Mientras la crisis
económica acentúa la polarización social y, actualizando la memoria histórica
de la Gran Depresión que estalló en 1929, condena a muchos millones de personas
al desempleo, a la precariedad, a la angustia diaria por la subsistencia e
incluso al hambre, menudean los artículos y ensayos que hablan de una «vuelta
de la lucha de clases». Entonces, ¿había cesado? A mediados del siglo XX, al
criticar duramente el «dogma» de la teoría marxiana de la lucha de clases, Ralf
Dahrendorf (1963, pp. 112 ss. y 120-121) resumía así las metas alcanzadas por
el sistema capitalista: «La posición social del individuo [depende ya] de las
metas educativas que ha conseguido alcanzar». Y eso no era todo; también había
«un parecido cada vez mayor de las posiciones sociales de los individuos», y
era innegable la tendencia a una «nivelación de las diferencias sociales». Pese
a todo, el autor de este panorama color de rosa se veía en la obligación de
polemizar con otros sociólogos, según los cuales nos encaminábamos
espontáneamente hacia «una situación en la que ya no existirían ni clases ni
conflictos de clase por la sencilla razón de que ya no habría motivos de enfrentamiento».
Eran años en que
desde el Sur del mundo y desde los campos una masa interminable de hombres,
mujeres y niños empezaban a abandonar su lugar de origen para buscar fortuna en
otro sitio. Era un fenómeno que también se producía masivamente en un país como
Italia: llegados por lo general del Mezzogiorno, los emigrantes cruzaban los
Alpes o se quedaban a este lado. Las condiciones de trabajo en las fábricas del
Norte de la península pueden ilustrarse con un detalle: en 1955, para reprimir
huelgas y agitaciones obreras, se despedía a cientos o miles de activistas de
la CGIL, el sindicato acusado de un radicalismo inadmisible (Turone 1973, p.
259). No era, ni mucho menos, una práctica propia de un país poco desarrollado.
Al contrario, el modelo era Estados Unidos, donde desde hacía tiempo existían
los yellow-dog contracts, merced a los cuales, al ser contratados, los obreros
y empleados se comprometían (eran obligados a comprometerse) a no afiliarse a
ningún sindicato. ¿Realmente había cesado la lucha de clases, o lo que había
cesado en gran medida era la libertad sindical, como confirmación de la lucha
de clases? Los años siguientes fueron los del «milagro económico». Pero veamos
lo que sucedía en 1969 en el país-guía de Occidente, dando la palabra a una
revista estadounidense de difusión internacional (Selecciones del Reader’s
Digest), dedicada a la propaganda del American Way of Life. «Hambre en América»
era el título, de por sí elocuente, de un artículo que proseguía así:
- En Washington, capital federal, el 70 % de los niños ingresados en el hospital pediátrico padecen desnutrición […]. En Estados Unidos los planes de asistencia alimentaria alcanzan a solo 6 de los 27 millones de indigentes […]. Un grupo de médicos, después de un viaje de pesquisa por los campos del Misisipí, declaró ante la subcomisión del Senado: «Los niños que hemos visto están perdiendo salud, energía y vivacidad de un modo evidente. Pasan hambre y están enfermos, y estas son las razones directas e indirectas que les llevan a la muerte».
Según Dahrendorf,
lo que decidía la posición social de los individuosera solo, o sobre todo, el
mérito escolar; pero la revista estadounidense llamaba la atención sobre una
obviedad que no se puede omitir: «Los médicos están convencidos de que la
desnutrición incide en el crecimiento y el desarrollo del cerebro» (Rowan,
Mazie 1969, pp. 100-102). Y una vez más se impone la pregunta: ¿esta terrible
mi seria en el país de la opulencia capitalista tenía algo que ver con la lucha
de clases?
En los años
siguientes, dejando atrás sus fantásticas afirmacionesprevisiones de mediados
del siglo XX, Dahrendorf (1988, p. 122) tomaba nota de que en Estados Unidos se
producía «un aumento del porcentaje de pobres (a menudo en activo)». La
observación más interesante e inquietante se encerraba en un paréntesis de
apariencia trivial: ¡ni siquiera el puesto de trabajo evitaba el riesgo de
pobreza! La figura del working poor, tan olvidada, volvía a ser de actualidad,
y con esta figura asomaba el fantasma de una lucha de clases, que parecía
exorcizado de una vez por todas. Sin embargo, en este mismo periodo de tiempo,
un ilustre filósofo, Jürgen Habermas (1986, p. 1012), volvía a defender las
posiciones abandonadas por el ilustre sociólogo. Sí, para confutar a Marx y su
teoría del conflicto y la lucha de clases no había más que mirar alrededor y
ver «la pacificación del conflicto de clases, obra del estado social» que «en
los países occidentales» se había desarrollado «a partir de 1945» gracias al
«reformismo basado en el instrumental de la política económica keynesiana».
