12-10-2018
“Es delito robarse un banco, pero
más delito aún es fundarlo”. Bertolt Brecht
“El
capital no tiene patria”, decían Marx y Engels hace 150 años. No se
equivocaban. El desarrollo del capitalismo mostró la profundidad de esa verdad.
El capital (que no es sino trabajo acumulado) se desenvuelve más allá de
nacionalismos, sentimentalismos o preferencias subjetivas. Lo mueven leyes
propias basadas en la acumulación y su reproducción, por lo que su tendencia
“natural” es expandirse. Ahí no hay patriotismos que valgan: sus reglas de
juego son frías relaciones de oferta y demanda, de pérdida y ganancia. Las
pasiones nacionalistas salen sobrando.
Así,
de ese modo, el inicial capitalismo europeo –surgido en el Renacimiento y que
toma su mayoría de edad con la Revolución Industrial inglesa y la Revolución
Francesa de 1789– nunca dejó de crecer y expandirse. Primero, globalizando el
mundo con la llegada a América y la acumulación originaria (esclavos negros
trabajando en el “Nuevo Mundo”, robando sus materias primarias para elaborar
productos industriales en Europa para un mercado ya mundial, comercializados
por doquier en las modernas flotas mercantes). Luego, transformándose en
imperialismo. Las dos grandes Guerras Mundiales fueron la expresión sangrienta
de ese desarrollo, masacrando millones de seres humanos y repartiendo el
planeta entre pocas potencias.
Pero
ahora, desde la icónica caída del Muro de Berlín –que marcó el fin de la
experiencia socialista soviética–, el mundo se presenta absolutamente
globalizado. Decimos “absolutamente”, remarcando la tendencia, porque el
proceso de globalización comenzó mucho antes, con la llegada europea a América,
y no en 1989: “La tarea específica de la sociedad burguesa es el
establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción
basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno
sentido [por lo que ahora estamos presenciando]”, anunciaba Marx en
1858. Hablar de “globalización” hoy día es decir, casi como grito triunfal, que
el socialismo fue derrotado y que no hay alternativa: o capitalismo… ¡o
capitalismo! El proceso, sin embargo, va de la mano del sistema mismo; de ahí
que los clásicos podían afirmar un siglo y medio atrás que “el capital no
tiene patria”.
Y
efectivamente: no la tiene. El capital busca lucrar, nada más. Su esencia es
esa. Con el advenimiento de la industria moderna, creó mercados nacionales cada
vez más grandes, transformando toda la vida cotidiana en mercadería para
vender, inventando nuevas necesidades, promoviendo un consumismo desaforado,
llegándose al absurdo contrasentido de una obsolescencia programada. De ese
modo acumuló ingentes cantidades de dinero. Pero el proceso de acumulación
nunca frenó, y desde hace varias décadas asistimos a un crecimiento exponencial
del ámbito financiero.
El
mundo obviamente no puede prescindir de la producción material; y ahí está el
proceso de industrialización fabuloso que creó el capitalismo –sin controles
medioambientales, provocando la catástrofe ecológica actual–, lo cual dio lugar
a imperios que se disputaron el planeta en búsqueda de materias primas y
mercados. El ganador de esa contienda fue el capitalismo estadounidense. Europa
y Japón quedaron como socios menores, no sin tensiones intracapitales. El Plan
Marshall que siguió a la Segunda Guerra Mundial estableció compromisos y
entrecruzamientos entre los capitales, de modo tal de asegurar que nunca más
volvería a haber enfrentamientos armados entre los grandes Estados nacionales
dominantes (porque el poder de fuego alcanzado solo serviría para la
aniquilación mutua).
Sucede,
sin embargo, que desde hace varias décadas el capitalismo productivo fue dando
lugar a un capitalismo basado crecientemente en la especulación financiera. El
mundo del dinero especulativo fue desplazando en su desarrollo a la industria,
así como la industria dieciochesca desplazó a la producción agropecuaria
–fuente principal del modo de producción feudal– en tanto dominadora de la
escena sociopolítica. Hoy día esos capitales financieros tienen una
preponderancia definitoria, marcan el rumbo planetario.
