Gloria Muñoz Ramírez
29 noviembre
2019 0
Fotos:
Gerardo Magallón
Santiago de
Chile. La primera línea de las marchas en la capital
chilena se ha convertido en el emblema de las movilizaciones. Con todo en
contra, la conforman las y los héroes de la protesta. En los medios de
comunicación los llaman vándalos, vagos, delincuentes. Adentro de la marcha les
aplauden, los vitorean, casi los alzan en hombros. Existen.
Son cientos
de hombres y mujeres, jóvenes en su mayoría, que enfrentan a los carabineros
todos los días. Se colocan en los puntos estratégicos para impedir que los
gases lacrimógenos, los disparos de municiones y los chorros de agua con
químicos lleguen al resto de la movilización pacífica. Son las y los guardianes
de las decenas de miles de personas que llevan más de 40 días protestando en
las calles contra un sistema que los excluye.
La esquina
de Ramón Corvalán con la calle Carabineros de Chile es uno de los campos de la
desigual batalla. Piedras contra tanquetas desde las que disparan municiones
que han dejado tuertas a más de 200 personas, o bombas lacrimógenas o los
vehículos conocidos como guanacos que disparan chorros de agua con químicos
lacerantes que dejan ardiendo la piel por días. Chile es experto en este tipo
de miserias.
Las noches
son un hervidero. De un lado grupos de jóvenes quiebran el pavimento con mazos
para dotar de piedras a la primera línea. Hileras de chicos con costales de
pedazos de concreto atraviesan las calles y se las dejan a quienes repelen los
ataques frontales de los carabineros. “Gracias hermanos”, se escucha desde la
refriega y el humo. Y es que sí, la primera batalla que se ganó fue contra el
individualismo y el ego, aquí todo es colectivo.
Decenas,
cientos de personas esperan a los manifestantes que corren con los ojos
llorosos. “¡Agua con bicabornato! ¡Agua con bicabornato!”, gritan. Y los demás
se acercan para que les rocíen el rostro, les digan palabras de aliento, los
socorran. Por cada persona lesionada se acercan cuatro o cinco de inmediato. Es
el desborde.
Sigue la
primera línea. Al oscurecer se juntan manifestantes frente a los guanacos y
tanquetas y los desconciertan con la luz verde de cientos de rayos láser en los
parabrisas. El espectáculo de luz y sonido inunda la calle. El guanaco
retrocede. Los muchachos gritan de júbilo.
De pronto la
infantería carabinera se despliega a pie. Parapetrada en los vehículos recibe
la orden de atacar y corren detrás de los jóvenes y de todo el que se
encuentran a su paso. Golpean y patean a todo el que se les atraviese, detienen
a alguno y sus compañeros tratan de rescatarlo en una batalla cuerpo a cuerpo.
A veces lo cosiguen. Otras el chico o chica pasa a engrosar las filas en las
comisarías. Se habla ya de más de 17 mil detenidos en 40 días de protestas.
A la primera
línea llega Claudia Aranda, reportera y activista de tiempo completo. Durante
nuestro encuentro recibe por whatsapp la imagen del ultrasonido de
su próximo nieto. Está feliz. Hace 40 días lo dejó todo y se fue a vivir a una
casa okupa para mantenerse disponible todo el tiempo. “La tía del agua”, le
dicen sus miles de nuevos sobrinos en las calles. “¡Hidrátense cabros!”, les
grita con su bidón de cinco litros en la mano. En su mochila carga el láser
para cuando toca desorientar a los carabineros, y su libreta y cámara, para sus
crónicas.
En otra
esquina del escenario grupos de jóvenes intentan tumbar un semáforo. Lo jalan
con un lazo para arrancarlo del concreto y formar con el poste una barricada.
Decenas de esquinas ya no tienen semáforo, por lo que otro grupo de voluntarios
dirige el tránsito, recibiendo como pago el sonido del claxon de los
automovilistas que lo mismo le regalan una botella de agua o algo para comer.
