viernes, 11 de octubre de 2019

LA SUPERVIVENCIA DE LA COMUNA DE PARÍS



Entrevista a Kristin Ross, profesora de Literatura Comparada en la Universidad de Nueva York, autora de Communal Luxury: The Political Imaginary of the Paris Commune (Lujo comunal: el imaginario político de la Comuna de París).

La Comuna de París ha sido estudiada y debatida durante casi siglo y medio. ¿Qué aporta tu libro a nuestra comprensión de este acontecimiento histórico mundial, y por qué decidiste escribirlo?

Como a mucha gente después de 2011 me sorprendió el retorno —desde Oakland a Estambul, de Montreal a Madrid— de una estrategia política basada en tomar el espacio, ocupar el espacio, volver públicos lugares que el estado consideraba privados. Militantes en todo el mundo habían reabierto y estaban experimentando el espacio-tiempo de la ocupación, con todos los cambios fundamentales en la vida diaria que esto implica. Experimentaron la transformación de sus propios barrios en teatros para operaciones estratégicas y vivieron una profunda modificación de su propia relación afectiva con el espacio urbano.

Mis libros siempre son intervenciones en situaciones específicas. Los acontecimientos contemporáneos me llevaron a una nueva reflexión sobre la Comuna de París, que para muchos sigue siendo una especie de paradigma de la ciudad insurgente. Decidí actualizar lo que tuvo lugar en París en la primavera de 1871, cuando artesanos y comunistas, obreros y anarquistas tomaron la ciudad y organizaron sus vidas de acuerdo con los principios de asociación y federación.

Mientras que se ha escrito mucho sobre las maniobras militares y las disputas legislativas de los comuneros, yo quería revisitar las invenciones de los insurgentes de tal forma que algunos de los problemas y objetivos más acuciantes actualmente pudieran emerger de la manera más vívida. La necesidad, por ejemplo, de reorganizar una coyuntura internacionalista, o el estatus del arte y los artistas, el futuro del trabajo y la educación, la forma-comuna y su relación con la teoría y práctica ecológicas: estas eran mis preocupaciones.

La Comuna de París siempre ha sido un importante punto de referencia para la izquierda, pero lo que es nuevo respecto a hoy es en parte todo el contexto político post-1989 y el colapso del socialismo de Estado, que se llevó a la tumba un imaginario político completo. En mi libro, la Comuna de París resurge liberada de esa historiografía, y ofreciendo una clara alternativa al centralismo del Estado socialista. Al mismo tiempo la Comuna nunca se ha adaptado fácilmente, en mi opinión, al rol que la historia nacional francesa le atribuye como una especie de fase radical en el establecimiento de la República. Liberándola de las dos historias que la han instrumentalizado, estaba segura de que podríamos percibir la Comuna nuevamente como un laboratorio de invención política.

Lujo comunal no es ni una historia de la Comuna de París ni un trabajo de teoría política en el sentido habitual del término. Los historiadores y los teóricos políticos han sido responsables de la mayor parte de la gran cantidad de literatura generada por la Comuna, y en el caso de los últimos —ya sean comunistas, anarquistas o incluso filósofos como Alain Badiou— esto significa acercarse al acontecimiento desde la perspectiva de una teoría ya formulada. Las acciones comuneras se convierten en los datos empíricos presentados como apoyo de la teoría dada, como si el mundo material fuera un tipo de manifestación local de lo abstracto en vez de al revés.

Para mí, esto equivale a convocar a los pobres comuneros de sus tumbas solo para dar autoridad a la filosofía. Lo que hice en vez de eso fue sumergirme durante varios años en las narrativas producidas por los propios comuneros y algunos de sus compañeros de viaje del período. Miré de cerca no solo lo que hicieron, sino también lo que pensaron y dijeron sobre lo que estaban haciendo, las palabras que usaron, por las que lucharon, importaron desde el pasado o desde regiones lejanas, las palabras que descartaron.

Estas narrativas sobre su lucha —y somos afortunados de que tantos comuneros letrados decidieran escribir algo sobre su experiencia— son ya documentos altamente teóricos. Pero no suelen ser tratados como tales por los teóricos políticos. Esto es por lo que hice poco uso de la teoría política existente sobre la Comuna y por lo que, al final, veo a los teóricos políticos como la plaga de nuestra existencia en la medida en que se aproximan a instancias de insurrección política desde la perspectiva de una visión global que intenta unificarlas bajo un único concepto, teoría o narrativa de desarrollo histórico. No creo que sea inteligente considerar acontecimientos históricos desde una perspectiva omnisciente, ni desde la atalaya provista por nuestro presente, gordos y complacientes con toda la sabiduría del ‘metomentodo’, corrigiendo los errores del pasado.