Salta de inmediato a la vista una primera inexactitud: este planteamiento, si
acaso, podía ser válido para Europa Occidental, pero no para Estados Unidos,
donde el estado social nunca tuvo mucho arraigo, como confirma el panorama
angustioso que acabamos de ver.
Pero no es este el
aspecto esencial. La tesis de Habermas se caracteriza sobre todo por la falta
de una pregunta que, sin embargo, tendría que haber sido obvia: ¿el estado del
bienestar fue el colofón inevitable de una tendencia intrínseca del capitalismo
o, por el contrario, el fruto de una movilización social y política de las
clases subalternas, y en última instancia de una lucha de clases? Si el
filósofo alemán se hubiera hecho esta pregunta quizá habría evitado dar por
descontada la permanencia del estado social, cuya precariedad y cuyo progresivo
desmantelamiento están hoy a la vista de todos. Quién sabe si mientras tanto
Habermas, que hoy está considerado el heredero de la Escuela de Fráncfort, ha
abrigado alguna duda. En Occidente el estado social no tomó forma en EEUU sino
en Europa, donde el movimiento indical y obrero estaba tradicionalmente más
arraigado, y tomó forma durante los años en que este movimiento era más fuerte
que nunca, a causa del descrédito que las dos guerras mundiales, la Gran
Depresión y el fascismo habían proyectado sobre el capitalismo. Pues bien,
¿todo esto es la confutación o la confirmación de la teoría marxiana de la
lucha de clases?
El filósofo alemán
señaló el año 1945 como punto de partida de la construcción del estado social
en Occidente y el debilitamiento y la desaparición de la lucha de clases. El
año anterior, durante una visita a Estados Unidos, el sociólogo sueco Gunnar
Myrdal (1944, p. 1) había llegado a una rotunda conclusión: «La segregación se
está volviendo tan completa que un blanco del Sur solo ve a un negro como
sirviente y en situaciones parecidas, formalizadas y normalizadas, propias de
las relaciones entre castas». Dos décadas después, la relación siervo-amo entre
negros y blancos todavía distaba mucho de haber desaparecido: «En los años
sesenta el gobierno usó como conejillos de Indias a más de 400 hombres de color
de Alabama. Estaban enfermos de sífilis y no los curaron porque las autoridades
querían estudiar los efectos de la enfermedad sobre “una muestra de la
población”» (R. E. 1997). Las décadas que van desde el fin de la segunda guerra
mundial hasta la «pacificación del conflicto de clase» son al mismo tiempo el
periodo histórico en que estalló la revolución anticolonial. Los pueblos de
Asia, África y América Latina se sacudieron el yugo colonial o semicolonial,
mientras en Estados Unidos arreciaba la lucha de los afroamericanos por poner
fin al régimen de segregación y discriminación racial que seguía oprimiéndoles,
humillándoles y relegándoles a los segmentos inferiores del mercado del trabajo
e incluso tratándoles como conejillos de Indias. Esta gigantesca ola
revolucionaria, que modificó profundamente la división del trabajo a escala
internacional y en el país-faro de Occidente, ¿tiene algo que ver con la lucha
de clases? ¿O la lucha de clases solo es el conflicto que enfrenta en un país
aislado a los proletarios con los capitalistas, al trabajo dependiente con la
gran burguesía?
Esta última es
claramente la opinión de un historiador inglés famoso en nuestros días, Niall
Ferguson: en la gran crisis histórica de la primera mitad del siglo XX la
«lucha de clases», o mejor dicho «las presuntas hostilidades entre proletariado
y burguesía», tuvieron un papel muy modesto; en cambio fue decisiva la que
Hermann Göring, volviendo la mirada sobre todo al choque entre el Tercer Reich
y la Unión Soviética, llamó la «gran guerra racial» (infra, cap. VI, § 8). El
intento de la Alemania nazi de reducir a los eslavos a la condición de esclavos
negros al servicio de la raza de los señores, y la resistencia épica de pueblos
enteros a esta guerra de sometimiento colonial y esclavización sustancial, en
suma, la «gran guerra racial» fomentada por el Tercer Reich, ¿no tiene nada que
ver con la lucha de clases?
