y vilipendiada que se reprime con dureza (200
congresistas tomaron personalmente las armas contra Kronstadt). El segundo
acontecimiento en importancia es que el Congreso prohíbe las fracciones
internas del partido (y de hecho, cierra la puerta a toda expresión pública de
divergencias entre comunistas). Por último, al terminar el Congreso, y con muy
poco debate, se adopta la Nueva Política Económica (NEP). Esto es: se cede a
nivel económico, restableciendo mecanismos abiertamente reconocidos como capitalistas,
al mismo tiempo que en el plano de las libertades democráticas se es
intransigente.
Es este Congreso el que teoriza, de hecho,
la dictadura del partido único.
Trotsky defiende entonces “el derecho de primogenitura
(droit d’aînesse) histórico revolucionario del partido”, y explica que
“el partido está obligado a mantener su dictadura (…) sean cuales sean las
dudas temporales, incluso en la clase obrera. (…) La dictadura no se fundamenta
siempre en el principio formal de la democracia obrera”. Es evidente que la
cuestión no es aquí la relación con otros partidos, sino la relación con la
propia democracia obrera. Por entonces, hace tiempo ya que la democracia no se
entiende como un debate entre partidos, sino directamente como una relación que
hay que gestionar entre el partido, la clase obrera y los campesinos pobres.
Pero ni siquiera esto último funciona, y es lo que dice Trotsky. Existe aún,
para Trotsky, el sentimiento de una excepcionalidad de la situación. Que la
dictadura no se fundamente “siempre” en la democracia obrera da a entender que,
en general, sí ha de ser así.
No ocurre igual con Lenin, quien en el mismo
Congreso va al grano: “El marxismo enseña que el partido político de la clase
obrera, esto es, el Partido Comunista, es el único capaz de agrupar, educar y
organizar a la vanguardia del proletariado y de todas las masas trabajadoras;
que es el único capaz (…) de dirigir todas las actividades unificadas del
conjunto del proletariado, es decir, de dirigirlo políticamente y, por medio de
él, de guiar a todas las masas trabajadoras. De lo contrario, la dictadura del
proletariado es imposible”. El rol dirigente del partido es la condición misma
de la dictadura del proletariado. Se puede deducir de ello que la dictadura de
su Comité Central es, también, la garantía del rol dirigente… Es lo que va a
decidirse en este Congreso. Parece que nos encontramos a años luz de la famosa
obra de Lenin, El Estado y la revolución. En realidad esto no es una
certeza (es un debate en sí mismo). En esta obra, no hay una sola mención a los
partidos políticos, ni por lo tanto a la organización del espacio y de los
debates políticos propiamente dichos.
Sea como fuere, lo cierto es que, en ese momento,
la ocurrencia de Bujarin corresponde de manera muy exacta a una realidad
bastante teorizada.
Un largo camino
Sin embargo, hizo falta un largo recorrido para
llegar a este punto, y la idea del partido único no se encuentra, ni mucho
menos, presente “desde el principio”. Esto es evidente antes de 1917. El
programa oficial de Lenin es “la dictadura democrática de obreros y
campesinos”, concretada en la batalla de cara a la convocatoria de una Asamblea
Constituyente una vez derrotado el zarismo. El único debate entonces es saber si
el partido socialdemócrata ha de pretender participar en el gobierno que salga
elegido (y bajo qué condiciones) o si no. Pero, por definición, esta Asamblea
supone el multipartidismo.
Y la cuestión es (más o menos) la misma en el
propio ámbito soviético. Una vez que se produjo la toma del poder con la
insurrección de Octubre, los bolcheviques —tal y como estaba previsto—
otorgaron formalmente este poder recién conquistado a los soviets, reunidos en
su II Congreso, justo después de la toma del poder. Este Congreso estaba
compuesto de representantes de todos los partidos soviéticos: es, por tanto,
multipartidista. Inmediatamente, una parte de los delegados abandona la sala.
En un conocido discurso que concluye con la imprecación de Trotsky a propósito
de los “basureros de la Historia”, el futuro jefe del Ejército Rojo echa la
culpa a los que se van. Trotsky propone una moción: “El II Congreso ha de
constatar que la salida de los mencheviques y de los social-revolucionarios es
un intento criminal y sin esperanza de romper la representatividad de esta
asamblea en el momento en que las masas se esfuerzan por defender la revolución
contra los ataques de la contrarrevolución”.
El debate se concentra entonces en la formación de
un gobierno leal tanto a los soviets como a la insurrección que acaba de tener
lugar. Cuando los que dejan el Congreso apuestan por una especie de coalición
entre el ex gobierno provisional y el nuevo poder, se trata de quedarse con los
partidos que aceptan que todo el poder vaya a los soviets. Al final,
fundamentalmente, no serán más que los bolcheviques. Pero no es una elección,
sino que se hace por defecto (aunque Lenin parece haber sido reticente a la
idea de un gobierno de coalición incluso con los partidos que aceptaban la
segunda revolución). Por lo demás, los otros partidos que se quedan en el
Congreso también dudan. En el caso de los social-revolucionarios de izquierda,
Karelin interviene a favor de una coalición con aquellos que se han ido del
Congreso. Pero se preocupa de declarar que “los bolcheviques no son
responsables de su salida”. Precisa incluso: “No queremos avanzar hacia un
aislamiento respecto a los bolcheviques; comprendemos que al destino de estos
está vinculado el destino de toda la revolución: su derrota es la de la propia
revolución”.
