domingo, 30 de diciembre de 2018

LA DESTRUCCIÓN DEL REINO




GUTIÉRREZ, Miguel
Ed. Milla Batres.  1ra. Edición.
Lima, 1992, pp. 160.
Incluye fotografías de Julio Olavarría.

            No hace muchos años, un presuntuoso y destacado periodista escribió contenciosamente sobre Miguel Gutiérrez; afirmando que era un escritor mínimo.  Poco después, aparecieron dos obras de Gutiérrez:   La Generación del 50, ensayo, y Hombres de caminos, novela.  Y, el año pasado, La Violencia del tiempo, novela en tres tomos con la que se consagró.  Ahora acaba de ser editada:  La Destrucción del Reino.

            Es evidente que tal fecundidad no ha sido motivada para contravenir la afirmación del contencioso periodista.  Simplemente, coincidió con la opción vital de Miguel que requiere una explicación.  Para Miguel llegó el momento en que no pudo soportar más la disociación entre trabajar, para sobrevivir materialmente, y su vocación creativa.

            Entonces, con determinación y exactitud dijo:  Uno no puede ser literato de fin de semana.  Renunció a su trabajo y con un modestísimo ingreso asumió su cometido a dedicación exclusiva.  Hasta que un editor intuitivo y aventurero como Carlos Milla Batres, lo instaló definitivamente en la galería de los grandes literatos al publicar sus dos últimas obras.

            La Destrucción del Reino, se originó de manera insólita.  Julio Olavarría, fotógrafo y paisano de Miguel, iba a publicar en Suiza un álbum sobre el paisaje piurano y le pide a Miguel que escriba las glosas.  Al emprender esta tarea, Miguel fue cogido por la seducción de lo que escribía; es decir, cayó en su propia trampa.  Gracias a ello, nos hizo el obsequio de una obra de arte.  Ahora las fotos acompañan acompasadamente a la serie de relatos.

            En todas las fotografías llama la atención la presencia de un testigo enigmático:  el niño con el velo.  Este personaje es aprovechado por Miguel como recurso narrativo, pues, la capilaridad social que le confiere al niño permite el tránsito de un sector social a otro; hasta que, ya en la pubertad, es ubicado definitivamente.

            Por lo demás, Miguel se identifica a veces con el mismo niño; no sólo por los indicios que se descubren en los relatos;  sino porque  como todo artista, y a pesar de la madurez que tiene, siempre subyace en él, el alma de un niño.  Y Miguel, por cierto, no ha perdido la capacidad de asombrarse ni de asombrarnos.

            Además de asombrarnos con la visión descarnada del mundo y de la semifeudalidad piurana.  La Destrucción del Reino también nos estremece, pues toca conflictos que están muy cerca de los nuestros y que muchas veces pasan inadvertidos; razón por la cual, y a pesar de la fluidez de la narración, se necesita remontar la lectura para luego seguir avanzando.

            Como Miguel no ha diseñado los personajes a partir de una moral maniquea, podría decirse que el lector es inducido a descubrir que el bien y el mal no están tan alejados y que pueden transmutarse inopinadamente.  El autor, con gran dominio del oficio, ha domeñado las pasiones encontradas de los protagonistas para sujetarnos al encanto literario.

            En la serie de relatos que conforman La Destrucción del Reino, los protagonistas padece de problemas de ubicación social, de identidad, son seres fatalizados, sin salida, que van indirectamente al encuentro de la muerte y que tienen el “pecado” de haber nacido o de ser hijos no deseados.

            -Laureano Carnero, propietario de la hacienda Tuluma, fue maldecido por su padre al nacer; pues, a medida que avanzaba el embarazo de su madre, ésta languidecía, muriendo en el parto.  Su padre le prohibió que lo llamara como tal y lo confinó a vivir con la servidumbre.  De niño presenció el asesinato de su padre, quien había sido especialmente cruel y despótico con él.  Vivió encapsulado en visiones bíblicas –como su padre- y obcecado en cobrar venganza; no se casó ni tuvo hijos.  El seguimiento para dar caza a cada uno de los asesinos de su padre alcanza ribetes cinematográficos.  Miguel describe el paisaje en función del estado de ánimo de los personajes, dándole perfecta unidad a las escenas.

