sábado, 30 de noviembre de 2019

UNA NUEVA IDENTIDAD COMUNISTA. LA FORMA PARTIDO.





La forma partido

La cuestión del partido, hay que reconocerlo honestamente, es aquella con respecto a la cual el giro de Occhetto tiene mayores justificaciones, pero también aquella con respecto a la cual propone la solución más discutible y peligrosa.

La justificación radica en el hecho de que la reflexión teórica colectiva ha sido particularmente pobre en torno a este problema y la innovación en la práctica tímida e inconcluyente.

Renovación hubo, pero se dejó en manos de los acontecimientos, lo nuevo se sobrepuso a lo viejo y se ha desarrollado sin un proyecto y sin verdaderos cambios. Sin la inoculación de nuevas energías, nuevas experiencias, culturas, y sin una ruptura de las formas organizativas, a todos les pareció que el «instrumento» era ya incapaz de dar como fruto la mejor de las políticas.

Sin embargo, la pregunta es entonces la siguiente: ¿en qué debe consistir una ruptura de la continuidad, y en qué dirección debe orientarse? Es decir, ¿cuáles son los verdaderos «males» que corregir y extirpar, y qué partido se necesita en la sociedad transformada, para transformarla?

La idea que toma cuerpo es la del «partido ligero» moderno, no en el sentido del partido de unos cuantos (esta sería una consecuencia no deseada), sino en el sentido de: un partido en el que aparato y militantes pierden peso real con respecto al electorado y a las asociaciones federadas; que emplea las capacidades tal como se las ofrece el mercado intelectual; que agrega fuerzas en torno a programas específicos; que, en sustancia, se propone escuchar, interpretar la sociedad (una parte de ésta), más que transformarla, ser instrumento más que sujeto, sobre todo ser representación institucional y recolector electoral.

Ahora bien, no hay duda de que todo esto constituye una profunda ruptura no sólo con algunas formas organizadas de la tradición comunista —aquellas con las que, fácil y justamente, se ha ensañado la crítica (centralismo, militancia política como práctica absorbente, disciplina, etcétera)—, sino con su fundamento teórico. Esto es, la idea de que el partido no debe de ser sólo «para los trabajadores», sino de los trabajadores, el instrumento mediante el que una clase, por su naturaleza, colocada en papeles subalternos, y con una cultura subalterna, se transforma paulatina aunque directamente, en clase dirigente: por tanto, el instrumento sin el cual, a diferencia de la burguesía, el proletariado no puede constituirse en clase «para sí». Es más, se puede añadir que una ruptura así resulta más radical con respecto a la concepción gramsciana, de lo que puede serlo con respecto al mismo pensamiento leninista. Porque en el pensamiento leninista residía aún (por lo menos hasta el socialismo realizado) la dicotomía entre la masa proletaria confinada dentro de su lógica económico-corporativa y movilizada hacia la política en momentos y con objetivos generalísimos, y el partido de los cuadros portadores de una «ciencia de la revolución», identificada básicamente con una ciencia de la toma del poder. Mientras que Gramsci pone en el centro, como presupuesto de la hegemonía, la revolución intelectual y moral, es decir, la autoeducación colectiva de toda una clase, e incluso busca un fundamento material de este proceso en la dialéctica entre proletariado e intelectuales, y entre práctica obrera y valores premodernos presentes en la sociedad y en la cultura. El partido es la sede y el instrumento de todo ello, precisamente en cuanto que no es sólo de masa o de militantes, sino en cuanto «intelectual colectivo».

Tal concepción, a decir verdad, no se ha traducido en un partido real (no lo fue siquiera el partido nuevo de Togliatti en sus mejores momentos), pero no quedó confinada en los libros: primero, y sobre todo, después de Gramsci, uno de los elementos originales del movimiento obrero italiano (incluso del viejo socialismo prampoliano) fue precisamente su carácter de agente de civilización, de fuerza ideológica que proporcionaba este nuevo fundamento de cultura y moralidad colectiva que la revolución burguesa en Italia no había tenido. Una ruptura no precisamente pequeña.