Así pues, con la excepción de algunos aliados
anarquistas, los bolcheviques se encuentran solos. Pero no se teoriza la
cuestión: la razón de ello es únicamente la negativa de los otros. Por otra
parte, a partir del III Congreso de los Soviets la situación cambia. El
gobierno bolchevique disuelve la Asamblea Constituyente al acabar la sesión del
5 y 6 de enero de 1918. El 10 de enero, el III Congreso de los Soviets —en el
que los bolcheviques se vieron considerablemente reforzados— da legitimidad a
la acción de los bolcheviques, así como a la decisión de disolver la
Constituyente. Los social-revolucionarios de izquierda apoyan la mayoría de
medidas, tras lo cual entran en el gobierno. Ahí seguirán hasta la crisis
ocasionada por el tratado de Brest-Litovsk, que hará que muchos de ellos
inicien un conflicto armado con el nuevo gobierno.
El camino hacia el problema que nos interesa es
inexorable. Con la disolución de la Constituyente ya no se garantiza la
posibilidad de existencia real de los partidos no soviéticos (o, de manera más
precisa, aquellos que no aceptan la revolución de Octubre y su corolario, todo
el poder a los soviets). Pero el multipartidismo nunca se pone en tela de
juicio. Son, más bien, los demás partidos los que abandonan a los bolcheviques;
y una parte de ellos entra en guerra. No existe una teoría explícita sobre
ello; nos encontramos de facto con un partido único que asume a la par la
revolución de Octubre, el poder soviético, las medidas tomadas por este nuevo
poder, así como la organización de la guerra civil y del comunismo de guerra.
En tanto que esta situación no es teorizada,
podemos decir que es posible volver hacia atrás. En primer lugar, en lo
relativo a los partidos que aceptan la legalidad del nuevo poder; también los
partidos soviéticos, sean los que sean; e incluso todos los partidos, incluso
los burgueses, con la condición de que se adapten a las reglas del juego. Lo
cual, ya sabemos, no ocurrirá. Muy al contrario, el X Congreso grabará en
marmol algo completamente diferente: el partido único como condición misma de
la dictadura del proletariado. Hay una manera justa y clásica de dar cuenta de
esta mutación. El hecho es que Lenin y los suyos prolongaron lo que no debía
ser más que una sucesión de actuaciones excepcionales, a las que todas las
revoluciones se ven obligadas si no quieren ser derrotadas a la primera. Todos
los bolcheviques habían sido formados en este sentido, gracias al balance de la
Comuna de París y de su negativa a tomar las medidas de excepción que en
algunos casos habrían sido indispensables. El problema es cuando la excepción
se vuelve norma. Ciertamente, esta línea de análisis es completamente
aceptable. Pero, por desgracia, deja de lado lo que finalmente hace posible la
teorización de las medidas de excepción, hasta tal punto que Lenin declara que
se trata de una “situación normal”.
Así, constatamos que desde el principio se pone en
tela de juicio la cuestión del multipartidismo. Prueba de ello es el decreto
sobre la prensa que Lenin somete a voto en el II Congreso: “El gobierno obrero
y campesino defiende la liberación de la prensa del yugo del capital, la
transformación de las papelerías e imprentas en propiedad del Estado, la
atribución a cada grupo de ciudadanos de un tamaño determinado (10 000,
por ejemplo) de un derecho igual al uso de una parte correspondiente de las
reservas de papel y de la mano de obra necesaria para la impresión”. Así pues,
la primera nacionalización real del nuevo poder no afecta a las fábricas, sino
a la prensa. Es evidente que, con fórmulas de este tipo, se priva de facto a
todos los partidos no-obreros del derecho de expresión (recuérdese que la
Constituyente será disuelta unos pocos meses más tarde). Aun así, no está muy
claro, ya que además de estos elementos de fondo (dejar la prensa en manos del
gobierno y de “grupos de ciudadanos”) hay argumentos de oportunidad. De hecho,
los periódicos burgueses son invadidos por las masas, y los obreros que los
confeccionan los expropian. Entonces, Lenin responde el 7 de noviembre a los
social-revolucionarios de izquierda descontentos con la prohibición de
periódicos burgueses: “¿Acaso no prohibimos los periódicos zaristas tras la
derrota del zarismo?”. No es un principio pues, sino la consecuencia de una
actitud. Pero aun así la cuestión desorienta y muchos bolcheviques protestan:
por ejemplo, Yuri Larin propone al comité ejecutivo central una moción pidiendo
la abolición de las medidas contra la libertad de prensa, moción que es
rechazada con sólo 2 votos de diferencia.
