lunes, 30 de abril de 2018

LA ZONA GRIS : Ibsen y el espíritu del capitalismo



Amigos: 

Tras una conversación con Stephan Grüber a propósito de un artículo que tengo en curso, mi interés por la “economía delictiva” (por su estudio solamente, al menos hasta ahora) se amplió hacia lo que se llama la “zona gris”. Una zona de difícil definición, tanto empírica como teóricamente. Se trata de un conjunto de transacciones financieras que asumen modalidades no claramente legisladas, y quizá no legislables. El caso de Kuczinski podría ser un ejemplo muy pálido de todo lo que es posible hacer.

En mi búsqueda sobre el tema encontré el artículo adjunto de “un tal” Franco Moretti (hasta entonces ignoraba su existencia) sobre las obras de Ibsen, quien describe en sus dramas situaciones que se mueven en medio de comportamientos grises: contratos cuya ambigüedad permite que un socio le haga una “jugada” al otro, donde se hacen intervenir a autoridades corruptas, y mil y un etcéteras. El análisis de Moretti me dejó, literalmente, “con la boca abierta”. Ahora bien, en las obras –y en la época- de Ibsen, lo “gris” es el comportamiento; en cambio el escenario es todo lo transparente que puede ser en el mundo burgués. (En todos sus dramas el espacio social se desenvuelve al interior de la burguesía.)

La diferencia con la situación actual consistiría en que ahora se ha desarrollado un escenario gris por su misma naturaleza. Vendría a ser parte de la llamada “financiarización” de la economía, donde de los activos “reales” se derivan “documentos financieros” que dan lugar a “derivados financieros”, y éstos a derivados de derivados…y mil y un etcéteras… Algo así fue lo que ocurrió en la “crisis de las hipotecas”.

Adjunto también otro texto –aún no lo he leído- que intenta conceptualizar esa zona gris. Es un caso fascinante donde la literatura y las ciencias sociales pueden confluir.

Saludos.

 Guillermo Rochabrun


LA ZONA GRIS

Ibsen y el espíritu del capitalismo

FRANCO MORETTI


I

Consideremos el universo social del ciclo de doce obras de Ibsen: constructores navales, industriales, financieros, comerciantes, banqueros, promotores, administradores, jueces, directivos, abogados, médicos, directores de colegios, profesores, ingenieros, eclesiásticos, periodistas, fotógrafos, arquitectos, contables, oficinistas o editores. Ningún otro escritor se ha centrado tan resueltamente en el mundo burgués. Únicamente Mann, pero en Mann hay una dialéctica constante entre el burgués y el artista (Thomas y Hanno, Lübeck y Kröger, Zeitblom y Leverkühn), y en Ibsen no exactamente; su único gran artista –el escultor Rubek, en Al despertar de nuestra muerte– que «trabajará hasta el día en que se muera» y que ama ser el «dueño y señor de su materia», es como todos los demás[1].

Muchos autores tienen dudas ahora sobre el concepto de burguesía: si un banquero y un fotógrafo, o un constructor de barcos y un clérigo, son realmente parte de la misma clase. En Ibsen lo son, o por lo menos comparten los mismos espacios y hablan el mismo lenguaje. No se encuentra el camuflaje semántico inglés de la clase «media»; ésta no es una clase en el medio, amenazada desde arriba y desde abajo, inocente sobre el curso del mundo: ésta es la clase dirigente, y el mundo es lo que es porque ella lo ha hecho de esa manera. Ésta es la razón por la que el «ajuste de cuentas» de Ibsen con el siglo XIX –una de sus metáforas favoritas– es tan impresionante: finalmente, ¿qué es lo que la burguesía ha traído al mundo?

Desde luego, volveré sobre esta pregunta, pero por ahora quiero señalar lo extraño que resulta tener un fresco tan amplio sobre la burguesía y prácticamente ningún obrero en él (excepto los criados). Los pilares de la sociedad, la primera obra del ciclo, comienza con un enfrentamiento sobre seguridad y beneficios entre un dirigente sindical y un directivo, y, aunque el tema no sea nunca el centro de la trama, está visible en toda ella y resulta decisivo para su desenlace. Pero, luego, el conflicto entre capital y trabajo desaparece del mundo de Ibsen, aunque en general aquí no desaparece nada. Espectros es el título perfecto para una obra de Ibsen porque muchos de sus personajes son espectros: el personaje secundario de una obra regresa como protagonista en otra o, al revés, una esposa abandona el hogar en una obra y en la siguiente permanece hasta el amargo final. Parece que está haciendo un experimento de veinte años de duración, cambiando una variable aquí y otra allá para ver qué pasa con todo el sistema. Pero es un experimento sin obreros, aunque los años del ciclo, 1877-1899, son aquellos en que los sindicatos, los partidos socialistas y el anarquismo están cambiando la cara de la política europea.