La primera constatación que de inmediato hacemos, sin embargo, es que la ruptura hoy propuesta no es tal, de hecho, con respecto al tipo de partido que domina la política en Occidente, y tampoco con respecto a aquello en lo que el PCI a menudo se ha convertido en los hechos y a lo que espontáneamente tiende a ser.

La «forma partido» como se presenta hoy en las modernas democracias occidentales es, tendencialmente, la que precisamente se propone a sí misma como «innovación». Y esto nos ayuda mejor a comprenderla. Porque echando un vistazo a los hechos, se ve fácilmente que tal «partido ligero» —incluso cuando es de izquierda— no es en absoluto ligero, y que su manera de «escuchar a la sociedad» es de un tipo bastante particular. Es un «partido ligero» que suple la fragilidad de sus vínculos con las masas y la precariedad de su tejido conectivo con un fuerte énfasis en el papel personal del «líder»; que es administrado por aparatos de poder no menos estables y distantes de los antiguos (parlamentarios casi inamovibles, técnicos de la información y de la administración, administradores locales, gestores de las cooperativas, burocracias sindicales), esto es, piezas del establishment; que tiene que construir su consenso primordialmente con el empleo de los media (o mejor, buscando su apoyo no desinteresado) y con la mediación de varias corporaciones, buenas y malas. La consecuencia inmediata es la pasividad política de las clases subalternas hacia el exterior (el absentismo del voto) y en su interior (¿cómo puede quien no sabe, quien no tiene poder, llegar a ser dirigente?). La consecuencia indirecta es un tipo de consenso electoral que no puede hacer frente a políticas fuertes de gobierno, de ahí por tanto una necesaria autorreducción de los programas, y una «escucha de la sociedad» que selecciona y respeta las correlaciones fundamentales de fuerza existentes. El «reformismo de bajo perfil» se vuelve no ya una elección, sino una necesidad.

No es tamos describiendo solamente a los partidos conservadores centristas (que en Italia asumen específicamente las características del partido-Estado) sino también a la moderna tendencia de los propios partidos «progresistas»: desde el Partido Demócrata estadounidense, hasta los de los socialistas franceses o españoles. Y esa es, en parte, la tendencia actual del PCI.

Todos lo saben, y algunos lo dicen: es en Occidente donde aparece el punto de mayor debilidad de la izquierda: una insuficiencia de la democracia organizada que la expone a un ausentismo electoral de la “pobre gente”, que está a merced de los medios, de la hegemonía cultural del adversario.

Todo esto no sucede por casualidad o por error, sino que está en relación directa con esas novedades de la sociedad a las que se querría y se debería hacer frente renovando la forma partido.

Esquemáticamente, porque ya hemos aludido a estos mismos fenómenos:
  • a) La segmentación del cuerpo social. La propia clase obrera se articula, a causa de la descentralización, en sedes físicas, funciones productivas, niveles de producción mucho más diferenciados; y continuamente empobrece sus vanguardias a causa de una mayor movilidad social (espontánea o coaccionada). Aumenta el peso de los trabajadores intelectuales, aunque están fuertemente condicionados por la cultura que los forma y por el papel que asumen. Los intelectuales en sentido estricto son parte orgánica de aparatos potentes y estructurados. Gran parte de la «pobre gente» está formada por marginados (desempleados, ancianos, trabajadores precarios). Los «nuevos sujetos» ligados a contradicciones transversales están por su naturaleza físicamente dispersos y a menudo en conflicto. 
  • b) El papel que asumen los medios de información de masa no sólo permite la manipulación de las decisiones políticas, sino que comunica cultura, estilos de vida, también valores, sobre todo en las clases subalternas, forma y transforma continuamente el sentido común, da a la opinión pública un carácter espontáneamente confuso y oscilante.
  • Éste es el típico pueblo de las «primarias», clave de bóveda de la máquina electoral en Estados Unidos.
  • c) El poder de facto, dentro la aparente complejidad, e incluso gracias a ésta, está muy concentrado, y se presenta con la objetividad de las decisiones aparentemente racionales y posibles.
  • d) Por último, pero no menos importante, la elección misma, justa y obligada, de la «democracia» y de sus reglas, comporta un precio: la estabilización, durante décadas —también en las filas de la izquierda— de un personal político profesionalizado, integrado en su cotidianidad en las maneras de pensar, de actuar, y a menudo en los privilegios de las clases dominantes. En sustancia: no sólo es cierto que los partidos ocupan al Estado y a la sociedad; también lo es que ellos están ocupados.
Es por todo ello que, precisamente hoy, y como consecuencia de las transformaciones que están ya en marcha, para llevar a cabo, no digo ya la revolución, sino verdaderas reformas, es necesaria más que ayer una subjetividad organizada, autónoma, capaz llevar a la autotransformación de los protagonistas de un cambio posible. En este sentido el tema del partido no sólo de «masa», sino militante, intelectual colectivo, no es en absoluto un tema para archivar; limitarse a renovarlo sin problematizarlo, quiere decir sim ple mente rendirse a un continuismo absoluto. Y sobre esto, por otra parte, parece ab surdo liquidar una experiencia que, a pesar de todo, ha sido vital.