Decenas de
médicos, enfermeros y psicólogos cubren los puntos de salud. Llegan aquí luego
de largas jornadas de trabajo en hospitales públicos y privados, y durante
horas atienden a los heridos de la revuelta. Al parecer, dicen, cada vez le
ponen químicos más agresivos al agua que avientan los carabineros, pues en los
últimos días los chicos llegan con quemaduras severas de la piel.
Una joven
que trabaja como productora de eventos es ahora la encargada de la logística en
el centro de salud. Recibe y clasifica las bolsas de donaciones de la gente:
tapabocas, analgésicos, vendas, sueros y un sinfín de artículos que se
amontonan a un costado. La solidaridad, por ahora, es más grande que la
emergencia.
En la
primera fila los jóvenes se protegen con escudos hechos con láminas arrancadas
de cortinas de tiendas, con tapas de tambos, con lo que tengan. Son unos
gladiadores. Hay hombres y mujeres “bombers” cuya misión es “ahogar” las bombas
lacrimógenas con garrafas de agua con bicarbonato y sosa caústica. Se llevan la
peor parte, pues sus pulmones se llenan de tóxicos. El aplauso de sus
compañeros es el único pago por cada bomba desactivada.
En la
manifestación no se pasa hambre. Y menos en la primera línea, pues se organizan
ollas comunes y se reparten gratos en carritos recuperados del supermercado.
Lentejas y papas nunca faltan. A veces llegan contingentes de ciclistas con
ayuda, otra veces son ellos los que la necesitan.
¿Qué pasaría
si no existiera esta primera línea? Hace unos día intentó llegar a la Plaza de
la Dignidad, antes conocida como Plaza Italia, el centro neurálgico de las
movilizaciones, una marcha organizada por maestras de kínder, y contra ellas
arremetió la policía con gases lacrimógenos. La primera línea sirve para que
ellas y muchas como ellas puedan acceder a la plaza y manifestarse
pacíficamente.
Las
resorteras y ballonetas improvisadas son las armas de la primera línea.
Barricadas de piedras, láminas, llantas, todo lo que sirva para obstaculizar el
paso de los carabineros, cuya misión es cada tanto romper esa línea, atravesar
las barricadas a como dé lugar e ir tras los manifestantes. Más de 40 días
después la mecánica es clara. Rompen la línea, los jóvenes salen disparados, se
dispersan y luego retoman sus lugares. Hasta el nuevo ataque. Y así.
“¡Encerrona!
¡Encerrona!”, gritan cuando vienen los guanacos de los dos lados. No hay mucho
que hacer más que agacharse y protegerse con los cuerpos. Se avisan igual
cuando uno de ellos con un cóctel molotov está a punto de arrojarlo. “¡Mecha,
mecha!”, gritan para que sus compañeros abran cancha. La bomba artesanal vuela
por los aires y cae cerca de los carabineros. El júbilo se expande, pues eso
les da un tiempo para acercarse a los carabineros y continuar el combate con
piedra.
La batalla
es organizada. Unos enfrentan, otros hacen barricadas, otros juntan pertrechos,
unos llevan comida y agua, y otros atienden las heridas. Todo para que el resto
de la movilización contra un sistema que los privó de lo más elemental pueda
caminar sin muchos tropiezos.
En medio del
ataque no falta la batucada o un saxofonista que se acerca con “El derecho de
vivir en paz” e inunda con sus notas el ambiente. Anochece y los bloqueos se
van apagando. Por semioscuras calles aparecen grupos de carabineros
patrullando. Y de entre las sombras, como fantasmas, se escuchan los gritos:
¡Milicos de mierda! ¡Cabros de mierda! ¡Asesinos! Una chica con una enorme
piedra en la mano pasa junto a la hilera de carabineros. Los insulta de frente
con la piedra escondida. Los carabineros se siguen. Y ella también.
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