No hay obreros porque el conflicto sobre el que Ibsen quiere centrarse no es el que existe entre la burguesía y otra clase, sino el conflicto interno de la propia burguesía. Cuatro obras lo dejan especialmente claro: Los pilares de la sociedad, Pato silvestre, El maestro constructor y Juan Gabriel Borkman. Las cuatro tienen los mismos prolegómenos: dos socios y/o amigos han entablado una lucha en el transcurso de la cual uno de ellos ha quedado financieramente arruinado y psíquicamente dañado. La competencia intraburguesa como combate mortal: ya que es la vida la que está en juego, el conflicto se vuelve fácilmente despiadado o deshonesto, pero, y esto es importante, aunque sea desapiadado, desleal, equívoco o turbio, casi nunca es ilegal. En unos cuantos casos también lo es –las falsificaciones en Casa de muñecas, la contaminación del agua en Un enemigo del pueblo, las maniobras financieras de Borkman–, pero, en general, lo característico de las fechorías en Ibsen es que habitan una zona gris difícil de aprehender cuya naturaleza nunca está completamente clara.

Esta zona gris es la gran intuición de Ibsen sobre la vida burguesa; permítaseme ofrecer algunos ejemplos. En Los pilares de la sociedad, hay rumores de que se ha producido un robo en la empresa de Bernick; él sabe que los rumores son falsos, pero también sabe que lo salvarán de la bancarrota y por ello, aunque arruinen la reputación de un amigo, deja que se propaguen; más tarde utiliza su influencia política, de manera apenas legal, para proteger inversiones que también son apenas legales. En Espectros, el clérigo Manders convence a la señora Alving para que no asegure su orfanato, no vaya a ser que la opinión pública piense que «ni usted ni yo tenemos fe en la Divina Providencia»; siendo la Divina Providencia lo que es, evidentemente el orfanato queda destruido por un incendio –un accidente, más probablemente un incendio provocado– y todo se pierde. Tenemos la «trampa» que Werle puede (o no) haber tendido a su socio en los prolegómenos de Pato silvestre, y los negocios poco claros entre Solness y su socio en los prolegómenos de El maestro constructor, donde también hay una chimenea que debía arreglarse, no se arregla y la casa se incendia; pero el experto del seguro dice que ha sido por otra razón totalmente distinta…

La zona gris parece ser reticencia, deslealtad, difamación, negligencia, medias verdades. Por lo que yo alcanzo a comprender, no hay un término general para estas acciones, lo que al principio era frustrante. A menudo he encontrado esclarecedor el análisis de palabras clave para entender la dinámica de los valores burgueses: útil, formal, laborioso, cómodo, serio. Tomemos «eficiencia», una palabra que existe desde hace siglos y que siempre ha significado, como señala el OED (Oxford English Dictionary), «el hecho de ser una causa eficiente»: causalidad. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, el significado cambia de repente y eficiencia empieza a indicar «la aptitud o el poder de llevar a cabo […] el propósito deliberado; poder adecuado». Adecuado, concordante con el propósito: ya no la capacidad de causar algo en general, sino de hacerlo de acuerdo con un plan y sin demora: el nuevo significado es una miniatura de la racionalización capitalista. «El lenguaje es el instrumento por el cual el mundo y la sociedad se ajustan» escribe Benveniste; y tiene razón, el cambio semántico provocado por el cambio histórico; las palabras poniéndose al día con las cosas[2]. Ésa es la belleza de las palabras clave: son un puente entre la historia material y la intelectual.

Con la zona gris tenemos la cosa, pero no la palabra. La primera realmente la tenemos: una de las maneras en las que se acumula el capital es invadiendo cualquier nueva esfera de la vida –o incluso creándolas, como el mundo paralelo de las finanzas– y en estos nuevos espacios las leyes son más inciertas y el comportamiento puede volverse profundamente equívoco. Equívoco: no ilegal, pero tampoco correcto. Si pensamos en hace un año (o en la actualidad, sin ir más lejos), ¿era legal que los bancos tuvieran una proporción riesgo-activos tan ridícula? Sí. ¿Era «correcto» en cualquier sentido de la palabra? Claramente no. O pensemos en Enron: en los meses previos a su bancarrota, Kenneth Lay vendió acciones a precios escandalosamente sobrevalorados, como él sabía perfectamente bien: en la causa penal, el gobierno no lo procesó; en la causa civil, sí lo hizo, porque el criterio de evidencia era más bajo[3]. El mismo acto que es y no es enjuiciado, resulta barroco en su juego de luces y sombras, pero también típico: la propia ley reconociendo la existencia de la zona gris. Uno hace algo porque no hay ninguna norma explícita contra ello, pero no parece correcto y permanece el temor de ser responsabilizado, al mismo tiempo que provoca un encubrimiento sin fin. Gris sobre gris: un acto dudoso envuelto en subterfugios. Como señalaba un fiscal hace unos años, la «conducta fundamental puede ser algo ambigua»; ambigua por la «niebla de la financiarización», de los «datos opacos», de los «fondos oscuros», del «sistema bancario en la sombra»: niebla, opaco, oscuro, sombras. Todas imágenes de un inextricable blanco y negro. El acto inicial puede ser ambiguo, «pero la conducta obstructiva puede estar clara»[4]. El primero puede permanecer sin resolver para siempre: lo que lo sigue –la «mentira » como Ibsen lo llamaba–, ésa es inequívoca.

