martes, 3 de diciembre de 2019

LA MASACRE DE SENKATA VISTA UNA SEMANA DESPUÉS



Por: Luzmila Ríos
Publicado originalmente en el diario El Salto el día 28 de noviembre.

Como se presagiaba hace unos días, la Planta Gasífera de Senkata, en la ciudad de El Alto, se convirtió en el escenario de una batalla importante en la crisis que atraviesa el país en las últimas cinco semanas. El enfrentamiento sumó nueve muertos a una lista de más de 30 víctimas mortales desde el comienzo del conflicto. La vida en las ciudades va retornando a la normalidad entre los fantasmas del enfrentamiento, la persecución, el luto por la represión desproporcionada, y la rabia ante la impunidad de los operativos militares.

La ruptura del bloqueo de Senkata

El martes 19 de noviembre el Gobierno Interino de Bolivia da la orden de romper el bloqueo que persiste en uno de los puntos fuertes de la movilización vecinal en El Alto. Un operativo conjunto de las Fuerzas Armadas y Policía se dirige a la planta de embotellado de gas y aprovisionamiento de combustible, propiedad de YPFB y emplazada en el Distrito 8 de El Alto. Escoltan un convoy de 49 camiones cisterna que, tras la intervención de maquinaria para tapar las zanjas que interrumpían el tránsito en la Ruta 1, consiguen aprovisionar de combustible y partir para abastecer a las ciudades de La Paz y El Alto. 

El despliegue, apoyado por tanquetas y helicópteros, consiguió liberar el acceso a la planta haciendo uso de gases lacrimógenos. En Senkata persistía un fuerte bloqueo, hasta entonces pacífico, como medida de presión, con una lista de reivindicaciones que comenzaron por el cese de la presidencia interina de Jeanine Añez y el retorno de Morales, pero que se extendió a la derogación del decreto 4078, la defensa de las reservas de litio, el repudio a la candidatura de Mesa y la declaración de Camacho como persona no grata. Aunque el discurso oficial habla en todo momento de “partidarios del MAS”, las vecinas de la zona apuntan que las movilizaciones también fueron autoconvocadas en el momento en que comenzó a darse a conocer el parte por las primeras muertes en el conflicto, nutriéndose de personas provenientes de todos los municipios de La Paz.

Según testigos presenciales, los enfrentamientos más fuertes comenzaron una vez que los camiones abandonaron la planta y los vecinos quisieron retomar el bloqueo. Una multitud de personas derribó el muro exterior de la planta con el uso de cartuchos de dinamita. Es en este momento en que se escuchan disparos de armas de fuego y circula la noticia de los primeros fallecidos, así como la existencia de decenas de heridos. Más tarde la lista oficial confirmaría nueve muertes por heridas de bala. De no ser por las medianeras de cemento donde la población se parapetó, podrían haber sido más.

Neolengua sobre terrorismo e impunidad

Desde el primer momento las Fuerzas Armadas justificaron la intervención militar. Sorprende del comunicado la referencia al Manual del Uso de la Fuerza en Conflictos Internos, firmado en 2005 por el Señor Carlos Mesa, por entonces presidente, como queriendo dejar claro (a buen entendedor) que la impunidad que les brindaba el decreto 4078 no era necesaria en este caso por tratarse de un “Servicio Público Esencial Estratégico”. Es decir, había que restablecer el flujo de combustible a toda costa. El comunicado exhibe la poética de la guerra, esa forma de hablar de la verdad que sólo los generales saben traslucir: “Exhortamos a mantener la racionalidad para evitar daños irreversibles en las personas, en la propiedad pública y privada del sector”. Daños irreversibles.

Horas más tarde se difundía que las muertes habían sido necesarias para “evitar un mal mayor”: citando un informe técnico, redes y medios nacionales repetían que, de no contener el avance de “agitadores y vándalos enardecidos”, se pudo haber generado una explosión en cadena que, si hubiera afectado a los contenedores centrales de gas, podría haber causado miles de muertos.