Entonces, y por el contrario, ¿en qué puede consistir una verdadera innovación, teórica y práctica?

El PCI ha sido sólo en parte un partido «de masas, militante, intelectual colectivo».

No lo es desde hace mucho tiempo, y sea como fuere, del modo en que había sido pensado no podría y no debería serlo. Partamos de algunas constataciones de hecho que tienen que ver con su constitución material, más allá de lo que piensa de sí mismo. Alrededor de esto sería necesaria una gran investigación y un análisis profundo. Sin embargo, algunos datos saltan a la vista.

a) La composición por edad. El promedio de los 1.400.000 afiliados supera ya los cincuenta años. Los afiliados menores de veinticinco años (1,9%) son numéricamente inferiores a los mayores de ochenta años. Aquellos con menos de treinta años (esto es, la verdadera fuerza dinámica de la sociedad) son menos que los mayores de setenta años. La Federación Juvenil, tras un intento de refundación que había arrojado algún resultado, ha vuelto a retroceder.

b) La composición de clase. Aparentemente el partido es aún amplísimamente de base obrera y popular. Su composición parece estable desde hace décadas. Digo aparentemente, no sólo porque haya crecido mucho, obviamente, el porcentaje de los pensionistas, y sea irrelevante la presencia de las nuevas figuras profesionales del trabajo de pendiente, sino sobre todo porque se ha acentuado increíblemente la dificultad de representar esa composición social en las funciones dirigentes. Si se piensa en el extraordinario florecimiento de la elite obrera que hubo durante los años setenta, sorprende cuán poco ha quedado de ello en los grupos dirigentes del PCI. Y a mayor razón se teme que esta tendencia empeore en una fase en la que esas elites ya no se forman espontáneamente.

c) La actividad política de las estructuras de base principalmente se ha restringido.

Se concentra en objetivos de autorreproducción (afiliación) o de propaganda (campañas electorales, fiestas de l’Unità), y en los casos de mayor vitalidad (pequeños y medianos centros) en eventos de la administración local. Por el contrario, la relación con las luchas y sedes de conflicto real está demasiado gastada o ha sido delegada: al sindicato, a los movimientos (pacifista o ecologista), a cuya vida cotidiana se es relativamente ajeno. La única excepción positiva, no por casualidad, es la de las mujeres comunistas.

d) Los grupos dirigentes periféricos viven en continuas dificultades: su base de selección se agota, difícilmente provienen de experiencias reales de lucha social y cultural, su vida material es difícil, y sin grandes compensaciones de rol e ideales. El poder real está dividido en una multitud de aparatos, entre los cuales el del partido no es ni el más numeroso ni el más valorado. El grupo dirigente central ha perdido una autoridad indiscutida, ya antes de la reciente crisis, y actúa, de una u otra manera, por impulsos, mensajes, más que a través de un mecanismo eficaz de discusión, de toma de decisiones, que verifique su actuación y sus resultados.

e) La actividad formativa se ha debilitado mucho, ya sea con respecto a los cuadros de base, ya sea como capacidad de elaboración, de transformación de la clase intelectual. La forma típica de la relación partido-intelectuales es ya la de los independientes, la de los «expertos» separados de la vida política activa. La prensa de partido vive una crisis evidente, y la propia información política está mediada por órganos independientes.

