Entrevista
a Aurelio Alonso, sociólogo y subdirector de la revista Casa de las Américas
La Tizza
14-03-2018
LT: El 19 de abril próximo se instaurará el nuevo
Parlamento en Cuba y se cumplirá el término de los dos períodos consecutivos de
cinco años en que Raúl Castro ha fungido como Presidente de los Consejos de
Estado y de Ministros. A su juicio, ¿qué desafíos enfrentarán desde entonces el
ejercicio del poder y el desarrollo de una política revolucionaria y socialista
en Cuba?
AA [1]: Es de Perogrullo decir que las
elecciones de marzo tendrán un significado que las diferenciará de todas las
precedentes, pero creo que no queda más remedio que comenzar por ahí. Con la
salida de Raúl Castro de la presidencia del Consejo de Estado (que de ningún
modo significa salir del poder –mantendrá el cargo de Primer Secretario en el
PCC y un asiento como diputado en la nueva Asamblea; además, no creo que las
Fuerzas Armadas prescindan de su comandancia mientras tenga vida), se produce
la retirada de esa dirección institucional de lo que recibimos como generación
histórica de nuestra Revolución. El alto reconocimiento honorífico –concedido
hace unos días– a las tres figuras más destacadas de la misma que se mantienen
activas, también lo indica así aunque, como Raúl, quedan igualmente en la ANPP.
Su papel emblemático en la resistencia y la búsqueda de perfeccionamiento de lo
que los enemigos creen descalificar llamando “el régimen”, es innegable y
meritorio. Pero la pregunta ¿qué desafíos implica este cambio? –la cual debe
rondar los pensamientos de todos los cubanos– requiere distinguir las
diferencias que en rigor son visibles de la tentación adivinatoria. Me limito aquí
a lo primero, y tal vez en alguna de las respuestas que sigan me deje llevar
por la tentación.
La nueva elección a la Asamblea Nacional del Poder
Popular debe cubrir las altas instancias de decisión con la presencia de otra
generación. No se trata ahora del ingreso de figuras aisladas, como hasta hoy
se ha dado, sino del núcleo mismo del relevo generacional en las instituciones
conductoras de la sociedad. La permanencia de Fidel Castro a la cabeza del
sistema político desde 1959 hasta 2006 le dio un sentido distintivo al
liderazgo histórico de la Revolución, y permitió consolidar sus valores y su
resistencia en las más adversas coyunturas. Sabemos que ese liderazgo fuerte y
consistente propició al pueblo seguridad y confianza. Su relevo por Raúl, su más
fiel compañero de luchas desde el asalto al cuartel Moncada en 1953, demostró
que aquella resistencia podía mantenerse perfectamente en el contexto de una
indispensable renovación del proyecto de justicia social y equidad emprendido
como Estado soberano. Cambiar a fondo sin renunciar a valores y logros, es el
propósito manifiesto que sobresale entre cualquier cantidad de propuestas en
discusión.
No me interesa aquí –y supongo que a ustedes
tampoco– la especulación acerca del candidato más probable a la Jefatura del
Estado. Además, lo decidirán, intuiciones aparte, los diputados que serán
electos ahora, por lo que ni siquiera valdrían sondeos de opinión, en términos
estadísticos. Lo que me interesa destacar es que, rebasada la época del
liderazgo histórico, la legitimidad del elegido tendrá que sostenerse, en todos
los niveles del Poder Popular, por el mandato electoral, la rendición de
cuentas de la gestión y el derecho a revocar a los representantes electos, si
pierden la confianza de los electores. Más allá de quien sea la persona elegida
a la Presidencia, importa el hecho de que el carácter colegiado que la
Constitución asigna al Consejo de Estado se vería reforzado, en la práctica, en
la toma de decisiones. No hace falta cambio jurídico previo para presumir que
crece el peso del criterio de la mayoría al interior de Consejo de Estado. Lo
cual debe traducirse en más responsabilidad participativa, e irradiar a la vez
esta influencia hacia todo el sistema de Poder Popular, dado el peso que se
asigna ya en todas las instancias a la colegiatura.