El acto inicial puede ser ambiguo: así es como empiezan las cosas en la zona gris. Una oportunidad imprevista surge por sí misma: un incendio; un socio quitado del medio; rumores; encontrar unos papeles perdidos del rival. Accidentes. Pero accidentes que se repiten tan a menudo que se convierten en estructurales, en el fundamento oculto de la vida moderna. El acontecimiento inicial ha sido puntual, irrepetible; la mentira se sostiene durante años o décadas; se convierte en «vida». Probablemente ésta sea la razón por la que aquí no hay una palabra clave: igual que algunos bancos son demasiado grandes para caer, la zona gris es demasiado dominante para ser reconocida; arroja una sombra demasiado oscura sobre el valor que es la justificación de la burguesía frente al mundo: la honestidad. La honestidad es a la burguesía lo que el honor era para la aristocracia; etimológicamente incluso se deriva de honor (y hay un trait d’union entre ellas y la «castidad» femenina –honor y honestidad al mismo tiempo–, tan central en los comienzos del drama burgués). La honestidad distingue a la burguesía de todas las demás clases: la palabra del comerciante, tan buena como el oro; transparencia («puedo mostrar mis libros a cualquiera»); moralidad (la bancarrota en Mann como «vergüenza, un deshonor peor que la muerte»). Incluso las 600 páginas de extravagancias de McCloskey en Bourgeois Virtues, donde otorga a la burguesía coraje, templanza, prudencia, justicia, fe, esperanza, amor, incluso ahí, la cúspide está en las páginas sobre la honestidad. Para McCloskey, la honestidad es la virtud del burgués porque está perfectamente adaptada a una economía de mercado: las transacciones del mercado exigen confianza, la honestidad la proporciona y el mercado la recompensa. La honestidad funciona. McCloskey concluye que «haciendo el mal nos va mal» –perdemos dinero– y «nos va bien cuando hacemos el bien»[5].

Haciendo el mal nos va mal: esto no es verdad ni en el teatro de Ibsen ni fuera de él. Como decía un banquero alemán contemporáneo suyo describiendo las «indescifrables maquinaciones» del capital financiero: Los círculos bancarios han estado y están dominados por una moralidad sorprendente y muy flexible: cierta clase de manipulación, que ningún buen Bürger aceptaría honradamente […] se considera por estas personas como inteligente, como evidencia de ingenio. La contradicción entre las dos éticas es totalmente irreconciliable[6].

Maquinaciones, manipulación, falta de honradez, moral flexible: la zona gris. Dentro de ella, una «contradicción irreconciliable entre dos éticas»: palabras que recogen casi literalmente la idea de Hegel sobre la tragedia; Ibsen es un dramaturgo. ¿Es esto lo que lo lleva a la zona gris? ¿El potencial dramático de un conflicto entre un honesto Bürger y un financiero intrigante?

II

El telón se levanta y el mundo es sólido: habitaciones llenas de butacas, bibliotecas, pianos, sofás, escritorios, estufas; la gente se mueve con calma, cuidadosamente, hablando en voz baja. Sólido. Viejo valor burgués: el ancla contra los caprichos de la Fortuna, tan inestable sobre su rueda y sus olas, con los ojos vendados, las ropas al viento… Observemos los bancos construidos en la época de Ibsen: columnas, urnas, balcones, esferas, estatuas; gravedad. Entonces se despliega la acción y no hay ningún negocio que esté libre de la ruina; ninguna palabra que no esté vacía por dentro. La gente está preocupada. Enferma. Moribunda. Es la primera crisis general del capitalismo europeo: la larga depresión de 1873-1896, que las obras de Ibsen reflejan casi año por año.

La crisis desvela las víctimas del siglo burgués: I vinti, «los derrotados», como Verga tituló su ciclo de novelas un año después de Los pilares de la sociedad. Krogstad, en Casa de muñecas; el viejo Ekdal y su hijo, en Pato silvestre; Brovik y su hijo, en El maestro constructor; Foldal y su hija pero también Borkman y su hijo, en Juan Gabriel Borkman. Ekdal e hijo, Brovik e hijo… En este cuarto de siglo naturalista, el fracaso fluye de una generación a la siguiente; como la sífilis. Y no hay redención para los derrotados de Ibsen: son las víctimas del capitalismo, pero las víctimas burguesas, hechas de la misma arcilla que sus opresores. Una vez que la lucha ha acabado, el perdedor es contratado por el hombre que lo arruinó y convertido en un grotesco arlequín, en parte parasito, en parte trabajador, confidente, adulador. «¿Por qué nos pusiste en esta cajita donde todo el mundo está equivocado?», preguntó un vez una estudiante acerca de Pato silvestre. Tenía razón, es irrespirable.

¿La irreconciliable contradicción entre el burgués honesto y el fraudulento? Ésa no es la posición de Ibsen. En los prolegómenos de muchas de sus obras, alguien fue falso, pero a menudo su antagonista fue más estúpido que honesto y, de cualquier modo, ya no será más ni honesto ni antagonista. El único conflicto entre un buen Bürger y un financiero corrupto está en Un enemigo del pueblo, la peor obra de Ibsen (y, por supuesto, la que inmediatamente encantó a los victorianos). Pero, en general, «limpiar » a la burguesía de su lado turbio no es el proyecto de Ibsen: es el de Shaw. Vivie Warren deja a su madre, a su novio, a su dinero, lo deja todo y «se lanza a su trabajo», como recoge el acto final. Cuando Nora deja todo al final de Casa de muñecas, se adentra en la noche, no en el buen empleo que la está esperando.

