8
octubre 2019
Michel Husson
vientosur
vientosur
¿Es
razonable reivindicar a un autor cuya obra principal se publicó hace 150 años?
Este artículo busca primero responder a esta pregunta perfectamente legítima y
luego mostrar cómo la referencia a la teoría marxista puede ayudar a
interpretar el capitalismo contemporáneo e imaginar alternativas.
Marx, ¿un economista del pasado?
Es
necesario responder a las diferentes acusaciones de arcaísmo dogmático:
desde El Capital, la ciencia económica ha hecho un progreso inmenso
y el capitalismo de hoy no tiene nada que ver con el que Marx estudió.
Comencemos con este último argumento: obviamente sería absurdo negar que el
capitalismo ha evolucionado durante dos siglos y que sus formas concretas de
encarnación pueden ser muy diferentes de un país a otro. No se trata de negar
estas transformaciones, sino de mostrar que se han desarrollado dentro de
relaciones fundamentalmente invariables. Es más, podría argumentarse que las
condiciones actuales de explotación laboral en China son, en muchos aspectos,
comparables a las que prevalecían en la Inglaterra del siglo XIX.
La
referencia al marxismo tiene la virtud de protegerse contra el vaivén de las
últimas teorías a la moda que van sucediéndose para demostrar que todo ha
cambiado y que se deben abandonar las antiguas representaciones del mundo. Pero
ciertamente existe el riesgo inverso del dogmatismo que consiste en aplicar a
ciegas los mismos patrones a una realidad en movimiento. Por lo tanto, el
marxismo vivo debe moverse entre estos dos escollos a través de estudios y debates.
Sin duda, una de las cuestiones metodológicas más importantes es distinguir los
niveles de análisis: la teoría marxista del valor no permite, por ejemplo,
comprender directamente la crisis de la zona euro. Se deben establecer
mediaciones entre la realidad concreta y los marcos conceptuales más
abstractos. La guía más clara sigue siendo (desde nuestro punto de vista) el
libro del filósofo checo Karel Kosík (1967), donde resumió este método:
“1)
Asimilación minuciosa de la materia, pleno dominio del material incluyendo
todos los detalles históricos posibles.
2)
Análisis de las diversas formas de desarrollo del material mismo.
3)
Indagación de coherencia interna, es decir, determinación de la unidad de esas
diversas formas de desarrollo”.
Marx
sería un hombre del siglo XIX: esta es la tesis defendida por un biógrafo
reciente (Husson, 2017). Otro crítico lo calificó de posricardiano menor
(Brewer, 1995). Pero la ciencia económica, aun admitiendo que es
una ciencia, ciertamente no es una ciencia que progresa lineal y periódicamente
unificada. Por ejemplo, a diferencia de la física, diferentes paradigmas
económicos continúan coexistiendo de manera conflictiva.
La
economía dominante actual, llamada neoclásica, se basa en un paradigma que no
difiere fundamentalmente del de las escuelas premarxistas o incluso
preclásicas. En gran parte, el debate triangular entre la economía clásica (Ricardo),
la economía vulgar (Say o Malthus) y la crítica de la economía
política (Marx) continúa hoy en los mismos términos. Las relaciones de poder
que existen entre estos tres polos han evolucionado, pero no según un esquema
de eliminación de paradigmas obsoletos. En resumen, la economía dominante no
domina debido a sus propios efectos de conocimiento, sino en función de
relaciones de poder ideológicas y políticas más generales.
Por
tomar solo un ejemplo, las teorías contemporáneas del desempleo retoman, bajo
una forma modernizada, los viejos análisis sobre los pobres. El debate en
Inglaterra en torno a las leyes sobre los pobres se encuentra hoy en las
denuncias sobre las ayudas sociales: en lugar de aceptar los puestos de trabajo
ofrecidos, la gente desempleada preferiría no hacer el esfuerzo de trabajar y
vivir cómodamente de las prestaciones sociales (Husson,
2018a).
Pero
el argumento de que la teoría marxista está obsoleta debido al progreso de la
economía busca el efecto de eliminar al mismo tiempo cualquier referencia a la
teoría del valor.
¿Un capitalismo sin teoría?