La enumeración podría continuar, pero estas observaciones son suficientes para persuadirse acerca de que, en relación con la cuestión del partido, de sus formas organizativas, se hace necesaria una ruptura.

Obviamente no puede llevarse a cabo en términos de restauración de una concepción clásica: dos puntos del discurso gramsciano decisivos a propósito del partido (su carácter de sujeto «totalizador», su papel pedagógico) están en tela de juicio, además de por la experiencia, por las novedades sociales. La subjetividad antagonista ya no se agota en el partido, éste es sólo un componente, a pesar de que sea decisivo. Pe ro, ¿con qué funciones, y bajo qué formas organizativas?

El problema no es solamente uno de los más difíciles y complejos de afrontar, sino que es también imposible resolverlo en abstracto, sin una experiencia in progress, sin poder ver con claridad qué fuerzas se pueden poner paulatinamente sobre el terreno y cómo darles formas organizativas adecuadas: lo que se puede y se tiene que hacer es, sobre todo, obtener claridad de ideas acerca de la dirección en la que se quiere encontrar una respuesta.

De cualquier forma, queremos proponer algún punto de modo muy problemático, y con alguna afirmación arriesgada.

a) Una nueva forma partido, para existir y con el carácter del que hablamos, necesita algo que, si no antes, por lo menos junto con él, crezca fuera de sí, de manera que el «límite» del partido (concepto justo aunque al mismo tiempo equívoco) no esté representado simplemente en la sociedad como un conglomerado amorfo, o por la individualidad atomizada. Tiene necesidad de una democracia organizada, de movimientos de masa, autónomos, organizados, que aun partiendo de temáticas y conflictos precisos tengan la permanencia y la fuerza para ser sujetos políticos y sean reconocidos como tales. Y, por lo tanto, la relación entre partido y masa (el así llamado carácter de masa del partido) no se presente más como la superposición de una «conciencia general» a la espontaneidad económico-corporativa, y mucho menos como superposición del aparato político-institucional a una opinión pública atomizada de la cual se espera solamente el consenso. Durante las dos últimas décadas ha habido en Italia numerosas experiencias embrionarias en esta dirección, y han sido extraordinariamente enriquecedoras: sobre todo en la clase obrera (los consejos de los años setenta), también en los terrenos del pacifismo y del ecologismo de los años ochenta y por último, y sobre todo, por medio del movimiento de mujeres. Hoy en día, casi únicamente éste ha conservado este tipo de tensión. El ecologismo ha sido absorbido muy pronto por la estrategia electoralista, el pacifismo ha vivido una fase de declive, la crisis de la estructura consejista en la fábrica es grave. Y, sin embargo, en este y en otros terrenos que da, y en otros casos nace por primera vez, una evidente potencialidad de auto-organización social (lucha antimafia, voluntariado social en la sanidad, drogadicción, inmigración). El PCI, por cultura y por maneras de trabajar, no ha reconocido jamás la necesidad de esta dialéctica: en ciertos casos ha desconfiado de ella, en otros ha tratado de absorberla, en otros ha establecido una relación exclusiva con sus expresiones institucionales. Ahora bien, la línea que apunta hacia una unificación de los movimientos en un partido, o hacia alianzas electorales (de tipo, precisamente, estadounidense) es una falsa solución del problema. Es necesario, por el contrario, reconocer la autonomía de los movimientos, trabajar «dentro», y, por otra parte, afirmar recíprocamente la propia autonomía, confrontarse con los movimientos y no limitarse solamente a «representarlos». Sin esta dialéctica no existen los «materiales» merced a los cuales construir una nueva hegemonía.

