Pensamiento 5
junio, 2018 Manuel Sacristán
Alrededor
del comienzo de la primera guerra mundial, cuando entre los intelectuales
europeos «ortodoxia marxista» sonaba a vulgaridad y estupidez, uno de los
escritores más brillantes y sutiles de Centroeuropa, György —o Georg, según la
portada de sus muchas obras alemanas— Lukács, abandonó el trabajado estilo
conceptista que ya le había dado fama entre sus colegas y, mientras buscaba un
lenguaje de simple decir cosas y exhortar a practicarlas, escribió un ensayo
titulado ¿Qué es marxismo ortodoxo? en el que construía una tajante
manifestación de ortodoxia marxista. «Esa ortodoxia» —escribe nada más empezar
el ensayo— «es la convicción científica de que en el marxismo dialéctico se
ha descubierto el método de investigación correcto, que ese método no puede
continuarse, ampliarse ni profundizarse más que en el sentido de sus
fundadores. Y que, en cambio, todos los intentos de ‘superarlo’ o de corregirlo
han conducido y conducen necesariamente a su deformación superficial, a la
trivialidad, al eclecticismo» (HCC 2)1. Han pasado casi cincuenta años
desde que Lukács, muerto hace poco, publicó esa declaración de ortodoxia marxista.
Durante ese medio siglo Lukács ha estado siempre presente en la autoconsciencia
del marxismo. La noción de ortodoxia marxista, que es el centro de toda
reflexión del marxista sobre sí mismo, puntúa la obra de Lukács en este medio
siglo. Es un tema adecuado para hacer memoria del viejo filósofo desaparecido,
uno de los últimos intelectuales comunistas de los que intervinieron
activamente en 1917-1919.
La ortodoxia
marxista del joven Lukács de 1923 es tan enérgica como poco amiga de dogmas. El
siguiente célebre párrafo, de cita obligada en toda conmemoración, la expresa
con énfasis: «[…] suponiendo —aunque no admitiendo— que la investigación
reciente hubiera probado indiscutiblemente la falsedad material de todas las
proposiciones sueltas de Marx, todo marxista ‘ortodoxo’ serio podría reconocer
sin reservas todos esos nuevos resultados y rechazar sin excepción todas las
tesis sueltas de Marx sin tener en cambio que abandonar ni por un minuto su
ortodoxia marxista […]. En cuestiones de marxismo la ortodoxia se refiere
exclusivamente al método» (HCC 1-2). El método marxista es para Lukács la
dialéctica, la comprensión del mundo como cambio, como campo de la revolución.
En cambio, el marxismo de dogmas es para él el marxismo de Kautsky, de
Bernstein, de Hilferding, de Bauer, de los Adler, despreciado por Lukács hasta
la injusticia porque ve que sus acumulaciones de saber marxista —acaso
verdadero— sobre la historia y la economía no desembocan en ningún impulso
revolucionario. Hasta en su vejez ha estado Lukács satisfecho de esa
caracterización del marxismo que pone a éste, por de pronto, en otro plano que
el de los conocimientos científicos ordinarios (puesto que éstos pueden cambiar
sin alterar la ortodoxia marxista). En el prólogo autocrítico puesto en 1967 a todos
los textos que componen su célebre obra juvenil Historia y consciencia de clase
(uno de los principales clásicos de la filosofía y del pensamiento político del
siglo) ha escrito al respecto: «Ya las observaciones introductorias [al
ensayo ¿Qué es marxismo ortodoxo?] ofrecen una determinación de la ortodoxia en
el marxismo que, según mis presentes convicciones, no sólo es objetivamente
verdadera, sino que también hoy, en la víspera de un renacimiento del marxismo,
podría tener una influencia considerable».
Efectivamente,
lo que está ocurriendo en el marxismo desde el doble y discorde aldabonazo de
1968 tiene, por debajo de las apariencias, mucho más que ver con el marxismo
del método y de la subjetividad de Lukács que con el marxismo del teorema y de
la objetividad de Althusser, por ejemplo, o de los dellavolpianos, sin que,
desde luego, se haya de incurrir hoy en el desprecio del conocimiento empírico
objetivo que caracteriza el idealismo de la «ortodoxia» marxista del Lukács de
1923.
