07/01/2019
“Sediciosos, facciosos, agitadores,
violentos, ‘casseurs’ (destructores)…”
Así se refiere a los chalecos amarillos
Benjamin Grivaux, ministro vocero del gobierno de Emmanuel Macron. Un coro de
cacatúas periodísticas repite en los medios: “Sediciosos, facciosos,
agitadores, violentos, ‘casseurs’… Luego, cuando los chalecos amarillos
denuncian el periodismo tarifado, infame, manipulador y a las órdenes del
poder, los cagatintas se lamentan como vestales impolutas: “Los
chalecos amarillos atacan la libertad de prensa”…
Sin embargo, una de las características
más evidentes del chaleco amarillo, junto a su determinación, su capacidad de
sacrificio, su generosidad y su humanismo, es su voluntad de actuar
pacíficamente. Como para demostrarlo, ayer domingo, –víspera de Epifanía–,
salieron a la calle -solas- las mujeres chalecos amarillos. Haciéndole frente a
una cohorte de policías armados hasta los dientes para la guerrilla urbana,
gritan al unísono: “¡Dame un beso!” “¡Dame un beso!” (Un bisous! Un bisous!).
Los mensajeros armados de la paz y el
orden ponen cara de culo y se tornan hacia su comandante: “¿Qué hacemos jefe?”
El sábado, Acto VIII del movimiento que
sacude Francia hasta sus cimientos, el número de manifestantes dobló con
relación al sábado anterior, desmintiendo al gobierno y a los medios que
afirman, contra toda evidencia, que el movimiento pierde fuerza.
Los chalecos amarillos son un
movimiento revolucionario, ejemplar e histórico. Salen a la calle, se
reencuentran y rehacen la sociedad… El pobre suele hacerse pequeñito, baja la
voz y la cerviz, vive como disculpándose de estar ahí, culpabilizado de su
pobreza por los winners, los expertos, los que saben, el riquerío y sus
sirvientes. El chaleco amarillo comprendió que el pueblo es él, y recordó lo
que le enseñaron en la escuela pública, laica y gratuita: “La Revolución
Francesa eliminó para siempre las desigualdades sociales ante la Ley, e hizo
del pueblo el único soberano”. El chaleco amarillo es pueblo, ergo… es
soberano.
Frente a la crisis de régimen surgen
dos caminos: unos, los demócratas, exigen ampliar, extender los derechos
ciudadanos, practicar la democracia directa. El referendo de iniciativa
ciudadana (RIC) traduce esa voluntad del pueblo de decidir de lo que le
concierne. Otros, los autoritarios, apuestan al hombre/mujer providencial que,
imponiendo otro orden, el suyo, le restituya a Francia el orden y la
tranquilidad que hacen las delicias del gran capital.
En este bivio, en esta alternativa,
surge otra vez, como en setiembre de 1789, la diferencia entre izquierda y
derecha: la izquierda lucha contra los privilegios, se opone a ellos, los
declara inadmisibles. La derecha protege los privilegios, vive gracias a ellos,
y los justifica por ser de ‘origen divino’ o el premio de la riqueza acumulada
despojando al pueblo.
La costra política instalada llora el
fin de la democracia representativa. Los chalecos amarillos responden que las
reglas de la representación deben ser definidas por los representados. No por
los representantes. Es el pueblo el que debe fijar los límites de la
representación, la misión del representante, y establecer los mecanismos de
control que le permitan revocar al representante si este no obedece el mandato
recibido de quienes lo eligieron.
¿Democracia representativa? Sí, pero
como en la Atenas de Pericles: mandato breve, no renovable, revocable,
controlado y sin privilegios.
La masa de periodistas sirvientes no
entiende. Por eso no para de preguntarle a los chalecos amarillos: “Pero…
¿cuáles son sus reivindicaciones?”
Emmanuel Macron propuso “un gran debate
nacional”. Y se apresuró a fijar los límites del debate. “No podemos deshacer
lo que ya hemos hecho”, declaró, jupiteriano. Antes de insinuar los temas que a
su juicio pueden ser discutidos.
Los chalecos amarillos, recordando una
vez más la Revolución Francesa, retrucan: “No es el representante el que fija
los límites de la soberanía de los representados. ¿Por qué debiese estar
limitada nuestra soberanía? ¿Con qué legitimidad puede alguien limitar los
derechos de los ciudadanos, que son, precisamente, la fuente de la legitimidad?”
“Hay cuestiones muy técnicas”, osa
argumentar algún politólogo, suerte de comentarista deportivo surtido de muchas
pelotas. La respuesta no se hace esperar: “En política no hay ‘expertos’: todos
somos iguales y tenemos derecho a un voto.”
La reflexión va más allá: elegir es no
votar. Elegir significa designar un “electo” que es el que vota todo en nuestro
nombre, prescindiendo de nuestra opinión. Al elegirle, abdicamos de nuestra
propia soberanía durante 4, 5 o 6 años.
La Constitución, que debe proteger al
ciudadano, sus libertades y sus derechos, es en realidad una prisión política
que nos mantiene maniatados. No hay ningún artículo de la Constitución que
niegue abiertamente la soberanía del pueblo (a menos que se trate de la
Constitución chilena). Pero la Constitución establece que las leyes las vota el
Parlamento, no los ciudadanos. Los representantes, diputados y senadores, votan
leyes que les convienen a ellos y a sus mandantes.
Ese hecho, verificado no solo en Francia
sino en el mundo entero, es el que lleva a los chalecos amarillos a reclamar su
derecho a controlar y a revocar a los electos. Porque los electos, los
representantes, instituyen su propio poder, despojando al pueblo de su
soberanía.
Étienne Chouard, un militante que
piensa y hace pensar, sostiene que no se trata de pasar a la 6ª República, sino
a la primera democracia… Hasta ahora ha prevalecido el poder de la oligarquía,
sector social privilegiado que impuso el sufragio como la mejor herramienta para
preservar su poder. Desde hace 25 siglos sabemos que la herramienta de la
democracia no es el sufragio sino el sorteo: Montesquieu, Rousseau y otros
grandes pensadores lo dijeron, antes de que esta gran verdad fuese
convenientemente ocultada.
Étienne Chouard opina que esto no es
una democracia porque, si uno examina la realidad, el demos no tiene el kratos.
En democracia ningún poder financiero
debe ser dueño de los medios de comunicación. En democracia la moneda no puede
estar al servicio del gran capital en manos de un Banco Central privatizado.
Así como hay soberanía política, debe haber soberanía monetaria.
La revolución ciudadana de los chalecos
amarillos no solo sigue viva, sino también grávida de una profunda reflexión
relativa al tipo de sociedad que debemos construir.
Lo que no es óbice u obstáculo para
escuchar una vez más la pregunta babosa del periodista teledirigido: “Pero…
¿cuáles son sus reivindicaciones?”
La respuesta es simple. Los chalecos
amarillos, o sea el pueblo, quieren recuperar el kratos…
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