¿Qué lleva a Ibsen a la zona gris? No el choque entre el burgués bueno y el burgués malo. Sin duda tampoco el interés por las víctimas. Fijémonos en el viejo Werle en Pato silvestre. Ocupa la misma posición que Claudio en Hamlet o Felipe en Don Carlos: no es el protagonista de la obra (es su hijo Gregers, igual que Hamlet o Carlos), pero ciertamente es el que tiene más poder. Controla a todas las mujeres en el escenario, compra la complicidad e incluso los afectos de la gente, y todo lo hace sin vehemencia, de una forma casi apagada. Posiblemente, a causa de su pasado. Muchos años antes, después de «una investigación incompetente», su socio de negocios Ekdal «realizó una tala ilegal en una propiedad estatal»[7]. Ekdal se arruinó; Werle sobrevive y después prospera. Como de costumbre, el acto inicial permanece ambiguo: ¿la tala ilegal fue resultado de la incompetencia? ¿Fue un fraude? ¿Ekdal actuó solo? ¿Lo sabía Werle?, ¿quizá incluso le «tendió una trampa» a Ekdal como sugiere Gregers? La obra no lo dice. «Pero queda el hecho», dice Werle, «de que (Ekdal) fue condenado y yo absuelto.» «Sí», replica su hijo, «sé que no se encontró ninguna prueba». Y Werle: «Absolución es absolución».

Hay un artículo de Barthes, «Racine est Racine», sobre la arrogancia de la tautología: este tropo «que resiste el pensamiento» como «el dueño de un perro tirando de la correa». Tirar de la correa realmente es el estilo de Werle, pero aquí no se trata de eso. Absolución es absolución, es decir, el resultado de un juicio es un acto legal y legalidad no es justicia: es una noción formal, no ética. Werle acepta esta contradicción potencial lo mismo que Ibsen: alguna clase de injusticia legal es para él casi intrínseca al éxito del burgués. Otros autores reaccionan de manera diferente. Tomemos la obra maestra de la Gran Bretaña burguesa. Uno de los principales personajes de Middlemarch es un banquero, Bulstrode, que comienza su carrera estafando a una madre y a su hija sobre su herencia, sin que por ello esté «en peligro de castigo legal». Un banquero, de hecho un banquero profundamente cristiano, en la zona gris: un triunfo de la ambigüedad burguesa, realzado aún más por el estilo indirecto de Eliot, que hace casi imposible encontrar un punto de vista desde el que criticar a Bulstrode (una consecuencia de ese estilo que fue célebremente denunciada en el juicio de Madame Bovary):

Los beneficios obtenidos de almas perdidas, ¿dónde se puede trazar la línea a partir de la cual son transacciones humanas? ¿No fue incluso el camino de Dios para salvar a Sus elegidos? […] ¿Quién utilizaría el dinero y la posición mejor de lo que él quería hacerlo? ¿Quién podría sobrepasarlo en autoaborrecimiento
y exaltación de la causa de Dios?[8].

Un triunfo de la ambigüedad, si Eliot se hubiera detenido aquí. Pero ella no podía. Un insignificante estafador, Raffles, conoce la vieja historia y, por una serie de coincidencias, este «pasado incorporado», en la maravillosamente ibseniana formulación que hace Eliot, alcanza tanto a Bulstrode como a la niña[9]. Mientras está en casa de Bulstrode para chantajearlo, Raffles cae enfermo; Bulstrode llama al médico, recibe sus órdenes y las sigue; sin embargo, más tarde permite que el ama de llaves no les preste atención –no lo sugiere, simplemente deja que ocurra– y Raffles muere. «Era imposible probar que [Bulstrode] hubiera hecho nada que apresurase la partida del alma de ese hombre», dice la narradora[10]. «Imposible de probar», «no se encontró ninguna prueba». Pero no necesitamos pruebas; hemos visto a Bulstrode consentir el homicidio. El gris se ha convertido en negro; la deshonestidad se ha visto forzada a derramar sangre. «Forzada », porque ésta es una secuencia de acontecimientos tan increíblemente poco convincente que es difícil creer que alguien, con el respeto intelectual por la causalidad de Eliot, realmente pudiera haberla escrito.

Pero ella lo hizo; y cuando una gran escritora contradice sus propios principios tan abiertamente, normalmente hay algo importante en juego. Esta injusticia protegida por el manto de la legalidad –Bulstrode, culpable, rico e indemne de sus primeros actos– probablemente sea para Eliot una perspectiva demasiado sombría sobre el funcionamiento de la sociedad. Sin embargo, así es como opera realmente el capitalismo: intercambio desigual, «igualado» mediante contratos; expropiación y conquista, reescrito como «progreso» y «civilización». El pasado se convierte en el derecho del presente. Pero la cultura victoriana, incluso en su mejor expresión, «uno de los pocos libros en inglés escritos para adultos», como Woolf dijo de Middlemarch, no puede aceptar la idea de un mundo de injusticia perfectamente legal. La contradicción es insoportable: la legalidad debe ser justa, o la injusticia criminal. De una manera u otra, forma y sustancia deben estar alineadas, haciendo el capital éticamente comprensible. Eso es el victorianismo: las relaciones sociales pueden no ser siempre moralmente buenas, pero deben ser moralmente legibles. Sin ambigüedad.

