Chile, octubre 2019
Foto: Prensa Opal
Opinión
07/11/2019
Pletórico,
nos dice Cristóbal León Campos que “La rebeldía que recorre Nuestra América
dignifica el sentido pleno del sueño unitario e integrador de los próceres
fundadores de las naciones hoy en disputa, los tiempos esperanzadores vuelven
con la brisa enfurecida que derriba la injuria pedante del opresor, las
cordilleras ven pasar a sus pueblos enardecidos de orgullo y valentía
dirigiéndose a los centros del desprecio para tender la mano incluso a quienes
por siglos los ignoraron, pueblos originarios, mestizos, campesinos, obreros,
mujeres y hombres, proletarios todos en el sentido emancipador, Nuestra América
despierta y entre piedras y palos clama por su liberación. Tiemblan los poderes
sostenidos por las capillas y capellanes de la explotación, caen las rejas,
muros y ballestas, en su lugar nacerán las flores primaverales que tanto
cantara Pablo Neruda, pues nos han robado todo menos la dignidad”.
¡Qué lindo
si fuera cierto todo esto! ¿Realmente está despertando la población
latinoamericana? ¿Efectivamente tiemblan los poderes? Sin el más mínimo ánimo
de ser agorero o aguafiestas, y justamente porque seguimos teniendo
inquebrantables esperanzas, es que debemos analizar muy en detalle, con actitud
crítica, lo que está pasando alrededor del mundo en este momento.
Pareciera
que arde el planeta. Por distintos puntos se suceden protestas populares
espontáneas muy masivas que constituyen una verdadera afrenta a los poderes
constituidos.
En Líbano,
el aumento en las tarifas de las redes sociales detonó masivas protestas que
hicieron tambalear al gobierno del Primer Ministro Saad Hariri, quien tuvo que
retractarse de la medida. En Egipto, miles y miles de manifestantes
autoconvocados a través de redes sociales salieron a protestar en varias
ciudades (El Cairo, Suez, Alejandría, Daimeta) contra el presidente Abdelfatá
al Sisi, acusado de severos actos de corrupción. Pese a que las protestas están
oficialmente prohibidas desde 2013, la población salió en forma masiva a las
calles, desafiando la represión policial. La respuesta del gobierno fue la
represión.
En Ecuador
masivas concentraciones de los pueblos originarios pusieron en jaque al
gobierno del neoliberal y traidor Lenín Moreno quien, luego de una furiosa
represión, tuvo que dar marcha atrás en medidas de ajuste fiscal impuestas por
el Fondo Monetario Internacional. En Chile, el aumento del boleto del metro
desató enormes protestas, iniciadas por el movimiento estudiantil en principio,
al que se le sumó luego masivamente la población, las cuales hicieron
retroceder al presidente Sebastián Piñera, quien luego de reprimir salvajemente
pidió perdón, comprometiéndose a implementar medidas de protección social,
reconociendo la precariedad de muy buena parte de la población chilena, más
allá del preconizado “milagro económico” del país que fuera primer laboratorio
de ensayo de los planes neoliberales.
En Cataluña,
España, el juicio condenatorio llevado adelante por Madrid a los líderes
independentistas catalanes que propiciaron el referéndum separatista de 2017,
produjo masivas concentraciones que confluyeron en Barcelona, exigiendo la
libertad de los procesados y, una vez más, la proclamación de la República
Catalana, independizándose del católico reino borbónico español.
En Honduras,
uno de los países más pobres y corruptos del continente americano, la población
sigue protestando masivamente por el ilegal gobierno de Juan Orlando Hernández,
neoliberal y represor, llegado a la presidencia por medio de un escandaloso
fraude electoral. En las últimas semanas, en consonancia con estas protestas
que están dando vueltas por todo el mundo, las manifestaciones populares
arreciaron, así como la represión gubernamental. En Haití, país igualmente
empobrecido y olvidado, gigantescas manifestaciones exigen la renuncia del
presidente Jovenel Moïse, acusado de corrupción, y quien mantiene firmemente
medidas de ajuste neoliberal que empobrecen aún más a una población
históricamente diezmada. La represión policial es la única respuesta por parte
del Estado.
En Francia,
algunos meses atrás, una población empobrecida por medidas neoliberales que
recortaron drásticamente beneficios sociales, salió a las calles propiciando
una poderosa ola de protestas espontáneas. Como “chalecos amarillos” se les
conoció. Aquí, como en cualquier país mal llamado “periférico”, del Sur del mundo,
la policía reprimió sin miramientos. El presidente Emmanuel Macron, empujado
por esa ola de protestas, debió cancelar entonces los anunciados aumentos a los
combustibles.