El
capitalismo, por supuesto, no es un sistema monolítico, unívoco. En su
interior, además de la contradicción fundamental con la clase trabajadora,
anidan otras contradicciones. Así, la producción de bienes reales no siempre es
una aliada de la especulación financiera. Por el contrario, pueden chocar. Eso
es lo que está pasando ahora en la principal potencia capitalista: Estados
Unidos, donde su presidente Donald Trump aboga por una revitalización del
alicaído parque industrial (llevado fuera del territorio nacional dadas las
ventajas comparativas de países con mano de obra mucho más barata), chocando
con los sectores financieros, que intentan su derrocamiento como mandatario y
continuar con su inalterable plan especulativo.
Y
hay un choque también entre esos capitales especulativos con el impetuoso
desarrollo de economías productivas como la china o la rusa, con planteos
capitalistas también (China con su peculiar “socialismo de mercado”, con
presencia de capital privado dentro del marco de una planificación estatal
socialista –la cual controla el 51% de su producto bruto–), bregando por un
desarrollo centrado en la producción física y no en las finanzas.
Lo
cierto es que esos capitales financieros globalizados no tienen patria, en
absoluto. Se mueven a velocidad vertiginosa, no teniendo su casa matriz en
ningún Estado. Se puede hablar, en tal sentido, de una oligarquía financiera
global, sin rostro, sin nación. El capitalismo, en su fase inicial primera, e
incluso cuando se hace imperialista, estuvo siempre centrado en un determinado
Estado nacional. La bandera de alguna potencia era la que se imponía: a su tiempo
Flandes, o Gran Bretaña, o Francia. Posteriormente Estados Unidos, Japón,
Alemania (que llegó tarde al reparto del mundo y quiso recuperar el terreno
perdido con su loca aventura nazi). Pero el actual capital financiero global no
tiene bandera. Las acciones de un banco son lo más impersonal que pueda haber.
Ya no hay patrón capitalista visible: hay clase dominante global, que puede
vivir en distintos lugares, ya no solo en Manhattan, o en algún exclusivo
barrio de una capital europea.
La
riqueza de esa casta se basa en la especulación, en los mercados absolutamente
desregulados que imponen las políticas neoliberales a partir del triunfo
omnímodo de los organismos crediticios de Breton Woods (Banco Mundial y Fondo
Monetario Internacional), y también en la industria de la guerra. Si algo
produce este capitalismo, es destrucción. He ahí otro gran negocio: destruir
países para luego reconstruirlos.
Dar
créditos impagables es su otro gran ejercicio de acumulación. “Los imperios
económicos están interesados en promover el endeudamiento de los gobiernos.
Cuanto más grande es la deuda, más costosos son los intereses. Pero además
pueden exigir al presidente de turno privilegios fiscales, monopolios de
servicios, contratos de obras, etc. Si este gobierno no acepta, provocarán su
caída, promoviendo disturbios y huelgas que al empobrecer a la nación los
obliga a claudicar ante sus exigencias”, tal como perfectamente lo dijera
el historiador estadounidense Carroll Quigley.
El
negocio de la guerra no está desunido de estos monumentales capitales, así como
otras actividades no muy santas: el lavado de activos no importa cuál sea su
procedencia es algo sumamente redituable. Así, la narcoactividad encuentra en
los paraísos fiscales una sana y limpia salida. Y de eso se nutren estos
megacapitales: el dinero es siempre dinero, no importa de dónde provenga.
Estos
megacapitales tienen una presencia cada vez más determinante en la arquitectura
del sistema global. Son transnacionales, se mueven a velocidades de vértigo,
invierten en lo que dé ganancias, no tienen sentimientos ni espíritu solidario
(¿acaso el capitalismo podría tenerlo?). Manejan sectores cada vez más
crecientes del mundo, invirtiendo muchas veces en el aparato productivo de
bienes fácticos –la industria, los servicios, el comercio– controlando
integralmente los circuitos capitalistas (materias primas, elaboración,
distribución, mercadeo), siendo quien aporta las grandes sumas de dinero
necesarias para generar la producción en su conjunto.
