viernes, 26 de enero de 2018

SALARIOS (O SOBRE LA TESIS DEL "GOTEO")







26-01-2018

«Aquel que recibe un beneficio con gratitud paga la primera cuota de su deuda.»
(Séneca)
«Hizo llover sobre ellos maná para comer, y les dio comida del cielo. Pan de ángeles comió el hombre. Dios les mandó comida hasta saciarlos»
(Salmos: 78:24-25)

La teoría del trickel-down (literalmente «goteo hacia abajo») tiene su origen en una vieja idea del filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel, quien en 1904 entendió que la moda se difunde conforme a un proceso de transferencia de la forma de vestir y de los gustos desde las clases más altas a las más bajas según procesos de imitación y diferenciación; igual que el fenómeno físico del goteo, desde arriba hacia abajo. Ochenta años después la metáfora se trasladó al campo de la economía, dando lugar a la tesis del «goteo» o «derrame», según la cual sólo el crecimiento económico puede erradicar la pobreza. Inserto en esta tesis está el supuesto de que únicamente una política favorable a las capas más ricas de la población (como la relativa a impuestos que pretende implementar el señor Trump, la misma que impulsa el dumping fiscal en toda Europa) generará los beneficios suficientes que acabarán por descender tarde o temprano –«goteando»– a los estratos sociales más desfavorecidos y finalmente derramando riqueza –aunque sea en diferente medida– sobre todo el mundo.

Esta teoría es congruente con un modelo social definido por la concepción económica de libre mercado de acuerdo con el cual existe una élite de triunfadores sociales que constituyen la locomotora del desarrollo económico; son los empresarios y los grandes inversores, a los que se denomina de un tiempo a esta parte «emprendedores», término que tiene connotación evidentemente meliorativa, cargado de mérito, y que contrasta con el demérito que representa paradigmáticamente la mediocridad del gris funcionario, que más bien obstaculiza el que ese «espíritu emprendedor» dé sus frutos por las resistencias burocráticas que le opone. Ello es un elemento más que refuerza el dogma de la meritocracia. La conclusión de este planteamiento es de una lógica impecable (e implacable); lo enuncia con claridad meridiana Marco Revelli en su libro contundentemente titulado La lucha de clases existe... ¡y la han ganado los ricos!: «Por consiguiente, al favorecer a dichas figuras, se genera un mecanismo virtuoso que, espontáneamente, crea riqueza añadida, y en parte la redistribuye en virtud de una especie de “fuerza de gravedad” natural, sin que la intervención del Estado llegue a obstaculizar o atascar el mecanismo». Igual que el mito bíblico del maná; aunque en su caso se trataría de una ley de la economía, equivalente a cualquier ley de la física.

Y como no hay nada como una buena fórmula algebraica o expresión geométrica para dar empaque epistémico a una idea, la teoría del trickle-down halló su legitimación matemática en una curva concebida por un migrante bielorruso, Simon Kuznets, nacido en 1901, llegado con su familia a Estados Unidos en 1922 y premio Nobel en 1971. Su curva nos viene a decir que un crecimiento económico acelerado produce en una primera fase desigualdades hasta llegar a un punto de inflexión a partir del cual comienza a generar igualdad. Ahora bien, el aludido modelo matemático no pretendía ser otra cosa que una representación de los resultados del estudio del ciclo económico a largo plazo que caracterizó a los países de primera industrialización, como nos advierte el mismo Marco Revelli: «Así pues, el modelo no pretendía poseer un valor predictivo (ni mucho menos prescriptivo)». Será entre los años setenta y ochenta del siglo pasado, con el arranque de la ofensiva ideológica neoliberal sacralizadora del capitalismo de libre mercado, que el modelo mutará en axioma con el fin de neutralizar las críticas contra la economía de la oferta por sus efectos acrecentadores de la desigualdad y para, en definitiva, defender ante los gobiernos de todo el mundo el cínico eslogan «grow now, worry about poor later» (crece ahora, ya te preocuparás de los pobres luego).