Ibsen no necesita esto. En Los pilares de la sociedad hay una insinuación en ese sentido, cuando el «pasado incorporado» de Bernick sube a bordo de una nave que sabe que se va a hundir; aun así, la deja navegar, como hace Bulstrode con el ama de llaves. Pero entonces cambia el final y no vuelve a hacer nada como eso otra vez. Puede mirar a la ambigüedad burguesa sin tener que resolverla: «señales contra señales» como dicen en The Lady from the Sea. Signos morales que dicen una cosa y signos legales que dicen otra.

Signos contra signos. Pero igual que en Ibsen no hay un conflicto real entre víctimas y opresores, igualmente ese «contra» no indica una oposición en el habitual sentido dramático. Se parece más a una paradoja: injusticia legal, legalidad injusta; el adjetivo chirría con el nombre como la tiza sobre el encerado. Una enorme incomodidad pero ninguna acción. ¿Qué lleva a Ibsen a la zona gris? Esto: que revela con absoluta claridad la gran discordancia no resuelta de la vida burguesa. Discordancia, no conflicto. E irresuelta: estridente, perturbadora –Hedda y sus pistolas– precisamente porque no hay alternativas. Pato silvestre, escribe Adorno, el gran teórico de la discordancia, no resuelve la contradicción pero articula su naturaleza insoluble[11]. De aquí es de donde sale la claustrofobia de Ibsen: la caja donde todo el mundo está equivocado; la parálisis, por usar la palabra clave del primer Joyce, que era uno de sus grandes admiradores. Es la misma prisión de otros enemigos jurados del orden posterior a 1848: Baudelaire, Flaubert, Manet, Machado, Mahler. Todo lo que hacen es una crítica de la vida burguesa; todo lo que ven es vida burguesa. Hypocrite lecteur,–mon semblable,–mon frère!

III

Hasta ahora he considerado lo que los personajes de Ibsen «hacen» en sus obras. Ahora me ocuparé de cómo hablan y específicamente de cómo utilizan las metáforas. Los primeros cinco títulos del ciclo –Los pilares de la sociedad, Casa de muñecas, Espectros, Un enemigo del pueblo, Pato silvestre– son todos metáforas y (con una posible excepción) todos son, de una manera u otra, falsas ilusiones. Fijémonos en Los pilares de la sociedad. Pilares: Bernick y sus socios. Explotadores que la metáfora convierte en benefactores, en el vuelco semántico típico de la ideología. Entonces emerge un segundo significado: el pilar es esa «credibilidad moral» (esa farsa) que en el pasado salvó a Bernick de la bancarrota y que ahora necesita para proteger sus inversiones. Y entonces, en los últimos compases de la obra, dos transformaciones más: «otra cosa que he aprendido» dice Bernick, es que «sois vosotras, las mujeres, las que sois los pilares de la sociedad». Y Lona: «No, querido, el espíritu de la verdad y el espíritu de la libertad: ésos son los pilares de la sociedad».

Una palabra, cuatro significados totalmente diferentes. Aquí la metáfora es flexible, está ahí como una especie de sedimento semántico preexistente, pero los personajes pueden adaptarla a sus diferentes perspectivas de las cosas. En otros sitios, es una señal más amenazante de un mundo que se niega a morir:

Yo casi diría, pastor, que somos fantasmas, todos nosotros. No es solamente lo que heredamos de nuestros padres y madres que no deja de regresar en nosotros. Son toda clase de viejas y muertas doctrinas, opiniones y creencias, esa clase de cosas. No están vivas en nosotros pero se agarran igualmente, y no podemos librarnos de ellas. Sólo tengo que coger un periódico y es como si pudiera ver los espectros durmiendo entre las líneas. Deben estar rondando por todo nuestro país, espectros por todas partes…

Se agarran y no nos podemos librar de ellos… Un personaje de Ibsen sí puede:

Nuestra casa no ha sido otra cosa que un corralito. Aquí he sido tu mujer-muñeca, igual que en casa era la niña-muñeca de papá. Y, a su vez, los niños han sido mis muñecos. Pensaba que era gracioso cuando jugabas conmigo, como ellos pensaban que lo era cuando jugaba con ellos. Ése ha sido nuestro matrimonio, Torvald.

Nada más que un corralito. Para Nora es una revelación. Y lo que la hace verdaderamente inolvidable es que va seguida por un cambio a un estilo completamente diferente. «¿Te das cuenta», dice después de cambiar su traje de tarantela por la ropa de diario, «que es la primera vez que nosotros dos… hemos hablado seriamente?». Serio, otra gran palabra burguesa clave: serio como amargo, desde luego, pero también sobrio, concentrado, preciso. La Nora seria toma los ídolos del discurso ético («deber», «confianza», «felicidad», «matrimonio») y los compara con el comportamiento real. Ha pasado años esperando que una metáfora se volviera realidad: «la cosa más maravillosa de este mundo» (o el «mayor milagro» como también se traduce); ahora el mundo, en la persona de su marido, la ha forzado a ser «realista». «Estamos cerrando nuestras cuentas, Torvald.» Él reacciona, «qué quieres decir con eso, no te entiendo, qué es eso, qué quieres decir, qué cosas dices… ». Por supuesto, no es que él no la entienda: es que para él el lenguaje nunca debería ser tan serio. Nunca debería ser prosa.

