por
aapilanez
"La historia ocurre dos veces:
la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa"
Carlos Marx, ‘El dieciocho de
Brumario de Luis Bonaparte’
1ª
parte. Reformismo pujante: la tragedia
Si
Eduard Bernstein levantara la cabeza y se asomara a la escena política actual
en los países –como a él le gustaba decir- civilizados superiores se sentiría,
muy probablemente, sumamente desconcertado. El histórico líder de la
socialdemocracia alemana, el partido democrático más antiguo del mundo, albacea
testamentario de su venerado maestro Engels, pasó a la historia por ser el
iniciador de la herejía revisionista, que a finales del siglo XIX
removió los cimientos de la ortodoxia vigente en los partidos y organizaciones
socialistas con su cuestionamiento sacrílego de los postulados clásicos del
marxismo. ¿Cuál sería pues el motivo de su estupor? ¿Existe realmente una buena
razón para recuperar una disputa centenaria con toda el agua que ha pasado bajo
el puente? ¿Puede ser de alguna ayuda para comprender la nada halagüeña
situación de las fuerzas políticas de izquierdas y la farsa grotesca que
representa el parlamentarismo en nuestros días?
Probablemente,
su sorpresa brotaría de la constatación de una extraña paradoja. Por un lado,
contemplaría sin duda con indisimulada satisfacción la asunción total por parte
de la pseudoizquierda institucional de la vía moderada de las reformas y el
abandono tanto de las veleidades revolucionarias como de los pronósticos
agoreros sobre el derrumbe del sistema. Sus entonces explosivas tesis
–vituperadas por los guardianes de la ortodoxia del marxismo clásico, con Lenin y Rosa Luxemburgo a la cabeza-, basadas en que el
colapso del capitalismo no era ni inminente ni probable y en que la democracia
liberal y la actividad parlamentaria eran el vehículo ideal para el desarrollo
de la tarea política del partido de los trabajadores, habrían recibido la
bendición unánime de toda la izquierda reformista actual, mientras que sus
furibundos críticos de la izquierda revolucionaria han quedado reducidos a
minúsculos grupos residuales. La desaparición de la escena de su odiado
bolchevismo y la adopción, hace más de medio siglo, por parte de su propio
partido, de los principios revisionistas, abjurando sonoramente del marxismo para sumarse al reformismo
redistributivo de estirpe keynesiana, deberían llenarle del orgullo del
pionero. La historia, tras los furibundos ataques recibidos, pareciera pues
haberle dado la razón contra los maximalistas, sectarios y nostálgicos de las
barricadas. Y sin embargo, el venerable patriarca de la vía tranquila al
socialismo no podría dejar de sentir una gran desazón. Al ampliar el foco y
echar un vistazo al mundo actual, esa inicial sensación de satisfacción por
haber sido, al menos implícitamente, rescatado del basurero de la historia, se
tornaría disgusto y desconcierto. Sus premisas básicas para la evolución del
sistema capitalista hacia un escenario favorable para las masas trabajadoras
brillan actualmente por su ausencia. Sería más acertado decir que ha ocurrido
justo lo contrario de lo que apuntaban sus esperanzados pronósticos. En el texto que hizo saltar por los aires la unidad
del ariete político del movimiento obrero alemán, Bernstein establecía una
serie de condiciones que justificaban la adopción de la vía reformista-legalista
y el abandono de la prioridad revolucionaria por parte del partido líder de la Segunda Internacional. Sus rupturistas tesis
cuestionaban de raíz los sagrados principios fundacionales del movimiento y
representaban una carga de profundidad contra la ortodoxia marxista de los
padres fundadores: “reconozco abiertamente que para mí tiene muy poco sentido o
interés lo que se conoce como ‘meta del socialismo’. Sea como fuere, esta meta
no significa nada para mí y en cambio el movimiento lo es todo”. ¡Bum! La frase
retumba todavía en los vetustos salones donde se celebraron las apasionadas
reuniones de la gloriosa Internacional. La intensidad de la polémica que
sucedió a la divulgación de la herejía revisionista fue proporcional a la
profundidad del cuestionamiento de los fundamentos de la ideología socialista
de estirpe marxista. ¿Acaso sería posible que el triunfo del proletariado y la
transformación socialista de la sociedad se lograran mediante decretos leyes y
triunfos electorales y no mediante las barricadas? ¿Se habían equivocado de
cabo a rabo los padres fundadores al pronosticar la degeneración progresiva del
capitalismo, aplastado por sus propias contradicciones? ¿Era entonces posible
una mejora continua de las condiciones de vida de la clase trabajadora que le
hiciera abandonar las veleidades revolucionarias y apostar por la vía tranquila
del parlamentarismo burgués en un capitalismo con rostro humano? ¿Aceptaría el
enemigo capitalista ceder una parte de la tarta de la riqueza social para
garantizar el ascenso general del nivel de vida de las clases populares y la
paz social? ¿Se podían pues tirar al basurero las tesis basales del marxismo
clásico acerca del inevitable enfrentamiento final entre las clases en lucha y
la agudización inexorable de las tendencias destructivas en el sistema de la
mercancía? Sólo la historia podía dar respuesta a tan neurálgicas cuestiones
que cuestionaban de raíz los fundamentos del marxismo clásico.