Ignoré todos los innumerables comentarios y análisis de la Comuna, muchos de los cuales —incluso los escritos por gente favorable al recuerdo de la Comuna— no son más que este tipo de cuestionamiento a posteriori o enumeración de errores. Tuve que realizar una importante limpieza del terreno para construir la fenomenología característica del acontecimiento y visualizarlo fuera de las múltiples proyecciones colocadas encima de él por los historiadores. Es el acontecimiento y sus excesos los que te enseñan cómo considerarlo, cómo pensar y hablar sobre él.

Y una vez que has prestado este tipo de atención a los trabajadores como pensadores —una atención que aprendí cuando conocí y traduje algo de los primeros trabajos de Jacques Rancière— no puedes contar la historia de la misma vieja forma: la forma, por ejemplo, en que la han contado las dos tradiciones que controlaron su narración durante tanto tiempo: la historiografía oficial del comunismo de Estado por un lado y la ficción nacional francesa por otro. Tienes que reformular y reconfigurar esas experiencias pasadas para hacerlas importantes en sus propios términos y hacerlas visibles para nosotros, en el presente.

Al centrarme en las palabras y la capacidad de acción de individuos concretos que actuaban en común para desmantelar, poco a poco y paso a paso, las jerarquías sociales que constituyen una burocracia estatal, he intentado pensar la Comuna históricamente —como perteneciente al pasado, como muerta y ausente— y, al mismo tiempo, como la figuración de un futuro posible. Intenté representarla como una parte muy en consonancia con su era histórica, pero de una forma que supere su propia historia y nos sugiera, quizás, las reivindicaciones más profundas y perdurables de democracia y revolución a nivel mundial.

El libro es mi manera de reabrir, en otras palabras, desde nuestras luchas actuales, la posibilidad de una historiografía diferente, una que nos permita pensar y hacer política de forma diferente. La Comuna ofrece una alternativa diferente al camino tomado por la modernización capitalista, por un lado, y al tomado por el utilitario socialismo de estado, por otro. Este es un proyecto que creo que cada vez más de nosotros compartimos y es por eso que escribí el libro.

Al elegir centrarte en la vida más allá de la muerte de la Comuna, más que en los 72 días de “su propia existencia de funcionamiento”, consigues desenterrar el sinfín de formas en que el imaginario político de la Comuna de hecho sobrevivió a la masacre y siguió viviendo en las luchas y el pensamiento de los excomuneros y sus contemporáneos. ¿Cuál consideras que es, a este respecto, el legado más importante de la Comuna?


No me centré tanto en la “vida más allá de la muerte” de la Comuna como en su supervivencia. En uno de mis anteriores libros, May ‘68 and Its Afterlives (“Mayo del ‘68 y sus vidas después de la muerte”), mi temática era, de hecho, como sugiere el título, algo más como un estudio de la memoria: cómo las insurrecciones del ‘68 eran representadas y debatidas diez, veinte, treinta años después. Y hoy se están escribiendo trabajos muy interesantes sobre lo que algunos quieren ver como las “vidas más allá de la muerte” o “reactivaciones” de la Comuna de París: estudios de la Comuna de Shanghái, por ejemplo, u otros aspectos de la Revolución Cultural China, o estudios que observan a los zapatistas como una especie de reactivación de algunos de los actos de 1871.

Lujo comunal, sin embargo, está limitado al ciclo de vida de los comuneros y es centrífugo o geográfico en su alcance. Examino las ondas de choque del evento cuando alcanzan a Kropotkin en Finlandia o a William Morris en Islandia, o cuando impulsan a los comuneros exiliados y refugiados en apuros hacia nuevas y ambiciosas redes políticas y formas de vida en Suiza, Londres y cualquier otro sitio posteriormente a la masacre que supuso el fin de la Comuna. El carácter extremo y sangriento de ese final, la Semana Sangrienta de violencia estatal que llevó a miles de personas a la muerte, se ha mostrado a menudo como un reclamo incontrolable, haciendo invisibles las redes y rutas de supervivencia, reinvención y transmisión política que vinieron en los años inmediatamente posteriores, y eso me concierne en la parte final del libro.

Existe casi un deseo por parte de los historiadores de encerrar todo el acontecimiento en un pulcro episodio de 72 días que acaba en tragedia. En ese sentido yo quería examinar la prolongación del pensamiento comunero más allá de la carnicería sangrante en las calles de París, su elaboración cuando los exiliados se encontraron con sus simpatizantes en Inglaterra y las montañas de Suiza. Al hacerlo así, por supuesto, estoy muy de acuerdo con Henri Lefebvre, quien nos dice que el pensamiento y la teoría de un movimiento es generado solo con y después del propio movimiento. Las luchas crean nuevas formas políticas y maneras de hacer, así como nuevos conocimientos teóricos de estas prácticas y formas.

