08 octubre,
2019
Sobre
la tendencia totalitaria del fenómeno urbano
La ciudad es un modelo
particularmente revolucionario de asentamiento humano aparecida por primera vez
durante el IV milenio a.C. en la Mesopotamia. El verdadero Edén fue una ciudad,
no un jardín. Allí nacieron la escritura, la contabilidad, las ciencias, las
artes y la verdadera democracia; las ideas de libertad y revolución, la
sexualidad no convencional, la poesía, la historia y la filosofía; pero
también, la burocracia, las jerarquías, las clases, los ejércitos regulares y
el dinero.
Pausanias rehusaba
llamar ciudad a los agregados construidos sin plaza ni edificios públicos, es
decir, sin espacio público, sin un lugar de participación e intervención
directa de las ciudadanía, sin un terreno para la política comunitaria
(política viene de polis, ciudad en griego). En efecto, en la ciudad, gobierno,
justicia, fiesta, mercado, teatro, pensamiento, ceremonial y pedagogía, o sea,
todas las actividades consideradas públicas, transcurrían al aire libre o en
lugares abiertos. Sus límites estaban perfectamente definidos por un recinto
urbano protegido por fosos y murallas.
Existía una clara
distinción entre la ciudad, la forma excepcional de un espacio habitado, y la
no ciudad, el campo, la forma habitual. Conservando tales criterios, ninguna
urbe conocida hoy en día podría considerarse ciudad, puesto que ninguna dispone
de espacios públicos. Las rotondas han substituido a las plazas vacías y las
zonas verdes a los jardines públicos, testimonios de un pasado sobre el que se
hizo, teórica y prácticamente, tabla rasa, mientras que sucesivas autopistas
periféricas marcaban la frontera momentánea a rebasar por una ininterrumpida
oleada urbanizadora.
La urbe totalitaria
surge de la destrucción y de la fagocitación del espacio rural; no se distingue
de su entorno sino por la densidad edificatoria, siempre en aumento; no tiene
puertas ni límites, sólo cinturones viarios con muchos carriles, verdaderos
tentáculos mediante los cuales aquella envuelve a todo el territorio en un
abrazo letal. A la variedad y originalidad de las calles y las plazas de la
ciudad tradicional, opone la vulgaridad y monotonía de las barriadas
yuxtapuestas. A la belleza de sus arquitecturas que manifiestan un amor a la
vida y a todo lo humano, la urbe sobrepone la monstruosidad de monumentos que
pretenden simbolizar el progreso y la modernidad. Las decisiones que conciernen
a sus habitantes son tomadas en espacios bien cerrados, por no decir blindados,
a menudo privados, defendidos por esbirros y telecámaras. Nada ocurre
gratuitamente, ni siquiera los grandes espectáculos deportivo-culturales que
jalonan las etapas urbanizadoras: los accesos son de pago, siempre hay que
comprar entrada.
La vida cotidiana
transcurre o bien dentro de un vehículo, o bien en una casa dormitorio
bunkerizada. Si la muerte en la ciudad había siempre acarreado una
manifestación de duelo público, en la urbe totalitaria es un asunto privado sin
importancia que no concierne más que al difunto. Vida y muerte son tan
semejantes que apenas pueden distinguirse. La insensibilidad general es el
resultado: los muertos vivientes no se preocupan ni de los sufrimientos ajenos,
ni del aire que respiran.
En el marco de una
expansión infinita, el territorio rural pierde su patrimonio histórico, sus
leyes propias, sus tradiciones locales y sus señas de identidad, para
convertirse en satélite amorfo de la conurbación central. En realidad es un
territorio considerado edificable, residencial, zona logísitica o lugar de
paso; en suma, una prolongación de la urbe a la que trasladar sus penosas
condiciones de supervivencia y su manera especial de entender el progreso:
carestía, consumismo, atascos, insalubridad, neurosis, ruidos, contaminación y
comida industrial. No será ya el amor a la libertad, la solidaridad o la
vindicta de clase lo que podrá caracterizar al habitante, sino las virtudes del
ciudadano moderno, a saber, el miedo al prójimo, el odio racial y la
manipulabilidad, condiciones políticas fascistas. En realidad el territorio
podría definirse como el espacio intersticial entre dos conurbaciones, y como
tal, destinado a suprimirse mediante las infraestructuras de circulación rápida
y la concentración de la población dispersa.
El territorio
racionalmente ocupado, es decir, con densidad de población baja, ideal para la
forma de vida rural, es inviable para la economía capitalista. Se han hecho
números y la vida en el campo resulta parca en ganancias monetarias; hay que
concentrar a sus habitantes alrededor de un centro comercial y de ocio,
encerrarlos en sus casas y enchufarles la tele. Podrá ser malo para los
habitantes, pero es bueno para la especulación inmobiliaria, la motorización y
el negocio turístico; por lo tanto, bueno para la economía, que es quien a la
postre decide.
