21-03-2018
Para una
cabal comprensión de lo que ha estado ocurriendo en Venezuela en los últimos
años conviene leer, a modo de introducción, estas pocas líneas:
“Los de Miami explicaron... que para reconstruir el
país primero había que echarlo totalmente abajo: se tenía que hundir la
economía, el desempleo tenía que ser masivo, había que acabar con el Gobierno y
había que poner en el poder a un ‘buen’ oficial que llevase a cabo una limpieza
completa matando a trescientos, cuatrocientas o quinientas mil personas. …
¿Quiénes son esos locos y cómo actúan? … Los más importantes son seis
(empresarios) inmensamente ricos… Traman conjuras, organizan reuniones
constantemente y dan instrucciones a XX” [1].
Lo anterior surge del testimonio que Robert White,
embajador de los gobiernos de James Carter y Ronald Reagan, presentó ante el
Congreso de Estados Unidos en un desesperado e inútil esfuerzo para evitar la
tragedia que, con el abierto apoyo de Reagan, se desencadenaría en El Salvador
una vez que el plan alentado por la burguesía salvadoreña -puesta a buen
resguardo en Miami- fuese llevado a cabo por un coronel del ejército, un
psicópata criminal llamado Roberto D’Aubuisson. Estamos hablando de comienzos
de la década de los ochentas cuando ya el “plan de operaciones” de la CIA y el
Departamento de Estado para deshacerse de gobiernos incómodos por negarse a
obedecer ciegamente las órdenes de Washington campeaba por todo el continente.
Cuatro décadas más tarde poco o nada ha cambiado.
Sustitúyanse los nombres de los protagonistas en la crisis salvadoreña y
reemplácenlos por los de los actores de la política venezolana de hoy día y las
palabras de White -un hombre sensible y honesto enviado por Carter a San Salvador
para retirar el apoyo yankee a los “escuadrones de la muerte” gestados en Fort
Benning y en las bases norteamericanas en la Zona del Canal de Panamá- ofrecen
un vívido retrato de los planes del imperio para Venezuela.
Hay dos ideas centrales en aquel desgarrador
testimonio de White: primero, “echar abajo la economía”, vía de ataque
preferida por Washington para debilitar a sus adversarios a fin de poder luego
asestarles el golpe de gracia. Como se hizo en Guatemala en 1954, en Cuba desde
1959, con Chile desde la misma noche en que Salvador Allende triunfó en las
elecciones presidenciales de 1970. A las pocas horas de saberse la noticia un
Richard Nixon lívido de ira ordenó a sus colaboradores que “ni una tuerca ni un
tornillo lleguen a Chile” para que su economía se desplome.
La “guerra económica” es un arma que el imperio
utiliza a destajo y sin escrúpulo alguno. Desde Arbenz para acá cambiaron las
modalidades y los instrumentos de la agresión económica, pero el objetivo
estratégico es el mismo. Y Venezuela lo está padeciendo con inusitada
intensidad, agravada por la nueva orden ejecutiva emitida este 19 de marzo por
Donald Trump. El objetivo: “hundir la economía”, como decía White, y en
lenguaje contemporáneo, crear una “crisis humanitaria” que precipite una
intervención extranjera en Venezuela, comandada por Estados Unidos y secundada
por el corrupto y reaccionario Grupo de Lima, una sarta de inmorales que
hundieron a sus pueblos en la miseria y remataron la soberanía de sus naciones.
La segunda premisa de la desestabilización y
derrumbe del Gobierno, en este caso de Nicolás Maduro, es la violencia. En El
Salvador ésta fue obra del ejército, y sus crímenes y tropelías fueron
inenarrables por su sadismo y crueldad. Los altos funcionarios de Reagan, la
embajadora ante la ONU, Jeane Kirkpatrick y el Secretario de Estado, el General
Alexander Haig, justificaron todo. Desde la violación y asesinato de tres
monjas norteamericanas, acusadas por la hiena Kirkpatrick de ser “activistas
del FMLN” y por quien mordiera el polvo de la derrota y la humillación en
Vietnam, Haig, que las llamó ”monjas de pistola en bandolera” hasta los
asesinatos en masa de aldeas campesinas. Por consiguiente, la justificación y
la exaltación que tanto Barack Obama como Donald Trump hicieran de los bandidos
que enlutaron a Venezuela con sus atrocidades y las guarimbas no es nada nuevo.
A diferencia de lo ocurrido en otras latitudes, en
la tierra de Bolívar y Chávez ese papel represivo lo cumplen los paramilitares
y los mercenarios, reclutados en Colombia por Álvaro Uribe y sus secuaces.