Las
poblaciones, diezmadas hasta la médula por los planes neoliberales vigentes (capitalismo
rapaz sin anestesia, que recorta cuanto colchón de amortiguación pueda haber
existido), sale a manifestar en una mezcla de protesta ante el empobrecimiento
creciente que traen esas políticas y la corrupción rampante de la casta
política, que se da por igual en todas partes del globo, siempre de espaldas a
los pueblos, trabajando para los grandes capitales.
En
Argentina, que años atrás también vivió estas masivas respuestas espontáneas
cuando en diciembre de 2001 en dos semanas expulsó a cinco presidentes, volvió
a protestar, ahora desde las urnas. Con un masivo “no” evidenció su repudio en
las recientes elecciones a las medidas de ajuste estructural impuestas por el
presidente Mauricio Macri, siguiendo las recetas marcadas por el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial.
Se podría
decir que también en Guatemala, en el año 2015, más allá de manipulaciones que
pueda haber habido por parte de la injerencia estadounidense, la población,
hastiada de la corrupción gubernamental, manifestó masivamente, sirviendo esas
protestas para expulsar del gobierno al binomio Otto Pérez Molina-Roxana
Baldetti, acusados de groseros delitos en el ejercicio del poder.
No hay dudas
que existen climas masivos contagiosos. No confundir eso con “modas”. Pero llámense
como sea, es evidente que se dan tendencias que arrastran, que son imitadas,
que son seguidas por las grandes mayorías. He ahí principios de la Psicología
de las masas, que actúan más allá de voluntades individuales (por eso son
masas, justamente). Esos climas crean atmósferas sociales, culturales,
políticas. En las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado, por ejemplo, el
mundo vivía una cierta euforia de cambio, actitudes contestatarias, una
rebeldía generalizada (movimiento hippie llamando al no consumo, movimientos
pacifistas intentando desarticular la Guerra de Vietnam, guerrillas de
orientación marxista, liberación femenina, Mayo Francés de 1968 como ícono del
cambio, mística guevarista, grandes movimientos de liberación nacional en
África y Asia, Teología de la Liberación con su opción preferencial por los
pobres). Hoy, ese clima se ha tornado (o lo han tornado los poderes dominantes)
mucho más conservador, de derecha, reaccionario. Lacras como el racismo y la
segregación étnica vuelven a tomar impulso extendidamente. ¿Por qué, si no, la
gente votaría por candidatos neofascistas como Bolsonaro, Macri, Trump, Piñera,
los neonazis en Europa y toda una pléyade de hiper conservadores?
Efectivamente,
las masas comportan una psicología colectiva muy particular: se contagian las
tendencias. En esa lógica, en esa perspectiva podría decirse que estos últimos
meses marcan un movimiento reactivo anti-sistémico sin parangón. O, en sentido
estricto, más que anti-sistémico, anti-consecuencias espantosas de ese sistema
llevado al límite por las políticas fondomonetaristas. Por los cuatro puntos
cardinales del globo explotan protestas masivas. Todas tienen algo en común: es
la reacción visceral de la gente ante situaciones agobiantes en términos
socio-económicos. Hay algo en las distintas poblaciones del mundo (en Medio
Oriente, en Europa, en Latinoamérica) que las une: sentirse indignadas,
sentirse burladas y expoliadas. Y en todos lados, también, la respuesta
gubernamental es la misma: represión brutal.
En ese
contexto deben diferenciarse y no confundirse otros movimientos, como las
actuales protestas en Bolivia, o en Hong Kong. Estas dos recuerdan, en todo
caso, lo que se llamaron algunos años atrás “revoluciones de colores”:
movimientos supuestamente espontáneos, manipulados en realidad por la agenda
hegemónica de Washington para quitar de en medio gobiernos que no son de su
conveniencia: revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en
Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en
Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución azafrán en Birmania,
revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de estudiantes
democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela, o las
“Damas de blanco” en Cuba. Esas no son reacciones populares viscerales: son
afinados mecanismos de “ingeniería social”, con agendas claramente estipuladas.