El verdadero urbanismo surge con la revolución
industrial. A lo largo de la historia la ciudad había padecido los embates de
poderes totalitarios, pero nunca sus elementos habían quedado atrapados en una
relación social abstracta, nunca habían sido mediatizados completamente por
cosas, fuesen mercancías, trabajo o dinero. Eso empezó a ocurrir con el ascenso
de la burguesía al poder. Si el primer urbanismo burgués proclamó la ciudad
como lugar privilegiado para la acumulación del capital, solamente cuando esa
función fue declarada única podemos hablar de totalitarismo. De un dominio
formal del capital se pasó a un dominio real. He llamado a esa fase urbanismo
desarrollista, pues en esa etapa histórica que preludia a la urbe fascista,
queda fijada la prioridad del crecimiento económico y urbano por encima de
cualquier otra consideración. Tal propósito vino sellado por un pacto social entre
los capitostes políticos, los empresarios nacionales y los dirigentes
sindicales que proporcionó treinta años gloriosos de beneficios y transformó a
las clases peligrosas en masas domesticadas.
Las grandes familias
burguesas cedieron el mando a mánagers y cuadros ejecutivos. De una sociedad de
productores se pasó a una sociedad de consumidores; de una economía industrial,
a otra de servicios; de un capitalismo nacional tutelado por el Estado a un
capitalismo global dirigido por las altas finanzas. El desarrollismo urbano es
un periodo de transición que debuta con la aniquilación de la agricultura
campesina y finaliza con la crisis de la industria. A partir de ese momento
todos los problemas serán reducidos a su dimensión técnica, especialmente los
urbanísticos. En adelante, la política, la economía, el derecho y la moral
carecerán de autonomía, y sólo podrán ser abordadas desde la técnica, en nombre
del progreso y del futuro entendidos, claro está, como progreso y futuro
técnicos.
Cuando la tecnología se
sobrepone a cualquier discurso ideológico y ocupa una posición central, todas
las cuestiones se resuelven partiendo de ella. La modernización tecnológica
será la clave para superar todos los obstáculos y el criterio fundamental de la
verdad modernizada. Y por el contrario, oponerse a ella definirá al enemigo
social, al reaccionario, al “antisistema”. La libertad existe en una sola
dirección, la de la técnica: cualquiera puede ser libre para comprar un coche y
tiene derecho a la velocidad; la lentitud y el caminar son actos subversivos.
La técnica no es neutral; es instrumento y arma, y en calidad de tales, sirve a
quien posee su secreto, a quien enchufa o desenchufa, a quien decide su
aplicación. O sea, sirve al poder dominante, al poder de la dominación. Es el
matrimonio con el capital lo que la ha puesto al servicio de la opresión,
determinando tanto su evolución y desarrollo, como su devenir religioso. La
técnica es a la vez condición de existencia y religión de las masas
despolitizadas, amaestradas y asustadas. Alcanzado este estadio, la técnica ya
es totalitaria. No ya porque abarque la totalidad de la vida, sino porque arrasa
con todo. No reconoce límites, puesto que no reconoce la supremacía de lo
humano. La misma limitación de los recursos, de la nocividad del ambiente o la
degradación de la vida, sirve de estímulo. Hay soluciones técnicas para todo, y
no caben otras.
Para el caso que nos ocupa, el urbanismo
totalitario, diríamos que es tecnicista, sigue las leyes y los principios de la
tecnología, e igual que ella, funciona destruyendo todo lo precedente para
reconstruirlo de nuevo a cada innovación. Bajo la dictadura de la tecnología no
es que el trabajo se haga precario: la misma existencia se vuelve precaria. Una
vez liquidado el proletariado de las fábricas, las fuerzas productivas, ya
eminentemente técnicas, son en esencia fuerzas destructivas. El urbanismo,
también lo es. El crecimiento económico, que no puede apoyarse más que en
medios técnicos, impone gracias a la maquinaria urbanizadora, un estado de
guerra permanente contra el territorio y sus habitantes. Por eso los
arquitectos y urbanistas habrán de ser juzgados como criminales de guerra. Por
eso quienes tratan de contemporizar y aceptan una destrucción negociada acaban
traicionando la buena causa del territorio. La lucha antidesarrollista y en
defensa del territorio es la única que plantea la cuestión social en su
totalidad, puesto que más que nunca es una lucha por la vida. Es la lucha de
clases del siglo XXI. No se entiende esa lucha en armonía con un modelo
capitalista no cuestionado, es inconcebible fuera del horizonte de la
desurbanización y la autogestión territorial. Sólo en los escenarios donde
transcurren los combates contra la barbarie urbanizadora podrán soplar los
aires de libertad que fueron expulsados de las primitivas ciudades y podrán
resurgir las fecundas maneras vitales que caracterizaron la cultura agraria. Hic
Rhodus, hic salta!
Publicado por Loam en 10/08/2019
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