Prosa: inevitable si uno quiere hacer justicia a los logros de la cultura burguesa. Prosa como el estilo de la burguesía; estilo como conducta, como una manera de vivir en el mundo, no sólo de representarlo. En primer lugar, prosa como análisis, tratando de ver con claridad: «definición inconfundible e inteligibilidad clara» como la Estética de Hegel. Prosa como el reconocimiento, mitad melancolía, mitad orgullo, de que el significado nunca será tan intuitivo y memorable como lo es en verso: será demorado, disperso, parcial, pero también articulado, también fortalecido por el esfuerzo. Prosa no como inspiración –ese regalo absolutamente injustificado de los dioses– sino como trabajo: duro, provisorio, nunca perfecto. Y finalmente prosa como polémica racional, como la de Nora: emociones, fortalecidas por el pensamiento. Ésa es la idea de Ibsen sobre la libertad: un estilo que entiende las falsas ilusiones de las metáforas y las deja atrás. Una mujer que entiende a un hombre y lo deja atrás.

Las mentiras que disipa Nora al final de Casa de muñecas son una de las grandes páginas de la cultura burguesa, a la altura de las palabras de Kant sobre la Ilustración o de Mill sobre la libertad. Qué elocuente que el momento fuera tan breve. A partir de Pato silvestre, las metáforas se multiplican –el así llamado «simbolismo» del último Ibsen– y la prosa de la primera fase se convierte en inimaginable. Y, esta vez, la fuente de la metáfora no es el pasado, ni un viejo régimen cultural, sino la propia burguesía. Dos pasajes muy similares, de Bernick y Borkman, dos versiones distintas del empresario financiero, una al principio y otra al final del ciclo, explican lo que quiero decir. Éste es Bernick, describiendo lo que traerá el ferrocarril:

¡Pensad en el impulso que esto dará a toda la comunidad! ¡Pensad solamente en las grandes extensiones de bosque que se abrirán! ¡Los grandes filones de minerales que extraer! ¡Y el río, con cascadas una tras otra! ¡Las posibilidades de desarrollo industrial son ilimitadas!

Aquí Bernick está excitado: las frases son cortas, exclamativas, con esos «pensad» (piensa qué impulso, piensa qué bosque) que tratan de despertar la imaginación de sus oyentes, mientras que los plurales (extensiones, filones, cascadas, posibilidades) multiplican los resultados ante nuestros ojos. Es un pasaje apasionado pero fundamentalmente descriptivo. Y aquí está Borkman:

¡Ves esa cadena de montañas ahí… Ése es mi profundo, interminable e inagotable reino! El viento actúa sobre mí como el soplo de la vida. Me llega como un saludo de espíritus cautivos. Puedo sentirlos, los millones enterrados. Siento las venas del metal, extendiendo sus ondulantes, ramificados y atrayentes brazos hacia mí. Antes los vi como sombras vivas, la noche que estuve en la cámara acorazada del banco con un farol en la mano. Entonces tú querías tu libertad y yo intenté dejarte libre. Pero me faltaban fuerzas para ello. Tus tesoros se hundieron en las profundidades. (Sus manos extendidas). Pero te susurraré en el silencio de la noche. ¡Te quiero, tendida inconsciente en las profundidades y en la oscuridad! ¡Te quiero, te quiero a ti, riqueza, que te esfuerzas en nacer con toda tu brillante aura de poder y gloria! ¡Te quiero, te quiero, te quiero!

El de Bernick era un mundo de bosques, minas, cascadas; el de Borkman, de espíritus y sombras y de amor. El capitalismo queda desmaterializado: los «filones de mineral» se convierten en reinos, soplos, vida, muerte, aura, nacimiento, gloria… La prosa se retira frente a las tropas: el saludo de espíritus cautivos, las venas de mineral que atraen, los tesoros hundiéndose en las profundidades, las riquezas esforzándose por nacer. Las metáforas –ésta es probablemente la cadena de metáforas más larga de todo el ciclo– ya no interpretan el mundo; lo obliteran y lo rehacen, como el incendio nocturno que aclara el camino para el constructor Solness. Schumpeter la llamará destrucción creativa: la zona gris, convertida en seductora. Típico de los empresarios, escribe Sombart, es «el regalo del poeta –el regalo metafórico– de presentar a los ojos de su audiencia deslumbrantes cuadros de reinos de oro […] él mismo con toda la intensidad pasional de la que es capaz, sueña el sueño del desenlace victorioso de su empresa»[12].

Él sueña el sueño… Los sueños no son mentiras. Pero tampoco son la verdad. La especulación, escribe uno de sus historiadores, «conserva algo de su original significado filosófico; en concreto, reflejar o teorizar sin una base factual firme»[13]. Borkman habla con el mismo «estilo profético» que era típico del director de la South Sea Company (una de las primeras burbujas del capitalismo moderno)[14]; la gran –y ciega– visión del Fausto moribundo; la confianza en que «la edad de oro no se encuentra detrás sino delante del género humano» que Gerschenkron vio como la «enérgica medicina » que se necesitaba para el despegue económico:

¿Puedes ver el humo de los grandes vapores en el fiordo? ¿No? Yo sí… ¿Oyes eso? ¡Bajando por el río, el zumbido de las fábricas! ¡Mis fábricas! ¡Todas las que yo habré construido! ¿Puedes oír cómo marchan? Es el turno de noche. Día y noche están funcionando.