¡Colombia, nada menos! Un país cuyo Gobierno ha caído en una ciénaga moral al
instrumentar la agresión contra un gobierno como el venezolano que, de la mano
de Hugo Chávez, tuvo un papel decisivo en detener el baño de sangre que
enlutaba Colombia por más de cincuenta años. El pago por tan inmenso gesto de
generosidad es convertirse en cabecera de playa del ataque económico,
mediático, político y diplomático contra el Gobierno venezolano. El veredicto
de la historia será implacable contra Santos y Uribe.
Si trajimos a colación este paralelismo entre la
reacción del imperio en tiempos de Reagan y la de nuestros días en la “era
Trump” fue para demostrar que el proyecto imperial de subordinar a toda América
Latina y el Caribe a los designios de Washington permanece inalterado desde
1823, Doctrina Monroe mediante. Y que todo lo que la Casa Blanca haga o diga
debe ser entendido bajo esta clave interpretativa. La intensificación del
ataque contra la noble Venezuela bolivariana habla de la desesperación del
Gobierno de Estados Unidos porque todas las tentativas de derribar al Gobierno
de Maduro han fracasado. Ni la guerra económica ni la violencia reaccionaria
pudieron con él. Y la oposición, que con el apoyo del infame Grupo de Lima se
desgañitó exigiendo elecciones ahora no concurre a ellas porque sabe que va a
ser derrotada por enésima vez por el chavismo. Pese a que se le ofrezcan todas
las garantías (que no existen en la inmensa mayoría de los países del área,
donde el fraude pre y post electoral es la norma, como en Honduras o México,
para mencionar apenas los dos casos más espectaculares) y que haya sido el
propio Gobierno quien solicitó a la ONU el envío de una numerosa misión de
observadores, la oposición no acudirá a las urnas para no sufrir una nueva
bochornosa derrota. Su apuesta, impulsada por Estados Unidos, es a la
“intervención humanitaria”, que de producirse -habrá que ver si se animan a
ello porque la Venezuela Bolivariana no está indefensa- provocaría ingentes
daños a la población venezolana y una enorme destrucción de propiedades e
infraestructura. Porque, si no aceptan que sean las elecciones las que decidan
quién gobernará en ese país sólo queda abierta la vía insurreccional apoyada
por los paladines mundiales de la democracia con sede en Washington DC.
Dado lo anterior no es casual que la escalada
injerencista de la guerra económica decretada por Trump tenga lugar al día
siguiente del rotundo triunfo en Rusia de un fiel aliado de Venezuela: Vladimir
Putin. Y que coincida también con la creciente aceptación de la criptomoneda
bolivariana, el Petro. Todos saben que la declinante hegemonía norteamericana
tiene como uno de sus pilares al dólar. Las criptomonedas y el avance del yuan
chino están debilitando sin pausa ese pilar, lo que explica la agresiva
respuesta de la Casa Blanca.
El mercado petrolero mundial, antes movilizado
exclusivamente en función del flujo de dólares, ahora lo hace sólo en parte y
ya se habla del papel de los “petroyuanes” como cosa de todos los días. China
está obligando a Arabia Saudita a aceptar sus yuanes como pago de sus
exportaciones petroleras, y varios otros grandes productores, como Rusia, Irán,
Venezuela, venden sus productos en otras monedas que no el dólar. El
intercambio comercial entre China y Japón se realiza en yuanes, lo mismo que el
que se produce entre China y Rusia. Catar entró por la misma variante, lo que
precipitó que el Gobierno estadounidense calificara a ese país como “terrorista”.
Libia fue destruida y Gadafi linchado, entre otras cosas, porque dejó de vender
su petróleo en dólares. Y lo mismo había ocurrido antes con Sadam Hussein, que
también optó por vender el petróleo iraquí en euros. Signos todos de la
desesperación de un imperio que inició su irreversible ocaso y que, por eso, da
rienda suelta a todos sus demonios.
El inmenso ejército imperial no es suficiente para
garantizar la perpetuidad de la hegemonía norteamericana. También se requiere
la absoluta primacía del dólar. Y esto ya va siendo cosa
del pasado. Por eso el ataque interminable contra la Venezuela Bolivariana. Y
por eso, hoy más que nunca, “todos somos Venezuela.”
Nota:
[1] Cf. Oliver Stone y Peter Kuznick, Historia
no oficial de Estados Unidos (Buenos Aires: El Ateneo, La Feria de los
Libros, 2015), p. 630.
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