Es particularmente en los salarios donde se puede constatar que esa riqueza generada por los emprendedores llena los bolsillos de los que no lo son. En el caso de España, sin embargo, la perspectiva de mejora de ingresos para los trabajadores, propiciada desde el gobierno con la tan cacareada recuperación económica, se ha visto defraudada una vez más por el sector empresarial, que no admite una subida superior al 2%, cuando se esperaba del 3%, en un momento en el que vuelve el incremento de los precios. En Europa en su conjunto ha aumentado la dispersión salarial desde el inicio de la última recesión. Con su fin no ha disminuido. ¿Puede ser debido al desmantelamiento de los sistemas de negociación colectiva y a la estrategia de debilitar a los sindicatos para negociar salarios y condiciones de trabajo? Porque a decir de los profesores Antonio Ariño y Juan Romero, autores del libro La secesión de los ricos, «allí donde se mantienen marcos de negociación colectiva el nivel de los salarios es, en promedio, más elevado». El dato es que, dejado al albur del mero crecimiento económico, la evolución de los salarios en Europa manifiesta un insignificante incremento desde el año 2000, y en los países del sur son ahora inferiores a los del año 2000 o 2001. Al mismo tiempo se abre una brecha en el seno de la clase trabajadora entre quienes tienen estabilidad en sus puestos de trabajo y mantienen retribuciones dignas (los empleados públicos, y obreros de las grandes empresas industriales, por ejemplo) –que serían los llamados insiders– y el nuevo proletariado de servicios, en precariedad crónica y deficientemente pagado –los outsiders. Un endiablado nuevo rompecabezas social para los sindicatos y los partidos de la izquierda que en buena medida explica la crisis de sus propuestas políticas. Si centramos nuestra atención en España, a partir de 2013 nuestro país disfruta de un sostenido crecimiento del PIB y de una revalorización del capital en acciones al mismo tiempo que se observa un triple fenómeno que señalan los profesores Ariño y Romero: «una caída brusca de la remuneración de los asalariados, que se manifiesta en el crecimiento de la categoría de 0 a 1 SMI [salario mínimo interprofesional], territorio claro de la precariedad y la temporalidad; un incremento de los salarios que cobran los grupos más altos, muy especialmente los que perciben por encima de 5 SMI, y en consecuencia, un distanciamiento salarial entre quienes se sitúan en el tramo de 0-0,5 SMI y los que perciben más de 10 SMI». O sea, más divergencia, más desigualdad, más injusticia.

Algo no cuadra con la tesis del «goteo». Por eso Mario Bunge en su ambiciosa obra Filosofía política la incluye en la lista de «mitos que todavía circulan por la comunidad de las ciencias sociales», mitos que la estadística económica y el análisis económico deben contribuir a erradicar, como he querido apuntar en lo expuesto hasta aquí.

Crecer, crecer y crecer económicamente es la piedra filosofal de la ideología del libre mercado. Pero ¿hasta dónde debe crecer el PIB para que el cuerno de la abundancia del mercado derrame sus dones en cantidad suficiente en las copas de los más favorecidos de forma que rebosen y dejen derramar algo de riqueza para los menos pudientes? No hay ley natural que lo marque, ya que no es el efecto de causas impersonales, sino de decisiones. Con la promesa de la metáfora de la marea que levanta todos los barcos a la vez la mayoría de países lleva tres décadas poniendo en práctica políticas de libre mercado. Según afirma el economista Ha-Joon Chang en la introducción de su libro 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo el resultado, incluso antes de la última debacle financiera, es un crecimiento más lento, una mayor desigualdad y más inestabilidad en casi todos los Estados. El estancamiento de los salarios acompañado de un aumento de las horas trabajadas, que forma parte de este aciago cuadro, se inicia en los EEUU de Norteamérica en los años setenta; ha sido la eclosión del consumo a crédito –que ha alcanzado categoría de institución universalmente imprescindible en todos los así llamados países desarrollados– la que lo ha disimulado a cambio –eso sí– del incremento notable de la deuda de los hogares, fenómeno que dicho sea de paso forma parte del crecimiento monumental del sector financiero de la economía, y que acontece a escala mundial en detrimento del sector productivo (financiarización de la economía, sobre la que advirtió John Maynard Keynes en estos términos: «cuando el desarrollo capitalista de un país se vuelve un subproducto de las actividades de un casino el trabajo está claramente mal hecho»).

En consecuencia no cree Ha-Joon Chang que el libre mercado por sí solo revierta la actual tendencia a la desigualdad. Tampoco lo prevé Thomas Piketty en su muy leído libro de hace unos años titulado El capital en el siglo XXI. Y el informe de la 0CDE de 2015 les da la razón, así como el último de Oxfam Intermón dado a conocer bajo el explícito título de Premiar el trabajo, no la riqueza. En la misma línea que los dos economistas mencionados, el Premio Nobel de Economía Jean Tirole duda de que en el futuro inmediato existan «suficientes empleos remunerados con unos salarios que la sociedad considere decentes». En el libro publicado en castellano el año pasado y que lleva por título La economía del bien común reconoce la incapacidad del libre mercado para corregir injusticias como la que aquí he expuesto en relación a los salarios. «Esa es la razón –dice– por la que la búsqueda del bien común pasa en gran medida por la creación de instituciones cuyo objetivo sea conciliar en la medida de lo posible el interés individual y el interés general. En este sentido la economía de mercado no es en absoluto una finalidad». El «goteo» o «derrame» sin más no puede hacer milagros.


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