En
última instancia, la pregunta a la que debe responder la teoría del valor es:
¿de dónde proviene la ganancia? En los libros de texto contemporáneos
encontramos la definición de ganancia: es la diferencia entre el precio de
venta y el coste de producción. Pero el misterio de la fuente del beneficio
permanece intacto. Es alrededor de esta cuestión absolutamente fundamental con
la que Marx abre su análisis del capitalismo en El Capital.
Antes
de él, los grandes clásicos de la economía política, como Smith o Ricardo,
partían de una pregunta ligeramente diferente, la del precio relativo de los
bienes: ¿por qué, por ejemplo, una mesa vale el precio de cinco pantalones? Muy
rápidamente, la respuesta que se impuso es que esta proporción de 1 a 5 refleja
el tiempo requerido para producir un pantalón o una mesa. Esto es lo que podría
llamarse la versión básica del valor-trabajo.
A
continuación, estos economistas clásicos intentaron
descomponer el precio de una mercancía. Además del precio de las materias
primas, este precio incorpora tres categorías principales: renta, ganancias y
salario. Esta fórmula trinitaria parece muy simétrica: la
renta es el precio de la tierra, la ganancia es el precio del capital y los
salarios son el precio del trabajo. De ahí la siguiente contradicción: por un
lado, el valor de una mercancía depende de la cantidad de mano de obra
requerida para su producción; pero, por otro lado, esta no solo comprende el
salario.
La
teoría marxista, llamada del valor-trabajo, busca escapar de esta aparente
contradicción. No está de más recordar muy brevemente cómo procede Marx. El
principio esencial es que el trabajo humano es la única fuente de creación de
valor. Valor significa aquí el valor monetario de los bienes. Entonces nos
enfrentamos a este verdadero enigma que las transformaciones del capitalismo
obviamente no han hecho desaparecer: el de un sistema económico en el que las y
los trabajadores producen todo el valor pero solo reciben una fracción de él en
forma de salario, mientras que el resto se va a las ganancias.
Los
capitalistas compran medios de producción (maquinaria, materias primas,
energía, etc.) y fuerza de trabajo; producen bienes que venden y terminan con
más dinero del que originalmente invirtieron.
Marx
ofrece su solución, que es a la vez genial y simple (al menos a
posteriori). Aplica a la fuerza de trabajo, esta mercancía un tanto
peculiar, la distinción clásica que hace entre valor de uso y valor de cambio.
El
salario es el precio de la fuerza del trabajo socialmente reconocido en un
momento dado como necesario para su reproducción. En este sentido, el
intercambio entre el asalariado que vende su fuerza de trabajo y el capitalista
es, en general, una relación igual. Pero la fuerza de trabajo tiene una
propiedad especial, su valor de uso, la de producir valor. El capitalista se
apropia de la totalidad de este valor producido, pero restituye solo una parte
de él, porque el desarrollo de la empresa hace que las y los asalariados puedan
producir durante su tiempo de trabajo un valor mayor que el que recuperarán
bajo la forma de salario.
Hagamos
como Marx, en las primeras líneas de El Capital, y observemos a la
sociedad como una “inmensa acumulación de mercancías” producidas por el trabajo
humano. Podemos hacer dos pilas: la primera consiste en bienes y
servicios que corresponden al consumo de los trabajadores y trabajadoras; la
segunda pila incluye los llamados bienes de lujo y
bienes de inversión, y corresponde a la plusvalía. El tiempo de trabajo de toda
la sociedad puede a su vez dividirse en dos partes: el tiempo dedicado a
producir la primera pila Marx lo denomina trabajo necesario, y
el que se dedica a la producción de la segunda pila es el
trabajo excedente. En el fondo, esta representación es bastante simple, pero,
obviamente, para lograrla es necesario dar un paso atrás y adoptar un punto de
vista social.
El
análisis se complica aún más cuando se observa que el capitalismo se
caracteriza por la formación de una tasa general de ganancia, en otras
palabras, que el capital tiende a tener la misma rentabilidad
independientemente de la rama en la que se invierte. Ricardo no logrará
resolver esta dificultad. Este es el problema de la transformación (de
valores en precio) que Marx resuelve al mostrar que la plusvalía se distribuye
en proporción al capital comprometido. Muchos críticos han detectado aquí un
error de Marx que desaparece, sin embargo, si hacemos intervenir una sucesión
de períodos de producción 1/.
La gran bifurcación
La
teoría marxista del valor es una extensión de las teorías de los clásicos
(Smith y Ricardo) en la que resuelve sus contradicciones internas. Pero
introduce una dimensión crítica fundamental: la apropiación de ganancias por
parte de los capitalistas descansa en última instancia en relaciones sociales
que no son ni naturales ni eternas.