Si bien funciona para que la población en shock asimile la muerte violenta de manifestantes en El Alto, el argumento no resiste un análisis de los hechos. En primer lugar, mediante imagen satelital y Street View se puede comprobar que el punto donde ocurre la brecha perimetral queda al otro extremo de las esferas de combustible, y alejado de la flota de vehículos.

Segundo, aunque no lo parezca, existen métodos no letales de contención. Los reportes apuntan a herida de bala en cabeza y torso.

Tercero, resulta muy conveniente sacar a relucir esta información justo hoy. Las vecinas de El Alto merecerían saber que cualquier día un incendio accidental en la planta podría causar 10.000 bajas y daños en 5 km a la redonda. De ser cierto, constituye una gran irresponsabilidad urbanística permitir asentamientos periurbanos en una zona de riesgo.

Y cuarto: parecería que todo, justificación del uso de la fuerza incluida, es un malentendido. “Queremos aclarar que del Ejército no salió ni un sólo proyectil. Las FF AA se mantienen con la premisa del diálogo permanente”, afirmaba esa noche Fernando López, el nuevo ministro de Defensa. Implicaba entonces que la población civil causó nueve bajas en sus propias filas mientras huía de las cargas policiales, al igual que en la masacre anterior en Sacaba. Curiosamente no se reporta ni un sólo efectivo militar o policial herido por arma de fuego en ninguno de los casos.

Mentiras tras las autopsias

Días después Andrés Flores, director del Instituto De Investigaciones Forenses (IDIF, dependiente de la Fiscalía Pública) corroboraba tales afirmaciones. El calibre de los proyectiles recuperados en los cuerpos en Senkata, de 9 y 22 mm, correspondería a armas de fuego que “no son de uso reglamentario de las Fuerzas Armadas ni de la Policía”. “Son armas cortas que cualquier persona puede tener”, aseguraba.

La única incongruencia aquí es que lo que Flores reporta como “el calibre reglamentario en el ejército” (7,62 milímetros) no se sostiene con la propia legislación vigente en el país, que contempla 38 diferentes calibres de uso militar, entre los que encontramos los citados. Ni tras una consulta a la hemeroteca: “Los militares y policías tendrán la posibilidad de comprar armas de fuego y municiones 9 mm sólo con la autorización de sus superiores” (Pagina Siete, Agosto 2017), “no existiría nada irregular en la comercialización [a policías] de pistolas 9 milímetros” (Noticias Fides, marzo 2003). Ni, ya puestas, después de mirar la propia página web de la Fábrica Boliviana de Munición, dependiente de la Corporación de las FF AA para el Desarrollo Nacional, donde se puede comprobar que se importa y comercializa desde 2002 el modelo Taurus PT-1911, así como la PT-111. Una pistola semiautomática de industria brasilera, arma de preferencia para oficiales del ejército boliviano. ¿Calibre? Adivinan bien: 9 milímetros.

Por supuesto, ningún medio nacional se ha molestado en cuestionar tales declaraciones. Para ellos, nueve muertos es una ganga si de restablecer la normalidad en el suministro se trata. Como diría George Orwell, “la guerra es la paz”.

El cortejo fúnebre, gasificado

El jueves 21 una comitiva fúnebre parte con los féretros desde la ex-tranca de Senkata y baja hasta la ciudad de La Paz. “¡No somos masistas, tampoco terroristas, somos de El Alto, y El Alto se respeta!”. Los alteños exijen justicia, y les recibe un ánimo denso, donde se hace patente la polarización que se arrastra desde las semanas anteriores.

La noche tras la masacre, el miedo volvió a campar en El Alto: una pasarela dinamitada, quemaron la casa de la alcaldesa. Hoy la gente quiere comenzar a reconstruir: se ven banderas blancas, pero también se intuye el miedo a flor de piel. 