Se
pueden presentar con bandera nacional si es el caso, pero en general actúan
como fuerzas más allá de los Estados nacionales. Estos grandes capitales, que
juegan a las finanzas, compran y venden empresas rentables (o empresas fundidas
para luego levantarlas), que especulan en las bolsas de valores, que
influyen/determinan en los precios de los productos primarios (energéticos,
alimentos, materias primas varias), que reciben enormes inyecciones financieras
de los negocios no muy santos (narcoactividad, redes de ventas ilegales de armas),
prescinden de regulaciones y controles estatales. Pero al mismo tiempo
necesitan de los “viejos” Estados nacionales para controlar a las poblaciones,
hacerles recibir créditos leoninos (en los países pobres, que quedan endeudados
y atados a los organismos financieros internacionales) y producir guerras que
aseguren el flujo de capitales a través de la industria militar. Y luego,
eventualmente, reconstruir los países destruidos.
A
lo que se suma la necesidad de contar con esos aparatos estatales para cubrir a
los grandes capitales cuando entran en crisis. No son pocos los ejemplos de
Estados rescatando las grandes pérdidas de bancos o megaempresas que entran en
quiebra (Lehman Brothers, General Motors Company, Merryll Lynch, etc.) En otros
términos: los Estados “sobran” para los proyectos sociales (no son inversiones
sino “gastos”), pero se hacen imprescindibles para tapar agujeros de los
capitalistas. Es decir: se privatizan las ganancias mientras que se socializan
las pérdidas.
Por
todo lo anterior se torna muy difícil identificarlos como enemigos corporizados
donde atacarlos. Los imperialismos estaban más claros: los “ yanquis
asesinos ” eran fácilmente identificables. Quemar una bandera de
Estados Unidos fue durante todo el siglo XX una clara expresión de descontento
contra un poder visible. Pero ¿quiénes son los amos actuales? ¿Dónde están los
dueños del mundo contemporáneo? ¿Quiénes toman las decisiones para hacer subir
o bajar acciones en las bolsas, dictaminar el precio del petróleo o la próxima guerra?
El Tío Sam ya no es, simplemente, el claro “malo de la película”. La situación
se ha complejizado.
“ La
dispersión absoluta y la derrota de los trabajadores a nivel global, y el
fracaso de los “socialismos estatistas” del siglo XX (y de los inicios del
XXI), acompañada de la crisis de los paradigmas teóricos que sustentaban esas
luchas y programas políticos, ha impedido que los “nuevos trabajadores”
precarios, precarizados e informalizados que han surgido en todas las áreas de
la vida humana, identifiquen con absoluta claridad a ese enemigo mortal y
criminal de la humanidad ”, expresaba con elocuencia Fernando
Dorado. Está claro que el capitalismo y la acumulación capitalista se sigue
fundando en la explotación de clase, en la apropiación del producto del trabajo
de la gran masa trabajadora mundial a quien se le extrae la plusvalía. Pero el
actual desarrollo de los megacapitales hace difícil, cuando no imposible,
identificar con claridad dónde está el enemigo. Son los capitales, está claro…,
pero ¿quién son sus propietarios?
Los
capitales son globales, y se mueven globalmente. ¿Quién es el dueño de tal
empresa gigantesca? Quizá un banco que tiene su casa matriz en otro país, donde
se depositan impresionantes sumas de dinero (lavado de activos), que nadie sabe
con certeza de dónde provienen, y que invierte además en los más variados
rubros, dictando maniobras en las bolsas de valores y operando con criterio
planetario, mucho más allá de las lógicas nacionales de los capitalismos
anteriores.
Ante
todo eso a la clase trabajadora mundial se le hace difícil detectar cuál es
claramente el enemigo. Sabe que es el capital, pero el mismo no tiene rostro, y
ni siquiera bandera. Quizá una gran empresa de un país pobre, del Sur, es
accionista de un banco europeo o de capital mixto japonés-estadounidense, que
invierte en industrias extractivas (minería a cielo abierto, hidroeléctricas,
cultivos para agrocombustibles) en ese mismo país pobre, y las ganancias de esa
operación terminan en paraísos fiscales con secreto bancario, o en industrias
de armamentos que sirven para que una potencia occidental ataque a ese mismo
país, para luego reconstruirlo con créditos impagables. Rompecabezas
complicado, por cierto. ¿Contra quién pelear?
Esta
es una pregunta que no apunta a aguar la lucha desde el derrotismo y la
resignación, sino a hacerla más posible, más efectiva. No busca conformismo, o
en todo caso posibilismo, sino claridad. Estas son preguntas claves el día de
hoy para pensar cómo construir ese otro mundo posible, que sigue siendo cada
vez más necesario, impostergable.
Blog del autor: https://mcolussi.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario