Escrito
por César Lévano. Publicado en la revista Marka. Año VI, N° 200 del 15 de abril
de 1981.
La noche
del 16 de abril (1930), numerosos obreros se reunieron en un cuarto del poblado
textil de Vitarte para ensayar un canto. Al día siguiente, en el entierro de
José Carlos Mariátegui, trescientos vitartinos podían entonar al unísono el
Himno: “Vamos unidos”, /obreros y soldados/ contra el capital…” Ese mismo día
17, los tranviarios de Lima detenían cinco minutos sus vehículos en señal de
dolor. Esos episodios de grupo señalan el peso de un afecto y de una enseñanza
que no han hecho sino crecer durante los últimos 51 años de historia del
Perú.
Podría
añadirse una comparación con el silencio del diarismo limeño de la época para
mostrar el componente de clase que hay, inevitablemente, en la actitud
frente Mariátegui. Luis Alberto Sánchez, que todavía no era aprista,
escribió en el número uno de la revista “Presente”, julio de 1930, una
semblanza de Mariátegui en la que se lee: “El más significante de los
homenajes, y el más incomprensivo, el de la prensa del Perú. Bueno es tener
presente que en 1925 se propuso el nombre de José Carlos para una cátedra
universitaria, pero que se vetó”.
No.
Mariátegui no murió solo, ni en derrota, ni “abandonado por sus colaboraciones
más próximos, como insinúa una leyenda. En la presentación del libro
“Mariátegui y los congresos obreros” de Wilfredo Kapsoli, el 1° de enero
último, Julio Portocarrero respondió públicamente a una pregunta que le formulé
precisamente sobre esto: “Cuando el Camarada José Carlos Mariátegui murió,
tenía el aprecio de todos nosotros, de la gran masa que lo acompañó en su
sepelio”.
Sobre la
tumba del amauta se podrían escribir los versos de Pushkin:
Me he
levantado un monumento inquebrantable; / No cubrirá la hierba el sendero del
pueblo,/ Que a él conduce…
¿Por qué?
¿Por qué ese recuerdo y ese afecto? ¿Por qué ese ese desfile con su imagen en
las banderas rojas y su nombre en las voces roncas?
Por
razones sencillas: porque señaló soluciones de justicia para los problemas
centrales del Perú, que son los de la inmensa mayoría; por que movilizó a las
masas profundas, en primer lugar los obreros y los campesinos, para la
transformación del Perú, dotándolas de un partido de clase y organizaciones de
masas; y porque unió la suerte de peruanos con la de los trabajadores peruanos
con la del “proletariado universal”, como dice el Himno de Vitarte compuesto
por su camarada y colaborador más íntimo, Ricardo Martínez de la Torre.
Mariátegui
quería en efecto, un Perú nuevo en un mundo nuevo. Absurdo le hubiera parecido
como les perece a los jefes revolucionarios de Cuba, Nicaragua o El Salvador,
el pretender que una revolución de nuestro tiempo puede ser estrechamente
nacional y encapsulada en sí misma.
Tampoco,
era Mariátegui un “internacionalista” que negara la especificidad nacional y
regional; o el arraigo en nuestras mejores tradiciones, costumbres y modos de
ser. En el terreno de la organización revolucionaria, hay quienes quieren
hacerlo optar por la disidencia frente a la Internacional Comunista. Esto es
una desnaturalización absurda. La verdad no está tampoco en el polo opuesto, en
la afirmación de lo que fuera un acatador servil de mensajes o consignas del
movimiento comunista de la época. Mariátegui era un revolucionario cabal y, por
lo tanto realista. Por eso sabía que no se podía ni debía convertir el marxismo
en un recetario apto para todos los males y latitudes.
Basadre
vio con claridad cuando explicó, en “La vida y la Historia”: “En sus escritos,
aun los que publicó en fechas inmediatamente anteriores a su fallecimiento,
Mariátegui reiteró su adhesión a la Revolución Rusa y a la línea que la Unión
Soviética, inclusive la que orientó Stalin. Acerca de esto no sería únicamente
falsa sino también mezquina cualquier discusión”.