b) Pero para que esto ocurra se necesita también crear las condiciones estructurales e institucionales mínimas para el crecimiento de una democracia organizada, de una subjetividad colectiva. Me refiero, ante todo, a las dos grandes estructuras que condicionan la subjetividad en una sociedad moderna de manera más penetrante. Si no se rompe el carácter centralista-burocrático de la escuela (que la incapacita para formar un espíritu crítico, una identidad personal y mientras tanto profundiza de nuevo la separación entre la elite y las clases subalternas), pero sin caer en la lógica de la escuela como instrumento de transmisión de las exigencias del capital y del mercado, no es posible que ninguna experiencia de masa supere el límite del particularismo y del grupo de presión. Al mismo tiempo, si no se libera al sistema de los medios de comunicación no sólo de los poderes más poderosos que lo dominan, sino de la lógica que los constituye como mero mercado, la solución que permita la consolidación de una subjetividad deviene imposible.

c) Esta premisa lleva a novedades radicales en la concepción del «partido nuevo» de Togliatti y con mayor razón en nuestras actuales formas organizativas. La primera de ellas concierne al significado mismo de la expresión «partido de masas». En realidad el «partido de masas» se ha caracterizado por la coexistencia de dos realidades muy alejadas: el partido de cuadros que, por medio de un tejido militante muy activo y entusiasta, aunque relativamente poco partícipe de la elaboración política general, se conectaba con un «pueblo comunista» principalmente en el terreno de las grandes opciones ideológicas (el antifascismo, el socialismo real) y de la práctica reivindicativa inmediata (sindicato, cooperativas, asociaciones profesionales). Hoy, esta separación se ha vuelto más profunda: clase política y opinión pública.

Se necesita entonces, como mínimo, diferenciar entre partido e instituciones, desplazar el acento en el partido como agente y organizador de la sociedad, hacia el papel de promotor del conflicto y estímulo de una reforma intelectual y moral. Precisamente lo que Gramsci llamaba (espero no estar estúpidamente equivocado) «espíritu de escisión», no casualmente lamentando la ausencia, en la historia italiana, de la Reforma religiosa, o de la Ilustración como base fundadora de una nueva y difundida identidad colectiva.

Algo más que una simple autonomía cultural, y mucho más que una genérica elección de valores fundacionales: se trata de la fusión de valores, análisis de la realidad, proyecto de transformación que dé un sentido profundo a la política y que para eso mismo esté presente en cada momento, día tras día, y sea instrumento de crítica y de transformación de la vida personal. Fundamento ético y no solamente intelectual. ¿No es éste el sentido radical de la crítica de las mujeres a la política masculina?; ¿no es ésta la raíz del renacimiento inesperado y frecuentemente fundamentalista de la presencia religiosa en la vida social?; ¿no es ésta la nueva y mayor «miseria» de los partidos modernos de izquierda y de cada uno de nosotros, incluso cuando nos proclamamos comunistas? Agotado el peligroso impulso del populismo y el igualmente falaz del «partido iglesia», ha quedado la realidad del partido como sector del aparato público. ¿Existe un fundamento, una base material para abordar la refundación de esta tensión ideal, que se vuelve, decía Marx, fuerza material, en una sociedad tan fragmentada y se cularizada, sin el cortocircuito del fundamentalismo? La respuesta hay que buscarla, probablemente, en el hecho de que finalmente surgen contradicciones social-cualitativas que le permiten al partido de las clases subalternas salir de los límites de la integración o de la revuelta, expresar un punto de vista radicalmente antagónico aunque «en positivo». Por eso es de decisiva importancia, y nosotros no pensamos olvidarlo, el tema de la relación con otras culturas, otras subjetividades externas y a veces conflictivas con nuestra tradición:  a condición de que no se degrade a la banalidad del «contagio», del eclecticismo;  que se busque realmente una síntesis provisional en cada momento, y en esta relación cada uno valore su riqueza y su identidad.

Fuente: Último apartado del Apéndice Una nueva identidad comunista del libro de Lucio Magri El sastre de Ulm. El comunismo del siglo XX


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