Las
implicaciones revolucionarias de esta teoría fueron claramente percibidas por
los defensores del orden establecido. Por lo tanto, era necesario oponerle otra
teoría, y esta sería la teoría marginalista o neoclásica. Uno de sus
fundadores, John Bates Clark, expresó claramente la necesidad de responder a la
teoría de la explotación: “Los trabajadores, se nos dice, son permanentemente
desposeídos de lo que producen [...]. Si esta acusación tuviera fundamento,
cualquier persona dotada de razón debería hacerse socialista, y su voluntad de
transformar el sistema económico expresaría su sentido de la justicia”. Para
responder a esta acusación es necesario, explica Clark: “Descomponer el
producto de la actividad económica en sus elementos constitutivos, para ver si
el juego natural de la competencia lleva o no a atribuir a cada productor la
parte exacta de riquezas que contribuye a crear” (Clark, 1899: 7).
Piero
Sraffa, situado en la tradición de Ricardo, sacó una amarga conclusión de lo
que llamó la degeneración de la teoría del valor. Las razones
político-ideológicas para el derrocamiento de la economía clásica eran obvias
para él:
“Con
el ataque frontal de Marx, el surgimiento de la Internacional y la Comuna de
París, se necesitaba una línea de defensa mucho más decidida (…) era necesario
pasar a la utilidad, de ahí el éxito de Jevons, Menger y Walras. La economía
clásica en su conjunto se estaba volviendo demasiado peligrosa: tenía que ser
desechada como tal. La casa estaba en llamas y amenazaba con prender fuego a
toda la estructura y los cimientos de la sociedad capitalista: la economía
clásica fue inmediatamente expulsada” 2/.
Así
pues, actualmente hay dos teorías del valor. Para la teoría neoclásica
prevaleciente, que se enseña en todas partes, el beneficio es la remuneración
de la productividad marginal del capital, de una manera simétrica al salario
que premia la productividad marginal de los salarios. Para la teoría marxista
el beneficio se deriva de la explotación de la fuerza de trabajo. Muchos
trabajos, que rara vez se discuten hoy, han mostrado la incoherencia de la
teoría dominante. Recientemente, un brillante artículo (Eatwell, 2019), que
adopta una lógica poskeynesiana, concluye así: “No existe una
teoría neoclásica de la tasa de ganancia”. Pero este tipo de crítica tiene
problemas para abandonar el campo académico. Quizás sea más interesante mostrar
cómo la referencia a la teoría del valor conduce a un análisis efectivo de los
desarrollos recientes en el capitalismo.
Las ilusiones de las finanzas
La
financiarización del capitalismo llevó, antes de la crisis, a una especie de
euforia basada en la impresión de que las finanzas se habían convertido en una
fuente autónoma de valor. Incluso entre algunos economistas heterodoxos
encontramos el razonamiento según el cual los capitalistas tienen la opción de
invertir ya sea en la esfera productiva o real, o en la esfera
financiera. Y como las finanzas proporcionarían mayores rendimientos, esta
sería la causa de una debilidad relativa en la inversión.
Estas
fantasías no tienen nada de original y en Marx, especialmente en su análisis
del Libro 3 de El Capital dedicado a la distribución de
ganancias entre intereses y ganancias corporativas, encontramos todos los
elementos para criticarlas. Marx escribe, por ejemplo: “En la idea popular, al
capital dinerario, el capital que devenga interés, se lo considera aún como
capital en cuanto tal, como capital por excelencia” 3/.
Ciertamente, el capital financiero parece capaz de proporcionar un ingreso
independientemente de la explotación de la fuerza de trabajo. Por eso, añade
Marx: “Para la economía vulgar, que pretende presentar al capital como fuente
autónoma del valor, de la creación de valor, esta forma le viene a pedir de
boca: una forma en la cual la fuente de la ganancia ya no resulta reconocible,
y en la cual el resultado del proceso capitalista de producción –separado del
propio proceso– adquiere una existencia autónoma” 4/.