El
propio título del panfleto de Bernstein –“Las premisas del socialismo y las
tareas de la socialdemocracia”- mostraba esta secuencia lógica entre la nueva
realidad que surgía de las vertiginosas transformaciones socioeconómicas
provocadas por el pujante imperialismo decimonónico y las colosales
consecuencias sobre la “nueva” estrategia de la izquierda socialdemócrata. La
herejía revisionista pretendía pues fundamentarse en el análisis histórico de
la situación concreta para llevar a cabo la muy necesaria puesta al día de los
principios de los padres fundadores. Su validez se fiaba por tanto a la
corrección de su diagnóstico “científico” sobre el capitalismo y no a criterios
tacticistas o electoralistas. Así pues, lo más importante era, según el propio
Bernstein, registrar como datos irrefutables la evolución dulcificada del
capitalismo decimonónico –se atrevía a pronosticar la progresiva atenuación de
las crisis- y la creciente presencia parlamentaria del “príncipe” del movimiento
obrero: “Es altamente probable que a partir del progreso del desarrollo
económico no debamos asistir ya, en general, al surgimiento de crisis
económicas de naturaleza semejante a las del pasado”. El venerable
socialdemócrata tiene incluso el atrevimiento de caracterizar el crédito
bancario nada menos que ¡como un factor amortiguador de las crisis!: “hemos
visto que el crédito sufre hoy en medida no superior, sino inferior que en
otros tiempos, el tipo de contracciones que conducen a la parálisis general de
la producción y que, en consecuencia, como factor de formación de las crisis
pierde cada vez más terreno”. ¡Qué admirable capacidad profética! Su tesis
gradualista queda resumida en la siguiente afirmación: “lo que ella –la
socialdemocracia- debe hacer, y esta es una tarea a largo plazo, es organizar
políticamente a la clase obrera y formarla para la democracia y la lucha en el
estado por todas las reformas conducentes a elevar a la clase obrera y a
transformar el estado en el sentido de la democracia”. He aquí el “sueño
húmedo” del reformismo de todas las épocas: estado del bienestar y fetichismo
legalista-parlamentario. Avance pues progresivo e indoloro: “Con la papeleta
electoral, las manifestaciones y otros medios de presión parecidos, nos ponemos
a la cabeza de las reformas que hace cien años hubieran desatado revoluciones
sangrientas”. En conclusión, la tarea fundamental de la socialdemocracia, ante
la convicción de “que debemos contar con una supervivencia y elasticidad del
orden social más allá de los límites que se habían supuesto” es “mantener
ininterrumpido el ritmo de crecimiento de los votos mediante un lento trabajo
de propaganda y actividad parlamentaria”. La pacífica lucha sindical y la
“ampliación y fomento de las cooperativas obreras de consumo” completarían la
labor de zapa del capital en pos de la vía tranquila al socialismo. Capitalismo
redistributivo –una suerte de keynesianismo avant la lettre- y parlamentarismo
reformista para ‘elevar a la clase obrera’ y profundizar la democracia. He aquí
las dos premisas básicas del socialismo bernsteniano. ¿Nos suenan?
La
inferencia estratégica de ese progreso pacífico, en las lúcidas palabras de
Agustín Basave, no podía ser más demoledora: “Su
corolario no puede ser más contundente: el mejor empeño de la socialdemocracia
no ha de ser otro que el apoyo al voto universal, al que juzga “la alternativa
a la revolución”, y a esa postura hay que adaptar sus tácticas". Fernández
Buey resalta el idealismo gradualista del
planteamiento de Bernstein: "No había, por tanto, meta final, porque la
meta final era algo que se estaba conquistando día a día con los votos para el
parlamento, con las cooperativas, con la participación activa en las tareas de
las empresas”. ¿Para qué arriesgarse en las barricadas si los objetivos podían
lograrse a través de las vías legales? ¿Qué sentido podían tener el primitivo abstencionismo
nihilista y la profunda desconfianza del infantilismo anarquista hacia las
instituciones del estado cuando la vanguardia mayoritaria del movimiento
socialista podía poner a estas “democráticamente” al servicio de los intereses
de las mayorías?
Los
primeros espadas de la Internacional Socialista se aprestaron a fulminar la
desviación bernsteniana para rescatar las mancilladas esencias del marxismo
clásico. De entre los que se lanzaron a condenar la herejía –Lenin y el “renegado” patriarca Karl Kautsky, en lugares
destacados- sin duda fue la revolucionaria polaca Rosa Luxemburgo la que, en su
texto clásico “Reforma o revolución”, realizó
la refutación más demoledora –reconocida incluso por Bernstein, que la
consideró la crítica más racional y argumentada que recibió su obra-. Para
Luxemburgo, se trata sin duda de una cuestión vital: “O el revisionismo tiene
una posición correcta sobre el curso del desarrollo capitalista y, por tanto,
la transformación socialista de la sociedad es sólo una lejana utopía; o el
socialismo no es una utopía y la teoría de “los medios de adaptación” es falsa.
He ahí la cuestión en pocas palabras”. Su razonamiento –que aún hoy conserva
toda su vigencia- es una carga de profundidad contra las dos premisas del
planteamiento de Bernstein: ni el capitalismo tiende a la estabilización y al
control de sus fuerzas desatadas evitando las crisis agudas ni el
parlamentarismo supone una vía gradual de avance sin fin hacia la mejora de las
condiciones de vida de los trabajadores. Tales vanas ilusiones se basan en un
análisis fallido y superficial de las formidables contradicciones de la
acumulación de capital. Sus argumentos resultan sumamente instructivos y
premonitorios. Contra la pueril ilusión bernsteniana sobre el papel de
amortiguador del crédito de las bruscas oscilaciones del ciclo económico,
Luxemburgo describe certeramente su carácter explosivo: “Vemos que el crédito
en lugar de servir de instrumento para suprimir o paliar las crisis es, por el
contrario, una herramienta singularmente potente para la formación de crisis.
No puede ser de otra manera. El crédito elimina lo que quedaba de rigidez en
las relaciones capitalistas. Introduce en todas partes la mayor elasticidad
posible. Vuelve a todas las fuerzas capitalistas extensibles, relativas, y
sensibles entre ellas al máximo. Esto facilita y agrava las crisis, que no son
sino choques periódicos entre las fuerzas contradictorias de la economía
capitalista” ¡Palabras dichas un siglo antes de la hegemonía del capitalismo
financiarizado, adicto al dopaje de la deuda! “En resumen, el crédito reproduce
todos los antagonismos fundamentales del mundo capitalista. Los acentúa.
Precipita su desarrollo y empuja así al mundo capitalista hacia su propia
destrucción”. Podemos escuchar el eco de estas extraordinarias anticipaciones
en la crisis brutal de 1929 y en la actual de 2008, detonadas por el
crecimiento hasta el paroxismo del ‘crédito a muerte’, acelerador explosivo de
las violentas sacudidas de la acumulación de capital. La gran teórica del imperialismo
demuele, con este lúcido análisis de la defectuosa sala de máquinas del sistema
de la mercancía, todo el optimismo progresista de la premisa económica
bernsteniana.
También
da en el clavo en la crítica de la premisa política del revisionismo. Sus
agudas reflexiones sobre la democracia burguesa y la “utopía de la papeleta”
destacan el carácter –por debajo de su aparente pragmatismo realista-
profundamente mistificador que caracteriza al reformismo electoral: “En efecto,
de acuerdo con su forma, el parlamentarismo sirve para expresar, dentro de la
organización estatal, los intereses de la sociedad en su conjunto. Pero lo que
el parlamentarismo refleja aquí es la sociedad capitalista, es decir, una
sociedad donde predominan los intereses capitalistas. En esta sociedad, las
instituciones representativas, democráticas en su forma, son en su contenido
instrumentos de los intereses de la clase dominante. Ello se manifiesta de
manera tangible en el hecho de que apenas la democracia tiende a negar su carácter
de clase y transformarse en instrumento de los verdaderos intereses de la
población, la burguesía y sus representantes estatales sacrifican las formas
democráticas”. Los múltiples ejemplos históricos –entre los más recientes, el golpe financiero del BCE contra el gobierno
tímidamente reformista de Syriza en Grecia o la desaforada violencia
imperialista contra cualquier intento de “revolución democrática” en países
subalternos, como muestra dramáticamente, entre otros muchos, el caso de
Venezuela- son prueba fehaciente del carácter instrumental de la cáscara
electoral, válida mientras no interfiera con los engranajes reales del poder
social: “Es por ello que quienes se pronuncian a favor del método de la reforma
legislativa en lugar de la conquista del poder político y la revolución social
y en oposición a éstas, en realidad no optan por una vía más tranquila, calma y
lenta hacia el mismo objetivo, sino por un objetivo diferente”. El viejo Lenin
desvelaba asimismo la falacia de doble filo del reformista “sincero”, que, en
el fondo, es “un instrumento de la burguesía para corromper a los obreros y
reducirlos a la impotencia. La experiencia de todos los países muestra que los
obreros han salido burlados siempre que se han confiado a los reformistas.”