Lukács
insertaba su tesis sobre la ortodoxia marxista, la tesis del marxismo como
dialéctica, en la filosofía idealista de tradición hegeliana en que se
constituyó su propia autonomía filosófica respecto de sus primeros maestros,
los filósofos neokantianos de las ciencias de la cultura. Lukács busca en Marx
la corroboración de la lectura de Hegel como pensador revolucionario, y no le
es difícil encontrar en el joven Marx —entonces sólo conocido en parte, pero
asombrosamente reconstruido por la profunda penetración de Lukács— la
confirmación de su tendencia idealista revolucionaria. Marx, recuerda Lukács, «ha
enunciado claramente las condiciones de la mentada relación [la unidad] entre
la teoría y la práctica. “No basta con que la idea reclame la realidad; también
la realidad tiene que tender al pensamiento”». Y Lukács sigue citando a
Marx: «Entonces se verá que el mundo posee desde hace mucho tiempo el sueño
de una cosa, de la que basta con tener consciencia para poseerla realmente»
(HCC 2-3).
De esas
nociones de Marx en que resuena el lenguaje de Hegel —e interpretándolas en un
sentido bastante idealista— va a partir Lukács para recuperar su Marx
revolucionario frente al Marx empírico y mero teorizador de los autores de la
II Internacional. Se puede decir que fueron tres los caminos de recuperación
del Marx revolucionario en la crisis de la socialdemocracia: el equilibrado
camino abierto por Lenin, que consiste en subrayar el factor subjetivo de la
concepción marxista, pero sin dejarlo desbordarse en un idealismo; el camino caracterizado
por este desbordamiento idealista, la contraposición de un Marx idealista al
marxismo limitadamente materialista y cientificista de la socialdemocracia,
ignorante de la dialéctica: éste es el camino del joven Lukács, del joven
Gramsci, del joven Togliatti, de tantos jóvenes intelectuales comunistas de los
años 20; por último, el camino, muy minoritariamente seguido, de los comunistas
positivistas, Bogdánov-Pannekoek, Korsch, etc., los cuales recusan la dogmática
socialdemocrática añadiendo la teoría machiana del conocimiento a la voluntad
revolucionaria marxista. Es notable que igual los positivistas que los
idealistas dieran en el extremismo. Lenin, movido a la vez por eso y por el
idealismo manifiesto de la obra maestra juvenil de Lukács, la criticó duramente
en su ataque al izquierdismo. Y Zinoviev, ya entonces obsesionado por el deseo
de ser reconocido como «el» discípulo de Lenin, aun recargó la medida de esa
crítica.
La raíz más
profunda de la «ortodoxia» marxista idealista del joven Lukács de 1923 es una
trasposición revolucionaria de la tesis hegeliana de la identidad entre sujeto
y objeto. Para Hegel el proceso del conocimiento se aquieta en una
identificación del sujeto con el objeto del conocimiento, que recupera
escatológicamente en lo «último» de la historia la unidad del origen. Para
Lukács, el comunismo es función de la aparición del proletariado, el cual, al
transformarse, al adquirir consciencia revolucionaria, transforma la sociedad,
cumple, pues, una peculiar unidad de sujeto y objeto en que se aquieta el
proceso de la lucha de clases y se recupera escatológicamente la unidad de
origen: «Sólo si […] esa clase [el proletariado] es al mismo tiempo, para
ese conocimiento [dialéctico, revolucionario], sujeto y objeto del conocer, y
la teoría interviene de este modo inmediata y adecuadamente en el proceso de
subversión de la sociedad; sólo entonces es posible la unidad de la teoría y la
práctica, el presupuesto de la función revolucionaria de la teoría» (HCC
3).