Tal vez la esperada reforma de la Constitución
aporte un dispositivo de refrendación plebiscitaria que refuerce el respaldo
directo del pueblo al mandato del elegido, y su gestión no quede sujeta
exclusivamente a la representatividad que ostenta el Consejo de Estado. He
intentado expresar esta idea anteriormente al inclinarme por la idea de que el
Presidente lo sea de la República más que del órgano colegiado. No obstante
esto es imprevisible por el momento. Como lo es también una mayor precisión del
enunciado de dirección del Estado por el Partido, pues ya se puede inferir a
partir de abril una separación tácita del mando partidario del gubernamental.
De ningún modo se trata de un proceso que implique
ruptura con la orientación del sistema que los cubanos nos hemos dado, que de
cara a los reveses sufridos ha mostrado, en momentos críticos, y muestra ahora,
resiliencia a través de enormes dificultades. Aun si se pueden prever, por lo
arriba expuesto, cambios más profundos que los pasos dados hasta hoy.
El desafío para los cubanos a la salida de las
urnas en esta elección no será el de procurar o esperar soluciones mágicas para
sus dificultades actuales; de ningún modo van a producirse soluciones con
facilidad. Se trataría, en sentido general, de acoplar la paradoja aparente
entre el nivel alcanzado de conceptualización del modelo y la batería aprobada
de lineamientos para gobernarse, con la profundización de un panorama
reformador orientado a dar sustentabilidad y una efectiva participación
ciudadana al proyecto socialista en las condiciones de Cuba. Un acoplamiento de
continuidad y cambios que barra con el peligro de un derrumbe social, de un
escenario que podría ser no solo de pobreza, sino de desamparo.
LT: Dentro de esos desafíos
generales, el término–por razones biológicas– de los liderazgos personales que
han configurado la cultura política cubana durante el último sexenio comporta
retos específicos para el desempeño de –entre otros actores–:
d) Las formas organizativas de
distintos signos ideológicos que existen en estos momentos en el país
¿Pudiera referirse a las
características que ha asumido la configuración de la cultura política cubana
del último sexenio en torno a los liderazgos personales? ¿Y a los desafíos que
comporta la conclusión de estos liderazgos para los actores referidos?
AA: Esta es una pregunta que engloba
una extraordinaria complejidad y no podría responderla de manera satisfactoria.
Digo satisfactoria para mí mismo, en primer lugar. No obstante, trataré de
abordar algunos aspectos en los que tengo criterio formado y podría ser de
utilidad compartirlos. Antes de tocarlos directamente, recuerdo que, nos guste
o no, afrontamos un doble reto. No de manera disyuntiva sino inclusiva: me
refiero al reto de corregir malformaciones sistémicas generales de las
experiencias socialistas del siglo XX, en el plano de las instituciones como en
el de la cultura política, por una parte; y por la otra el de hacerlo en las
condiciones específicas, de espacio y tiempo, de la realidad cubana. Insisto en
el sentido del doble desafío porque al hacer lo segundo, que es lo que nos toca
como praxis de construcción socialista, no podemos dejar de mirar
también a lo primero. El análisis de los fracasos se hace tan importante como
el de los logros, y en especial la interacción entre unos y otros.
Ahora nos hallamos ante un acontecimiento electoral
que concierne a las instituciones del Estado revolucionario y no al Partido,
aunque sin duda se hace inseparable aludir esa relación de poder para
proyectarnos hacia la democracia plena que, dicho sea más allá de la ideología,
solo el socialismo podrá alcanzar.