            -La Zarca nació en un establo y fue abandonada por su madre; llega a ser jefa de una partida de bandoleros, imponiéndose en un ambiente en donde campeaba la rudeza y la agresión sexual masculina

            Ella tiene el conocimiento objetivo que el amor y el poder –como todas las pasiones- son excluyentes; y va al encuentro de su destino en el duelo singular que sostiene con el bandolero romántico Carmen Domador.  Este duelo concita tremendamente la atención y nos convierte en espectadores fanatizados, gracias al influjo literario de Gutiérrez.

            También este relato es enriquecido por la íntima relación de la bandolera con Paula La Birítica; quien, luego de ser ultrajada por El Negro Chepecera y su banda se suicida.  La Zarca desafía al Negro y después de vencerlo, lo capa.

            De todos los relatos que componen La destrucción del Reino, quizá, la historia de La Zarca alcance mayor popularidad.  Por una parte, las historias de bandolera no son frecuentes en el mundo.  Y, por otra parte, las sociólogas han puesto de moda las investigaciones sobre “las relaciones de género”.

            -Ella Patricia, gran terrateniente de inconcebible belleza, fue producto de una indeseada gestación.  Sus padres pertenecían a dos ramas familiares enemigas; la madre de extirpe chola y de excluida belleza fue seducida en un acto de burla por su primo que era bello y de ojos azules.  Cuando la emergencia campesina y la Reforma agraria velasquista afectan sus latifundios, Ella Patricia se siente desubicada e ingresa en un proceso de degradación autodestructiva, arrastrando consigo al hijo menor que estaba identificado con ella.  Este es un relato de lectura sumamente fácil y entretenido, aunque no por ello deja de estremecer.

            -Artimidoro Alberca, joven propietario de una pequeña granja, vivió con su abuelo y su madre en un paraje desolado.  A la madre se le desencadenan las apetencias sexuales en la adolescencia, después de aceptar los requerimientos de un apuesto terrateniente y sale encinta.  Al notarlo su padre, es decir, el futuro abuelo de Artimidoro, decide trasladarse con su hija a un paraje aislado para evitar la vergüenza y conjurar los impulsos sexuales de la hija.  Con el tiempo el abuelo muere; pero, poco antes, le encomienda a su nieto el cuidado de la madre.  Artimidoro asume el encargo obsesivamente; tal es así, que no se casó ni tuvo hijos.  Sin embargo, al enterarse de su origen bastardo decide matarla. Este conocimiento no fue el móvil del crimen, sino el factor precipitante. La historia de Artimidoro Alberca es un relato imperecedero; por momentos adquiere la dimensión de una tragedia griega.  Gutiérrez al configurar la personalidad del matricida, ha hecho gala de la destreza que posee en el oficio.

            Con esa misma habilidad presenta en toda su obra las diferencias sociales, especialmente a través de las versiones que de los mismos sucesos vierte el grupo señorial y el de la servidumbre.  En ese sentido, las páginas 92 a 99 son las más ilustrativas;  ahí destaca la revelación de la vieja cuarterona, que eventualmente continúa al servicio de los patrones.

            Finalmente, el reconocimiento a Carlos Milla Batres, quien ha elevado la actividad editorial a oficio artístico.  A él se debe la hermosa composición de la portada, aunque no figura como tal en los créditos respectivos por la sencillez que lo caracteriza.

Antonio Rengifo Balarezo
KACHKANIRAQMI
Revista N°8, II época
Lima marzo 1993.
Sección:  Comentarios Reales
pp. 71/73.-

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