En realidad,
el conjunto del pensamiento del joven Lukács es menos idealista de lo que
indica ese texto, elegido con intención ilustradora, en el que la unidad de la
teoría y la práctica resulta exigir la identidad del sujeto con el objeto del
conocimiento y de la actitud revolucionarios. Lukács no recoge simplemente la
doctrina hegeliana, sino que la adapta, intentando invertirla en un sentido si
no materialista sí al menos realista. Poco antes de las líneas citadas había
escrito, empezando la serie de los condicionales: «Sólo si el paso a
consciencia significa el paso decisivo que el proceso histórico tiene que dar
hacia su propio objetivo, compuesto de voluntades humanas, pero no dependiente
de humano arbitrio, no invención del espíritu humano; sólo si la función
histórica de la teoría consiste en posibilitar prácticamente ese paso; sólo si
está dada una situación histórica en la cual el correcto conocimiento de la
sociedad resulta ser para una clase condición inmediata de su autoafirmación en
la lucha; sólo si […]». Aquí el único elemento indudablemente idealista es
esa condición de que el paso a consciencia sea el paso decisivo. El resto es
trasposición de la doctrina de Hegel a la historia real. Pero siempre queda el
hecho de que para Lukács la unidad dialéctica de la teoría y la práctica exige
esa identidad del sujeto (el proletariado) consigo mismo como objeto. En el
fondo de esa tesis intelectualista está paradójicamente la acepción de que el
conocimiento se consuma en la práctica. Lukács piensa que eso sólo ocurre con
un conocimiento privilegiado —el revolucionario— y con un sujeto que se pueda
identificar con su propio objeto. Y eso sólo puede pasarle a un sujeto que al
autoconocerse se constituya a la vez como sujeto y como objeto, en un mismo
acto. La implicación idealista es que con eso quedaría consumada la revolución.
Y en este punto el materialista marxista tiene que negarse, naturalmente, a
seguir al joven Lukács. Como también tiene que negarse a seguirle en la
implicación epistemológica de la doctrina, a saber, la exclusión de la
naturaleza, conocimiento dialéctico, como si el conocimiento de la naturaleza
no se consumara, también él, en la práctica. El buen sentido de Lukács le
impide decir, como Hegel, que el sujeto se identifique con la naturaleza. Pero
eso le impone la necesidad, epistemológicamente propia de un idealismo
subjetivo, de excluir a la naturaleza del verdadero conocimiento, del
conocimiento dialéctico, entendido como identificación de sujeto y objeto (HCC
5).
La
motivación revolucionaria del idealismo de la «ortodoxia» marxista del joven
Lukács es manifiesta. Su segunda formación filosófica, basada en Hegel, puede
haber pesado lo suyo. Pero el mismo rodeo hegeliano fue en parte un expediente
de época para rehacerse un marxismo revolucionario. Togliatti, contemporáneo de
Lukács, contestó una vez a la crítica de idealismo hecha al comunismo suyo, de
Gramsci, Terracini, etc. en los años 20 diciendo que él, Gramsci y los demás,
habían llegado al marxismo igual que Marx: a través de un idealismo objetivo
más o menos hegeliano, mucho en el caso de Lukács y en el de Togliatti, que
tradujo a Hegel; poco en el caso de Gramsci. Frente al Marx «científico puro»
de la socialdemocracia Lukács busca a través de Hegel el Marx «gran dialéctico»
de la revolución: «Nada de Marx como ‘destacado científico’, como economista
y sociólogo. Ya entonces» —escribe Lukács en 1955, en Mi camino hacia
Marx, refiriéndose a los años 20— «barrunté al pensador abarcante, al
gran dialéctico».
Para el
joven Lukács, «el método de Marx es la dialéctica revolucionaria» (Táctica y
ética, 1919, en IP 20)2. Y como la «ortodoxia» marxista es según él respeto del
método, resulta que toda la ortodoxia marxista es simplemente dialéctica
revolucionaria. En Historia y consciencia de clase, cuatro años más tarde, el
tema principal es el mismo: «La dialéctica materialista es una dialéctica
revolucionaria» (HCC 2). Los textos más significativos de Lukács a este
respecto indican que, contra lo que suele creerse, acaso estuvo antes, como
queda insinuado, la voluntad revolucionaria que la inmersión en Hegel. Este
texto, por ejemplo: «La claridad acerca de esta función [revolucionaria] de
la teoría es al mismo tiempo el camino que lleva al conocimiento de su
naturaleza teorética, el método de la dialéctica» (HCC 3). Aquí es la
consciencia revolucionaria la propedéutica de la dialéctica, y no al revés.