Comienzo por el hecho de que la relación entre
Partido y Estado no es –no lo considero– un tema teóricamente resuelto en el
marxismo (lo es, eso sí, el de la necesidad del partido para revolucionar a
fondo la sociedad capitalista). Recuerdo que en los sesenta un estudioso
británico marxista distinguía tres connotaciones en el uso del concepto de
partido en Marx[2]. Es algo que ganó precisión en sus sucesores, en un contexto
polémico, en el cual se destacan los aportes de Kautsky, Plejanov, Rosa
Luxemburgo, Trotsky y, sobre todo de Lenin, de quien recibimos la noción más
elaborada y acertada del concepto como vanguardia del proletariado, como la
organización de avanzada, la intelligentsia de la clase social
responsabilizada con la tarea histórica de cohesionar las fuerzas para realizar
el cambio revolucionario. Primero desde la oposición, para llegar al poder,
para conducir después desde el poder la formación de una nueva sociedad,
socialista por el rumbo, de transición, atenidos a las condiciones históricas
concretas. Los aportes más importantes que le siguieron, como el de Antonio
Gramsci, no salieron de Moscú.
Lenin lideró brillantemente la primera etapa, la de
la integración y proyección de esa fuerza de vanguardia en Rusia, pero su
muerte cortó en pocos años la posibilidad de conducir la sociedad con esa
visión, una vez en el poder[3]. Como sabemos, le siguió una historia sumamente
accidentada, paradójica, cargada de glorias incuestionables, pero también
deformaciones inusitadas, que vaciaron de sentido al poder proletario original.
Historia que distanció al partido de la sociedad. En Cuba, sin partir del
antecedente marxista, José Martí se planteaba en la misma época de Lenin la
necesidad de un partido para dirigir la lucha por la independencia y para
formar la República, pero en su caso ni siquiera pudo liderar el camino al
poder, y quienes le sucedieron dejaron que se liquidara el Partido
Revolucionario Cubano, con el cual él había logrado trazar el camino de la
lucha. Y ya sin el partido de Martí, se acomodaron a una república claudicante,
en un coloniaje de nuevo tipo.
Me explico de manera sumamente esquemática porque
no es el lugar para extenderme; lo hago solo para poder afirmar que el legado
posleniniano no dejó una experiencia de vanguardia partidaria coherente y
fiable, y de Martí lo que nos pudo llegar es un compendio de valiosas
advertencias que permitieron su rescate por los “moncadistas”.
Lo cierto es que la vanguardia bolchevique no
devino en el largo plazo la fuerza capaz de retener, con reformas seguras, un
proyecto socialista que, a pesar de sus defectos, había elevado al país más
atrasado del capitalismo de principios de siglo al nivel de segunda potencia
mundial. No voy a discutir ahora sobre la “crisis del sistema” y sus causas.
Solo quiero consignar que, a pesar de los logros, el PCUS de los años ochenta
ya tenía torcido el sentido del bolchevismo del 17. Sin menoscabo de virtudes
ejemplares de aquella militancia, que aun se manifiestan como recuerdo y como
legado.
Dicho esto, cambio de escenario. En Cuba el
socialismo real (no el que requiere ser entrecomillado) se engendró en el
asalto al Moncada en 1953, con la participación de 113 militantes de la
izquierda del partido llamado ortodoxo (PPC), cercanos a Fidel, 3 procedentes
del “autenticismo” (PRC), y 2 del socialista (PSP)[4] que es de suponer
incurrían con ello en un acto de indisciplina. Raúl Castro era uno, como
sabemos. Venían del partido que creó Chibás el 71% de los hombres que aquella
mañana hicieron nacer algo totalmente distinto, llamado a hacer naufragar la
vieja República, criminal y corrupta, con su sistema de instituciones.