Se ha
dicho que en la conferencia de partidos comunistas latinoamericanos de Buenos
Aires, se produjo la ruptura entre Mariátegui y la Internacional. En
realidad, lo que allí hubo fue discrepancia resp0etuosa por ambas partes.
Mariátegui no era hombre de acatamientos y seguidismos, y eso es lo que hay que
recatar de su ejemplo. Pero tampoco perdía de vista el carácter estratégico de
las coincidencias, libremente asumidas, entre, entre la Unión Soviética y los
países coloniales, semicoloniales y dependientes. Véase a este respecto su
artículo “Occidente y el problema de los negros” en “Figuras y aspectos de la
vida mundial”, tomo tercero. “La solidarización del movimiento socialista de
Occidente empieza sólo con la Tercera Internacional, cuya mancomunidad con las
reivindicaciones de los pueblos coloniales no es uno de los menores pretextos
de la burguesía occidental para acusar a la URSS de asiatismo y de barbarie.
“El texto es del 6 de diciembre de 1929.
A
diferencia de otros comunistas latinoamericanos de su tiempo Eudocio Ravines
entre ellos, y también los del Buró Sudamericano de la Internacional,
Mariátegui no confundía internacionalismo con pérdida de autonomía.
El
estadounidense Harry Vandem ha demostrado que en la biblioteca del Amauta
figuraba el Programa aprobado en el VI Congreso de la Internacional Comunista
(1928). Pero no fue Mariátegui sino Ravines quien intentó un plagio puro y
simple de ese programa. Por otra parte, quien lea dicho programa tendrá que
considerar inexactas afirmaciones recientes como las de Alberto Flores Galindo
o Aníbal Quijano respecto a una divergencia tajante entre ese texto y los
planteamientos de Mariátegui. En la tesis 18 sobre sobre el Movimiento
Revolucionario en las Colonias y Semicolonias hay una precisión nítida:
la burguesía local tiene dos alas: Una contrarrevolucionaria en todo momento,
otra social reformista y propensa a la conciliación con el imperialismo. (En
Mao se repetirá transparentemente la fórmula). Lo que ocurre es que Mariátegui
no parte de un concepto general para “aplicarlo al Perú, sino que recorre dialécticamente
el espacio de lo universal a lo particular y aún individual y de éste a lo
general. Con su característica concisión definió esa marcha en uno de sus
pensamientos inéditos: “La doctrina no es sino el hilo en el laberinto. El hilo
que nos ayudará a recorrerlo pero que nos servirá para conocerlo y resolverlo a
priori. El hilo no suprime al dédalo, la doctrina no suprime al
problema”.
Ni internacionalista
en abstracto, ni nacionalista en estrecho. Mariátegui es por ese método
el fundador de un nacionalismo popular. Es lástima que después de después de su
muerte en la América Latina -y en el Perú- no hubiéramos tenido continuadores
de su entraña nacional e internacionalista, capaces de pensar por su propia
cuenta y guiarse por principios, no por consignas.
Durante
un tiempo, por obra del APRA, se reprochó a Mariátegui el haber querido fundar
un partido a la europea. Ahora, desde José Aricó se le elogia por pensar en el
partido como una coagulación final de la lucha de masas. “Intuyo -dijo
Aricó en el Coloquio sobre Mariátegui en México, el año pasado -que el momento
del partido político debía ser un resultado antes que un presupuesto de las
luchas de masas” (el subrayado es de Aricó). Una vez más, también aquí
aparece el chivo expiatorio. ¡La internacional Comunista! Esta habría
intentado, según Aricó, “apresurar artificialmente la formación de un partido
comunista”.