La
identificación del proletariado como sujeto de la revolución y la definición de
la ortodoxia marxista como dialéctica revolucionaria tienen una consecuencia
que el joven Lukács no vaciló en explicitar radicalmente: «Todo proletario
es, por su pertenencia a la clase, marxista ortodoxo» (IP 38). «La
esencia metódica del materialismo histórico no puede separarse de la actividad
“práctico-crítica” del proletariado: ambas son momentos del mismo proceso de
desarrollo de la sociedad. Y por eso tampoco el conocimiento de la realidad
facilitado por el método dialéctico puede separarse del punto de vista de clase
del proletariado. El planteamiento “austro-marxista” de la separación metódica
entre la “pura” ciencia del marxismo y el socialismo es un pseudoproblema, como
todas las cuestiones análogas. Pues el método marxista, la dialéctica
materialista como conocimiento de la realidad, no se consigue más que desde el
punto de vista de clase, desde el punto de vista de la lucha del proletariado»
(HCC 24).
Aunque se ha
indicado alguna vez —los dellavolpianos lo hacen a veces con intención
crítica—, quizás no se ha subrayado suficientemente el mérito propiamente
científico de esa insistencia del joven Lukács en diferenciar el marxismo de la
ciencia común, en versión moderna burguesa o antigua. Lukács ha valorado más
que el mismo Lenin —al menos, por escrito— la «fuente y parte integrante del
marxismo» que menos se suele subrayar: el movimiento obrero. «No es
ninguna coincidencia casual» — escribió aún Lukács en 1954, en su ensayo
Sobre el desarrollo filosófico del joven Marx—«el que la clarificación y
consolidación de la concepción socialista del mundo del joven Marx coincida en
el tiempo con la primera aparición revolucionaria del proletariado alemán, con
la insurrección de los tejedores de Silesia de 1844» (IP 508).
De todos los
marxistas de la subjetividad o «de la práctica» (incluido Lenin), el joven
Lukács es el más preparado filosóficamente —por su buen conocimiento de la
matriz filosófica del marxismo— para explicitar el carácter esencialmente
práctico y de clase del pensamiento de Marx.
La
concepción del proletariado del joven Lukács habría podido chocar con la de
Lenin, más marxiana y más kautskiana. Una noción tan arbitrariamente idealista
como la de «consciencia atribuida» o «imputada», centro de Historia y
consciencia de clase, tiene que haber irritado a Lenin, no sólo a Zinoviev. El
joven Lukács entiende por ella que lo decisivo para estimar la consciencia de
clase de un proletariado es la que se le debería atribuir en razón de la
situación histórica, y no la consciencia empíricamente observada entre los
obreros. Pero el hecho es, que, acaso inconsecuentemente con su visión metafísica
de la historia, el joven Lukács coincide cautamente con Lenin en considerar
decisiva la función educadora del partido. En el ensayo de 1920 La misión moral
del partido comunista escribía ya, como Lenin mismo, al que entonces conocía
insuficientemente: «Tras haber sido el educador del proletariado para la
revolución, el partido comunista tiene que convertirse en educador de la
humanidad para la libertad y la autodisciplina. Pero no conseguirá cumplir esa
misión más que si ejerce su obra educativa desde el principio sobre sus
miembros».