Lo
que olvida pues el cándido Bernstein, como señala el historiador marxista
Arthur Rosenberg, autor de un extraordinario análisis de la evolución histórica de las
relaciones entre democracia y socialismo, es el trasfondo profundamente
clasista del parlamentarismo capitalista: “Un estado burgués, en el cual existe
el derecho electoral pero no se toca la propiedad privada era para Engels una
democracia “pura”, concepto distinto de la democracia real. Un estado burgués
con sufragio universal no es una democracia. Democracia es la conquista del
poder político por el proletariado”. He ahí la clave del error de Bernstein:
“el error principal de los revisionistas es que no comprendieron el verdadero
carácter del periodo imperialista. Ellos creyeron en la posibilidad de un progreso
lento y pacífico y no vieron que el imperialismo debe producir las más
terribles guerras, revoluciones y contrarrevoluciones”. Sabias y proféticas
palabras que prefiguran la tragedia de la socialdemocracia alemana. En qué
consistían en realidad esos “objetivos diferentes”, esgrimidos por los que
optan por “la reforma legislativa” y renuncian al objetivo final, lo
experimentó dramáticamente en carne propia Rosa Luxemburgo durante las
terribles convulsiones sociales ocurridas tras la
derrota de Alemania al final de la guerra imperialista europea. Tras la traición precedente del, ya totalmente
bernsteniano –si bien, hay que constatar el distanciamiento de Bernstein, que
le llevó incluso a fundar, junto a Kautsky, otro partido-, SPD al
internacionalismo, con su apoyo a los créditos de guerra y al imperialismo
alemán en el inicio de la guerra mundial, la revolucionaria polaca acabo siendo
brutalmente asesinada, con el beneplácito de sus propios excompañeros, tras la
sangrienta derrota de la revolución espartaquista en enero de 1919. El orden
–como rezaba el título de su extraordinario último artículo-, instaurado a sangre y fuego por sus
antiguos correligionarios socialdemócratas, reinó al fin en Berlín. La convulsa
historia del periodo de entreguerras dio, empero, la razón a su certero
diagnóstico sobre el fracaso de los “medios de adaptación” para contener los
embates del capital. El impacto conjunto de la debacle económica de 1929 –de la
que Bernstein fue aún atónito testigo- y la brutal represión sufrida por el
movimiento obrero alemán a manos del nazismo extirparon –provisionalmente- de
raíz la cándida esperanza revisionista de una conciliación entre “las clases en
lucha” y pusieron el trágico colofón a la vana esperanza de poder domar a la
bestia.
2ª
parte. Reformismo agónico: la farsa
“No es
por
una especie de purismo extremista ni, menos aún, por una política del
estilo ‘cuanto peor, mejor’, por lo que hay que desmarcarse de todos los “ordenadores” de la economía: es simplemente por realismo ante el devenir patente de todo el asunto. Se trata de un relevo a la dominación, puesto que le proporciona sobre la marcha, de un lado, una oposición de las llamadas constructivas y, del otro, arreglos de detalle”.
estilo ‘cuanto peor, mejor’, por lo que hay que desmarcarse de todos los “ordenadores” de la economía: es simplemente por realismo ante el devenir patente de todo el asunto. Se trata de un relevo a la dominación, puesto que le proporciona sobre la marcha, de un lado, una oposición de las llamadas constructivas y, del otro, arreglos de detalle”.
Jaime Semprún, “Enciclopedia de la nocividad”
"El
estado “liberal-democrático” y el dominio de la clase capitalista industrial
dispuesta a un acuerdo social con el trabajo es una reliquia del pasado.
Incluso cuando partidos socialdemócratas llegan al gobierno prometiendo establecer
un “capitalismo de rostro amable”, invariablemente se rinden a las leyes del
funcionamiento del capital correspondiente a la presente fase histórica"
John Bellamy Foster, “El capitalismo ha fracasado”
¿Qué enseñanzas podemos extraer
de la polémica revisionista de hace un siglo para los actuales debates sobre
las “tareas” y estrategias de las demediadas fuerzas progresistas en el
capitalismo senil? ¿Resultan comparables las circunstancias históricas y las
fuerzas políticas en liza en la decadente fase neoliberal con las existentes en
el pujante y ascendente capitalismo fordista que alimentó las vanas
esperanzas bernstenianas? Y, en ese caso, si aceptamos que seguimos bajo la
égida del mismo sistema de organización social, ¿qué implicaciones se pueden
extraer de cara a la posición sobre la adopción de vías legales-institucionales
por parte de quienes dicen anhelar otra sociedad? Quizás un somero examen de la
vigencia de las hipótesis bernstenianas nos pueda dar algún atisbo de respuesta
a tan candentes cuestiones.