No cabe duda: para
Dahrendorf, Habermas y Ferguson (pero también, como veremos, para prestigiosos
autores de orientación marxista y posmarxista), la lucha de clases remite
exclusivamente al conflicto entre proletariado y burguesía, es más, al
conflicto entre proletariado y burguesía cuando se agudiza y las dos partes son
conscientes de él. Pero ¿era esta la visión de Marx y Engels? Como es sabido,
después de evocar el «fantasma del comunismo» que «recorre Europa» y aún antes
de analizar la «lucha de clases (Klassenkampf) en desarrollo» entre
proletariado y burguesía, el Manifiesto del partido comunista empieza
enunciando una tesis que se haría famosísima y estaría muy presente en los
movimientos revolucionarios de los siglos XIX y XX: «Hasta nuestros días, la
historia de la Humanidad ha sido una historia de luchas de clases»
(Klassenkämpfe) (MEW, 4; 462 y 475). El paso del singular al plural da a
entender claramente que la lucha de clases entre el proletariado y la burguesía
es solo una de ellas, y que las luchas de clases, puesto que recorren en
profundidad la historia universal, no son una característica exclusiva de la
sociedad burguesa e industrial. Por si hubiera dudas, varias páginas después el
Manifiesto insiste: «Hasta hoy en día la historia de todas las sociedades
existentes ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que
revisten diversas modalidades según las épocas» (MEW, 4; 480). De modo que no
solo se declinan en plural las «luchas de clases», sino también las
«modalidades» que revisten en las distintas épocas históricas, en las distintas
sociedades, en las distintas situaciones concretas que se presentan. Pero
¿cuáles son las múltiples luchas de clases o las múltiples configuraciones de
la lucha de clases?
Para responder a
esta pregunta es preciso reconstruir en el plano filológico y lógico el significado
de una teoría y los cambios y las oscilaciones que ha experimentado. Pero no
basta con la historia del texto, hay que repasar también la historia real. Se
impone una relectura doble, de carácter histórico-teórico: por un lado es
preciso arrojar luz sobre la teoría de la lucha de clases enunciada por Marx y
Engels, encuadrándola en la historia de la evolución de los dos filósofos y
militantes revolucionarios y de su participación activa en las luchas políticas
de su tiempo; por otro es preciso verificar si dicha historia es capaz de
explicar la historia mundial, intensa y atormentada, que arranca del Manifiesto
del partido comunista.
La primera
relectura, por lo tanto, aborda el tema de la lucha de clases en «Marx y
Engels». Pero ¿es legítimo establecer una conexión tan estrecha entre los dos?
Aclaro rápidamente los motivos de mi planteamiento. En el ámbito de una
división del trabajo y un reparto de tareas pensado y acordado entre ambos, los
dos autores del Manifiesto del partido comunista y de otras obras no menos
importantes mantienen una relación de constante colaboración y asimilación
recíproca de su pensamiento. Por lo menos en lo referente al plano más
estrechamente relacionado con la política y la lucha de clases, se consideran
miembros o dirigentes de un solo «partido». En una carta a Engels del 8 de
octubre de 1858, después de plantear un importante problema teórico y político
(¿puede producirse en Europa una revolución anticapitalista mientras el
capitalismo sigue en fase ascendente en la mayor parte del mundo?), Marx
exclama: «¡He aquí un asunto difícil para nosotros!» (MEW, 29; 360). Quien debe
responder no es un intelectual individual, aunque sea genial, sino el grupo
dirigente de un partido político en formación. En efecto, los adeptos de este
«partido» hablan de «Marx y Engels» como una fraternidad intelectual y política
indisoluble, como un grupo dirigente de partido que piensa y actúa al unísono.
De la misma opinión son también sus adversarios, empezando por Mijaíl A.
Bakunin, que también junta repetidamente en su crítica a «Marx y Engels» o a
«los señores Marx y Engels», o fustiga al «señor Engels» como alter ego de Marx
(en Enzensberger 1977, pp. 401, 356 y 354). Otros adversarios ponen en guardia
contra «la camarilla de Marx y Engels» o ironizan sobre el «señor Engels,
primer ministro de Marx» o sobre «Marx y su primer ministro» (en Enzensberger
1977, pp. 167, 296 y 312). Tan estrecho es el vínculo entre los dos grandes
intelectuales y militantes revolucionarios que a veces se habla de «Marx y
Engels» en singular, como si se tratase de un solo autor y una sola persona: el
primero lo señala en una carta al segundo del 1 de agosto de 1856 (MEW, 29;
68).
Es evidente que se
trata de dos individualidades, y las diferencias que subsisten inevitablemente
entre dos personalidades distintas deben tenerse en cuenta y, llegado el caso,
destacarse; pero sin crear por ello una especie de escisión póstuma en un
«partido» o en un grupo dirigente de partido, que supo afrontar unido los
innumerables desafíos de su tiempo. Así pues, ¿qué entienden Marx y Engels por
lucha de clases?
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