El idealismo
del joven Lukács tiene, pues, la justificación de un intento, aunque
hipertrofiado, de practicar la operación leninista: revalorizar el elemento
subjetivo del marxismo frente al objetivismo y al cientificismo de la
socialdemocracia. En el epílogo de 1957 a Mi camino hacia Marx Lukács ha
aludido a esa motivación de su idealismo juvenil, comparándola con la de Lenin:
«A comienzos del período del imperialismo, Lenin ha desarrollado la
importancia del factor subjetivo más allá de las doctrinas de los clásicos»
(IP 652). Queda el hecho de que, cualquiera que fuera la motivación, el
resultado era efectivamente un idealismo, tan poco consistente como cualquier
otro para guiar la práctica revolucionaria. Como ha dicho autocríticamente
Lukács en 1967, su pensamiento juvenil negaba en la práctica la naturaleza (HCC
XVIII), desconocía que el trabajo es una categoría imprescindible en el
análisis de la realidad social (HCC XVIII) y disipaba la realidad política con
implicaciones tan peligrosas como la reducción, en Táctica y ética, de «la
fuerza del estado burgués» a «la creencia del proletariado en esa fuerza» (IP
36). Pero lo más grave es que llegaba inevitablemente —aunque en el caso de
Lukács ese resultado natural del idealismo sea, dadas sus motivaciones,
paradójico— a la anulación real de la práctica en la hipertrofia idealista e
intelectualista de la teoría. En Historia y consciencia de clase el joven
Lukács reprochaba al Engels del Anti-Dühring el no atenerse estrictamente a
Hegel para definir lo metafísico, o sea, el no definir precisamente como
metafísico el pensamiento contemplativo que deja inmutado su objeto. La
consideración metafísica, prosigue, «es siempre y sólo contemplativa, no se
hace práctica, mientras que para el método dialéctico el problema central es la
transformación de la realidad. Si no se tiene en cuenta esa función central de
la teoría, se hace del todo problemática la excelencia» de la dialéctica (HCC
4). Desde luego que Lukács no estaría pensando explícitamente en una dialéctica
como la hegeliana, que transforma el objeto porque éste es en sustancia mental.
Pero la contaminación idealista es evidente ya por el mero hecho de que en el
contexto de la idea de «transformación» de la realidad falta la idea de
práctica material.
La
consiguiente disipación de la práctica misma era demasiado contradictoria con
la motivación revolucionaria del propio Lukács. Por eso las críticas de Lenin y
Zinoviev debieron de caer en terreno ya agrietado, bien dispuesto, pues, para
que arraigara la semilla.
Hacia 1924
empieza el «tercer período», según lo ha llamado Lukács, de su marxismo. El
primero fue el de la mera curiosidad de estudiante, como en el caso de Gramsci,
y vio a Marx como «científico destacado», a la vez respetado y atacado por los
maestros académicos; el segundo la lectura hegeliana de Marx, a la que se ha
hecho referencia hasta ahora; el tercero es el de la lectura leninista de Marx,
que se anuncia en el hermoso ensayo de Lukács sobre Lenin. El mecanismo
desencadenador de este «tercer período» de la ortodoxia marxista de Lukács no
se reduce, sin embargo, a la lectura de Lenin. Otra vez opera, con la misma
fecundidad de siempre, la primera «fuente y parte integrante del marxismo»: «Sólo
la fusión con el movimiento obrero revolucionario, fruto de una práctica de
años» —ha escrito Lukács en 1955 (Mi camino hacia Marx, IP 328)— «y la
posibilidad de estudiar las obras de Lenin […] abrieron el tercer período de mi
ocupación con Marx».
Este tercer
período es el del clasicismo de Lukács. Su fundamento es una contradicción muy
interesante que tal vez podría servir para caracterizar toda una época del
movimiento comunista. Hay, por de pronto, en el Lukács de maduración de la
segunda mitad de los años veinte, la decepción por el incumplimiento de las
previsiones de revolución mundial. Al efecto de esa decepción hay que sumar la
crítica por Lenin del izquierdismo que Lukács había profesado en el período
anterior y el fracaso completo de «Blum» —nombre conspirativo de Lukács en la
clandestinidad— en su intento de influir en la política de su partido. (Esta
última decepción fue tan grande que, según él mismo ha contado más o menos
ingenuamente —más bien menos que más, creo yo— le convenció de que era un
incapaz como político y le hizo abandonar para siempre toda lucha por la
definición de la política de su partido.) Pero, por otro lado, la consolidación
del poder stalinista —Lukács creyó siempre en la razón histórica de Stalin,
pese a su enérgico antistalinismo en materia de organización del poder
socialista— le devolvió un optimismo histórico seguro, aunque cauteloso (pues
contaba con plazos bastante largos) y le inspiró como tarea de su vida el
«lanzar un puente» entre el pasado cultural y el futuro comunista. Esta tarea
«pontifical» caracteriza la «ortodoxia marxista» del Lukács de 1930-1970, el Lukács
de los grandes estudios literarios, del Joven Hegel de la Estética y de la
Ontología del ser social. Todas esas grandes producciones del Lukács clásico
quieren ser puentes, son intentos de abrir camino sistemáticamente —o sea,
desde casi todas las vertientes de la consciencia— hacia el futuro. El lenguaje
de Lukács se hace entonces académico, a menudo pesadamente académico, en
consonancia con la tarea «pontifical». El Lukács clásico es un polihístor, un
escritor casi enciclopédico, pero principalmente historiador, que intenta dar
toda una visión de la realidad, integrada en la historia, para facilitar
comprensión del presente por el pasado y por el futuro. Su modelo es a veces el
viejo Goethe imperturbable y algo sardónico, y siempre el Marx maduro de los
años 1860: «se ha de considerar la afirmación de Marx —tan sólo existe una
ciencia única coherente de la historia, que abarca desde la astronomía hasta la
llamada sociología— como hecho fundamental del ser» (C 27)3.