Premisa
económica: el fallido recambio keynesiano
El
pletórico y brutalmente imperialista capitalismo desbocado de los años de la
segunda revolución industrial, que alumbró el revisionismo de Bernstein,
contrasta agudamente con el decrépito capitalismo senil de nuestros días. El
sueño de un capitalismo estable, con crecimiento sostenido y un cierto
equilibrio entre trabajo y capital, encarnado en el Estado del Bienestar y las
políticas redistributivas de tipo keynesiano, se truncó abruptamente con el
final del espejismo de los ‘treinta gloriosos’ y la subsiguiente reacción
neoliberal a principios de los años 70. El abrupto desplome de la rentabilidad,
tras el brusco agotamiento del milagro de posguerra, provocó un cambio drástico
en la política del capital, concretado en la redoblada ofensiva contra las
condiciones de vida de las clases trabajadoras y en la explosión de la financiarización. Toda la evolución económica
de los últimos cuarenta años se puede resumir en una escalada degenerativa
expresada en la dependencia creciente de la máquina de producir dinero-deuda, a
través de los circuitos de las finanzas globales, para sostener el maltrecho
entramado que ya no se sostiene por sus propios medios. Como describe
gráficamente Andrés Piqueras: “Hoy vivimos en un capitalismo
irreal, ficticio, moribundo, cuya economía aparenta que sigue funcionando
porque vive asistida a través de la invención incesante de dinero de la nada, y
de una deuda creciente que está devorando toda la riqueza social y natural”. El
recurso desaforado al crédito que, como diagnosticaba lúcidamente Rosa
Luxemburgo, ‘vuelve todas las fuerzas capitalistas extensibles y elásticas’, ha
exacerbado las insolubles contradicciones insertas en los engranajes de la
acumulación de capital. El capitalismo está pues gravemente enfermo. Enfermo de
niveles de deuda insostenibles, de desigualdad creciente, de recrudecimiento de
las agresiones imperialistas contra los pueblos del Tercer Mundo, de adicción a
los combustibles fósiles destructores del planeta y –quizás la raíz de todo lo
anterior- de agotamiento de su fuente de extracción de riqueza social, el
trabajo productivo. La enorme dificultad –a pesar de las masivas inyecciones de
liquidez realizadas por la banca central mundial, en una violación flagrante de
las reglas del libre mercado- de la economía mundial para restablecer un curso
bonancible tras el colapso de 2008 es la prueba fehaciente de la imposibilidad
de restaurar los mecanismos de una acumulación saludable de capital.
Polarización social, parasitismo rentista, paro crónico, estancamiento secular
y, quizás lo más importante, colisión frontal con los límites biofísicos del
planeta conforman pues los rasgos definitorios de un panorama civilizatorio
crecientemente degenerativo. El estado benefactor, surgido de las ruinas
humeantes de dos guerras mundiales, que representaba el sueño húmedo del
reformismo keynesiano clásico, no salió tampoco indemne del proceso involutivo.
La agresividad del embate del capital, en pos del sostenimiento de niveles
crecientes de ganancia con una base productiva cada vez más débil, implicó el
traspaso progresivo de la soberanía fiscal y monetaria de los Estados
occidentales a manos de organismos tecnocráticos que gestionan, sin
desagradables interferencias populistas, los intereses del gran capital
rentista. El economista marxista, experto en economía ecológica, John Bellamy Foster pone el acento en la localización
actual del poder real: “Ahora la política fiscal y la monetaria están fuera del
alcance de cualquier gobierno que se atreva a hacer algún cambio que afecte a
los grandes intereses creados. Los Bancos Centrales se han transformado en
entidades controladas por los Bancos Privados. Los Ministerios de Hacienda
están atrapados por los límites de la deuda y las agencias reguladoras están en
manos de los monopolios financieros y actúan, en interés directo de las
corporaciones”. En el estado real, el superestado europeo pilotado por el
‘guardián del euro’ y la aplicación estricta del talón de hierro de los
principios neoliberales del tratado de Maastricht, no hay democracia –cuestión
que, por cierto, ni está ni se la espera en el paupérrimo debate político
español-. El parlamento europeo, única institución elegida por sufragio universal,
no es en realidad más que un elemento decorativo que no tiene ninguna función
efectiva. La camisa de fuerza del euro, el techo de gasto y la aplicación estricta de la
ortodoxia neoliberal amputan de raíz cualquier posibilidad de retorno a las
políticas redistributivas por parte de las administraciones democráticamente
elegidas. En el periodo neoliberal no existe ningún ejemplo de política
keynesiana exitosa ya que el fascismo financiero ha extirpado de raíz cualquier
intento de aplicar incluso las pusilánimes recetas socialdemócratas. El colosal
rescate –a cuenta del contribuyente- de la banca mundial tras el colapso de 2008
y la total incapacidad de corrección de la marcha imparable del capitalismo
hacia la siguiente hecatombe muestran la ilusoria falsedad de la ensoñación de
forzar un cambio en las políticas ortodoxas neoliberales a través de los
mecanismos de la democracia legal.
Pues
bien, ante la total refutación de la premisa económica que fundamentó la
ilusión redistributiva bernsteniano-keynesiana, ¿cuál ha sido la opción de
nuevo cuño para sostener la hipótesis reformista en esta fase degenerativa? El
reformismo agónico, en una reedición más de la utopía de los ‘medios de
adaptación’, se refugia en la trinchera de la denuncia de la especulación y los
excesos del neoliberalismo desaforado y en la confianza en la viabilidad de
medidas paliativas de tipo keynesiano basadas en mecanismos redistributivos que
no tocan ni de refilón la sala de máquinas del sistema de la mercancía. Bellamy
Foster describe fielmente– en sus palabras resuenan los ecos de las
admoniciones de Luxemburgo y Rosenberg contra las vanas ilusiones socialdemócratas-
el profundo anacronismo que subyace en una propuesta semejante: “Para muchos en
la ‘izquierda’ la respuesta al neoliberalismo es un retorno al estado de
bienestar, a la regulación del mercado o a alguna otra forma de democracia
social limitada, y por lo tanto a un capitalismo más racional. No es el fracaso
del capitalismo lo que se percibe como el problema, sino el fracaso del
capitalismo neoliberal”. Por tanto el enemigo mortal ya no son la explotación
asalariada y la apropiación privada de la riqueza social, pilares del paradigma
del marxismo clásico, sino el tumor financiero que parasita la economía real
–la vana ilusión de contener al monstruo puliendo las aristas más afiladas sin
alterar los pistones de la acumulación-. Resuenan de nuevo, en las
requisitorias de la nueva vulgata reformista contra las finanzas predadoras y
la especulación desaforada, las loas de Bernstein al crédito sano y a la
inversión productiva y su pueril confianza en la economía social de las
cooperativas –el llamado, eufemísticamente, Tercer Sector-. El economista
marxista Michel Husson destaca la esencia idealista del
ensueño redistributivo y su errónea –confundiendo el síntoma con la causa-
atribución de todos los males a los excesos de la financiarización: “El
keynesianismo propone una explicación a la paradoja de la acumulación, es
decir, a la desconexión entre una tasa de beneficio que aumenta y una tasa de
acumulación que se estanca. Esta diferencia sería fruto de la sangría ejercida
por una finanza predadora. Reduciendo esta presión financiera, se podría
liberar la acumulación, relanzar la actividad económica y el empleo. La salida
de la crisis implicaría pues que el capitalismo acepta funcionar con una tasa
de beneficio menos elevada y que la finanza privilegia las inversiones útiles.