En un nivel podrías argumentar que son las formas tomadas por esa supervivencia —una “vida más allá de la vida” como en la palabra francesa “survie”— las que constituyen el legado más importante de la Comuna: el hecho mismo de que su propia “existencia en funcionamiento” continuó, la negativa por parte de los supervivientes y sus partidarios a permitir que la catástrofe de la masacre acabara con todo.

En un nivel más simbólico, no obstante, el legado dejado por el pensamiento generado por la Comuna emerge en mi libro en el conjunto de significados que se adhieren a la frase que elegí para el título del libro: “lujo comunal”. Descubrí la frase escondida en la frase final del manifiesto que Eugène Pottier, Courbet y otros artistas escribieron cuando se estaban organizando durante la Comuna. Para ellos la frase expresaba una demanda de algo como la belleza pública, la idea de que todo el mundo tiene el derecho de vivir y trabajar en circunstancias agradables, la demanda de que el arte y la belleza no deberían estar reservadas para el disfrute de la élite, sino estar completamente integradas en la vida pública cotidiana.

Esto puede parecer una demanda meramente “decorativa” por parte de artistas de la decoración y artesanos, pero es una reivindicación que de hecho pide nada menos que la reinvención total de lo que cuenta como riqueza, lo que una sociedad valora. Es una llamada a la reinvención de la riqueza más allá del valor de cambio. Y en el trabajo de refugiados de la Comuna como Elisée Reclus y Paul Lafargue y compañeros de viaje como Piotr Kropotkin y William Morris, lo que estoy llamando “lujo comunal” fue expandido a la visión de una sociedad humana viable ecológicamente. Es sorprendente que el trabajo de Reclus, Lafargue y sus amigos esté ahora en el centro de atención de teóricos ecológicos que encuentran allí un nivel de pensamiento medioambiental que murió con esa generación a finales del siglo XIX y no fue resucitado de nuevo hasta la década de 1970 con figuras como Murray Bookchin.

Esto es todo trabajo excitante, pero a menudo no consigue tener en cuenta cómo la experiencia de la Comuna fue parte integrante de la perspectiva ecológica que desarrollaron. La experiencia de la Comuna y su despiadada supresión hicieron su análisis aún más contundente. Desde su punto de vista, el capitalismo era un sistema de derroche temerario que estaba causando la degradación ecológica del planeta. Las raíces de la crisis ecológica se encontraban en el Estado-nación y el sistema económico capitalista. Y pensaban que un problema sistémico demanda una solución sistémica.

Profundizando en la anterior pregunta, pones un énfasis particular en el profundo impacto de la Comuna en el pensamiento de Marx del momento. ¿Podrías tratar brevemente cómo los hechos de 1871 informaron, cambiaron o profundizaron la visión de Marx sobre el desarrollo capitalista y la transición a una sociedad postcapitalista?

Marx sabía cuánto era posible saber sobre lo que estaba ocurriendo en las calles de París esa primavera, dada su distancia y la auténtica muralla de censura —“una muralla china de mentiras”, en sus términos— montada por los versalleses para impedir que la información fiel llegara tanto al pueblo francés del campo como a los extranjeros. Él miró a la Comuna y se asombró de ver por primera vez en su vida un ejemplo viviente, en directo, de una vida no capitalista que no había sido planificada, lo inverso a la cotidianidad vivida bajo la dominación estatal. Por primera vez vio a gente comportándose realmente como si fuera la dueña de su vida y no esclava del salario.

En Lujo comunal trazo los profundos cambios que la existencia de la Comuna llevó al pensamiento de Marx y, más importante, a su camino: la nueva atención que prestó en la década siguiente a la Comuna a las cuestiones campesinas, al mundo fuera de Europa, a las sociedades precapitalistas, y a la posibilidad de múltiples rutas hacia el socialismo. Ver por primera vez qué aspecto tenía en realidad el trabajo no alienado tuvo el efecto paradójico de reforzar la teoría de Marx y de causar una ruptura con el mismo concepto de teoría.

Pero hay que decir que estoy menos preocupada con relacionar la Comuna con las trayectorias intelectuales de Marx o algunos de los otros conocidos compañeros de viaje que trato en el libro, que lo que lo estoy en entretejer el pensamiento, prácticas y trayectorias de contemporáneos como Kropotkin, Marx, Reclus y Morris, el zapatero Gaillard y otras figuras menos conocidas en la red relacional que el acontecimiento produjo, una especie de “globalización desde abajo”.