La crisis
del stalinismo fue también una crisis de Lukács. Según ha contado varias veces,
Lukács se había acostumbrado a llevar sordamente adelante un forcejeo tenaz
contra la política cultural staliniana y zdanoviana; pero el nervio, la energía
para esa pugna le venía precisamente de la profunda convicción del acierto de
las decisiones básicas que constituyen el stalinismo: estatalización en un solo
país, política de alianzas, rigor administrativo, conformismo
científico-cultural en atención paternalista al atraso de las masas gobernadas
tradicionalmente. Las tomas de posición de Lukács contra Trotski (con respeto)
y contra Bujárin (con injusto desprecio incluso en lo personal) son elocuentes.
Esa convicción empieza a resquebrajarse (pero sin hundirse nunca) en 1948, año
en el cual, con la cristalización de la guerra fría, Lukács ve amenazada de
hundimiento su esperanza en un desarrollo progresivo de la alianza antifascista
de la guerra y piensa que el movimiento comunista repite los errores de 1920,
esto es, su propio error (de Lukács) de extremismo. (Esta es la hora de Rákosi
y Geroe en Hungría.) En el marco de las dificultades de los países de base
nocapitalista de la Europa del este, la crisis del stalinismo de Lukács culmina
en la catástrofe húngara de 1956. Lukács es entonces, a título provisional,
ministro del primer gobierno Nagy y vive, como es sabido, la tragedia
sangrienta de aquel grupo: él fue uno de sus pocos supervivientes de nombre
famoso. La crisis madura en Lukács, y éste, con su coherencia habitual, la
trabaja en profundidad.
En realidad,
Lukács había visto muy pronto el riesgo de lo que luego sería la vía
stalinista, predibujado ya en tiempos de Lenin. En 1919 había escrito en La
función de la moral en la producción comunista: «El proletariado se aplica
la dictadura a sí mismo. Esta medida es necesaria en interés de la
supervivencia del proletariado cuando faltan el recto conocimiento y la
voluntaria orientación por los intereses de clase. Pero no hay que esconderse
que este camino oculta muchos peligros para el futuro» (IP 79, subrayado M.
S.).
Esas
palabras se verificaban trágicamente en 1956, y desde entonces se agudizaba la
sensibilidad autocrítica de Lukács. En Lukács, como en cualquier comunista
inteligente, crítica del stalinismo es autocrítica, porque no es sensato creerse
insolidario de treinta años del propio pasado político, aunque uno tenga sólo
veinte. Señaladamente, Lukács ha indicado la raíz de la «deformación teórica»
staliniana en la mala relación de la teoría con la práctica: «[…] el gran
salto que se produjo desde Lenin hasta Stalin consistió justamente en que en la
filosofía stalinista —si se me permite la expresión— correspondió el papel
principal a la resolución táctica de la política práctica de cada caso, de
suerte que la teoría moral quedó degradada a la condición de guarnición, de
superestructura, de embellecimiento, no teniendo ya ninguna influencia sobre la
resolución táctica» (C 206).