Lo que es al mismo tiempo cierto pero incompatible con el fundamento mismo del
capitalismo. Esto es lo que no comprenden los analistas keynesianos que,
fascinados por la finanza, desprecian los fundamentos estructurales de la
crisis”. Difícil expresar mejor la futilidad de una política económica que se
basa en el oxímoron de que el capitalismo rabiosamente financiarizado acepte
graciosamente funcionar a medio gas. Toda la visión legalista-reformista de la
izquierda socialdemócrata se basa en esa falsa escisión entre la ominosa
especulación financiera y el motor sano de la acumulación y de la economía
productiva. La función del Estado benefactor –olvidando la advertencia de
Luxemburgo sobre su carácter de clase- sería pilotar esa regulación
favoreciendo el desarrollo de la parte sana del organismo y preservando los
demediados colchones redistributivos del Welfare State. Las renovadas propuestas
reformistas –la tasa Tobin a las transacciones financieras, el
Green New Deal, puesto ahora de moda por la izquierda
demócrata estadounidense, la renta básica de ciudadanía o la Teoría Monetaria Moderna de los curanderos monetarios- chocan de lleno con la
brutal agresión de las reformas laborales, el parasitismo financiero y la
sobreexplotación laboral características del neoliberalismo hegemónico. La
ignorancia de la lección histórica del incumplimiento de la premisa económica
bernsteniana de la amortiguación de las crisis y la posibilidad de un desarrollo
armonioso de la acumulación de capital, reeditada de nuevo tras el final de los
treinta gloriosos con la hegemonía del talón de hierro neoliberal, convierte al
reformismo agónico en una caricatura grotesca de su predecesor.
¿Qué
implicaciones tiene esta sombría constatación para
el desarrollo del proceso político en los países ‘civilizados avanzados’? El paupérrimo panorama –ascenso del fascismo y del populismo zafio, extraordinaria degradación del discurso y mediocridad absoluta de la llamada ‘clase política’- del parlamentarismo en nuestras fortalezas occidentales refleja fielmente el vaciamiento casi completo de los mecanismos reales para incidir a través de las vías institucionales en las condiciones de vida de las clases trabajadoras. He ahí la raíz de la farsa reformista en el teatro de marionetas de la política actual. La conclusión no puede ser más meridiana: la decrepitud del capitalismo neoliberal exige la eliminación de la capacidad del juego parlamentario para introducir reformas económicas de calado. De nuevo adquiere plena vigencia el certero diagnóstico de Rosa Luxemburgo: la teoría revisionista de los “medios de adaptación” legales es falsa ya que ‘las instituciones representativas, democráticas en su forma, son en su contenido instrumentos de los intereses de la clase dominante’. ¡Cuánta razón tenían, en este caso, incluso contra la propia Rosa y el viejo Marx, Bakunin, Kropotkin y todos los clásicos del anarquismo, en su condena del uso de la herramienta estatal para una transformación verdaderamente socialista!
el desarrollo del proceso político en los países ‘civilizados avanzados’? El paupérrimo panorama –ascenso del fascismo y del populismo zafio, extraordinaria degradación del discurso y mediocridad absoluta de la llamada ‘clase política’- del parlamentarismo en nuestras fortalezas occidentales refleja fielmente el vaciamiento casi completo de los mecanismos reales para incidir a través de las vías institucionales en las condiciones de vida de las clases trabajadoras. He ahí la raíz de la farsa reformista en el teatro de marionetas de la política actual. La conclusión no puede ser más meridiana: la decrepitud del capitalismo neoliberal exige la eliminación de la capacidad del juego parlamentario para introducir reformas económicas de calado. De nuevo adquiere plena vigencia el certero diagnóstico de Rosa Luxemburgo: la teoría revisionista de los “medios de adaptación” legales es falsa ya que ‘las instituciones representativas, democráticas en su forma, son en su contenido instrumentos de los intereses de la clase dominante’. ¡Cuánta razón tenían, en este caso, incluso contra la propia Rosa y el viejo Marx, Bakunin, Kropotkin y todos los clásicos del anarquismo, en su condena del uso de la herramienta estatal para una transformación verdaderamente socialista!
Premisa
política: la farsa electoral
"Ningún
‘entrismo’ ha transformado otra cosa que a los que entraban y nunca a las
instituciones receptoras"
Mario
Domínguez
"No
hemos criticado a los ciudadanistas porque no tengamos los mismos gustos, los
mismos valores o la misma subjetividad. Y tampoco hemos criticado a los
ciudadanistas en cuanto personas, sino al ciudadanismo en cuanto falsa
conciencia y en cuanto movimiento reaccionario, como se decía antes; es decir,
como movimiento que contribuye a ahogar lo que todavía sólo está en germen.
Tanto es así que no dudamos que una gran cantidad de personas, empalagadas por
las contradicciones del ciudadanismo en su loable deseo de actuar sobre el
mundo, se unirán un día a aquellos que desean transformarlo realmente"
Alain
C
De un
erróneo diagnóstico económico no se puede extraer otra cosa –al igual que
Bernstein hace más de un siglo- que una estrategia política desnortada. ¿Existe
alguna posibilidad de revertir tales procesos de aguda expropiación financiera
a través de las palancas institucionales? El filósofo Carlos Fernández Liria, -junto con Santiago
Alba Rico y César Rendueles, uno de los ‘brains behind’ que impulsaron la
aparición de Podemos- piensa que sí: “Algunos pensamos que a ese caudillismo
del capital financiero es posible aún pararle los pies por vía parlamentaria”.
He aquí la vertiente política del reformismo agónico: ‘parar los pies’ a la
bestia con las sacralizadas herramientas del Estado de derecho. Uno de los
rasgos, dicho sea de paso, que comparten los ideólogos del ‘asalto a los
cielos’ podemita con el venerable revisionismo de Bernstein es, en gran medida,
la sustitución de Marx por Kant y la adopción del lenguaje legalista de la
justicia y la recuperación del Estado de Derecho y los derechos sociales
para rescatar la democracia. Según Alba Rico, el programa de la izquierda –como si se pudieran
escindir o estuvieran al mismo nivel el talón de hierro del capital y la farsa
parlamentaria- tendría tres ejes fundamentales: revolucionario a nivel
económico; reformista a nivel institucional y conservador a nivel
antropológico.
El
análisis teórico de la nueva política–destacadamente el paradigma de los bienes comunes- que sirve de base a la
eclosión de toda la nebulosa de organizaciones sociales y think tanks,
surgidos al calor del ascenso de sus casas matrices a los áulicos despachos en
los consistorios y parlamentos, se basa en el empeño en construir un relato
simplista, que conserve la ilusión de la posibilidad de revertir el embate
neoliberal mediante políticas redistributivas keynesianas promulgadas en
decretos leyes. El famoso ‘sí se puede’, proveniente de la lucha de la PAH contra los
desahucios y apropiado por Podemos como reflejo del vano intento por
rehabilitar la posibilidad de doblar la cerviz al capital a través del poder
soberano y las vías legalistas, es un lema muy apropiado al reformismo agónico
al expresar la ilusión de la posibilidad de regeneración de la democracia para
ponerla al servicio de las clases populares.