Operativos policiales registran a compañeras que bajan hacia la marcha: somos bien conscientes de que cualquiera puede ser acusada de terrorismo y sedición. Una máscara de gas en la mochila, vídeos comprometedores en el celular: se multiplican las autoformaciones en seguridad para no dar chance. La prensa no ve noticia, y los medios desde abajo nos autocensuramos por precaución, también por miedo. Miedo a la represalia, a tener que medir cada palabra para no alimentar el odio, miedo a caer en esta dicotomía en la que defiendes a las fuerzas armadas o eres partidario del MAS.

La gente de la ciudad está cansada, en la memoria arde lo brutal del pánico desatado en días pasados, la ansiedad ante la memoria de los saqueos, la incertidumbre, los grupos de choque, la psicosis provocada por el desabastecimiento y la intoxicación de las redes que culpa a los “alteños irracionales” de haber estado cerca de provocar una catástrofe de grandes dimensiones. Todo se mezcla, como el humo negro de las llantas y el humo blanco de los gases lacrimógenos que nos obliga a tirarnos al piso para poder respirar. Las reacciones son diversas: hay quien ofrece agua a los que marchan, y hay quien se mofa de la desbandada ante la arremetida policial.

La imagen del día son los féretros que quedaron en el suelo cuando gasificaron la comitiva. Los muertos solitarios, en mitad del caos. Desde el suelo nos miran los de hoy, y los de la semana anterior en Sacaba, los de Yapacaní y Montero, los represaliados en Chaskipampa y Ovejuyo lejos de las cámaras, aquellos de los que nadie habla…

Lo que queda por delante

Fue una semana muy dura. “Nos aplicaron el shock, hermanita”, me decía una compañera con una dolorosa lucidez. Shock es lo que mejor describe estos días pasados, lo único que explica el estado traumático al que se nos sometió. Bolivia fue rehén de quien vino, de ambos bandos, a remover sus miedos más bajos. Solo así se explica la aceptación de la impunidad, la interiorización de las varias formas de violencia vividas en días pasados.

A otros dejo discutir sobre la palabra “golpe”: de este lado sólo nos queda pensar en reconstruir, en terminar de entender lo que ha ocurrido, para pasar a cerrar las heridas. Las recientes, y las largas, la podredumbre en los movimientos sociales que la borrachera de poder de un extractivismo de tez indigenista nos trajo. Pelea de gallos, sí, y de todas las potencias que apuestan por que el suyo sea el ganador, el que les venderá baratos los recursos del nuestras múltiples naciones. 

Nos dicen que el país comienza a pasar página. A pesar de todo, se repiten las gasificaciones. El sábado 23 fue escenario de enfrentamientos en el botadero de K’ara K’ara, donde las personas que bloqueaban el ingreso al basural se enfrentaron con piedras a los vehículos militares, resultando en decenas de heridos, y continúa una política clara de represión: varios acusados de terrorismo y sedición tras los disturbios, órdenes de aprehensión contra, entre otros, el vicepresidente del MAS o el exdirector de la Agetic (la agencia gubernamental responsable de las TIC en el gobierno). Llegan reportes de que este hostigamiento se extiende por todos los rincones: la persecución contra dirigentes indígenas se convierte en habitual, y a pie de calle se respira un clima de sospecha: desde Twitter y WhatsApp circulan señalamientos, listas de gente presuntamente a sueldo del MAS, sugerencias para extender las aprehensiones e incitaciones que se acercan peligrosamente al linchamiento colectivo.

En la Asamblea Legislativa se reduce la tensión: el llamado a nuevas elecciones, con el acuerdo del MAS y sin Evo ni Linera, promete una tregua a la escalada, aunque la sugerencia de que líderes ultraderechistas como el “macho” Camacho serán candidatos presagian que la fractura volverá, acuciante, en unos meses.

Mientas tanto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos visitaba Bolivia. Los “cívicos” agredieron física y verbalmente a representantes de naciones indígenas, y trataron de impedir el paso de las víctimas de las masacres a las dependencias donde tenía lugar la audiencia.

Continúa, pues, una pugna compleja por el poder político. Una pugna donde las víctimas siempre las ponemos las de abajo.


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