Foto: cortesia de Palomo
Opinión
12/11/2019
En el marco
de las elecciones presidenciales del 2009 tuve la ocasión de debatir con Pablo
Ruiz-Tagle sobre el tema constituyente. En la sede de la Universidad Católica
de Santiago, por invitación de la federación de estudiantes de la PUC. Guardo
de Pablo el recuerdo de un hombre afable, cortés, erudito y amable.
Hoy Pablo es
el Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, y debe recordar
mi insistencia en devolverle al pueblo de Chile la Soberanía que nunca perdió
porque jamás la tuvo.
Espero
sinceramente que Pablo Ruiz-Tagle, que ha profundizado el tema, haya
evolucionado en sus criterios leguleyos. Después de todo él mismo dijo y
escribió que la Constitución de la dictadura es el texto más manoseado de las
Cartas Magnas que los magnates nos han concedido. Y mientras más manoseada y
maquillada, más igual a ella misma.
Curiosa
democracia la chilena, en la que, durante toda la Historia del país, el pueblo
jamás tuvo derecho a la palabra, y muy pocos derechos a secas, frecuentemente
aplastados, ignorados y despreciados.
Roberto
Garretón, conocido abogado de DDHH, iniciador de la idea de la Asamblea
Constituyente, me tranquilizó desde el principio: “Por definición –me dijo– una
Asamblea Constituyente es anticonstitucional. Raramente, para no decir nunca,
una Constitución prevé los mecanismos para ser abrogada.”
De modo que
el camino es muy sencillo: simplemente, el pueblo, único Soberano, decide.
Por encima
de la voluntad del pueblo, no hay ninguna autoridad.
Louis XVI
intentó probar lo contrario, intentando imponerse a los Estados Generales,
asamblea del pueblo de Francia, el 23 de junio de 1789.
Su orden fue
clara: “Je vous ordonne, Messieurs, de vous séparer tout de suite…” (Les
ordeno señores, separarse inmediatamente…). Dicho lo cual dio vuelta los reales
talones y se fue, acompañado de la nobleza y el clero que, como de costumbre,
estaban del lado de sus propios intereses.
Como el
Tercer Estado siguió reunido, el marqués de Dreux-Brézé volvió, acompañado de
algunos empolvados mequetrefes. Desde la puerta de la sala lanzó, perentorio:
“Señores,
¿no escucharon la orden del Rey?”
Mirabeau
–que ese día se ganó el puente que atraviesa hoy el Sena en París y que lleva
su nombre– le respondió de un tono enfático e inapelable:
“¡Estamos
aquí por la voluntad del pueblo y no saldremos sino por la fuerza de las
bayonetas!”
Es resto es
conocido. Se impusieron las ideas de los filósofos del Siglo de las Luces,
comenzando por Jean-Jacques Rousseau. Por encima del pueblo Soberano no hay, ni
puede haber, ninguna autoridad. Esa Soberanía es inalienable e irrenunciable.
Nadie ni nada puede atentar contra ella. Eso está inscrito en todas las
constituciones democráticas que en el mundo existen, y hasta en los principios
de la Naciones Unidas.
Salvo, como
dijo Mirabeau, que intervenga el uso de la fuerza bruta y brutal, imponiendo
una dictadura.
En estos
días azarosos para el poder de la casta chilena parasitaria, corrupta,
criminal, ladrona e ilegítima, asoman algunas trampas demasiado evidentes.
Piñera, Jacqueline Van Rhysselbergue, y hasta el muy lamentable Camilo
Escalona, se abren a "cambios constitucionales". ¿Dónde está la
trampa?
Muy simple.
Como Andrés Zaldívar sugirió hace algún tiempo, como hizo la Junta Militar en
1980, como Ricardo Lagos y su payasada del año 2005, se trata de sustituir al
pueblo Soberano por un paquete de claveles que asume –por cojones– el poder
constituyente.
Piñera
insinúa que los cambios constitucionales que la elite permitiría deben ser
discutidos por un congreso constituyente, que en la práctica no sería sino un
chamullo constituyente (CC).
De ahí nace
la confrontación con la representación popular elegida libremente, sin
condiciones, por el pueblo reunido en cabildos, asambleas y otras reuniones locales,
provinciales y regionales, hasta llegar al cabildo nacional, o Asamblea
Constituyente.
Fuera los
pactos, los subpactos, los repactos, las limitaciones, las “cocinas”, los
contubernios, las negociaciones, las condiciones previas, el billete que fluye
rápido y anónimo, las encuestas teledirigidas, las campañas del terror, las
manipulaciones.
En su ensayo
de ciencia política titulado “Principios del gobierno representativo”,
Bernard Manin comienza por afirmar que sería un error fatal confiarles a los
responsables del desmadre actual la definición de los remedios del futuro.
Ningún corrupto se auto sanciona. Ningún criminal se auto condena.
Hace ya
algunos años, recibí un llamado telefónico en mi oficina de París. Una voz de
inconfundible acento chileno me anunció: “Le va a hablar el diputado xxx….”
Sorprendido, escuché a un señor –que no conocía ni de nombre– invitarme al
Congreso. Poco después, el llegar a Chile, intrigado, le llamé. El diputado me
invitó a reunirme con él en su oficina del Congreso en Valparaíso, y a almorzar
al mediodía.
Durante
nuestra entrevista, escuché asombrado lo que tenía que decirme:
“La
podredumbre en el Congreso, es tal, que el único modo de terminar con ella es
encerrarnos a todos, diputados y senadores, incluyéndome a mí mismo, en este
edificio, e incendiarlo para que se queme todo” (sic).
Ese señor
aun es diputado. Ignoro si sigue batiendo sus culpas, o si sus recetas
pirómanas siguen siendo su recomendación purificadora.
Lo cierto es
que desde ese día, hasta hoy, el Congreso solo empeoró su calidad de cloaca de
la elite que saquea el país, destruye el medio ambiente y explota al 99% del
pueblo de Chile.
En materia
de Constituciones, si tomamos en cuenta su origen, la Historia ha conocido dos
tipos: las Constituciones concedidas, y las Constituciones democráticas.
Las primeras
son una ‘concesión’ del monarca, del sátrapa, del tirano, de los potentados, de
los privilegiados, de la canalla saqueadora, a sus vasallos.
Las segundas,
el producto de la voluntad del pueblo pasando a llevar a los tiranos.
En Chile…
¿Congreso Constituyente o Asamblea Constituyente?
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