El
teórico marxista David Harvey –a pesar de ello, reformista convencido
y gran apoyo del “asalto institucional” de la nueva izquierda- no tiene empacho
sin embargo en reconocer la creciente dificultad de aspirar a lograr cambios
estructurales a través de las palancas estatales: “En los últimos tiempos, el
Estado se ha vuelto cada vez más una herramienta del capital y ahora es mucho
menos susceptible a cualquier tipo de control democrático (otro control que no
sea la democracia salvaje del poder del dinero)”.
Así
pues, a pesar de las abrumadoras evidencias que refutan la posibilidad de la
ilusión regeneracionista, los reformistas agónicos mantienen la defensa
numantina del “mal menor” de la confianza en la farsa parlamentaria para hacer
doblar la cerviz a los poderosos. ¿Cuáles son las desnortadas justificaciones
que sustentan este espejismo? ¿Qué coartadas funcionan como trincheras o
parapetos tras los que construir la agónica legitimidad que fundamente la
creencia en la validez de la vía legalista-institucional? O, más directamente
incluso, ¿cómo convencer a la gente, crecientemente desafecta, de la utilidad
de la farsa electoral cuando resulta evidente a todas luces que los poderes
democráticos han devenido totalmente impotentes para siquiera corregir el
embate del capital?
Falacia
del ‘Après moi, le déluge’: dique antifascista
En un
reciente ‘escrache’ al que se vio sometido Iñigo Errejón
por parte de los representantes de una organización llamada Poder Obrero, la
gota que colmó el vaso de la casi infinita paciencia –entre ásperas acusaciones
de traición a su clase y de no haber hecho nada por la gente de los barrios-
del bregado candidato ante sus rabiosos acosadores fue la destemplada acusación
de haber facilitado el ascenso de la extrema derecha: “yo con eso no estoy de
acuerdo”, protesta reiteradamente Errejón mientras añade, confiando
infructuosamente en zafarse del acoso: “tu luchas de una manera y yo de otra”.
La reacción del agraviado candidato muestra que estamos ante una de las líneas Maginot de la legitimación de la nueva
política: su impagable función de dique de contención ante las arremetidas de
la extrema derecha y de garante de la defensa de las libertades públicas y
derechos ciudadanos frente al fascismo rampante. Jaume Asens, concejal del
Ayuntamiento del cambio de Barcelona, en un vídeo conmemorativo de los dos años del
glorioso triunfo electoral de Barcelona en Comú, abunda en el argumento,
arrogándose de paso - en contraste con otros países de la vieja Europa-, en su
condición de representante de la nueva política, el papel de tapón del
renaciente fascismo en la piel de toro.
Sin
embargo, las apariencias engañan. Anselm Jappé, teórico del marxismo crítico, identifica las similitudes entre los,
aparentemente, polos opuestos: “Las distintas formas de populismo reaccionan a
los males sociales —sobre todo, a la desigual distribución de la riqueza—
identificando a un grupo de responsables personales: los ricos, los banqueros,
los corruptos, los especuladores. Se ignoran las lógicas sistémicas y se
recurre al moralismo (la “codicia”). Casi siempre, el populismo santifica el
“trabajo honrado” y lo opone a los “parásitos”. Por eso, la diferencia entre
populismo “de derechas” y populismo “de izquierdas” no es tan grande como se
cree. Ambos se basan en un falso anticapitalismo. No se trata de una novedad
absoluta; en los años veinte y treinta ya hubo fenómenos de este tipo.
Entonces, el antisemitismo constituía un aspecto esencial. Pero este existe
también hoy, de forma soterrada y a veces abiertamente, en la denuncia del
“especulador”.
La
cruda realidad que ignoran los líderes de la nueva política es que el fascismo
social, el que afecta realmente a las condiciones de vida de la gente, bien
diferente del histrionismo grotesco de los peleles de la extrema derecha, ya
‘ha pasado’, sin que los campeones de la lucha contra la casta hayan podido
mostrar otra cosa que impotencia y cinismo. El sociólogo Boaventura de Sousa
Santos recuerda que el fascismo social ya campa por
sus respetos por debajo de la carcasa, cada vez más vacía, de la democracia
legal: “Todas las formas de fascismo social son formas infra-políticas, no son
parte del sistema político, que es formalmente democrático, pero condicionan
las formas de vida de los que están abajo a través de desigualdades de poder
que no son democráticas, que son inmensas y permiten que los grupos que tienen
poder obtengan un derecho de veto sobre las oportunidades de vida de quienes
están más abajo. El mejor ejemplo es el fascismo financiero. Se crea una
corrupción de la democracia: los que huyen de las reglas democráticas son los
que se quedan con más poder para imponer las reglas democráticas a los otros.
Esa es la perversidad del fascismo financiero”. Agitar el espantajo del
fascismo esperpéntico oculta pues la inacción absoluta del nuevo reformismo
agónico ante el fascismo real, reflejada en la imposibilidad de utilizar las
desmochadas herramientas de la democracia burguesa para contener siquiera el
embate del capital contra las condiciones de vida de la clase trabajadora. Esa
farsa parlamentaria es el caldo de cultivo en el que la demagogia obscena de la
extrema derecha se siente a sus anchas y la mediocridad de la esfera política
campa por sus respetos. Si el estado ha quedado desmochado por el vaciamiento
de soberanía provocado por el hegemón financiero, la excusa de utilizar a las
fuerzas reformistas para al menos contener al fascismo rampante carece de
fundamento. El capital no necesita ya–al contrario de los años 30- el brazo
armado del fascismo clásico para imponer su égida, le basta con la camisa de
fuerza de la deuda a muerte para consagrar –incluso en la carta magna, véase la
reforma manu militari del artículo 135 en
agosto de 2011, perpetrada por el 'bambi' Zapatero- su hegemonía sobre los
títeres de los hemiciclos.