La Revolución cubana liderada por Fidel no
monopolizó el poder para su movimiento, sino que articuló el partido llamado a
dirigir la formación de la nueva sociedad a partir de la integración de las
tres fuerzas que terminaron contribuyendo inequívocamente al cambio al que la
victoria daba lugar. Con mecanismos para crecer y madurar como partido en una
sociedad nueva, en restructuración. Se organizó como “partido unido”, no como
partido único. El signo de su unidad fue el de la inclusión, no el de la
exclusión, y quedó ratificado en 1965, cuando se constituyó ya bajo el nombre
de Partido Comunista de Cuba. Combinó desde temprano, como exigencia de
militancia, principios de voluntariedad, ejemplaridad ante las masas, selección
autónoma, y compromiso de la membresía.
Dada la pérdida de sentido del viejo andamiaje
partidario, se hizo evidente desde entonces, que no se trataba de la disyuntiva
de optar entre uno o varios partidos, sino de configurar como partido la
vanguardia social a partir de una acción integradora. El problema nunca fue el
número sino la figura. Un cambio radical de significado de la función
partidaria. Impregnar a la política de un sentido inédito. Aclaro que con ello no
quiero decir que no pueda construirse socialismo dentro de esquemas
pluripartidistas, cosa que nadie ha probado. Pero tampoco es aceptable que la
democracia sea la competencia entre partidos electorales por el poder político.
De hecho la historia muestra más fracasos que éxitos para consolidar la
representación de los intereses de la mayoría desde esquemas electorales
pluripartidistas. Esa noción viciada del pluralismo se vuelve un camino
verdaderamente escabroso e incierto para los movimientos populares, manipulable
por las fuerzas de destrucción. Otro pluralismo democrático es posible.
Intento explicar con esto que, para mí, el
paradigma de democracia en Cuba no pasa por una multiplicación de partidos
políticos. Sería una ruta artificial –y pienso que fatal– de distanciamiento
del proyecto socialista y de enajenación de la soberanía popular.
En la actualidad la experiencia del desarrollo
chino ha aportado la posibilidad (y la importancia) de la conducción de una
sociedad de mercado con un partido comunista, que mantiene el legado del papel
de fuerza de vanguardia, garante de la elevación de las condiciones de vida de
la población, paralela a la acumulación de capital. Claro que China es un país
enorme, de historia antiquísima y muchas potencialidades, y sus movimientos no
están sometidos a la vulnerabilidad que confronta el país pequeño, con solo 120
años de experiencia como Estado nación, de escasos recursos, geográficamente en
el traspatio del imperio. Pienso, por ello, que podría ser suicida aplicar ecuaciones
que han funcionado allí, y lo cito solo para destacar el ejemplo de un partido
que supo apropiarse, en sus condiciones, del legado dejado por los
bolcheviques.
En Cuba, durante una primera década, el Estado
nacido de la Revolución se condujo sin preocuparse mucho de darse definiciones
institucionales para el largo plazo. Recordemos que el I Congreso del PCC no se
celebró hasta 1975, que las instituciones del Estado y la Constitución
socialista datan de 1976, y de aquel momento la precisión expresa de que el
Partido dirige al Estado: “El Partido Comunista de Cuba, dirigente superior
de la sociedad y el Estado”[5]. Es una aserción que acepté entonces y sigo
aceptándola hoy, pero que creo se resiente de la falta de precisión en cuanto
al modo de dirigir. Coloca tácitamente al Partido fuera del Estado, ya que no
lo dirige como parte del mismo, con lo cual su incidencia en las decisiones
políticas no se regulan constitucionalmente.
Como expresa Valdés Paz, el enunciado
constitucional sugiere una equidistancia del Partido respecto de la sociedad y
el Estado cuya función es representar a la sociedad frente al Estado y
legitimar al Estado ante la sociedad[6].
Después de 1990, con vistas a explorar
perfeccionamientos, hemos subrayado a menudo la crítica a la influencia que los
esquemas soviéticos tuvieron en nuestras instituciones. No fue la nuestra, sin
embargo, una adopción sincrética puesto que el primer quinquenio de los setenta
fue de experimentos y elaboraciones que permitieran darle tonos propios al
proyecto cubano. El IV Congreso del Partido en 1991 y La Reforma Constitucional
de 1992 abonaron, después del derrumbe soviético, un camino de cambios, aunque
reconocidos desde entonces como insuficientes, con una promesa de nuevos
aportes jurídicos y de otras reformas que siguen pendientes.