Pues
bien, resulta que Mariátegui ya en 1922, tenía la idea de fundar un Partido
Comunista en el Perú. Hay una prueba rotunda en el archivo de la familia
Mariátegui, que ha sido expuesta en un libro inédito de Harry Vandem: tan
temprano como el 15 de setiembre de 1923., César Falcón desde Madrid, advierte
a unos izquierdistas peruanos contra el proyecto de Mariátegui de crear un
Partido Socialista como medio táctico para formar el Partido Comunista.
Mariátegui
era leninista en esto: el partido es la organización primera y más importante
de la clase obrera; es el estado mayor de todas las fuerzas populares. Algo
más: las organizaciones de masas solo pueden advertir si están dirigidas por un
partido poseedor de una línea correcta y una estrategia firme, no sujeto al
tacticismo coyuntural o meramente reivindicativo. En carta del 20 de junio de
1929 a Nicanor de la Fuente, Mariátegui señala como primera tarea la de fundar
un grupo marxista que tenga como misión la preparación de cuadros para un
movimiento socialista y que “por otra parte”, fomenta la organización de
obreros y campesinos. La centralidad del partido no excluye, sino al contrario,
los vínculos con las organizaciones de masas.
Lejos de
todo abatimiento o frustración, días antes de su muerte el Amauta reiteró este
sentido de su acción. Así lo recuerda Sánchez en su artículo ya citado:
“En carta del 25 de marzo a Seoane, le decía que considera el peligro de
fomentar todavía ciertos caudillismos incipientes, cierto fascismo criollo, que
el APRA no era ni podía ser un partido sino un momento una concentración
temporal, que la única manera de combatir consistía en integrar el Partido
Socialista el cual se había constituido ya. Seoane comentando aquello, acusaba
la divergencia creciente de Mariátegui, socialista sobre todas las cosas, y
Haya y él”.
Cierto,
Mariátegui estaba a punto de marcharse a Buenos Aires. Pero no es cierto como
han sostenido Haya, Patricio Ricketts, Flores y otros, que eso se debiera a las
presiones de la internacional y a su orfandad en el partido. El 10 de enero de
1928 había adelantado ya a Samuel Glusberg la idea del viaje, que está presente
en toda la correspondencia internacional de sus dos últimos años (por
ejemplo en las cartas intercambiadas con Waldo Frank).
Mariátegui
es ante todo el político de la clase obrera, el guía de las clases subalternas
en la lucha por la transformación revolucionaria del Perú. Este hombre que, a
los 14 años de edad era aprendiz de linotipista y que fue hasta el final de su
vida amigo de obreros y campesinos, es no sólo un portavoz de la razón
histórica. Él sabía lo que significaba meter en las ideas: la pasión, no la
rabia. Conocía desde abajo las virtudes y los defectos de nuestro pueblo, el
repentismo tropical el abatimiento pequeño burgués, la teatralidad del
gesto. “Nos falta -escribió una vez- el austero tesón de los europeos”.
Su meta era reeducar a los de abajo para que no agacharan la cabeza.
Alguna
vez Julio César Mariátegui, hermano del Amauta, me refirió un diálogo con éste.
“He llegado al Perú y tengo que construir partido con lo que pueda y como
pueda. Es como cuando llegas a la selva, y tienes que levantar una cabaña,
hundiendo los pies en el barro cortándote las manos con el machete, sangrando,
transpirando”. El 10 de diciembre de 1929, L.A. Sánchez le escuchó decir
algo semejante: “Charlando con Waldo Frank, la víspera que éste dejara el Perú,
le oí decir a Mariátegui: ´Mi opinión es que antes que todo empeño hay que
organizarse seriamente y formar conciencia de clase´. Frank aprobaba aquello,
contra el criterio que exige acción inmediata con cargo de improvisación”.
Mariátegui,
el camarada Mariátegui, era el hombre del partido y de la conciencia de clase.
Pero no era un sectario. Admitía, por ejemplo, una alianza y un frente
con partidos que no fueran obreros.
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