Falacia
del ‘mientras tanto’: esperando la movilización social
“Nosotros
no seremos capaces de hacer absolutamente ningún cambio, ninguno, si no hay una
ciudadanía movilizada”. La concejala del ayuntamiento de Barcelona, Gala Pin, expresaba de esta forma tajante otra de las
ilusiones falaces que legitiman el asalto institucional de la nueva política:
mantener el impulso reformista de defensa de los derechos ciudadanos y las
menguantes cotas de bienestar mientras no resurja la movilización ciudadana. La
interpretación de la dialéctica calle-instituciones deviene pues esencial en la
legitimación del ‘asalto a los cielos’ de los que se proclaman herederos
naturales surgidos de los rescoldos del 15-M. La cuestión clave sería pues:
¿realmente la participación institucional es compatible con el sostenimiento y
la potenciación de organizaciones de base que sostengan la lucha y la
movilización popular contra el feroz embate neoliberal? O, por el contrario,
¿el asalto institucional, al rescatar el espejismo de la farsa parlamentaria,
es un elemento desmovilizador de la efervescencia de movimientos populares al
hilo de las luchas cotidianas y por tanto aleja la posibilidad de la eclosión
de sujetos de cambio real? El teórico e historiador anarquista Miquel Amorós describe brillantemente la cara oculta de la
falacia del ‘mientras tanto’: “Podemos y los demás partidos -las confluencias
municipalistas, los “comunes”, etc.- lo que han hecho es desarmar, desorientar
y desmoralizar. La desmovilización, el oportunismo y la rápida burocratización
que ha seguido a las diversas campañas electorales demuestran que los
agitadores de la víspera se vuelven gestores responsables a la hora de
instalarse en las instituciones. El resto de los mortales han de conformarse
con ser espectadores pasivos del juego mezquino de la política con sus
representaciones gestuales de cara a la galería". El mediocre espectáculo
político es pues un poderoso mecanismo de dispersión y de ensimismamiento ante
la ilusoria expectativa que alimentan el premioso ritmo de las reformas legales
y la aritmética parlamentaria. En las lúcidas palabras de Jaime Semprún: “Esa
actitud de repliegue reformista se justifica con el argumento de conseguir una
intervención real en la vida política, sobre una teoría de etapas y
gradualizaciones, que, muy al contrario, lo que logra es un resultado negativo
al tender este reformismo sin meta a producir en los activistas una pérdida de
voluntad y perspectiva de cambio real”.
El
filósofo irlandés John Holloway, autor del magnífico texto “Cambiar el mundo sin tomar el poder”,
al que Harvey, por cierto, trata con suma displicencia, caricaturizando
agriamente su “desprecio anarquista al poder”, pone el dedo en la llaga de los
efectos contraproducentes para los movimientos populares del asalto
institucional de sus antiguos compañeros del activismo de barrio: “Cualquier
gobierno de este tipo implica una canalización de las aspiraciones y de las
luchas dentro de conductos institucionales que necesariamente tienen que buscar
la conciliación entre la rabia que estos movimientos expresan y la reproducción
del capital. La existencia de cualquier gobierno pasa por fomentar la
reproducción del capital (atrayendo inversión extranjera o de otra forma). Esto
implica inevitablemente participar en la agresión que es el capital”.
Falacia
del ‘valió la pena’: los ‘arreglos de detalle’
El
economista marxista Xabier Arrizabalo, en una reciente entrevista, ponía el dedo en la llaga acerca
de la renuncia absoluta de las fuerzas de la nueva política para realizar
transformaciones sociales de calado, resignándose a realizar políticas de
“acompañamiento” que nunca tocan las bases del poder social. Bien al contrario,
se exhibe una marcada preferencia por los éxitos de la gestión y el
gerencialismo. Véase, por ejemplo, el acusado triunfalismo con el que el
ayuntamiento de Madrid celebraba el éxito en la consecución de un superávit en las cuentas municipales, aun
cuando ello suponía el abandono de un sinnúmero de políticas sociales. Ante la
renuncia tácita –por debajo del vacuo discurso contra las élites- a enfrentarse
al poder del gran capital financiero y las oligarquías dirigentes, la nueva
política recurre a dos estrategias legitimadoras. Por un lado, la exaltación de
la política homeopática, de micropunciones, de pequeñas reformas, que hace
residir en las ganancias marginales, en ámbitos que no ponen en cuestión el
modelo de acumulación rentista-extractivo ni ocasionan ninguna alteración
estructural de la maquinaria capitalista, el baremo del éxito de las políticas
de los gobiernos del cambio. Y por otro, la exaltación de las llamadas
políticas identitarias –feminismo, colectivos LGTBI, memoria histórica, etc.-
que -sin cuestionar en absoluto su relevancia para introducir avances
imprescindibles hacia una mayor justicia social- se convierten, quizá a su
pesar, en un mecanismo involuntario de compensación y ocultación de la ausencia
casi absoluta de políticas que aspiren a cambios estructurales en las
condiciones materiales de vida.
Un
botón de muestra de las insolubles contradicciones de la política cosmética de
los ‘arreglos de detalle’ en medio del marasmo mercantilizador son los
crecientes conflictos entre el consistorio barcelonés y representantes
vecinales a causa de los "daños colaterales" de las políticas embellecedoras
del entorno sin alteraciones estructurales de las condiciones de vida de los
barrios. En una reciente reunión con el equipo municipal de Bcn en
Comú, la representante de la plataforma vecinal Fem Sant Antoni, reflejando la
enorme preocupación por el brutal proceso gentrificador que sufre el
vecindario, uno de los más afectados por la violencia inmobiliaria derivada de
la desaforada burbuja del alquiler que asuela Barcelona, afeaba al regidor del
distrito, Gerardo Pisarello, los efectos indeseados que podría provocar en la
zona el proyecto de la segunda supermanzana –zona pacificada de tráfico- de la
ciudad: “Pero es también cierto que las políticas y las actuaciones del
Ayuntamiento en nuestro barrio no ayudan a construir una ciudad socialmente
equilibrada ni ayudan, en concreto, a los inquilinos. Al contrario, las
políticas y actuaciones municipales contribuyen activamente a la expulsión del
barrio de los vecinos que son inquilinos. Estas políticas del Ayuntamiento
gentrifican el barrio y la gentrificación es la causa directa de los desahucios
invisibles y del mobbing inmobiliario”. El embellecimiento y pacificación de la
zona de Sant Antoni, promovidos por el equipo municipal, sin una modificación
sustancial de las depredadoras reglas del juego del mercado inmobiliario,
contribuyen decisivamente a la expulsión de los vecinos, víctimas del
recrudecimiento de la desaforada violencia inmobiliaria en los barrios de
Barcelona. Difícil resumir mejor la paradoja de los microavances sin alteración
de las estructuras socioeconómicas subyacentes, rasgo esencial de la nueva
política. Ejemplo equiparable, dicho sea de paso, a la machacona propaganda municipal
de fomento de la movilidad sostenible, basada principalmente en la construcción
de infinidad de carriles bici y en el indudable
éxito de la bicicleta de alquiler municipal, mientras que, por otro lado, el
número de vehículos motorizados y los desatados niveles de contaminación que
causan se disparan en Barcelona. En estas paradójicas constataciones de los
límites de las reformas epidérmicas resuena la lúcida advertencia de Murray
Boockhin, teórico del municipalismo libertario, la
antítesis de los actuales ayuntamientos del cambio: “si un partido
aparentemente radical se corrompe por el parlamentarismo, lo que históricamente
ha sido el caso de todos los partidos que conozco; entonces, este partido
parlamentario se esforzará por moderar la situación existente, facilitando, de
hecho, la consecución de sus objetivos a los elementos más perniciosos de la
sociedad”. En la certera descripción de Arrizabalo: “la nueva política, tras la
explosión descontrolada que representó el quincemayismo, representa una
disidencia institucional controlada vista con buenos ojos por la clase
burguesa”.