Considero posible afirmar que las cuatro décadas de
socialismo cubano que siguen al 1975 han consagrado un poder de determinación,
al nivel de Buró Político del Comité Central del PCC (de su membresía más que
de la colegiatura), sobre las grandes definiciones y decisiones que emanan los
órganos superiores del Estado. Se percibe con claridad que en la escala de las
provincias la gobernación del Partido resulta aun más explícita: que el Partido
dirija bien o mal se traduce incluso como decisivo en los resultados económicos
y sociales. Y parecería que en los comités municipales la función partidaria
cobra otra forma: principalmente el despliegue de la cadena de transmisión
mecánica de orientaciones a la base de la organización. Más que una réplica del
ejercicio decisional de la provincia, que deja un radio de decisión muy
restringido al alcance de la instancia municipal.
La incongruencia más delicada a que da lugar la
poca precisión del modo en que el Partido dirige –no solo al Estado, sino
también a su propia base– es, a mi juicio, la que se produce precisamente entre
una función de transmisión de orientaciones y la recepción del criterio de la
militancia que lo sostiene, que es, sin embargo, la que está en condiciones de
expresar de manera directa el pulso de la sociedad, sus urgencias, sus
iniciativas, y todo lo demás.
El perfeccionamiento de nuestra democracia
socialista tiene que serlo en primer lugar el de nuestra democracia dentro y
desde el Partido, debido a la función que le ha sido reconocida a la
institucionalidad partidaria en la garantía del rumbo del proyecto económico y
social (clave para hacer del “régimen” nuestro algo muy superior al “régimen”
de sus críticos). Democracia que estimo habría que perfeccionar, no dejar que
se debilite. O que se continúe debilitando a causa de un fatal inmovilismo
burocrático, para expresar con claridad mis inquietudes.
No me siento portador de descubrimiento alguno con
lo que aquí afirmo. De hecho, parto de documentos que lo demuestran. Se inició
con el Llamamiento al IV Congreso del PCC lanzado en 1990[7], y por el camino
abierto entonces –a pesar de marcados altibajos– hasta el debate sobre la
Conceptualización del Modelo y los Lineamientos. Documentos que responden a esa
impronta de democracia, partidaria y general, que reclama el paradigma
socialista.
Me he extendido demasiado en el punto pero se me
ocurre que la separación de mandos que producirá esta elección propiciará una
revisión más profunda de los mecanismos y hasta del contorno institucional de
nuestro partido. No solo para los órganos del Estado.
En mi opinión los efectos del cambio que tiene
lugar ahora se percibirán progresivamente a medida que se acople la integración
de la nueva Asamblea Nacional, y se deben inscribir en las perspectivas
abiertas, que en no pocos aspectos han sido paralizadas coyunturalmente. Su
primer desafío ahora es posible referirlo como de continuidad –lo he leído así
en algunas opiniones de dirigentes– pero solo si hablamos de continuidad en
líneas de transformación estructural que ya han sido trazadas. Ello será
posible solamente si se logra imponer por vías democráticas, frente a una
trabazón burocrática extendida y reforzada desde los mismos organismos
centrales. Lamentablemente no siempre se quiere reconocer así, y no se ponderan
los peligros que esconden el burocratismo y el inmovilismo.
En la misma disposición de reaccionar a sus
preguntas con criterios que me he formado, pienso que nuestras legislaturas
debieran contar con más dedicación profesional, con una proyección deliberativa
más abierta a la opinión pública, previa a las elaboraciones por sus comisiones
especializadas, y no solamente para lecturas y aprobaciones a posteriori.