Visionario, despótico, destructivo, autodestructivo: éste es el empresario en Ibsen. Borkman renuncia al amor a cambio del oro, como Alberich en El anillo del nibelungo; está encarcelado, se encierra a sí mismo en casa durante ocho años más, y en el éxtasis de su visión se adentra en el hielo a una muerte segura. Por eso el empresario es tan importante para el último Ibsen: trae el orgullo desmesurado de vuelta al mundo; de aquí la tragedia. Él es el tirano moderno: en 1620, Juan Gabriel Borkman se hubiera titulado La tragedia del banquero. El vértigo de Solness es la pista perfecta: el desesperado intento del cuerpo para preservarse de la mortal audacia exigida a un fundador de reinos. Pero, desafortunadamente, el espíritu es demasiado fuerte: subirá hasta la parte de arriba de la casa que acaba de construir, desafiará a Dios, «escúchame, Todopoderoso […], desde ahora, solamente construiré lo que es más maravilloso de todo este mundo», saludará a la multitud abajo… y caerá.

Y este extraordinario acto de autoinmolación es el preludio adecuado a mi última cuestión: entonces, ¿cuál es el veredicto de Ibsen sobre la burguesía europea? ¿Qué ha traído al mundo esta clase?

IV

La respuesta se encuentra en un arco histórico más amplio que el de las décadas de 1880 y 1890; un arco en cuyo centro se encuentra la gran transformación industrial del siglo XIX. Antes, el burgués no es la clase dirigente: lo que quiere es que lo dejen tranquilo, como en la famosa respuesta a Federico el Grande, o, como mucho, ser reconocido y aceptado. Es, en todo caso, demasiado modesto en sus aspiraciones; demasiado estrecho: el padre de Robinson Crusoe o el de Wilhelm Meister. Su mayor deseo es la comodidad, esta noción casi médica, a mitad de camino entre la utilidad y el ocio: placer como mero bienestar. Atrapado en una interminable lucha contra los caprichos de la Fortuna, este primer burgués es ordenado, cuidadoso, con el «respeto casi religioso por los hechos» de los primeros Buddenbrooks. Es un hombre de detalles. Es la prosa de la historia capitalista.

Después de la gran industrialización, aunque más lentamente de lo que solíamos pensar –cronológicamente, todo en Ibsen cae dentro de la «persistencia del antiguo régimen» de Arno Mayer–, la burguesía se convierte en la clase dominante; una clase con los inmensos medios de la industria a su disposición. El burgués realista se ve desbancado por el destructor creativo; la prosa analítica, por metáforas transformadoras del mundo. El drama captura mejor que la novela esta nueva fase, donde el eje temporal pasa del sobrio registro del pasado –la doble contabilidad practicada en Robinson y festejada en Meister– al atrevido modelado del futuro, típico del dialogo dramático. En Fausto, en El anillo del nibelungo, en el último Ibsen, los personajes «especulan» poniendo la mirada en el futuro que se avecina. Los detalles se empequeñecen por la imaginación; lo real, por lo posible. Es la poesía del desarrollo capitalista.

La poesía de lo posible… Antes he señalado que la gran virtud burguesa es la honestidad, pero la honestidad es retrospectiva: tú eres honesto si, en el pasado, no has hecho nada malo. No puedes ser honesto en tiempo futuro, el tiempo del empresario. ¿Qué es una previsión «honesta» del precio del petróleo, o, de hecho, de cualquier otra cosa, para dentro de cinco años? Incluso si quieres ser honesto no puedes serlo; la honestidad necesita hechos firmes que la «especulación» –incluso en su sentido etimológico más neutral– no tiene. En la historia de Enron, por ejemplo, un gran paso hacia la gran estafa estuvo en la adopción de la así llamada contabilidad a precio de mercado: contabilizando como ingresos existentes los que realmente todavía pertenecían al futuro (en ocasiones a un futuro de años). El día en que la Securities and Exchange Commission autorizó esta «especulación» sobre el valor de los activos, Jeff Skilling llevó champán a la oficina: la contabilidad del «escepticismo profesional», como establecía la definición clásica –realmente parece la poética del realismo–, acababa con el escepticismo. Ahora, la contabilidad era una visión. «No era un trabajo; era una misión […] Estábamos haciendo el trabajo de Dios»[15]. Eso lo decía Skilling después de que se formularan los cargos; Borkman ya no puede explicar la diferencia entre coyuntura, deseo, sueño, alucinación y el puro y simple fraude.

¿Qué ha traído la burguesía al mundo? Ha traído esta demencial bifurcación entre un dominio mucho más racional y mucho más irracional de la sociedad. Dos tipos ideales, uno antes y otro después de la industrialización, convertidos en memorables por Weber y Schumpeter. Viniendo de un país donde el capitalismo llegó tarde y encontró pocos obstáculos, Ibsen tuvo la oportunidad y el genio de comprimir una historia de siglos en sólo veinte años, haciéndola explosiva e irrevocable. El burgués realista habita en las primeras obras, Lona, Nora, quizá Regina en Espectros. El realista es una mujer: una extraña elección para los tiempos (El corazón de las tinieblas: «es extraño lo desconectadas que están las mujeres de la verdad»). También una elección radical, en el espíritu de Subjection of Women de Mill. Pero también profundamente pesimista sobre el alcance del «realismo» burgués: imaginable dentro de la esfera íntima –como el disolvente de la familia nuclear y de todos sus aliados– pero no en la sociedad en general. La prosa de Nora al final de Casa de muñecas se hace eco de los textos de Wollstonecraft, Fuller, Martineau[16]: pero sus razonamientos públicos están encerrados ahora dentro de un cuarto de estar (en la puesta en escena de Bergman, en un dormitorio). Resulta una paradoja, una obra que impresiona a la esfera pública europea pero que realmente no cree en la esfera pública. Y entonces, una vez que surge la destrucción creativa, ya no quedan Noras para contrarrestar las destructivas metáforas de Borkman y Solness, queda lo opuesto: Hilda, incitando a «mi constructor» a su alucinación suicida. Cuanto más indispensable es el realismo, más impensable se vuelve.

