08-06-2018
El gobierno reaccionario de Argentina
ha comenzado a ser víctima de sí mismo. La coalición Cambiemos ha creado un
mundo en el que sus mitos duran un suspiro. Su arsenal de abstracciones para
simbolizar la realidad está casi vacío. El antagonismo simbólico que cimentó su
triunfo electoral se está agotando como fuente de adhesión, muestra a las
claras su déficit como soporte de legitimidad política y hasta amenaza con
volvérsele el contra. ¿Emergerán los antagonismos reales o seguirán opacados
(tergiversados y canalizados) por los antagonismos simbólicos?
Al
gobierno reaccionario de Argentina ya no le sirven las apelaciones a la
doctrina del camino, a la búsqueda y la disolución de los conflictos y los
relatos, a la disciplina del viaje. Ya no le sirven las invocaciones a la
democracia liberal. Por cierto, le cuesta cada vez más mantener un piso mínimo
de democracia formal y de “calidad institucional”. Ni siquiera le cabe la
definición de liberal, es mucho menos que eso.
Cada
vez se le hacen más difíciles las maniobras de encubrimiento de su condición
no-ética, cínica, prepotente y despiadada.
Los
politólogos y otras especies similares que vislumbraron el surgimiento de un
fenómeno político original, que comenzaron a elaborar tipologías para una
derecha “moderna” portadora de cierta destreza hegemónica, debieron volver al
clasicismo en materia de teoría política. Por un momento confundieron la
hegemonía con las artimañas. Se creyeron los mitos con patas cortas de la
derecha.
La
“nueva derecha” argentina es demasiado parecida a la vieja. Aggiornada a los
nuevos tiempos como exige su talante pragmático, expresa al capital en su
anhelo de mercado total. Representa el proyecto que pretende arrasar con todo
lo que no es mercado. Aspira a replicar vía chilena al ultra-neoliberalismo. La
actualización en materia de marketing electoral, el uso de las nuevas
tecnologías de manipulación, no dicen nada respecto de una condición distinta.
Sigue siendo indigente en materia de recursos hegemónicos. Es incapaz de hacer
del Estado un espacio apto para el desarrollo de dinámicas reparatorias (más
bien todo lo contrario) y no ha superado su incompetencia a la hora de
organizar imaginarios colectivos basados en valores positivos y de largo plazo.
Sólo sabe generar adhesiones efímeras y frágiles. Claro está, nos referimos a
las adhesiones masivas. El mercado ni se autorregula ni construye hegemonía.
A
la hora de construir algún consenso social básico, la “nueva derecha” no sabe
hacer otra cosa que apelar a la gestión de realidades microscópicas e
intrascendentes, a la demagogia punitiva, a las retóricas del orden, al halago
descarado de las pasiones de los opresores. Anuncia obras y crímenes con
orgullo y se jacta de su eficacia para construir metrobuses y para matar niños
por la espalda. Al igual que la vieja derecha, la única forma de gestionar los
conflictos que concibe se basa en la represión y en el disciplinamiento. ¿Como
gestionará la desesperación?
Desde
diciembre de 2017 sus medidas comenzaron a minar aceleradamente las bases de todo
consenso relativo. Es imposible generarlo cuando el achicamiento del producto
va de la mano de una galopante concentración de la riqueza. Un hondo malestar
se está incrustado en una franja muy ancha de la sociedad argentina. Anuncia
violencias y crece día a día.
La
discursividad de gobierno reaccionario de Argentina se ajusta cada vez más a su
verdadera condición. De ningún modo puede ser dialógica. El lenguaje se acomoda
a la experiencia y al deseo y se ponen en evidencia las voces autoritarias, los
tonos insensibles, en fin: el odio de clase. Valga como ejemplo el giro salvaje
del lenguaje del presidente, de la gobernadora de la provincia de Buenos Aires
y del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aire: las tarifas impagables que
hay que pagar, la universidad vedada para los pobres, la desposesión al
cartonero.
El
gobierno reaccionario de Argentina ha perdido la brújula y a cada paso abre
nuevos frentes de conflictos y nuevos campos de batalla. ¿Terminará reactivando
sin darse cuenta la potencia plebeya que estuvo dormida, institucionalizada e
integrada en los últimos 15 años o, simplemente, embellecerá las formas
verticales de interlocución estatal típicas del progresismo? ¿Alentará sin
querer lo que constituye la peor pesadilla para las clases dominantes: las
demandas sustantivas del pueblo referidas a la redistribución primaria del
ingreso, al autogobierno y a la autodeterminación; o renovará los bríos de
otros intermediarios y otras maquinarias del poder? ¿Favorecerá indirectamente
la politización autónoma (desde abajo) de lo social o volverá a colocar lo
social como espacio para la gestión “sensible” desde arriba? ¿Restituirá la
politicidad de los conflictos sociales o abrirá las puertas para los proyectos
basados en la moralización de la pobreza?
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