Así pues, la cuestión está presente desde el
principio, con esa mezcla de posiciones de principio que limitan el
multipartidismo y argumentos de oportunidad. Pero debe hacerse más amplia si se
quiere captar la amplitud del problema. La declaración de Lenin a propósito del
papel dirigente del partido hace temblar cuando se sabe lo que vino después.
Pero, ¿acaso no posee aspectos inevitables? En general, para discutir sobre
ello se aborda la cuestión de la representación obrera y de su poder real. Sin
embargo, si nos alejamos un poco de esta manera de verlo, la cuestión adquiere
otra naturaleza. El programa que Lenin y Trotsky defienden es, como se sabe,
“Pan, paz y tierra”. Ahora bien, desde el principio hacen muchas otras cosas
más. Por ejemplo, en lo relativo a las problemáticas que hoy en día
calificaríamos como societales. Está la igualdad de derechos para las
mujeres, incluyendo el derecho al aborto. En materia educativa, está la
implantación de la “escuela del trabajo”, mixta, de 7 a 17 años. Se rompe con
las Iglesias a través de la nacionalización de todas las escuelas religiosas en
diciembre de 1917. La supresión de los signos religiosos de los centros
escolares planteó más problemas, aunque se hizo en un solo año, en 1918. En
Francia, para aplicar la ley de laicidad de 1905, hicieron falta décadas (y no
se ha terminado completamente). Aunque la homosexualidad no es explícitamente
despenalizada, el gobierno se sirve del mismo artificio que la Revolución
Francesa al respecto: la despenalización de la “sodomía” (en Francia, el 6 de
octubre de 1791, en Rusia, en el nuevo código de 1919). Es una honra para esta
revolución el haber efectuado tales avances. Pero estos no dependen en modo
alguno del poder soviético desde abajo. En un país muy arcaico, con una
fuerte mayoría campesina, pensar que estas medidas podían haberse originado a
través de un verdadero proceso democrático desde abajo es una broma. La
Revolución se hizo con otras consignas; además, el pueblo estaba muy lejos de
estas medidas. Así pues, el que decide es el partido. ¿Quién puede
reprocharselo? Cuestión punzante: ¿hasta qué punto no se trata de una cuestión
general válida para toda revolución, cuestión que da —aunque sea sólo un poco—
la razón al Lenin de 1921?
Frente a tales observaciones, no faltan compañeros
que creen que la conclusión que debe sacarse es sencilla: al pueblo (al
proletariado) habría que hacerlo adepto a todo el programa, en todos sus
aspectos y en todas sus consecuencias, y ello antes de la revolución. Cuando,
por el contrario, toda la experiencia histórica enseña que es precisamente la
revolución la que radicaliza el pensamiento y hace posible, quizás, tal
conversión. Cuestión grave, ¿no? Si se va más allá, sin embargo, es evidente
que con las declaraciones, las decisiones y las teorizaciones de 1921 todo está
listo para que, más tarde, gane alguien como Stalin. No depende únicamente de
eso, claro. Por ejemplo, en aquel momento no se sabe aún que la revolución
alemana será definitivamente derrotada. Pero incluso así. La posibilidad de evitar
esta transformación depende entonces sólo de la naturaleza y de la calidad del
personal político, con la convicción de que Lenin no es Stalin. Importante,
pero muy frágil. En definitiva, el pensamiento profundo de Lenin no está lejos
de la frase de Mao: “perder el poder político equivale a perderlo todo”. Si
esto es así, hay que evitar todo riesgo de que ocurra: ni se convocará una
nueva Constituyente que acompañe la marcha atrás económica de la NEP, ni se
abrirán espacios democráticos más amplios. Todo lo contrario: se aplasta
Kronstadt y se prohíben las fracciones. En los bastidores del Congreso de 1921,
Lenin resume su estado de ánimo así: “Si perecemos, lo más importante es
salvaguardar nuestra línea ideológica y legar enseñanzas a aquellos que continuarán
nuestra tarea. Eso no hay que olvidarlo nunca, por desesperada que sea la
situación”.
Así pues, el camino es extremadamente estrecho. Es
imposible imaginar una revolución sin estar preparados a saltarse líneas rojas
que no estaban previstas. Estaría bien saber que estamos saltándonoslas y que
habrá que pagar caro el hecho de atentar así contra los principios
democráticos. Y estaría bien, de la misma manera, prepararse para recorrer el
camino inverso una vez que la excepcionalidad se acaba, incluso a riesgo de
perder el poder. Como diría Maquiavelo, haría falta mucha virtud. Pero por lo
menos podemos —debemos— educarnos ahora en estas contradicciones si queremos
que la lección de Octubre no caiga en agua de borrajas… la próxima vez.
Contribución presentada el 18 de noviembre de 2017
en la charla titulada “El aliento de Octubre”, organizada en el centenario de
la Revolución Rusa.
Traducción: viento sur
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