Acordémonos del banquero alemán con su « irreconciliable contradicción» entre el buen Bürger y el financiero sin escrúpulos. Ibsen, por supuesto, conocía las diferencias entre ellos; era un dramaturgo buscando una colisión objetiva sobre la que basar su trabajo. ¿Por qué no utilizar esta contradicción intraburguesa? Hubiera tenido mucho sentido hacerlo así, mucho sentido si Ibsen fuera Shaw en vez de Ibsen. Pero hizo lo que hizo porque la diferencia entre esos dos burgueses quizá sea «irreconciliable», pero no es realmente una contradicción. El buen Bürger nunca tendrá la fuerza para resistir la destrucción creativa del capital; el empresario hipnótico nunca se rendirá al sobrio puritano. Reconocer la impotencia del realismo burgués frente a la megalomanía capitalista: aquí se encuentra la inolvidable lección política de Ibsen.




[1] Todas las citas de Ibsen proceden de The Complete Major Prose Plays, trad. e intr. Rolf Fjelde, Nueva York, 1978. Agradezco mucho a Sarah Allison su ayuda con el original noruego.
[2] Emile Benveniste, «Remarks on the Function of Language in Freudian Theory», en Problems in General Linguistics, Miami, University of Miami Press, 1971, p. 71.
[3] Kurt Eichenwald, «Ex-Chief of Enron Pleads Not Guilty to 11 Felony Counts», The New York Times, 9 de julio de 2004.
[4] Jonathan Glater, «On Wall Street Today, a Break from the Past», The New York Times, 4 de mayo de 2004.
[5] Deirdre McCloskey, The Bourgeois Virtues. Ethics for an Age of Commerce, Chicago, University of Chicago Press, 2006.
[6] Citado en Richard Tilly, «Moral Standards and Business Behaviour in Nineteenth-Century Germany and Britain», en Jürgen Kocka y Allan Mitchell (eds.), Bourgeois Society in Nineteenth- Century Europe, Oxford, Berg Publishers, 1993, pp. 190-191.
[7] Como me señaló Sarah Allison, esta «investigación incompetente» es una auténtica zona gris: la palabra uetterrettelig se define como «falsa, equivocada» en el diccionario Brynildsen noruego-inglés (Kristiania, 1917) y se traduce como «engañosa» por Michael Meyer (Londres, 1980); «inexacta» por Christopher Hampton (Londres, 1980); «fraudulenta» por Dounia B. Christiani (Nueva York, 1980); «desastrosamente falsa» por Brian Johnston (Lyme, NH, 1996), y «tramposa» por Stephen Mulrine (Londres, 2006). La etimología –un prefijo negativo u + efter («después») + rette («correcto») + sufijo adjetival lig– indica algo o alguien que no puede esperarse que sea correcto: engañoso, poco fiable o de poca confianza parecen los mejores equivalentes para una palabra en la que la objetiva falta de confianza ni asume ni excluye el intento subjetivo de proporcionar información falsa.
[8] George Eliot, Middlemarch, Nueva York, Penguin, 1994, pp. 615, 616, 619 [ed. cast.: Middlemarch, Barcelona, Debolsillo, 2004].
[9] Ibid., p. 523.
[10] Ibid., p. 717
[11] Theodor W. Adorno, Problems of Moral Philosophy [1963], Stanford, Stanford University Press, 2001, p. 161
[12] Werner Sombart, The Quintessence of Capitalism, Londres, T. Fischer Unwin, 1915, pp. 91- 92 [ed. cast.: El burgués: contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno, Madrid, Alianza, 1972]. Es imposible perderse el componente erótico de la tesis de Sombart, que, después de todo, identifica «el tipo clásico de empresario» en Fausto, el seductor más destructivo, y creativo, de Goethe. En Ibsen, también, la metafórica visión del empresario tiene un origen erótico en el histéricamente casto adulterio de Solness con Hilda (a quien ya había «seducido» cuando ella tenía doce años).
[13] Edward Chancellor, The Devil Take the Hindmost. A History of Financial Speculation, Nueva York, 1999, p. xii.
[14] bid., p. 74.
[15] Bethany McLean y Peter Elkind, The Smartest Guys in the Room. The Amazing Rise and Scandalous Fall of Enron, Londres, Viking, 2003, p. xxv.
[16] Las fuentes del discurso de Nora han sido identificadas por Joan Templeton; véase Alisa Solomon, Re-Dressing the Canon. Essays on Theatre and Gender, Londres y Nueva York, Routledge, p. 50.

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