Ecología, Sociedad 18
septiembre, 2018 Liberty Cravan
Pasear por un
supermercado es recorrer pasillos repletos de productos anteriormente
conocidos como comida, especialmente si nuestro presupuesto es
limitado. La gran mayoría de alimentos son una mezcla poco saludable de
azúcares, aceites de muy baja calidad (palma, colza), conservantes, almidón,
agua y saborizantes.
Comer en restaurantes, especialmente aquellos de comida barata
que frecuentamos la mayoría de personas trabajadoras (como pizzerías,
hamburgueserías de comida rápida, restaurantes chinos u otros establecimientos
similares) no mejora las perspectivas. Y lo mismo ocurre al adquirir alimentos
precocinados y otros ultraprocesados. ¿Cómo es posible comprar una hamburguesa
o una lasaña de carne por sólo 1€? Lo es porque, aparte de elaborarse y
servirse gracias al trabajo ultraprecario, suelen contener más basura
disfrazada que alimentos reales. De hecho, la Organización Mundial de la Salud
(OMS) recomienda reducir el consumo de estos alimentos, ya que existen estudios
científicos que han relacionado el consumo de carnes procesadas (como son
también el bacon, las salchichas, la mortadela y el choped o los nuggets, entre
otras) con un mayor riesgo de sufrir cancer o enfermedades cardiovasculares.
Hablando de carnes, la sección de embutidos envasados y,
especialmente, las carnes magras como el pavo, son un engaño aterrador. Las
supuestas “pechugas de pavo” que nos venden en formato fiambre tienen menos de
un 50% de carne de pavo y son más bien un preparado de almidón, agua y
saborizantes como el glutamato. Existe comida para perros de mayor calidad.
Tampoco cambia nada el optar entre marcas blancas y otras marcas. La mayoría de
las marcas más conocidas se encarecen como consecuencia de su mayor inversión
en publicidad o en un diseño atractivo del envase. Sin embargo, habitualmente
su calidad es similar y, en algunos casos, incluso inferior.
¿Por
qué resulta más barata la comida basura que una dieta saludable? Los
procesos industriales, la globalización y, más en concreto, el capitalismo, han
dado pie a que esto ocurra. No se necesita que las personas trabajadoras
estemos sanas, sólo que nos alimentemos con cualquier cosa para seguir
produciendo y no desfallecer. Lo justo para que tampoco colapsemos de
enfermedades crónicas una sanidad cada vez más infrafinanciada. Podríamos
hablar también de los zumos envasados o la leche; de los abusos de toda la
cadena industrial de producción agrícola, pesquera o ganadera; de las
cantidades de azucar en cereales, galletas o artículos dirigidos a los más
pequeños… únicamente para redundar en la cuestión de cómo se produce y se
consume bajo el capitalismo, un sistema tóxico con la vida y el medio que no
tiene problemas en envenenar a la mayoría de la población con tal de mantener
los beneficios de unos pocos. Nos venden basura con apariencia de comida sana a
bajo precio para que llenemos el estómago y, desde los legisladores a los
supermercados pasando por cada uno de los intermediarios de esta cadena, todos
contribuyen a mantener la industria funcionando. Salimos perdiendo los
productores primarios, los trabajadores de las empresas intermediarias y la
gran mayoría de consumidores. En definitiva, salimos perdiendo toda la gente
trabajadora, una mayoría de la sociedad atenazada por la pinza que generan los
bajos salarios y el alto coste de comer algo que no sea basura.
A pesar de habernos inculcado con disciplina la
mercantilización, no ha podido hacernos olvidar del todo los alimentos locales,
con una producción distribuida y no industrial. Permanece nuestro deseo de
comer comida de verdad, con sabor y de buena calidad. Es tan claro este deseo
que el propio capitalismo se ha adaptado para tratar de sacar beneficio de la
alimentación sana convirtiéndola en una línea más del supermercado, la de los
productos bio o ecológicos. Esto no es más que un sucedaneo (a un alto precio)
de lo que nos ofrecen otras formas producción y de relación social. Un ejemplo
de ello son los grupos de consumo organizados para eliminar intermediarios
entre productores y consumidores de producción, y que impulsan las prácticas
agroecológicas. También es un ejemplo la subsistencia de cierta economía del
don lejos de las ciudades, donde los vecinos se regalan patatas, pimientos u
otros productos que sobran de la cosecha y que prefieren compartir antes de que
se echen a perder.
Lejos de idealizar un pasado anterior al triunfo casi absoluto
de la economía de mercado, el objetivo hoy es
construir nuevas prácticas en torno al deseo de comer bien, local, sin
productos tóxicos o aditivos insalubres y sin destruir el medio.
La izquierda, especialmente los anarquistas, llevamos años proponiendo una
alternativa basada en el consumo local, la soberanía alimentaria, la
agroecología, las dietas vegetarianas o veganas, el consumo consciente…
Principios y formas de consumo y producción que permiten no sólo una
alimentación más saludable, sino sobre todo una relación más sana entre las
personas, con el resto de seres vivos y con el medio en que vivimos. Impulsar
los grupos de consumo, las huertas urbanas o incluso la vuelta a lo rural son
sólo pequeños pasos a contracorriente, mientras la mayoría de la gente
trabajadora aún compramos en el supermercado o en restaurantes de comida
basura. También la lucha sindical, tanto por la mejora de las condiciones de
trabajo como por la denuncia de prácticas industriales insalubres, permite
ensanchar los estrechos márgenes de acción. Disputarle a la economía de mercado
la hegemonía sobre nuestra alimentación, como sobre otros tantos otros
derechos, va a requerir de audacia y multitud de estrategias conjuntas.
Artículo
publicado originalmente en Regeneración
Imagen
del artista Steve Cutts
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