En el corto plazo — si pensamos en la próxima legislatura — resultaría muy
provechoso que su participación hiciera más efectivo el sentido crítico y
propositivo de los elegidos para representar la panoplia de intereses,
necesidades, propuestas y puntos de vista de la población, tan diversificados y
tan deficientemente reflejados.
La división de poderes del Estado, significativa en
el pensamiento liberal, suele ser puesta en contra de los valores democráticos
más elementales, como hoy vemos que sucede en las manipulaciones del poder
judicial contra la arrasadora popularidad de Lula da Silva, única variante para
poner a Brasil de nuevo en el carril interrumpido por el golpe de estado
parlamentario de 2016. Allí conspiraron los dos poderes (legislativo y
judicial) confabulados por la oligarquía –el único poder real– contra la democracia.
Lo apunto para subrayar la importancia que tiene la unificación de poderes para
una democracia socialista. No obstante, si vamos a los orígenes, también
hallamos en la base del principio de división de poderes la preocupación
–explícita en Montesquieu — de que el parlamentarismo por sí mismo no aseguraba
impedir el autoritarismo, y que se volviera a implantar con impunidad la
tiranía. A pesar de tal prevención la historia ha mostrado la facilidad con que
el significado de esta división puede ser trocado. No obstante, recurro al tema
para apreciar que la unificación no debiera impedir que las funciones
ejecutivas y las deliberativas, objetivamente diferenciables, se confronten con
vistas a la elaboración de la Ley, la toma de decisiones, y la corrección de
políticas. De modo que pienso que debiera considerarse la conveniencia de que
los miembros de la Administración, en lugar de ocupar asientos como diputados,
participaran rindiendo cuentas: en otras palabras, que no sean elegibles por la
incompatibilidad de funciones. Y reforzar formalmente así el peso específico de
ese potencial democrático que el parlamento ostenta, como la máxima expresión
de colegiatura del Estado. La veo como una de las consideraciones a tratar de
incluir en una nueva reforma de la Constitución que podría ser pensada,
analizada, debatida, por esta legislatura aun si no estuviera en sus manos su
solución. Me gustaría descubrir que lo está.
No he mencionado lo más inmediato, que tiene que
ver con el papel que corresponderá al próximo mandato en el aseguramiento
–jurídico y político ya que la ANPP concentra los poderes del Estado– en hacer
funcionar reformas que hagan sostenible la economía cubana. Empezando por lo
planteado ya. El debate hoy sobre este tema es muy rico y se supone que
nuestros elegidos tengan ese caudal y la capacidad de aprovecharlo de manera
racional. Mi esperanza es que la Asamblea que estamos eligiendo ahora traiga
una carpeta cargada de propuestas, de ingenio, de audacia y disposición para
debatir en aras de asumir una responsabilidad histórica, sin vacilaciones, en
cambiar lo que tiene que ser cambiado. Aunque no le toque a ella todo. Sin
temor a cometer errores, y dispuesta siempre a corregirlos.
La pregunta no termina aquí, pero mi respuesta sí.
Comprendo perfectamente que las organizaciones que constituyen la armazón
fundamental de nuestra sociedad civil (las definidas como políticas y de masas)
preservan su vigencia, pero también creo que sus funciones tendrán que
atemperarse a los cambios. Sus congresos venideros deberán servir para
propiciar una comprensión de su realidad presente y acordar, desde su interior,
definiciones consecuentes. Sobre la “cultura política cubana del último
sexenio” y de los “desafíos que comporta” no me siento en condiciones de ir más
allá de lo que pueden inferir de mi respuesta, y que considero coherente con lo
que he expuesto en distintos lugares en los últimos años[8].
LT: Aurelio, tras hacerse públicas
las listas de candidatos a diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular
para su IX legislatura, se hizo notable la ausencia de tres de los Cinco Héroes
de la República de Cuba, esto ha generado un debate que no se ve reflejado en
nuestros principales medios de prensa. ¿Qué análisis sobre el funcionamiento
reciente de nuestro sistema político –y electoral– le motivan este hecho y sus
implicaciones simbólicas?