La ola de
reacciones que se está dando en estos momentos, en realidad no tiene agenda
previa. Es, en el más cabal sentido de la palabra, una expresión espontánea de
la furia popular. Empobrecidas como están, engañadas, manipuladas, las
poblaciones reaccionan visceralmente. No es cierto, en absoluto, que tras las
protestas en Latinoamérica haya una conspiración “castro-comunista bolivariana”,
como un trasnochado discurso de derecha (¿rémora de la Guerra Fría?) pretende
enviar. Hay hambre, bronca, frustración, profundo malestar; hay desencanto y
desilusión. Es por eso que la gente, enardecida, manifiesta, aún a riesgo de su
vida. Quizá sin ideología política clara (los “chalecos amarillos” de Francia
se autonombraban “apolíticos”), pero como expresión veraz de un estado de
desesperación real.
A partir de
estas rebeliones, estas espontáneas insurrecciones, muchos ven un período
revolucionario que se abre. Las transformaciones, de esa cuenta, estarían
esperando a la vuelta de la esquina. Pero, como se dijo al principio del texto
luego de la esperanzadora, y quizá bastante romántica, cita con que abrimos,
¿será cierto que los poderes tiemblan y estamos ante del despertar
revolucionario de los pueblos?
Más allá de
las esperanzas (¡que nunca hay que perder!), el análisis de la situación debe
ser crítico, realista, utilizando instrumentos pertinentes y no solo la pasión
(“Actuar con el pesimismo de la razón y con el optimismo del corazón”,
pedía Antonio Gramsci). No cabe dudas que las poblaciones, en todas partes, han
sido severamente dañadas con las políticas neoliberales. En realidad, ese es el
plan trazado por los grandes poderes globales: no solo volver más ricos a los
ya ricos sino, quizá básicamente, desarticular la protesta social. Para eso se
pergeñó lo que ahora llamamos “neoliberalismo”.
¿Qué sigue
después de estas protestas? Lamentablemente, estos años de hiper derechización
que vivimos, con ajustes estructurales que diezmaron los Estados nacionales y
con un tremendo estancamiento en la organización popular, marcan una falta de
proyecto político en las izquierdas que se evidencia justo ahora. No se puede
decir que los pueblos son conservadores, aunque hayan elegido con voto popular
a los gobiernos contra los que ahora se enfrentan e intentan defenestrar. Los
pueblos, como siempre, son manipulados y engañados (¿por qué, si no, votarían
por sus propios verdugos?). Ello muestra que esta democracia formal en absoluto
confiere poder real a la gente que emite un sufragio; eso es una vil mentira,
muy bien montada.
Estas
explosiones populares no parecieran desembocar en cambios reales, en
transformaciones profundas en la sociedad. En Ecuador, años atrás los movimientos
indígenas y populares, a través de masivas protestas, quitaron del poder a tres
presidentes (Bucaram, Gutiérrez y Mahuad), así como la Primavera Árabe abrió
una enorme esperanza. Pero ahí quedaron. Los planes neoliberales, contrario a
lo que cierto exitismo proclama, no están muertos. Lamentablemente: ¡no están
muertos! Ante la protesta se saben readecuar, quizá con incumplibles promesas
de politiquero, pero no perdamos de vista en el análisis que ningún presidente
(Piñera en Chile, Moreno en Ecuador, Hernández en Honduras, Hariri en Líbano,
al Sisi en Egipto, Macron en Francia) ha renunciado luego de estas puebladas. Y
las condiciones de vida no se modificaron en lo sustancial, más allá de esas
promesas circunstanciales. Se lograron cosas importantes, por supuesto: los
correspondientes “paquetazos” o aumentos programados se debieron suspender.
Pero las deudas externas no se condonaron, las condiciones laborales de super
explotación no cambiaron, y la represión -como se acaba de ver- siguió lista para
operar con brutalidad cuando es necesario.
Todo ello
permite sacar al menos dos conclusiones: 1) sin la fuerza volcánica de la
población en la calle no puede haber ningún cambio real en las dinámicas
socio-políticas. Y 2) es imprescindible contar con una dirección para la lucha,
llámese partido, vanguardia, organización o como sea. Eso no constituye, como
algunos malintencionadamente opinan, un grupo de “iluminados”. Son,
simplemente, una guía para la acción. Pero, ¿qué es en definitiva sino eso un partido
revolucionario? Sucede que hoy, luego de los terribles golpes que la derecha
infringió al campo popular en estas últimas décadas, no hay partidos de
izquierda sólidamente constituidos que estén a la altura de estas puebladas. Lo
que siguió a todas estas rebeliones espontáneas lo deja ver. ¿Habrá que
constituirlos entonces?
https://www.alainet.org/es/articulo/203109
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