La decisión
de tomarse en serio la autocrítica del stalinismo le valió pronto el ataque de
la filosofía académica. El n.° 10 de Voprosy filosofa de 1958 publicaba un
editorial del que procede este párrafo: «Como muestra la creciente crítica a
los trabajos de Lukács, éste ha adoptado desde hace mucho tiempo una posición
oportunista, pequeño-burguesa. Ha disimulado la contraposición existente entre
la ideología burguesa y la socialista, y ha disminuido el papel que corresponde
a la clase obrera y a su concepción del mundo en la lucha por la democracia y
el socialismo; ha intentado ocultar la contradicción principal del presente —la
contradicción entre el socialismo y el capitalismo, entre la clase obrera y la
burguesía— pronunciando abstractos discursos sobre una contradicción entre la
democracia y la antidemocracia “en general”» (IP 775).
Como se
podrá ver por textos que se aducirán, el conjunto del ataque es una insidia.
Pero tiene más pretexto que otras calumnias de los expertos académicos de Voprosy
filosofa. Parece, en efecto, como si, desde la estabilización relativa del
capitalismo en Europa en los años 20, la crítica de Lenin a su izquierdismo
juvenil y la experiencia del triunfo del nazismo mientras la III Internacional
convocaba, entre los congresos V y VII, a la lucha contra la socialdemocracia,
Lukács estuviera traumatizado por el temor a errores catastróficos. Hay que
decir que la burocratización de los poderes de origen socialista no podía
animarle mucho a superar posiciones defensivas aliancistas del tipo «frente
democrático», etc. Por este camino construye Lukács después de la segunda
Guerra Mundial su básica línea de democratismo coexistencialista, que tiene su
expresión típica en el discurso La concepción aristocrática del mundo y la
democrática, muy anterior a Jruschov, pues es de 1947. Se trata para Lukács de
evitar lo que llama «la repetición histórico-universal del error básico de los
años veinte», el aislamiento del movimiento obrero revolucionario (la frase
entrecomillada es de 1957, IP 652). Junto con la crisis del stalinismo, los
forcejeos sin solución del movimiento comunista en los países de capitalismo avanzado
redondean para Lukács un cuadro que le sume en profundo pesimismo político. Los
plazos largos aceptados con el modelo stalinista se le convierten ahora en
plazos larguísimos. Esta posición se expresa claramente en las Conversaciones
de 1966:
Lukács
analiza el capitalismo actual, la llamada «sociedad de consumo» del capitalismo
monopolista e imperialista, como resultado de la generalización del modo de
producción capitalista a toda la producción de bienes de consumo y a los
servicios. El análisis es muy ortodoxo en su planteamiento: parte de la
creciente importancia de la plusvalía relativa determinada por la ulterior
ampliación relativa de la cuota del capital cons tante en la composición
orgánica del capital: «[…] esta transformación del capitalismo consistente
en el papel predominante jugado por la plusvalía relativa crea una situación
nueva, en la que el movimiento obrero, el movimiento revolucionario, está
condenado a recomenzar; situación» —añade tras ese negro diagnóstico y a la
vista de ciertos sectarismos neoizquierdistas— «en la que presenciamos un
renacimiento, en formas muy deformadas y cómicas, de ideologías que
aparentemente están superadas hace mucho tiempo, como, por ejemplo, el
antimaquinismo de finales del siglo XVIII» (C 82). «Tenemos que tener
consciencia clara de que se trata de un nuevo comienzo o —si se me permite la
analogía— de que no nos encontramos ahora en los años veinte del siglo xx, sino
en cierto modo en los comienzos del siglo XIX, tras la revolución francesa,
cuando comenzaba a formarse lentamente el movimiento obrero» (C 82). «[…]
Yo no compararía la [situación] histórica [actual] con la de Marx y Engels,
pues no debe olvidar usted que cuando aparecieron en escena Marx y Engels ya se
daban grandes huelgas en Francia y estaba el movimiento cartista en Inglaterra»
(C 155). Y más dramáticamente todavía: «Creo que esta noción [de nuevo
comienzo] es muy importante para los teóricos, pues la desesperación cunde muy
velozmente cuando la enunciación de determinadas verdades halla sólo un eco
mínimo» (C 82). El último de esos textos revela el punto débil —junto a su
dosis de verdad— de esa posición: pues dejando aparte el olvido de cosas tan
importantes como la revolución china, no es verdad que el socialismo despierte
hoy poco eco en los países capitalistas. Donde despierta poco es en los países
burocráticos de la Europa oriental. En el oscuro y excesivo pesimismo del
último Lukács actúa mucho más el desprestigio del socialismo por culpa de su
deformación burocrática derechista en el poder que la realidad del capitalismo
monopolista de la segunda mitad del siglo XX. Ese pesimismo le confirma en su
línea «democraticista»: «Me parece ilusorio esperar que surja hoy día en
cualquier lugar de Occidente un partido socialista radical. De lo que se trata
es de crear un movimiento que mantenga constantemente en el orden del día esas
cuestiones, que movilice capas cada vez más amplias para la lucha contra la
manipulación» (C 120). Y le hace pensar en ritmos históricos muy lentos: «Mi
opinión es que tenemos que abandonar radicalmente toda ilusión respecto a la
posibilidad de lograr en breve plazo [la] ruptura» (C. 122).