AA: Pienso, como la mayoría de los
cubanos, que la ejemplaridad de la resistencia y la solidez de principios
manifestadas por los cinco miembros de la “red Avispa” apresados, procesados y
condenados por el poder imperial, signa el significado revolucionario para
nuestra identidad nacional (hablo precisamente de cultura política). Porque
Fidel y todo el poder revolucionario no demoraron ni dudaron un instante en
exaltarlo así, y el pueblo en identificarse con ello, a lo largo de los quince
años que duró esa odisea de nuestro tiempo. Su regreso fue celebrado con el
júbilo de los grandes momentos. Si al final no quedara otro saldo de aquel
entendimiento histórico del 17 de diciembre de 2014 entre los dos Jefes de
Estado, el retorno de “Los Cinco”, que además es lo único que Donald Trump no
podrá revertir, hizo inolvidable el acontecimiento.
En consecuencia, no puede extrañarle a nadie que la
inmensa mayoría de los cubanos esperáramos ver los nombres de los cinco en esta
candidatura para la Asamblea Nacional, ni que las familias de los que no fueron
escogidos expresen su lógica sorpresa, ni que fluyan muchísimas críticas justas
por esta ausencia. Estimo que si la candidatura a diputados se confeccionara a
partir de un criterio del dispositivo electoral que reflejara mejor los
consensos del sentir popular, lo normal es que se les hiciera partícipe de esa
muestra de confianza en una legislatura llamada –como esta — a ostentar una
alta dosis de la mezcla de compromiso y audacia que imponen los grandes
desafíos.
No es que haya sido una cuestión de falta de
justicia, o de reconocimiento personal. A todos ellos les han sido asignadas
ahora importantes responsabilidades en la vida civil. Las revoluciones no son
como Saturno, que devoraba a sus hijos, como maldecía Lord Acton –o no siempre
lo son; deben evitarlo–. Pero pienso que más importante incluso que designarles
en cargos relevantes, hubiera sido que Labañino, Tony y René también tuvieran,
dentro de esta nueva legislatura, las posibilidades que van a tener Gerardo y
Fernando de incidir en los cambios necesarios con su probada coherencia y sus
iniciativas.
De todos modos es una decisión que no habría forma
de corregir. Las asambleas votadas el 11 de marzo de 2018 están predeterminadas
ya en su composición y cualquier modificación que mejore nuestra democracia en
los próximos años debe salir de ella. Pero esa arbitraria norma de conformación
de candidaturas provinciales y nacionales por una comisión, en apariencia
investida con el poder para definir quienes serán los integrantes de la máxima
legislatura –el cual, aunque sea solo ese, es demasiado poder si no se acompaña
de la opinión del pueblo– se cuenta, a mi juicio, entre los más inminentes
puntos a revisar. No pongo en duda la competencia, ni las virtudes y los
méritos de los escogidos, sino la naturaleza misma del instrumento por el cual
se rige la comisión, que se me hace evidente que debe ser revisado.
Nuestro sistema desterró la posibilidad de hacer de
la política una vía de enriquecimiento, y de las elecciones una subasta. Algo
imposible en el sistema político que responde al capital. Introdujo un
dispositivo de escogencia basada en la “línea de masas” que debe afianzarse en
el futuro, y con él la “rendición de cuentas” y la “revocabilidad” de los
elegidos. La votación es voluntaria: un derecho como acto político, un deber
como valor moral. Nadie es castigado, de ninguna manera, por no asistir a
votar. El pueblo, que de ninguna manera es ajeno a la percepción de los
defectos que aun muestra nuestro sistema, también es consciente de las virtudes
de nuestra democracia, de que es necesario sostenerla y desarrollarla. Y acude
masivamente, y vota, no por docilidad, sino porque sabe que es el testimonio de
nuestra soberanía como nación, una conquista de la Revolución, y que salir de
sus defectos es un asunto que solo a los cubanos concierne.