Conclusión.
La política está en otro sitio: abstencionismo contra la farsa del reformismo
electoralista
"Todo
lo que se construya desde abajo es bueno… a no ser que se eleve sobre unos
pedestales preparados desde arriba"
Tomás
Ibáñez
En un
artículo reciente, ejemplo paradigmático del
reformismo agónico, el ideólogo –ahora crítico- de Podemos, Santiago Alba Rico,
arremetía –coincidiendo con toda la matraca de exaltación de la participación
del circo mediático de tertulianos- contra la 'abstención democrática': “Y si
la izquierda (pues volvemos a ser de izquierdas, mal que nos pese, al menos el
28 de abril) quiere alcanzar estos dos modestos objetivos, cuya única
alternativa es el batacazo civilizacional, debe evitar la tentación de la
autodestructiva abstención democrática”.
Sin
embargo, del análisis del reformismo agónico y de su papel en la farsa
partitocrática se desprende que la única vía al menos de resistencia pasiva
para denunciar la falacia encarnada en la creencia en la posibilidad de utilizar
los mecanismos legales para resistir al fascismo socio-financiero es la defensa
de la abstención. Frente al cinismo del voto “con la nariz tapada”, que
defiende Alba Rico, el grito “silencioso” contra la farsa de la democracia
legal ("lo llaman democracia y no lo es"). Sin embargo, como
puntualiza Amorós, no hay que hacerse ilusiones con un gesto simplemente
simbólico: “La abstención podría ser un primer paso para marcar distancias. No
obstante, la perspectiva política solamente se superará mediante una
transformación radical –o mejor, una vuelta a los comienzos- en el modo de
pensar, en la forma de actuar y en la manera de vivir, apoyándose aquellas
relaciones extra-mercado que el capitalismo no haya podido destruir o cuyo
recuerdo no haya sido borrado”. La decisión consciente de no tomar parte en la
farsa electoral pone además de manifiesto que la política real está en otro
sitio. El sociólogo Mario Domínguez destaca la necesidad de construir ‘otra
política’: “Apostaré por esto mismo, la política está en otro sitio, el que
construimos a través de mecanismos colectivos y autogestionados, aquellos que
crean otra cosa, otro pensamiento, otra práctica, organizada y perdurable, que
controla sus propios tiempos y su débil proceso instituyente, suene o no
ridículo a la contabilidad electoral; porque lo que en realidad ha movido la
historia es la multiplicación del conflicto social a pesar de sus techos tanto
materiales como simbólicos, y no hay mayor conflicto que el que se dirime en
los escenarios no previstos de la acción colectiva”. Al menos se transmite
–reeditando las proclamas quincemayistas: ‘no nos representan’ y ‘lo llaman
democracia y no lo es’, en la mejor tradición del pensamiento libertario- a los
mediadores institucionales que sus servicios son demasiados dispendiosos y que
podemos tratar directamente de nuestros asuntos a través de esos escenarios ‘no
previstos’ de la acción colectiva. Anselm Jappé describe la necesidad de
integrar las luchas cotidianas con la exigencia de ‘cambiar la propia vida’:
“podemos y debemos oponernos a cualquier deterioro de las condiciones de vida
provocado por la lógica económica desencadenada, ya se trate de una mina o de
un aeropuerto, de un centro comercial o de los pesticidas, de una ola de
despidos o del cierre de un hospital. Sin embargo, al mismo tiempo es necesario
cambiar la propia vida y romper con los valores oficiales asimilados, como el
de trabajar tanto para consumir tanto". Boockhin abunda en la necesidad de
evitar los trillados cauces de la farsa parlamentaria y potenciar las grietas
‘en la estructura de dominación’: "la necesidad de librarse del
capitalismo, de una transformación verdadera y radical de la sociedad es más
urgente que nunca. Pero la única forma de conseguir esto es mediante el
reconocimiento, la creación, la expansión y la multiplicación aquí y ahora de
todo tipo de grietas en la estructura de dominación. Como nos recuerda el maestro
Sacristán, el gradualismo reformista es uno de
los enemigos mortales de esa auténtica nueva política: “Esa política tiene dos
criterios: no engañarse y no desnaturalizarse. No engañarse con las cuentas de
la lechera reformista ni con la fe izquierdista en la lotería histórica. No
desnaturalizarse: no rebajar, no hacer programas deducidos de supuestas vías
gradualistas al socialismo, sino atenerse a plataformas al hilo de la cotidiana
lucha de clases y a tenor de la correlación de fuerzas de cada momento, pero
sobre el fondo de un programa al que no vale la pena llamar máximo porque es el
único: el comunismo". Recordando siempre que, si bien las premisas
reformistas han sido reiteradamente refutadas por el curso histórico, la
dicotomía clásica de Rosa Luxemburgo entre el socialismo y la barbarie adquiere
creciente perentoriedad pero también abre la posibilidad de que el embate del
capital despierte fuerzas ahora anestesiadas entre las clases populares: “La
crisis todavía es una crisis a medias. El sistema ha tropezado sobradamente con
sus límites internos (estancamiento económico, restricción del crédito,
acumulación insuficiente, descenso de la tasa de ganancia), pero no lo bastante
con sus límites externos (energéticos, ecológicos, culturales, sociales). Hace
falta una crisis más profunda que acelere la dinámica de desintegración, vuelva
inviable el sistema y propulse fuerzas nuevas capaces de rehacer el tejido
social con maneras fraternales”.
Y quizás sería legítimo
preguntarse, a la luz de la galopante tendencia depredadora del sistema de la
mercancía, si el flagrante incumplimiento de sus dos premisas históricas sobre
la evolución armoniosa del capitalismo y la democracia, en las que basaba su
diagnóstico sobre las nuevas tareas de la socialdemocracia, haría quizás
cuestionarse al viejo Bernstein la viabilidad de la vía reformista adoptada
agónicamente por sus epígonos.
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