El imaginario socialista inmediatamente tras la Comuna no fue alimentado solo por la reciente insurrección, sino por elementos que incluyen la Islandia medieval, el potencial comunista de las viejas comunas campesinas rurales en Rusia y otros lugares, los comienzos de algo llamado comunismo anarquista, y un profundo repensamiento de la solidaridad desde lo que hoy llamaríamos una perspectiva ecológica.

Apuntas cómo la Comuna era realmente un proyecto compartido que “fundió las divergencias entre las facciones de izquierda”. Igualmente, tú misma tienes poca paciencia con las disputas sectarias que destacan en exceso la ruptura entre Marx y Bakunin, o entre el comunismo y el anarquismo, tras la insurrección. ¿Qué pasó con la Comuna para que permitiera a estas diversas tendencias encontrar una causa común, y qué —si es que hay algo— debería tomar la izquierda hoy de esta experiencia?

La vida es demasiado corta para el sectarismo. No es que el sectarismo no existiera bajo la Comuna y tras ella. De hecho, normalmente se ve a la izquierda en los años inmediatamente siguientes a la Comuna ferozmente dividida por la disputa entre Marx y Bakunin, una disputa entre marxistas y anarquistas de la que se dice que es responsable del final de la Primera Internacional, y una disputa que a menudo es tediosamente repetida hoy entre aquellos que creen que la explotación económica es la raíz de todos los males y aquellos que creen que es la opresión política.

Lo que decidí hacer en mi libro fue empujar a Marx y Bakunin, esos dos viejos barbagrises cuya disputa ha sido durante tanto tiempo todo lo que cualquiera de nosotros podía ver u oír de esa época, fuera del escenario o al menos a los márgenes momentáneamente, para ver qué más había para ver. Y lo que descubrí fue toda una multitud de personas muy interesantes que no eran servilmente leales al marxismo ni al anarquismo, sino que hacían un hábil uso de ambos conjuntos de ideas.

Creo que se parece mucho a la forma en que los militantes de hoy proceden en su vida política, quizás porque algunos de los modelos más sectarios de ambos lados han dejado la escena. Incluso así, mi libro ha tenido su cuota de ataque sectario, por apoyo insuficiente de la línea marxista y de la línea anarquista, ¡más o menos en la misma cantidad!

Muchos movimientos contemporáneos parecen evocar el espíritu de la Comuna en sus propias luchas. ¿Crees que estamos experimentando un renacimiento del imaginario comunal en nuestros tiempos? ¿Cómo explicarías el retorno de las estrategias políticas basadas en la ocupación y este interés renovado en la política del espacio urbano?

Creo que claramente hay un renacimiento del imaginario comunal hoy, pero no estoy de acuerdo contigo en que esté centrado en la política del espacio urbano. La ciudad hoy presenta demasiado a menudo tres opciones a la gente joven: sin trabajo, trabajo mal pagado o trabajo sin sentido. Muchos han decidido moverse al campo para llevar vidas que entrelazan lucha y cooperación social. Cuando pienso en las diversas luchas actuales, concretamente en Francia que es el contexto que conozco mejor, a menudo son en áreas rurales, y están relacionadas con defender una forma de vida considerada como “arcaica” bajo la modernización capitalista. Los ocupantes buscan crear una forma de autosuficiencia regional que no supone retirarse a un mundo cerrado en sí mismo ni arremolinarse en grupos de autorreferencialidad aislados.

Este es un deseo que surgió de forma muy fuerte, por cierto, en el período posterior a la Comuna, y trato en profundidad los muchos y muy interesantes debates sobre este tema que tuvieron lugar en las montañas del Jura, en Suiza, entre refugiados y sus partidarios, muy conscientes de los peligros del aislamiento. Por lo que yo sé de las actuales ocupaciones comunales de territorios y tierras, los ocupantes y los ‘zadistas’ [participantes en la ZAD, territorio autónomo en Notre-Dame-des-Landes (Nantes, Francia) en resistencia contra la construcción de un aeropuerto] reclaman un cierto linaje no solo con la Comuna de París, sino con luchas más recientes, como la de Larzac en los ‘70 y con importantes figuras de aquella época como Bernard Lambert. Fue Lambert, después de todo, quien proclamó en el altiplano de Larzac en 1973, a las miles de personas que habían viajado hasta allí desde toda Francia y el extranjero para apoyar a los granjeros locales en su lucha para no ser expulsados de su tierra por el Ejército francés, que “nunca más estarán los campesinos del lado de Versalles”.