Este
tipo de ilusión solo es posible si uno se basa en una teoría aditiva del
valor, donde el ingreso nacional se construye como la suma de las
remuneraciones de los diferentes factores de producción. Por el
contrario, la teoría marxista es sustractiva: las formas
particulares de ganancia (intereses, dividendos, rentas, etc.) son puntuaciones
en una plusvalía global cuyo volumen está predeterminado. Uno puede
“enriquecerse mientras duerme” solo en base a ese pinchazo operado sobre la
plusvalía global, de modo que el mecanismo admite límites, los de la
explotación, que es el verdadero fundamento de la bolsa de
valores. La crisis marca el regreso de lo real, como un recordatorio al orden
de esta dura ley del valor.
La ley del valor como brújula
La
referencia a la ley del valor, si se realiza de manera crítica, no dogmática,
hace posible filtrar teorías frágiles, se podría decir
oportunistas, que aparecen ante nuevos fenómenos. Nos limitaremos a mencionar
brevemente algunos ejemplos.
Hubo
un tiempo en que algunos autores que se reclamaban del marxismo pretendían que
la ley del valor estaba superada debido a las mayores tasas de ganancia para
los monopolios. Sin embargo, las contrapartes tuvieron tasas de ganancia más
bajas en otros sectores. Resulta gracioso que el reciente descubrimiento de
este fenómeno por parte de los economistas de la corriente dominante los lleve
hoy a revelar las inconsistencias de su teoría de ganancias (Husson, 2018b).
De
la misma manera, tampoco es posible argumentar que podemos producir valor
tecleando, como afirman algunos autores que afirman ser marxistas (Husson,
2018c). En cuanto a la llamada economía colaborativa, solo crea valor, en el
sentido capitalista del término, si está sujeta a la apropiación privada que
conduce a la producción de bienes. La economía de la plataforma está en la
vanguardia de la modernidad, pero a menudo vuelve a los primitivos modos de
extracción de la plusvalía.
El
conocimiento como tal no crea valor, contrariamente a la tesis del
capitalismo cognitivo (Husson, 2003). O, para usar la fórmula
de Jean-Marie Harribey (2017), “no podemos pensar en el ingreso básico sin una
teoría del valor”.
Finalmente,
la distinción entre valor de uso y valor de cambio es fundamental para arrojar
luz sobre uno de los enigmas a los que se enfrenta la economía dominante
actual: las innovaciones tecnológicas no conducen a los aumentos de
productividad esperados. En un artículo anterior presentamos esta explicación:
“Tal vez sea esa la clave del estancamiento secular: desde luego, las
innovaciones tecnológicas aumentan el bienestar de los consumidores, pero este
aumento no está ligado a una producción mercantil”. He aquí, pues, unos cuantos
espacios contemporáneos en los que la teoría del valor permite trabajar en un
marco coherente (Husson, 2018d).
El lujo de elegir lo que no es lo más rentable
Marx
avanzó esta hermosa fórmula inspirada en un panfleto anónimo: “Una nación es
verdaderamente rica cuando en vez de 12 horas se trabajan 6” 5/. No
hay una forma más clara de distinguir entre valor y riqueza. Es cierto que
ahora existe un consenso bastante amplio de que el PIB no mide la felicidad,
pero no se han sacado todas las consecuencias de esta perogrullada.
De
hecho, la economía dominante ha contribuido a desdibujar esta distinción
elemental al rechazar la teoría del valor-trabajo y reemplazarla por la del
valor-utilidad. Para justificar una organización social impulsada por la
maximización de la ganancia, fue necesario hacer aceptar la idea de que la
ganancia es un indicador sintético del bienestar humano. Este es el supuesto
necesario, lo que significa que, al perseguir el objetivo de maximizar el
beneficio, se persigue al mismo tiempo el objetivo de maximizar el bienestar.
Todo lo que pretende la economía neoclásica cuando trata de establecer que el
equilibrio es lo óptimo, es lo siguiente: la ganancia es una cuantificación operativa
del bienestar.
Es
alrededor de la distinción entre valor y riqueza como se puede hacer emerger lo
que separa al capitalismo del socialismo. Inspirándonos en el economista ruso
Kantorovich, se podría decir que el programa (en el sentido de
programación lineal) del capitalismo es maximizar el beneficio, mientras que el
del socialismo es maximizar el bienestar, o la utilidad social. Pero esta
última es multidimensional y hace falta una institución para poder definir y
arbitrar las prioridades de la sociedad. Sin duda, esta democracia social es lo
que ha faltado trágicamente en los llamados países del socialismo real.