Hay que
criticar al veterano Lukács de la década de 1960 por la insuficiente
fundamentación de ese pesimismo, fruto de la generalización indebida de dos
experiencias: el empobrecimiento del socialismo en el este de Europa y la
circunstancial ofensiva ideológica y propagandística del capitalismo
kennediano, que en los países capitalistas provocó bajas, a menudo valiosas y
honradas subjetivamente, en las organizaciones obreras. Pero no se le puede
reprochar ni haber dado en lo que él mismo llamó críticamente «las excitadas
y megalomaníacas lamentaciones de una pseudorrebelión de intelectuales» (IP
511) ni tampoco, como hizo Voprosy filosofa, que perdiera de vista
la perspectiva del comunismo. Por lo pronto, el democratismo de Lukács no busca
una democracia cualquiera, sino «una democratización general en sentido
comunista», como dice en la carta a Alberto Carocci (IP 677). En el mismo
discurso de 1947 que sirve de pretexto a la calumnia de Voprosy filosofa había
escrito Lukács, precisando su programa de democracia: «Sé que todavía hoy
muchos creen en el valor de una restauración de la vieja democracia formal. […]
ésta reproduciría inevitablemente la vieja crisis y, con ella, la fuerza de
atracción de masas de la ideología reaccionaria» (IP 429).
La última
perspectiva de Lukács es la perspectiva comunista del hombre nuevo, el tema
antropológico que es su legado último a sus discípulos y que éstos, como Agnes
Heller, están desarrollando. Pese al infundado pesimismo de los larguísimos
plazos, Lukács ha propuesto en su vejez la perspectiva de una orientación
propiamente comunista del trabajo de un nuevo —mejor sería decir renovado—
movimiento obrero revolucionario: «La perspectiva de un nuevo tipo humano
puede desencadenar un entusiasmo a escala internacional. La mera perspectiva de
la elevación del nivel de vida —cuya significación práctica dentro de los
países socialistas estoy muy lejos de menospreciar— es seguro que no lo
logrará. Nadie se convierte al socialismo por obra de la perspectiva de poseer
un automóvil, sobre todo si ya lo posee dentro del sistema capitalista» (C
208).
Se pueden
cerrar estas líneas de homenaje conme morativo con un texto de las
Conversaciones de 1966 que el movimiento obrero debería situar por encima de
cualquier consideración táctica; es un texto de auténtica ortodoxia marxista: «el
establecer la reforma del hombre como objetivo central significaría una nueva
fase del marxismo […]. Este aspecto del marxismo ha de pasar ahora a primer
término, mas no de una manera propagandística huera, sino sobre la base del
análisis del capitalismo actual, con lo cual puede llegar a encontrarse una base
para la lucha contra la actual alienación» (C 78).
NOTAS
1. HCC:
Georg Lukács, Historia y Consciencia de clase, trad. castellana,
Grijalbo, México, 1969.
2. IP: Georg
Lukács, Schriften tur Ideologie und Politik, Neuwied, Luchterhand,
1967,
3. C: Holz, Kofler,
Abendroth, Conversaciones con Lukács, trad. castellana, Alianza
Editorial, Madrid, 1969.
Fuente:
Texto escrito en julio de 1971 y publicado en la revista Realidad,
nº 24, diciembre de 1972. Incluido en el libro Panfletos y Materiales, I, Sobre
Marx y marxismo, 1983
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