LT: Casi al final del artículo:
“Días históricos, épocas históricas”, escrito por Fernando Martínez Heredia con
motivo de la reapertura de la embajada norteamericana en La Habana el 14 de
agosto de 2015 se lee: “Eventos internacionales como los del viernes 14 son muy
ruidosos y sumamente publicitados, pero lo decisivo para la política
internacional de todo Estado son siempre los datos fundamentales de su
situación y su política internas. La cuestión realmente principal es si el
contenido de la época cubana que se está desplegando en los últimos años será o
no posrevolucionario”. ¿Cuáles serían los rasgos de un orden posrevolucionario
en Cuba? ¿En qué se fundamentaría?
AA: Recuerdo muy bien ese artículo
de Fernando Martínez, sumamente oportuno para rebelarse contra una ilusión de
consignar como acontecimiento la reapertura de la embajada de los Estados
Unidos en Cuba, como si eso marcara la expresión efectiva de un cambio de
política. En todo caso me parecen más destacadas las declaraciones del 17 de
diciembre del 2014, o la abstención estadounidense en la votación contra el bloqueo
a Cuba en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en octubre de 2016, y
sobre todo el retorno de “Los Cinco”, como ya dije. Un campanazo de nuestro
amigo Fernando contra los cantos de sirena, al cual el giro de Trump ha dado la
razón sin demora. En cuanto al término “posrevolucionario”, creo que lo primero
sería que definamos en las concreciones de la práctica su connotación. ¿Es
“pos” porque la dejamos atrás, y la damos por liquidada, o usamos el prefijo
como signo del equilibrio y el progreso que se supone siga al gran cambio? No
me gusta verme entrampado por las palabras. Me cuento, eso sí, entre los
convencidos de que no hay opción válida que no sea la de encontrar, paso a
paso, error tras error, batalla tras batalla, el camino socialista viable en la
realidad cubana, tan compleja a pesar de ocupar un espacio tan pequeño en el
mundo.
[1] Aurelio Alonso Tejada (1939- ). Destacado
sociólogo y filósofo cubano. Fundador del Departamento de Filosofía de la
Universidad de La Habana (1963–1971) y de la revista Pensamiento Crítico
(1967–1971). Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanísticas, 2013. Desde 2006 se desempeña como
Subdirector de la revista
Casa de las Américas.
[2] Ver Johnstone, Monty (1967): “Marx, Engels y el
concepto del Partido”, en revista Pensamiento crítico, №21, Noviembre de
1968, pp.143–176.
[3] Ver Los bolcheviques y la Revolución de
Octubre. Actas del Comité Central del Partido Socialdemócrata Ruso
(bolchevique), Instituto del Libro, La Habana, 1967, para una constatación
del espíritu democrático que prevalecía en la dirección del partido de Lenin.
[4] Ver Mencía, Mario (2013): El Moncada. La
respuesta necesaria (edición ampliada y modificada), Oficina de
Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, pp. 503–515.
[6] Ver Valdés Paz, Juan (2018): La evolución
del poder en la Revolución Cubana, Fundación Rosa Luxemburgo, Ciudad de
México.
[7] Ver “¡Al lV Congreso del Partido! ¡El futuro de nuestra Patria será
un eterno Baraguá!” Llamamiento al IV Congreso del Partido Comunista de Cuba,
Granma, 18 de marzo de 1990.
[8] Ver Alonso, Aurelio (2012): “Cuba
2012: los desafíos”, conferencia inaugural del III Encuentro de crítica
e investigación joven “Pensamos Cuba”, convocado por la Asociación Hermanos
Saíz, 9 de marzo de 2012, La Habana, publicada como folleto y circulado por la
AHS.
No hay comentarios:
Publicar un comentario