De
hecho, por ejemplo, en Engels encontramos una vieja teorización de la
planificación socialista en un breve pasaje del Anti-Dühring, donde
esboza los principios de otra forma de cálculo económico:
“Cierto
que la sociedad tendrá también que saber entonces cuánto trabajo requiere la
producción de cada objeto de uso. Pues tendrá que establecer el plan de
producción atendiendo a los medios de producción, entre los cuales se
encuentran señaladamente las fuerzas de trabajo. El plan quedará finalmente
determinado por la comparación de los efectos útiles de los diversos objetos de
uso entre ellos y con las cantidades de trabajo necesarias para su producción.
La gente hace todo esto muy sencillamente en su casa, sin necesidad de meter de
por medio el célebre valor” (Engels, 2014: 409).
También
encontramos las intuiciones de un Preobrazhensky en el estrechamiento de la
esfera de la economía que se limitaría rigurosamente a una función de ajuste de
medios para propósitos definidos a priori:
“Con
la desaparición de la ley del valor en el dominio de la realidad económica
desaparece igualmente la vieja economía política. Una nueva ciencia ocupa ahora
su lugar, la ciencia de la previsión de la necesidad económica en economía
organizada, la ciencia que apunta –en materia de producción u otra– a obtener
lo que es necesario de la manera más racional. Es una ciencia muy otra, es la
tecnología social, la ciencia de la producción organizada, del trabajo
organizado; la ciencia de un sistema de relaciones de producción en que las
regulaciones de la vida económica se manifiestan bajo nuevas formas, en que no
hay ya ‘objetivación’ de las relaciones humanas, en que el fetichismo de la
mercancía desaparece con la mercancía” (Preobrazhenski, 1970: 78).
Este
enfoque adquiere hoy, cuando se introducen restricciones ecológicas, una
legitimidad adicional. Podríamos utilizar aquí los términos de la programación
lineal para decir que el criterio de maximización de la ganancia lleva a
determinados valores más allá del respeto de ciertas normas. El capitalismo
pretende tenerlos en cuenta formando seudomercados o modificando los precios
referencia. Esta seudomonetarización del medio ambiente puede modular en el
margen del principio de la maximización de la ganancia, pero sin ninguna
relación con la escala de las reducciones de emisiones a realizar.
Por un marxismo vivo
No
hemos tratado todas las cuestiones a las que puede responder la teoría
marxista. Entre ellas está, obviamente, el análisis de la crisis. El campo del
marxismo, sin embargo, se ve debilitado por un uso dogmático de la ley de la
tendencia a la baja de la tasa de ganancia, propuesto como la causa última y
única de la crisis. Esto dificulta una lectura más compleja inspirada por la
lógica de los patrones de distribución mediante la combinación de las
condiciones de producción de la plusvalía y las de su realización.
En
la configuración actual del capitalismo, la pregunta esencial es probablemente
esta: ¿cómo mantener o restablecer la tasa de ganancia aun cuando la
productividad se ralentiza? Si ahondamos en esta pregunta, nos parece que el
análisis muestra que la crisis cuestiona al capitalismo de forma más profunda
que las fluctuaciones de la tasa de ganancia. Revela que este sistema económico
y social ha entrado en la zona de los rendimientos decrecientes, que muestra su
incapacidad para satisfacer las necesidades sociales y revela su ineficacia frente
al desafío del cambio climático.
Por
último, es difícil sostener una línea entre dogmatismo y pragmatismo.
Sin duda, es necesario combinar ambas, en un movimiento que yo llamaría
dialéctico (ya que uno es marxista). El pragmatismo es ir rascando sobre los
discursos dominantes o alternativos para confrontarlos a los hechos y a las
cifras, poner en cuestión las certezas, exponerse a la contradicción y la duda.
Acto seguido, si logramos construir una representación adecuada y consistente,
hay que atenerse a ella con una convicción al borde del… dogmatismo.
Con
este razonamiento, uno podría decir paradójicamente (o dialécticamente) que el
marxismo es más útil si se está dispuesto a distanciarse de él. Al final, la
tarea de un o una marxista no es defender el marxismo, sino buscar cambiar el
mundo, comenzando por entenderlo.
Michel Husson es economista y autor de, entre otras
obras, El
capitalismo en 10 lecciones (La Oveja Roja-viento sur,
Madrid, 2013)
Traducción: viento sur
ATTAC España
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