Cuando Lambert, en su texto clásico Les Paysans dans la lutte des clases (“Los campesinos en la lucha de clases”), situaba a los trabajadores urbanos y a los campesinos en el mismo lugar cara a cara con la modernidad capitalista, él estaba utilizando la misma estrategia retórica que uno de los principales personajes de mi libro, el comunero Elisée Reclus, utiliza en su panfleto de 1899, A mi hermano el campesino. Y es la idéntica estrategia que subyace en un panfleto incluso anterior dirigido a (pero nunca recibido por) los franceses del campo por comuneros asediados en abril de 1871, Al trabajador de las campiñas. Citando a Lambert: “Campesinos, trabajadores, el mismo combate”.

Hoy, la existencia de ZAD —zones à defendre, o “zonas a defender”— y comunas como Nôtre-Dame-des-Landes en Francia o No TAV en las afueras de Turín, asentamientos que ocupan espacios entregados por el Estado a grandes proyectos de infraestructuras considerados como inútiles e impuestos, marcan el surgimiento de algo como una vida rural característicamente alternativa y combativa. Esta es una vida rural opuesta al agronegocio, a la destrucción de las tierras agrícolas, a la privatización del agua y otros recursos, y a la construcción por el Estado de proyectos de infraestructuras a escala faraónica. Vemos aquí un desafío real en relación con el Estado. Y al mismo tiempo el mundo rural está siendo defendido como un espacio cuyas realidades tanto físicas como culturales se oponen a la lógica homogeneizadora del capital. Al negarse a desplazarse se sitúan a sí mismos en el centro del combate.

La actual removilización de la forma-comuna, tal como la entiendo, busca en parte bloquear la creación en curso de una red territorial de centros metropolitanos financieros privilegiados cuyo desarrollo tiene un precio: la destrucción de los vínculos que unen esos centros a sus afueras y alrededores próximos. Son esas afueras, rurales o semirrurales por naturaleza, las que están luego destinadas a entrar en el declive de una especie de desertificación prolongada, mientras el capital chupa cada vez más personal y recursos para el trabajo de transportar, a cada vez más velocidad y en una escala cada vez mayor, comunicación, bienes y servicios entre los designados lugares de riqueza.


Los militantes de hoy a menudo se ven a sí mismos peleando una realidad marcadamente nueva y neoliberal, pero no creo que importe mucho que veamos o no al neoliberalismo como una fase marcadamente nueva del capitalismo; el mundo capitalista al que se oponen ya fue analizado en gran medida por Henri Lefebvre en La producción del espacio, un libro que apareció, creo, a principios de los ‘70. Allí mostraba cómo la creciente “planificación” del espacio bajo el capitalismo era un movimiento en tres partes: homogeneidad, fragmentación y jerarquía.

La producción de la homogeneidad está garantizada por la unificación de un sistema global con centros o puntos de fuerza metropolitana que dominan puntos más débiles periféricos. Simultáneamente, sin embargo, el espacio se fragmenta de la mejor manera para ser instrumentalizado y apropiado: es dividido como papel cuadriculado en partes autónomas, taylorizadas con funciones localizadas diferentes. Y una estrategia cada vez más consciente y peligrosa divide todas las zonas rurales y suburbanas, los satélites formados de ciudades pequeñas y medianas, los suburbios y las zonas deprimidas abandonadas por la descomposición de la vida agraria —todas estas semicolonias para la metrópoli— en zonas más o menos favorecidas con la mayoría de ellas, por supuesto, destinadas a un declive controlado, supervisado de cerca, a menudo precipitado.

Tales luchas y ocupaciones contemporáneas tienen, como la Comuna de París —por necesidad—, base en lo local. Están vinculadas a un espacio concreto y como tales reivindican una elección política específica. Comparten todas las preocupaciones y aspiraciones de tipo espacial. Pero por sus objetivos no son localistas o localizadoras. Los comuneros, deberíamos recordar, eran ferozmente antiestatales y en general indiferentes a la nación. Bajo la Comuna, París quería ser una unidad autónoma en una federación internacional de comunas.

En este sentido, la Comuna anticipó en los hechos todo tipo de posibilidades, que incluso los proyectos que no pudo llevar a cabo y que permanecen en el nivel de los deseos o intenciones, como el proyecto federativo, retienen un profundo significado. Luchas específicas de un lugar como Nôtre-Dame-des-Landes y No TAV están hoy mucho mejor situadas para conseguir el tipo de federación internacional que París, bajo la Comuna, no tuvo tiempo de conseguir.

Fuente: Roarmag.
Entrevista: Jerome Roos
Traducción al castellano: Eduardo Pérez

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